Arquitectura y Humanidades
Propuesta académica

Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.


Algunas reflexiones sobre el imaginario de la Arquitectura como arte en el diseño arquitectónico y en su enseñanza

Federico Martínez Reyes

Históricamente, desde que en Grecia se acuñó el término de arte (tekné), la arquitectura ha permanecido dentro de este campo, aunque su tránsito por este concepto ha cambiado tanto como lo ha hecho el mismo concepto de arte. Actualmente, la arquitectura es arte porque fue incluida, y se ha ido consolidando, como una de las bellas artes. Sin embargo, hoy por hoy no basta que la arquitectura sea bella, es necesario que además sea original, creativa, distinta y que, aunado a esto, sea expresiva. Si alguna arquitectura logra contener todos estos valores tendrá gran resonancia en el mundo del arte. Detrás de su creación, hay un ente que la hace posible, un ser creativo, con la posibilidad de imaginar formas imposibles para los demás seres, un creador de edificaciones y un verdadero hacedor de conceptos e ideas: el arquitecto, principal encargado de que la construcción sea, desde el diseño, arte. Para lograrlo debe saber expresarse a través de su obra, la arquitectura, como lo hace todo buen artista.

Pero creer que de esta manera se hace la arquitectura, señalar como único responsable y creador al arquitecto, tiene implicaciones en el entendimiento de la disciplina y, sobre todo, en un campo que nos compete a quienes además de ejercer la profesión intentamos enseñar: la docencia. En este campo, es necesario reflexionar sobre las incidencias que tal imaginario tiene en nuestra manera de pensar y ejercer el diseño, asimismo, es necesario acotar las posibilidades que tenemos como docentes de crear artistas y las posibilidades que los alumnos tienen de llegar a serlo antes de recibir el título, con el fin de definir nuestro campo de actuación y de tener claridad sobre lo que queda dentro y fuera de nuestro alcance como diseñadores arquitectónicos.

La arquitectura no es del arquitecto

Cuando un pintor trabaja en una pintura, traza, dibuja, afina detalles y al final firma su cuadro. Un escritor construye la trama de una novela, escribe y reescribe la historia hasta terminar y firma su obra. Nadie duda de que estos artistas sean autores intelectuales y materiales de la obra que producen, por esta razón decimos que "La noche estrellada" es de Van Gogh, la "Novena sinfonía" es de Beethoven, el "Pabellón de Barcelona" es de Mies van der Rohe y la "Villa Savoye" de Le Corbusier. Como el artista es el hacedor de la obra, mantiene derechos de posesión sobre el resultado final. Incluso, aún cuando alguien compra un objeto de arte, una pintura por ejemplo, el artista mantiene su derecho de posesión, pues cuando el dueño presume la obra de arte dice tener una pintura de Van Gogh en su sala. Con la música sucede algo parecido, cuando vamos a una sala de concierto decimos haber escuchado la música de Mozart o Bach.

Pero con la posesión de la obra arquitectónica pasa algo muy distinto. Tomemos un caso paradigmático de la arquitectura moderna: la "Casa Farnsworth" de Mies van der Rohe, de Edith Farnsworth. La aliteración usada en la última frase es intencional y tiene el propósito de plantear la duda sobre qué cosa es del arquitecto y qué cosa es de la dueña. Hagamos el ejercicio con la casa donde vivimos, la oficina donde trabajamos o la universidad a la que asistimos. ¿De quiénes son esas arquitecturas? Difícilmente diremos que es del arquitecto, sobre todo cuando contestemos esta pregunta refiriéndonos a las casas donde vivimos, es decir, a nuestras casas. De manera similar diremos que la oficina es de la empresa o que el campus donde tomamos clase es de la universidad. ¿Y el arquitecto? ¿Por qué no decimos que es de tal arquitecto? Podríamos decir que porque ni nuestra casa, ni las oficinas, ni el campus son arte y que solamente damos el nombre del arquitecto cuando la obra arquitectónica es arte. Pero diciendo esto, podríamos pensar que los objetos en donde vivimos, estudiamos y trabajamos, al no ser arte no son arquitectura, lo que daría como conclusión que el arquitecto que trabajó haciendo el edificio, no hizo arquitectura sino construcción y que, por lo tanto, no es arquitecto sino constructor. Vaya lío.

