Los senderos por
los que Dulce María Loynaz transita resultan una especie de
laberinto donde realidades y sueños se entremezclan, en una
atmósfera densa, abigarrada, asfixiante, como el cargado aire
que precede a la tormenta de los trópicos.
La casa, a la
cual el jardín protege y cerca, parece nutrirse de su propia
leyenda, en sus propias historias detenida. En ella siguen viviendo
los personajes que una vez la habitaron, fantasmas de otro tiempo
que presiden las estancias prisioneros de un mundo que se aleja irremediablemente.
Gran parte de su obra aparece impregnada de ese aroma viscontiniano
de soterrada melancolía que puebla cada página como
el leve perfume de una rosa que muere.
En ese clima envolvente
y hermético con acentos o resonancias de Lampedusa o Villalonga,
no hay temor de que se rompa el claroscuro que pueblan los espacios
encantados. Etérea percepción de matices de un lirismo
cerrado que pugna por hallar brechas de huida, que se nutre de anhelos
y de desesperanza al mismo tiempo que a veces nos remite, por el ceremonial
intenso y descriptivo de su páginas al onírico y lacerado
mundo que debate entre las páginas de Charlotte y Emily Brontë.
Tiene Dulce María
Loynaz un exacto dominio del lenguaje. La riqueza del léxico
empleado se advierte claramente en la plasticidad con que moldea las
imágenes, reales o ensoñadas, que configuran un texto,
elaborado y complejo, de turbadora simbología, como si la contención
espartana de la educación recibida imprimiera su veto al sentimiento,
ahogando el gesto espontáneo de la efusión liberadora.
Alto temple interior
el de esta creadora que impone su reserva al íntimo vuelo que
acaso sea la clave de un especial orgullo inconfesado.
Tal vez lo que
salva a la obra de Dulce María de un cierto manierismo sea
la efervescencia subterránea que aflora suavemente en sus escritos.
Como un légamo húmedo y cálido donde florecen,
luminosas, las orquídeas de un especial lenguaje que a veces
nos remite a esencias juanramonianas. Tras la celosía que filtra
tamizado el sol hiriente de la tarde, la autora cubana nos sorprende,
en algunos paisajes, con la clarividente certeza de un desmoronamiento.
Es palpable sobre todo en el poema "Últimos días
de una casa" y en su novela lírica "Jardín"
"Hay un jardín que viene sobre el mundo, que derrumbará,
con el mortal abrazo de sus ramas, las casas de los hombres, con chimeneas,
con banderas, con luces, con mentiras…"
En el jardín
que invade los íntimos espacios está impreso el simbolismo
profético de una desaparición presentida: la desaparición
en su país de una clase social determinada.
Para ella es como
una alegoría de la muerte. En uno de sus párrafos afirma
que "el jardín es malo"; es, en cierta forma, la
visión anticipada de la vorágine de unos acontecimientos,
que en el tiempo en el cual se fraguó la obra, la escritora
estaba muy lejos de sospechar… (no olvidemos que la novela fue
escrita en 1928 cuando Dulce María contaba con 26 años).
Lenta o trágicamente
las sombras tutelares que pueblan ese espacio resguardado van desapareciendo.
En los salones de paso amortiguado y espejos vigilantes flota la risa
fresca y clara de Federico, la huella de ese timbre prodigioso que
aún perdura en la casa caribeña como un hálito
vivo de esperanzada libertad.
Lorca recogería
de la casa-palacio de los Loynaz gran parte de la magia del entorno.
Entre irónico y malévolo, Juan Ramón Jiménez,
huésped también de sus salones, dijo "que comprendía
de dónde salió todo el delirio último de la escritura
de Lorca" al conocer la mansión.
Allí terminaría
Federico de escribir "El Público" (1930)
y ese manuscrito junto al de "Yerma" sería
regalado por el poeta a dos de los hermanos de Dulce María.
Carlos Manuel y Flor, ambos fallecidos.
Sobre el leve
temblor de los espejos se adivina la presencia de "ese nombre
de Arcángel y apellido de viento" hecho de roca, cristal
y cordillera que Lucila Godoy elegiría para fijar su inmortalidad,
la práctica ternura de Zenobia Camprubí… ¡Tantos!
