El Dios de la Ciudad

Esparrancado está sobre un bloque de casas.
En torno de su frente unos oscuros vientos se reúnen.
Con rabia mira hacia lo lejos, adonde, en soledad,
las últimas moradas se pierden en el campo.

Rojo le brilla el vientre a Baal en el anochecer.
Arrodilladas a su alrededor las grandes urbes.
El ya elevado número de las campanadas
se alza como ola de un mar de negras torres.

Al igual que la danza de los coribantes, entre el ruido resuena
Por las calles la música de la multitud.
El humo de las chimeneas, las nubes de la fábrica
hacia él suben, azules como un humo de incienso.

Amenaza la tempestad en medio de sus cejas.
La tarde, oscura, deviene sorda noche.
Ondean las borrascas, que, como buitres, desde
sus cabellos contemplan, erizados de ira.

Clava en la oscuridad su puño carnicero.
Lo sacude, y un mar de fuego corre
por la calle. Una humareda hierve.
Y devora la calle, hasta que tarde empieza a amanecer.

 

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