Pero tratemos de no complicar las cosas, averiguando qué de lo construido es del arquitecto. Si le preguntáramos a Edith Farnsworth de quién es la afamada casa a la que nos referimos, muy seguramente diría que es suya, tan suya que demandó penalmente a Mies porque la casa que le pidió al arquitecto resultó más cara de lo convenido. Si nos preguntaran también de quién es la casa en donde vivimos seguramente contestaremos de manera similar: es nuestra. Muy distinto a cuando presumimos nuestro cuadro de "La noche estrellada" que es de Van Gogh, la casa será del dueño y únicamente del dueño. En el caso de la obra pictórica, y aún cuando sea nuestro cuadro, si nos preguntan de quién es, no dudaríamos en decir que es de Van Gogh, por el hecho de que él, el artista, la hizo. Pero la arquitectura no la hace el arquitecto. Esta aseveración puede ser difícil de aceptar, porque es un hecho reconocido y difundido que el arquitecto hace la arquitectura y que, por lo tanto, lo construido es de él. Sin embargo, el cliente, que con su dinero posibilita la construcción, dirá también, y muy justificadamente, que está haciendo su casa o un edificio de oficinas. Y los obreros y albañiles dirán lo mismo. Quien haya contratado a un albañil para construir aunque sea una barda podrá constatar que éste presenta como curriculum vite lo que él ha hecho, y lo que ha hecho son edificaciones y así lo dice: yo hice una casa en tal lugar y tal edificio en otro. Él hizo la obra, él con sus propias manos colocó tabiques y mezcló el cemento. Si nos apegamos al estricto significado de las palabras no nos equivocamos al decir que, efectivamente, él hizo la obra.

Contrastando las otras artes, como la música, la poesía o la pintura, con el de la arquitectura, vemos una primera diferencia: donde los otros hacen la obra, es decir la pintura, la escultura o la obra literaria, el arquitecto no, porque en la producción de la arquitectura, entendida ésta como el objeto construido, intervienen muchísimas personas, entre ellas el arquitecto, los ingenieros, los obreros y el cliente. Todas estas personas dicen haber hecho la obra; sin embargo, quienes la posibilitaron fueron, en primer lugar, el cliente y, en segundo lugar, los obreros. La arquitectura pertenece al cliente que la hizo, nunca al arquitecto quien muchas veces ni siquiera tiene participación en la construcción.

Si el arquitecto no es el que materializa la arquitectura, la obra arte, entonces su aportación artística se encuentra en el trasfondo de ésta, en su espíritu, en lo intelectual, es decir, en el diseño.

El diseño y el diseñador


Las artes del diseño aparecen con el Renacimiento y le dan a los gremios de los arquitectos, pintores y escultores una posición social distinguida. Hasta antes de esta época, las cosas eran diferentes. Las disciplinas a las que pertenecían estos trabajadores eran consideradas artes, pero no como ahora las entendemos, sino más bien como oficios. Eran arte porque producían algo con base en reglas claramente establecidas. Dentro del sistema de las artes, que se dividía en dos, ellos eran considerados artistas vulgares o mecánicos y no competían en nada con su contraparte, las artes liberales -las cuales se reducían a siete: la lógica, la retórica, la música, la geometría, la astronomía, la gramática y la aritmética- que gozaban de un alto prestigio y marcaban claramente su diferencia con las artes vulgares por el simple hecho de no ejercer un trabajo físico, como lo implicaba la escultura o la carpintería, sino un trabajo puramente intelectual.

Pero a raíz de la importancia que durante el gótico adquieren los masones, o albañiles y canteros que tallaban la piedra, esta situación comienza a cambiar para los arquitectos. Estos masones no nada más saben tallar la piedra sino que tienen el conocimiento y la capacidad de obtener el alzado de una planta, conocimiento sagrado y secreto de la logia de albañiles-canteros-trabajadores de piedra, a la postre arquitectos, que se basa en una arte liberal: la geometría.

