RECUERDO
CON TRISTEZA
Casa de habitaciones
tomadas por una tristeza, donde se agazapa el destino en espera. Galería
de telarañas bajas y una Santa Rita que la lluvia no atraviesa.
Patio con limonero para dar sabor a los pollos que colgados de sus
ramas sacrificamos. Fondo de higuera sufrida que una vez al año
apenas llena una taza de dulce. Vereda de ladrillos con cordón
del que cuelgan las piernas. Sinfonía húmeda de chicharras,
aire con polvo y olor a mierda. Y en la casa el destino que va queriendo
ser muerte.
Héctor
de Paula
Como esfinge
Violeta
crece en ebullición
Ha pisado el amanecer
Será la escena eterna
será una lápida, un aletargado bramido de búhos
Pero antes
cortará el viento,
tendrá frío y calor,
hambre y amor
Todos esperan esa luz
y encienden el silencio en la oscuridad
Nicolás
Loyarte
Vidrios
resonando en mi interior
Una vez más
el calor agobia los sentidos, punzando en el esfuerzo,
En el vivir, en el quehacer de ese lugar.
Me sofoca, ¡nos! sofoca. Pero el tiempo me pregunta: ¿a
quién asfixia?
¿Cuál es la seguridad de la opresión?, si en
la ventana se refleja lo que querés ver,
Si la ventana es lo que te da la libertad.
Entonces miro hacia ambos lados, también hacia atrás
y adelante, claro está.
Y me reclino a pensar…. ¡Otra vez! Maldito teléfono,
¿Quién me sacará hoy de mi lugar?
O quién me llevara a ese espacio que comparto, y si existe
otro lugar
¿Por qué preguntar sobre éste?
Esta bien, atenderé el teléfono, aquel que mas de una
ves me ha llevado a descubrir nuevos lugares.
Pero esta vez la voz crujiente de tal instrumento me lleva a lo contrario.
Y la ventana, acompañada de semejantes acordes me dice, me
canta, me grita:
¿Cuándo dejaras de amagar tan codiciado salto?
Si las cicatrices del anterior ya han sanado.
Eduardo
Oviedo
EL ÁRBOL
COMO UN EDIFICIO DEL FO. NA. VI.* EN QUE LAS ESPECIES SE ORDENAN SEGÚN
LA JERARQUÍA
abajo
(en la tierra)
las hormigas horadan
con la esperanza de triunfar alguna vez
y derrumbar el orden
para ser todos iguales
al pie
los hongos con paraguas
naturales
se protegen de los otros
(de los de
arriba)
las hormigas les traen
a los dioses blancos
ofrendas que no sirven
(los dioses jamás
se conforman)
por el tronco
reptan gusanos y otras
babas ancestrales,
los obsecuentes de siempre
llevan/traen el chisme del día
en las ramas
algunos construyen como
si fuera el piso del mundo
(a sabiendas de que es el techo de tantos)
una cadena alimenticia de las mejor ilustradas
las hojas
el borde mismo del universo
¿son sólo estética?
¿son el arte natural, que como toda estrella no sobrevive a
la fugacidad del verano?
en mi poema
el árbol transpuesto
saluda con sus raíces despeinadas
la salida del sol
* Fo. Na. Vi. (Fondo Nacional de Vivienda): Barrio de edificios (de
calidad, al menos, dudosa) donde nadie se explica cómo tanto
pobre hacinado, no se ha vuelto sardina. Nota de la autora.
Marta
Castellano
(Sin Título)
Ojalá no
volviera a entrar
ahora que quiero salir no puedo
todo me ahoga
lo único que necesito para respirar
es ver el horizonte
¡Cómo pude perder mi lugar en el mundo!
Laura
Martínez
....Igual
que un poncho, a uno lo envuelve la tierra.
Desde el llano hasta la sierra se va una sombra extendiendo,
y el alma ve comprendiendo
las cosas que el mundo encierra...
Atahualpa Yupanqui.
TIERRA, SOS MI
ESENCIA,
SINFONÌA DE COLORES
(hojas, flores, frutos, pájaros, savia, follaje)
IMAGEN DEL HOMBRE
PALABRA PURA DE VIDA.
SEMBRADA POR SUEÑOS
DE MIS ANTEPASADOS
ETERNAS CREATURAS
AÙN FLOTAN EN EL AIRE,
AVENTURA SIN RUMBOS
OBERTURA DE SENTIDOS.
SIN MUROS, NI FRONTERAS
CIELO QUE NUNCA HA SIDO EN MARCADO,
SIN TIEMPO, SOLO ESPACIO RECREADO
PARA EL DESTINO DE UN NUEVO HOMBRE.
TIERRA, TE ACARICIO,
Y DESDE MIS ENTRAÑAS,
UN DESEO A GRITOS CLAMA
¡ABRÍ TU OSCURA BOCA!
SIN TIEMPOS SUBTERRANEOS SOLO ESPACIO....
Adriana
Vidal
RITO
Esa es tu luz, la luz de
mi casa,
Adentro está el espejo donde empollan las salamandras
cuyo veneno alucina.