Ecos y voces que
la escritora ha sabido preservar desde el fondo de su lúcida
memoria a la espera, indolente y desasiada, de su propia resurrección.
PERFIL BIOGRÁFICO.
Conserva en las
fotografías un aire de distinción y alejamiento. Como
si fuera algo ajeno a ella el revuelo formado en torno a la concesión
del premio Cervantes. Las palabras que con motivo del mismo recogen
las entrevistas, son palabras reflexivas, no dejadas al aire en un
momento de euforia sino meditadas, con peso, como si deseara grabarlas
a cincel sobre las páginas efímeras de los periódicos.
"Lo bueno es bueno aunque esté oculto" -dice en una
de ellas- o "Literatura es memoria, sueño y sentimiento".
Palabras a las cuales imprime una especia de sentencia lacrada que
sella lo que afirma. Como Lezama Lima, Dulce María ha procurado
siempre estar al margen siempre de partidismos políticos. Nadie
ha conseguido hasta ahora que se defina en este aspecto. Cuando se
le formula alguna pregunta sobre estas cuestiones, elude ágilmente
la respuesta, e intenta por este sistema, no comprometer la independencia
mantenida a lo largo de tantos años, puesto que según
afirma "la prudencia forma parte de la edad".
Tiene el porte
delicado y discreto de dama de otro tiempo, pero se adivina en esos
ojos, apenas ya sin luz, la chispa escrutadora de una vigilante rebeldía.
Menuda y sabia, posee la aparente fragilidad en la que suelen escudarse
los más fuertes, los que saben trazar una línea divisoria
entre la razón y el sentimiento y se aferran, contra viento
y marea, a todo aquello que les dicta su personal criterio o la permanente
observación de la realidad más inmediata.
(…)
ULTIMOS
DÍAS DE UNA CASA
"No sé
por qué se ha hecho desde hace tantos días
este extraño silencio:
silencio sin perfiles, sin aristas,
que me penetra como un agua sorda.
Como marea en vilo por la luna
El silencio me cubre lentamente."
Así comienza
el poema "Últimos días de una casa".
"Como marea en vilo" o mecidos por brisas caribeñas
van fluyendo los versos de forma acompasada, cadenciosa, en ese tono
salmódico y descriptivo, intimista y espiritualizado que la
escritora cubana acostumbra a emplear en buena parte de sus escritos.
La primera edición
de este poemario saldría a la luz en 1958, incluida en la serie
americana de la madrileña Colección Palma. En el colofón
de dicho libro figura la fecha: 31 de diciembre de 1958. La cual,
y por esos designios inescrutables del destino, marcará también
el triunfo de la Revolución en la patria de Dulce María
Loynaz.
"El día
más grande del mundo" según proclamaba Fidel Castro
por aquel entonces, cuando las multitudes enardecidas entonaban la
guaracha del héroe revolucionario:
"Ha llegado
Fidel
Ha llegado Fidel
Y librará a los cubanos
De los grilletes del tirano".
Visto a través
del prisma histórico, este libro se convierte en un signo de
alcance premonitorio, en el cual persiste con insólita claridad
(y como ya sucediera en "Jardín") el extraño
simbolismo del desmoronamiento.
"Una a una,
a su turno,
especie
a manera de ejército victorioso que invade
los antiguos espacios de verdura,
desencaja los árboles, lar verjas,
pisotea las flores".
o
"¿Qué
quieren esos hombres con sus torsos desnudos/y sus picas en alto…?
etc…
Vuelve una y otra
vez con inquietante reiteración y parecidas imágenes
a esa visión obsesiva de índole espiritual que escapa
a nuestro análisis.
El poema "Últimos
días de una casa" es un largo monólogo en
el cual la escritora proyecta la mansión como si fuera un ser
vivo.
A punto de ser
derribada, y desde la nostalgia evocadora de un tiempo que se esfuma,
la casa se contempla a sí misma y a los seres que la habitaron
sobre una perspectiva metafísica; desde una dilatada e interrogatoria
reflexión.
Los versos a través
de los cuales el poema se articula nos remiten a homéricos
acentos. Desde el tono líricamente sostenido de una anunciada
tragedia, la casa desgrana los recuerdos de un pasado reciente, cuando
advierte los primeros vestigios de su decadencia.