Curiosamente, es el gótico quien, a pesar de ser duramente desdeñado por los renacentistas, le permite a las artes del diseño, es decir, a las artes del dibujo -arquitectura, pintura y escultura- escalar unos cuantos peldaños en la pirámide social. El arquetipo del artista del renacimiento, como Leonardo da Vinci o Miguel Ángel, se distingue por ser diestro no nada más como pintor, sino como escultor, arquitecto y humanista. De hecho, es a partir de esta época cuando a las obras se les adjudica la autoría del diseñador, algo inaudito hasta entonces ya que si retrocedemos en el tiempo difícilmente veremos el nombre de un arquitecto, artista vulgar, ligado a una obra, una prueba más de que ahora los diseñadores se habían desprendido de este estatus y comenzaban a avanzar hacia el arte liberal gracias a sus conocimientos de geometría, principalmente de la perspectiva. Antes del Renacimiento, el artista no importaba, ahora es protagonista. Se conoce su nombre y se le busca no nada más por lo que hace sino por lo que sabe, sobre todo por sus ideas.

Antes del Renacimiento el arquitecto era un albañil, un mason, un artista vulgar, alguien que podía ser considerado un buen artista vulgar dependiendo de qué tanta destreza demostraba en su oficio. Pero para los pintores, escultores y arquitectos la destreza no bastaba, y no nada más porque les comenzaba a parecer denigrante ser considerados simples artesanos o porque al dejar de ser artistas vulgares tuvieran mucho más rédito monetario, no, esto era secundario, lo que les preocupaba era parecer intelectuales, individuos que basaban sus destrezas no nada más en reglas sino en ideas plasmadas en el diseño, algo que hoy día sigue siendo de nuestro mayor interés.

Una vez ubicadas las artes del diseño en el Renacimiento, se hace claro que la destreza no basta, hace falta la idea que mueva la maquinaria de la destreza. Porque si bien hay quienes tienen ideas y hay quienes tienen destrezas específicas, es el arquitecto quien tiene la capacidad y el privilegio de plasmar ambas en el diseño. Si es así, habrá que comprobarlo.

En primer lugar hay que dejar en claro que, si bien en el Renacimiento el diseño obtiene su nombre y se constituye como disciplina, éste muy seguramente era practicado desde mucho antes por quienes se dedicaban a producir objetos de cualquier índole, sobre todo por los encargados de llevar a cabo una construcción. La razón es muy sencilla, la producción de objetos arquitectónicos es costosa y uno no se puede dar el lujo de construir sin más, sin tener al menos un modelo previo que nos permita proyectar qué tanto estamos de acuerdo en que así se construya, ya sea porque nos gusta, nos es agradable o porque pensamos que si se construye de esa manera nuestra construcción será confortable, práctica, funcional y todo lo que queramos que sea cuando quede construida. No es como construir una vasija cuya forma podemos determinar al momento que la moldeamos en el torno y que podemos destruir si no es de nuestro agrado. En arquitectura destruir representa un gasto que ni el cliente ni el arquitecto están dispuestos a erogar.

Pero no siempre existe un arquitecto detrás de la arquitectura porque no siempre quien construye contrata un arquitecto; sin embargo, si construir es costoso, asumimos que siempre hay un diseño antes del objeto arquitectónico, lo que quiere decir que muchas personas, sin ningún conocimiento particular de la profesión, diseñan. Esto es difícil de reconocer para algunos arquitectos y profesionales del diseño en general, pero si tomamos en cuenta lo dicho anteriormente, nos daremos cuenta que es algo necesario. Quizá no sean diseñadores profesionales y sus diseños no alcancen la calidad de un profesional, hay sus excepciones, pero si un individuo se propone construir algo es necesario prever cómo es que ese algo será y, por lo tanto, tendrá que diseñar, pues el diseño tiene como objetivo prefigurar la forma de lo que se pretende producir. En mi experiencia profesional he tenido clientes que al contratarme me entregan un diseño de lo que han pensado hacer, con trazos someros, pero al fin y al cabo un diseño. Habrá quienes objeten que esta imagen puede llegar a ser un diseño, pero entonces deberíamos preguntarnos cuál es la diferencia entre el dibujo de un individuo y el del dibujo del arqui.

