Final de la Jornada

Las siete en los relojes. Los comercios se apagan en la ciudad.
Desde oscuros pasillos, por patios diminutos, saliendo de vestíbulos lujosos las vendedoras se derraman.
Todavía algo ciegas y como entontecidas por el largo encierro.
Entran con leve excitación en la voluptuosa luminosidad y la suave apertura de la tarde de estío.
Las calles, antes malhumoradas, se iluminan. De pronto empiezan a marcar un ritmo claro.
Las aceras se colman de blusas de colores y risas de muchachas.
Como un lago por el que atraviesa un joven río impetuoso
la ciudad toda es inundada por la juventud y el regreso al hogar.
Entre la indiferencia de los rostros que pasan se interpone un destino variado.
La excitación de un vivir joven deslumbrado por el fuego de esta hora crepuscular.
en que toda la oscuridad se transfigura y todo lo que pesa se funde libre y leve
como si no aguardara, pocas horas después, la triste monotonía de la servidumbre diaria; como si no aguardara su retorno
el laberinto de la sucias chozas en el arrabal, chozas que cuelgan entre desnudos bloques de casas de vecinos,
la escasez de comida, el sofoco del cuarto familiar y la pequeña alcoba que es preciso compartir con hermanos menores;
y el breve reposo que la madrugada expulsa del país dorado de los sueños.
Todo está ahora lejos, cubierto por la tarde, y, sin embargo, acecha, como un animal maligno al lado de su presa
E incluso las más afortunadas que, leves y con el paso esbelto,
bailan del brazo de su amante, arrastran en la soledad de sus ojos una tiniebla ajena.
A veces, cuando su mirada cae hasta el suelo, en la conversación,
un fantasma con espantosas muecas se cruza en su alegría.
Entonces es cuando se estrechan más; con manos temblorosas cogen el brazo del amigo,
como si la vejez ya estuviera tras ellas, arrastrando sus vidas hacia la extinción en medio de la sombra.

 

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