La luna inunda el parque,
el lago es una lámina impenetrable.
Crujen huesos con membrana en mi espalda,
puedo volar ciego.
Cruza el aire el tuyo,
traduzco el miedo en el idioma de tus pasos
me nombra tu sudor helado.
El suelo es negro
Los árboles son negros
Lo único que brilla
pedacitos de sol que la fila de hormigas
transporta a lo más profundo de la tierra.
Y ese otro sol, tu óvulo maduro.
Huelo el moho donde las
manos de mi abuelo trabajaron ladrillos, cal
y digo muro,
oigo en el lodo un deslizar sinuoso
y sé que la culebra conspira otra vez contra dios,
siento un leve cambio del aire en el rostro
y alargo la mano al insecto
y lo devoro.
Este es mi templo, la luz
que inunda
éste, un espejo frente a mí.
Tiembla detrás tu modo de acercarte,
en el reflejo sos otra distinta otra que no otra,
me vuelvo, acaricio esa que late esa que sí.
Tomo tu puño,
lo transformo en mano.
Tomo tu lengua, la transformo en pez.
Avanzo un milímetro más contra tu vientre.
Sergio
Ferreira
Una nena
demasiado delgada
El colectivo y
el mal humor del chofer la dejaron en el apeadero, justo a la entrada
del pueblo. "Signo de progreso" hubiera dicho su madre,
que nunca olvidaba otras épocas, cuando el micro, que parecía
desplomarse ante cada kilómetro recorrido, las abandonaba,
indefensas y olvidadas, en la ruta asfaltada. Dependían entonces,
de la aparición de algún paisano que, en sulky o camioneta
las rescatara de soleado naufragio en plena pampa triguera, para depositarlas,
con toda naturalidad, en la casa que las esperaba. "Algún
día nos van a pavimentar el acceso" se ilusionaba el salvador
y se despedía, envuelto en folklórica nube de polvo.
Ahora el deseo se había concretado. La ruta no sólo
se había extendido hasta el interior del pueblo, sino que lo
atravesaba como una cicatriz sin herida y seguía viaje hacia
otras poblaciones cercanas, de nombre tan arbitrario y rebuscado como
el del lugar al que ella volvía, sin muchas ganas, después
de cuarenta años de ausencia: el pueblo de sus padres y abuelos,
el único lugar en el mundo en donde la memoria no le exigía
inventarios.
" ¿De dónde saqué que esto se llama apeadero?"
pensó mientras se dirigía hacia la casa que la esperaba.
En la ciudad decían refugio, parada o algo que se le pareciera.
Pero ninguna de esas palabras sirvieron para describir el lugar en
dónde se encontró de golpe, cuando el chofer cerró
a sus espaldas la puerta del colectivo y siguió su camino,
al volante de la unidad recién puesta en servicio y con su
mejor cara de perro.
Se reía todavía de la recomendación de la madre,
tan unida a su pasado en ese pueblo al que amaba, pero al que sin
embargo, había dejado de visitar. Eterna y contradictorio su
madre, como todas las mujeres de la familia, pero memoriosa y demandante.
"Andá a ver el jazmín del colegio de las hermanas.
Y después contame como está" le dijo la noche antes
del viaje" Con el bolso a medio armar y el teléfono sostenido
entre hombro y mejilla, la hija intentaba reservar pasajes y organizar
las posibles combinaciones. "Si, mamá, seguramente el
jazmín me va a estar esperando. Lo más probable es que
las monjas hayan vendido el patio para comprar computadoras. O todo
el colegio se esfumó y ahora levantaron un shopping".
Comenzó
a caminar hacia el centro. O lo que recodaba de él. Se preparó
para equivocarse más de una vez. Tenía como primera
referencia un gran baldío que servía de estacionamiento
a máquinas cosechadoras. Hubiera sido absurdo esperar encontrarlo
aún despoblado. Pero en un instante, como respuesta a su pensamiento,
apareció. Sin cambio alguno. Con su cerco de alambre de púas
trenzado, en desigual matrimonio, con matas de campanillas rosadas
y azules. " Y acá, la bendita excepción".
Fue la opinión que le mereció el lugar. Y heroica, sin
dudas, para resistir a la propiedad horizontal. Pero se olvidó
de las flores y de las excepciones cuando, a medida que iba avanzando
por la calle, bajo un sol sin indulgencia, todas las casas aparecían
perfectas, impecables. Tal como las había dejado de ver a poco
después de cumplir seis años.
" Están embalsamadas" dedujo ¿Cómo
era posible que lo cotidiano no las hubiera arañado? ¿Ni
los olvidos, ni la muerte de sus dueños? Porque no le quedaban
dudas de que los originales habitantes de cada una de las casas que
iban apareciendo, ya eran historia y polvo en ese pueblo que comenzaba
a inquietarla. " Tal vez alrededor de la plaza estén los
edificios nuevos y los grandes cambios". Y caminó más
rápido porque se dio cuenta de que el desasosiego la hacía
hablar sola, en medio de la calle desierta.
Pero la plaza era la misma. Limpia y ordenada como en el recuerdo.