Ya veíamos que las artes del diseño fueron nombradas así porque su común denominador era precisamente el disegno, es decir, el dibujo. Pero afirmar que cualquiera que dibuje ya está diseñando es un insulto para los que nos dedicamos al diseño de manera profesional, pues para que los diseñadores aceptemos como diseño un dibujo éste debe estar cargado de significados que lo conviertan en original, creativo e innovador, entre otras características, algo que los arquis consideran que los no arquis difícilmente lograrán.

Hay que señalar que en el habla cotidianao la palabra diseño no solamente la utilizamos para nombrar a los dibujos que hacemos, también la usamos para designar a los objetos diseñados, de tal manera que cuando un objeto nos gusta decimos que es un buen diseño. También se emplea para hacer referencia a una profesión, generalmente al diseño gráfico o al industrial, aunque cada profesión que hace uso del diseño le quita su apellido, obviando su significado dentro del contexto en que se usa. Para nuestros fines, entenderemos el diseño no como el objeto o la profesión, sino como la serie de dibujos cargados de significados que nos permiten configurar la forma de lo que se pretende producir.

Ahora bien, los valores que cargan de significado al diseño han variado a través del tiempo y lo original y lo creativo, valores que hoy caracterizan la artisticidad del diseño, son recientes, de mediados del siglo XIX, cuando a raíz del Romanticismo se comienza a valorar más el genio y las ideas del artista que sus destrezas y, en consecuencia, lo que hay dentro del artista y cómo lo expresa -la poética de las cosas. Si su manera de expresarse es distinta a lo conocido, es mejor. La arquitectura, al quedar dentro de la clasificación de las bellas artes establecida a partir de 1750, entra en este juego de valorar el arte por el artista y no el objeto construido a través de destrezas basadas en reglas establecidas. Con el desarrollo del pensamiento impulsado por el impresionismo y las vanguardias, serán estas reglas la razón de la rebeldía artística y su negación será lo que motive la búsqueda de lo original, lo distinto, lo innovador y, con el tiempo, lo creativo. Ha cambiado el concepto de arte, de las reglas a las no reglas, y para que el arquitecto alcance el rango de artista debe expresarse en su obra buscando los nuevos valores.

La represión expresiva: cliente vs diseñador


Hay quienes se atreven a diseñar sin ser profesionales; sin embargo, estas personas, aunque diseñan, no son diseñadores, mucho menos (¡jamás!) serán artistas, pues aún dentro del campo profesional no todos los diseñadores son artistas. Este es un privilegio difícil de alcanzar, reservado a aquellos que saben expresarse en su obra. En el caso del arquitecto, cuya obra no es la arquitectura sino el diseño, la oportunidad de ser artista parece hallarse en la forma de expresarse en éste.

Pero cuando el diseñador se encuentra frente a la hoja en blanco con el lápiz dispuesto a vencer con éxito sus más ocultos miedos y a manifestar lo que es, lo que siente y lo que sueña, surge un pequeño inconveniente, apenas visible pero muy incómodo: el cliente, ser creado para intentar, por todos los medios, coartar nuestro impulso creativo y nuestra más sentida expresión.

¿Qué diseñador no ha tenido que pasar por la aprobación de su cliente? Hay una anécdota sobre Christopher Wren cuando realizaba el proyecto para la Catedral de San Pablo, en Inglaterra. Para "dejar constancia pública de sus ideas" (Carlos Montes, 2000, p. 47), y además mostrar cómo eran los diseños (hizo varios), presentó maquetas ante los clérigos de la catedral y personas importantes de la corte. Esto le produjo ciertos inconvenientes, según relata Carlos Montes (2000):

""Pues a la vista de los modelos, todos querían opinar, prefiriendo unos que la nueva catedral se ajustase a las formas longitudinales propias del gótico --es decir, a lo propuesto con el primer modelo--, mientras que otros se inclinaban por un esquema más francés o italiano, consistente en una planta centralizada coronada en cúpula, que es la ofrecida en el modelo que recibió la definitiva aprobación del monarca. En consecuencia, Wren decidió no realizar más modelos y trabajar en las modificaciones del proyecto tan sólo con planos y dibujos" (p. 47).