La soledad se
cierne en torno suyo y las formas desaparecidas van quedándose
"igual que cicatrices regadas por el cuerpo…"
Desde ese timbre
de agónica melancolía, asistiremos, verso a verso, su
imparable proceso de su descomposición.
Aunque algunos
fragmentos aparezcan verticales, "Últimos días
de una casa" es un libro de poesía horizontal -¿tal
vez concéntrica?- remansada, rica de imágenes y cuidadas
metáforas, que hubiera corrido el riesgo de convertirse en
ese "descripcionismo más o menos sonoro" del que
hablaba Unamuno, si no se descubriera en él -y a poco que se
bucee- unas claves arcanas de profética hondura, de las cuales
se sirve la escritora para introducirnos, sutilmente, en las estancias
de su propio interior, de su mismo silencio desvelado, de una manera
tan hermosa como profunda.
"Tal vez
el mar no existe ya tampoco.
O lo hayan cambiado de lugar.
O de sustancia. Y todo: el mar, el aire,
Los jardines, los pájaros,
Se haya vuelto también de piedra gris,
De cemento sin nombre…"
Algún crítico
ha reprochado sesgadamente a la autora cubana el anclarse en la tradición
sin pretender ni aspirar a renovarla. Dulce María Loynaz, isla
firme sobre otra isla, es acaso más raíz que rama, que,
a veces, "no quisiera ser más que un estanque" como
afirma en otro de sus versos. Y no olvidemos que a menudo -si atendemos
al poeta antes citado- "sólo florece el agua que está
queda".
Su mundo hace
tiempo que termina y empieza en ella misma, y aunque le duela especialmente
el ser humano-¿a qué creador no habría de dolerle?"-
busca calladamente, en su "clausura de ciprés y nardo",
desde la sabiduría y pureza de sus textos, la exploración
interna de sus sueños. Unos sueños a los que nunca ha
renunciado y que son los que le mantiene lúcida y viva, en
la serena plenitud de su eterna esperanza renovada…
"No he de
caerme, no que soy fuerte.
En vano me embistieron los ciclones
y me ha roído el tiempo hueso y carne,
y la humedad me ha abierto úlceras verdes.
Con un poco de cal yo me compongo:
con un poco de cal y de ternura…"
Con un poco de cal y de ternura, con la fresca profundidad de un poema
que se nos queda fijo, prendido del perfil de la memoria, con la tristeza
que es tan sólo suya "al modo de un amor que no se comparte
con nadie".
"Lo que yo
he sido está en el aire -afirma-
como vuelo de piedra, si no alcancé a paloma".
La piedra que
arrojada desde el aire al centro mismo de ese estanque, "verdinegro,
tranquilo, limpio y hondo", formará el amplio círculo
que ensanche los espacios, dilatándose, abriéndose sereno
al infinito hasta ser:
"Más
que piedra y vallado,
más que sombra y que tierra,
más que techo y que muro,
porque soy todo eso, y soy con alma…"
En un instante
del poema nos surge, luminoso. Federico.
Son apenas tres versos, enquistados, como un dulce homenaje a su memoria.
"¿Qué
buitres picotean mi cabeza?
¿De qué fiera el colmillo que me clavan?
¿Qué pez luna se hunde en mi costado?..."
Aparte de un toque
surrealista la ética moralizante casi religiosa predomina sobre
los elementos esenciales de la obra. Desde la madurez compositiva,
pasado y presente se alternan y confluyen sobre el hilo conductor
de lo evocado. Hombres, paisaje e incluso objetos animan las estancias
despojadas poblándolas de vida cuando todo concluye.
Cuando todo se
ha perdido menos el recuerdo.
El hermetismo
de Dulce María Loynaz es de signo contrario a lo que apuntaba
Max Aub con respecto a Mallarmé. En el poeta simbolista "el
hermetismo es posterior a su pérdida de la fe, a su creencia
de la nada". Por el contrario en Dulce María se manifiesta
cuando más firmes son sus creencias religiosas.
Existe en ella
como un ansia de redención. Un acallado grito libertario al
que doblega y transforma en un susurro y una contradictoria dualidad
entre el deseo de escapar y de quedarse; de vuelo y permanencia, de
palabra y silencio. Y todo ello arropando "ese estilo que el
mundo va perdiendo…"
…Y nunca
será hora de morir.