Las rosas de los canteros eran famosas en la zona por la salud de
sus brotes y su floración desmesurada. Y así las reconoció.
Como reconoció también los caminos de granza que rodeaban
los espacios verdes y el mástil al lado de la estatua de un
prócer irreconocible entonces y ahora. Se vio corriendo al
lado de sus primos mayores. Esforzándose para seguirlos en
sus juegos de fuerza y destreza que la condenaban a ser la eterna
perdedora. Ella era todo entusiasmo, pero su tenaz delgadez se hacia
añicos frente a los cuerpos ágiles y robustos de chicos
criados en la rutina del trabajo de campo. "Dále, Olivia.
Mirá que te ganamos todos". No la llamaban por su nombre
en esos veranos de maíz y trigos tardíos. Era sólo
una copia de la novia de Popeye, endeble y vacilante a la hora de
la destreza física. Como decía su madre: " Demasiado
alta y delgada para una nena de seis años". Y demasiado
torpe, pensaba ella.
Imaginó que el interior de las casas que rodeaban la plaza
tampoco había cambiado. Recordó galerías de baldosas
con arabescos, zaguanes con mayólicas italianas, salas vestidas
con cortinas pesadas que custodiaban inmensas ventanas de cuatro hojas.
Hasta le pareció saborear el budín de naranja y nueces
que preparaban las amigas de la madre para agasajar a esa otra amiga,
que había elegido la vida en la ciudad. En esas salas, que
se mostraban más amplias de lo que eran - porque la niñez
todo lo agiganta - se sentaba en medio de mujeres grandes y entre
tímidos bocados de budín, les demostraba qué
educada era la única hija de la amiga lejana. Dentro de ella,
otra nena más salvaje y voraz, se abalanzaba sobre el budín
de naranja y de tres bocados lo hacia desaparecer.
Miró a mí alrededor. Hasta elevó oraciones para
que, de repente, apareciera la totémica figura de una antena
de telefonía celular. O algún pub, o ciber o telecentro
que le aseguraran que el mundo del cual venia no era un sobresalto
temporal. Pero no. El pueblo entero era un saludable espectro. Altivo
y sereno en su desvergonzada identidad, parecía burlarse de
toda decrepitud, pero a la vez de toda evolución.
No se atrevió a imaginar el cementerio ni la iglesia. No recordó
en ese momento el famoso bulevar de álamos y eucaliptos, paralelo
a la estación de trenes, que marcaba la frontera con el temido
"detrás de la vía", lugar de exilio para los
que no formaban parte del grupo de elegidos.
Mucho menos quiso exponerse al espanto de enfrentarse con el colegio
de monjas y su jazmín. Le faltaba el aire y tenia miedo. Volvió
sobre sus pasos. No llegó a la casa en donde la esperaban para
festejar el aniversario familiar que tenía más de reencuentro
que de ceremonia. Sin sentir vergüenza, aceptó que estaba
huyendo de algo que no podía explicar. Imaginó el reproche
de quienes la esperaban, pero eso no le impidió trepar al colectivo
que volvía de su recorrido y refugiarse en el último
asiento, a salvo de la mirada inclemente del chofer, que la reconoció
ni bien subió.
Trató de dormir, pero el sueño se negaba. Tal vez había
quedado enredado en la paradoja fantasmal de un pueblo que aparecía
lleno de vida, sólo por estar absolutamente muerto.
Tras varias horas de viaje, llegó a su casa y recién
entonces pudo dormir. A la mañana siguiente se despertó.
Saltó de la cama. El primer café de la mañana
la despejó. Como si no fuera ella, vio aún sin deshacer,
el bolso de viaje sobre una de las sillas de la cocina. De repente
todo le pareció claro.
Regresó al dormitorio, se vistió lentamente como obedeciendo
a un ritual. Pidió un taxi. Llegó a la Terminal. El
colectivo estaba punto de salir. Por supuesto, el chofer era el mismo,
pero esta vez no le mostró su peor cara. " Llegó
a tiempo" le dijo. Y pareció sonreír. Al mediodía
volvió a dejarla en el apeadero. No había otro nombre
para el lugar. Ése era el que le correspondía.
Volvió a atravesar el pueblo que había sabido claudicar
al tiempo, no para someterse a él, sino para sobrevivir sin
perder su esencia. Un latigazo de aroma a jazmín la sorprendió
a pasos de la casa familiar. Supo de donde venia. Más tarde
iría a encontrarse con él. Ahora iba en busca de un
abrazo de miles de años.
Tocó el timbre de la casa. Se abrió la puerta. Una nena,
demasiado delgada, de piernas largas, la miró desde una infancia
obstinada.
"Hola" le dijo. " Sos la última en llegar".
" Siempre me pasa" fue el saludo y la disculpa. " No
importa" dijo la nena. "A mi también".
" ¿Quién es, Olivia ? " preguntó una
voz de hombre desde el interior de la casa.
La nena la miró y sonrió. Se hizo a un lado para dejarla
pasar. Y preguntó:
"A mi me gusta el budín de naranjas. ¿Y a vos?
"
Pilar
Rodríguez