Wren dejó de expresarse en sus maquetas, porque había quienes, malamente, querían modificar su diseño. Anécdotas como éstas hay muchas en donde el cliente opina sobre el diseño y lo modifica. El cliente está constantemente supervisando el diseño, la obra de arte del arquitecto, algo inimaginable en el caso de cualquier otro artista. No puedo imaginarme que alguien se atreviera siquiera a sugerirle a Picasso que a uno de sus cuadros le quite o añada líneas mientras realizaba una de sus pinturas, pues muy seguramente Picasso lo hubiera despedido ipso facto a ese impertinente con un furioso portazo enviándole, de corazón, todo su odio. Con ninguna otra de las artes hay alguien que intente decirle al artista qué hacer, pero al arquitecto le sucede todo el tiempo, ¿por qué? Resulta que el diseño es solicitado por un cliente que requiere de un objeto que será para él, para el cliente, y que en ese objeto quiere proyectar lo que es, lo que anhela, lo que sueña, no los deseos de expresión sentimental del arquitecto y, por lo tanto, se siente con el total deber y confianza de dar directrices de diseño y de opinar sobre la forma de éste, entrometiéndose, muy entendiblemente, en el proceso.

Y es que a diferencia de las demás artes, el diseño arquitectónico no es un fin en sí mismo. La pintura, la música, la danza o la poesía no pretenden otra cosa con la obra que la obra en sí. En cambio, el diseño arquitectónico es un medio de producción que permite llegar a un objetivo final: la construcción de un objeto, llámese casa, escuela, parroquia o centro cultural. Cualquier otro artista puede comenzar a trabajar por el simple hecho de quererlo, un pintor hace su cuadro y luego busca una galería para vender su obra, un poeta escribe y luego publica e intenta vender su obra; pero un arquitecto que se pone a diseñar por meritito gusto, sin tener previamente un encargo, corre un riesgo mayor que el del pintor o el escritor, pues un proyecto implica una cantidad de recursos mucho mayores y será muy difícil, por no decir imposible, que en un jardín del arte, en donde los pintores venden sus cuadros, alguien le compre a un arquitecto un proyecto.

El panorama es desolador. No importa hacia donde miremos: si lo que es arte es el objeto construido, resulta que el cliente es el dueño de ese objeto porque su dinero posibilitó la construcción y entonces el comitente es el artista; si lo que es arte está en el diseño entonces el cliente junto con el arquitecto son los artistas, pues ambos participan del diseño del objeto; si el arte está en cómo se expresa en el diseño, entonces el artista es nuevamente el cliente, pues son sus ideas, anhelos y sueños los que se manifiestan en el diseño que posteriormente será una construcción. El panorama es muy, muy, desolador.

La creatividad: el último refugio del arquitecto que quiere ser artista

Sin embargo, nos sigue quedando la esperanza de que el arquitecto pueda ser artista en la capacidad de interpretar las ideas del cliente, es decir, cuando recibe el encargo, realiza la entrevista a su mecenas y traduce los anhelos de éste, corrige y modifica según se lo solicitan, realizando todo de forma creativa, innovadora y original. Quizá aquí está la esperanza del arquitecto de ser artista y su trabajo, arte.

Pero nos ha sucedido más de una vez que cuando hacemos un diseño creativo y se lo mostramos al cliente nos pide que cambiemos cosas, a veces precisamente aquellas que considerábamos lo original del diseño. En la academia no es muy diferente, pues después de que el alumno se desvela trazando creativamente, el profesor le solicita cambiar el proyecto. ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué cuándo creíamos que nuestro diseño era originalmente creativo no es considerado como tal? ¿En qué nos equivocamos?

