Es el reloj vetusto
sobre la vieja torre.
Es la antañona iglesia con nichos de cantera.
El mismo minutero los minutos recorre,
y un idéntico horario las horas entrevera.
Las horas desteñidas
de la niñez lejana
con la primera escuela medrosa y recoleta.
El pizarrón borroso junto a la gran ventana,
y aquel dómine huraño que usaba de palmeta.
Por el abierto vano
mirábase el paisaje:
la sierrra que a lo lejos cuajaba sus añiles;
los campos labrantíos; la tarde; algún celaje;
y tras derruida tapia los húmedos pretiles.
Allí leyó
mi vida los prístinos principios;
lo medular y cierto junto a lo que fascina.
Allí olvidé la clase que habló de participios
por perseguir el vuelo de alguna golondrina.
¿Por qué
recuerdo ahora el cuarto de los "triques"
y el trompo azul de cuerda, con música francesa?
Las horas inconscientes sonaban sus repiques
muy lejos del nublado que culminó en tristeza.
Daba el reloj un
cuarto; poco después la media.
Quizás fue un día de mayo magnético y violento.
Después que hablaba el rayo con voces de tragedia;
llorosa la llovizna salía de su convento.
Las noches tiritantes
de eneros y febreros,
los cuentos de nahuales en horas embrujadas.
Los árboles del patio de azahares tempraneros,
las huertas agridulces en naranjas "rayadas".
Memorias que se
aclaran en los verdes espejos,
perfumes que se escapan de destapados pomos:
corral medio empedrado, prolíficos conejos,
y en huecos de las tapias los nidos de palomas.
De las dichas de
entonces, contados los momentos.
Vida vegetativa con su inocente gozo:
jugar a los soldados, leer libros de cuentos,
subirse a la azotea y escupir al pozo.
Quién me
hiciera el milagro
enfrente del cuadrante
de la antañona iglesia
de bóvedas sonoras.
¡Desandar
de mi vida
la comedia ambulante;
y al reconstruir el tiempo,
paralizar las horas!