Por una parte la respuesta está en la definición de creatividad, la cual, según Mihaly (1998), muy distinto a como creemos, "no se encuentra en la cabeza de las personas, sino en la interacción de los pensamientos [o acciones] de una persona y un contexto sociocultural. Es un fenómeno sistémico más que individual" (p. 41). Mihaly identifica tres elementos dentro de este fenómeno sistémico: un campo, un ámbito y la persona que produce algo. En el caso de lo arquitectónico el campo es la arquitectura como disciplina, el ámbito son los expertos que publican sus críticas en libros o revistas y arquitectos connotados; y la persona el arquitecto-diseñador. En este fenómeno los diseñadores ponen a consideración de un ámbito su trabajo y no es hasta que el ámbito lo evalúa como creativo y distinto que el trabajo recibe estos calificativos, nunca antes de esta relación. Hacerlo previo al veredicto, creer que lo que hacemos tiene a priori estos valores o considerar de manera individual que los tiene, es engañoso.

Por otra parte, el problema está en que los críticos de la arquitectura valoran como arte el objeto construido, no el diseño. Esto es fácil de corroborar. Tomemos cualquier libro de historia del arte. Veremos que las imágenes que se muestran en el libro de lo que se considera arquitectura-arte son imágenes de objetos construidos, no de los diseños de esos objetos. Las pirámides de Gizha, el Coliseo Romano, la Basílica de San Pedro, la Villa Savoye. Todos son [imágenes de] objetos construidos. No nos muestran el proceso de diseño, no los planos, perspectivas o maquetas, pues, en la mayoría de los casos, mucho de este material ni siquiera existe. Y cuando algún libro los llega a mostrar lo hace para reforzar la calidad de arte del objeto, ciertamente atribuyéndole al arquitecto todo el mérito del diseño.

Así como existe la creencia colectiva de que la creatividad está en la cabeza de ciertos privilegiados y que, si allí está, tales privilegiados solamente deben desarrollarla, hay quienes creen que el arte surge por el simple hecho de querer hacerlo. Pero en el arte como en la creatividad la simple intención de ser artista y creativo no basta. Analicemos un ejemplo clásico, nuevamente el de Van Gogh. Mientras vivió no fue reconocido como artista, aún cuando él mismo se consideraba como tal. En su carrera como pintor apenas vendió un cuadro. Hoy día ni su fama ni su título son cuestionados y sus cuadros se cotizan muy alto. ¿Qué sucedió para que se diera este giro? Van Gogh y sus pinturas no cambiaron, pero la crítica sí, es decir, los que dicen saber sobre arte en un inicio no consideraron a Van Gogh ni artista ni creativo, pero al paso del tiempo esta opinión cambió y hoy día no hay duda de que Van Gogh es tan artista como creativo. Este ejemplo da fe de que el valor de arte no depende únicamente del artista.

En el caso de la arquitectura, el arquitecto que se adjudica la obra arquitectónica (con la total complicidad del cliente que cree artista al arquitecto), la pone a disposición de editores y críticos para que la juzguen y sean ellos quienes decidan si queda marcada como una obra de arte o no y con ello si el arquitecto es artista. Finalmente, en las revistas de arquitectura, ya sean impresas o digitales, se estampa el veredicto (sumamente variable en el tiempo) y se mediatiza la obra. Esta mediatización de la arquitectura es la que crea el imaginario colectivo que se expone al inicio de esta ponencia, en donde la obra es del arquitecto, aunque como hemos visto, es un imaginario cuestionable.

Y, sin embargo, se enseña

Es habitual que vayamos a una tienda a revisar revistas de arquitectura y demos por sentado que arquitecto y arquitectura sean inseparables. El arquitecto es artista y la arquitectura arte. Cuando cerramos la revista y nos retiramos sin mayores pretensiones no hay razones para dudar de lo que afirma la revista ni de hacer ningún tipo de revisión, investigación o cuestionamiento. Pero cuando un profesor de la carrera de arquitectura cierra la revista y se lleva el contenido para enseñarlo como si se tratara de un libro de texto o si un estudiante de arquitectura toma la revista como biblia, entonces hay un foco de alarma, porque el profesor le exigirá al estudiante que sea creativo y original, cuando lo creativo lo determina el mismo profesor; o en el afán de que hagan algo distinto, le pedirá al estudiante que se atreva, sin saber ni dar a conocer bien a bien qué significa atreverse, pues, nuevamente, será el profesor y no el esforzado y atrevido estudiante quien dirá si el diseño es atrevido o no.

Al no cuestionar estos imaginarios de la arquitectura, sobre todo dentro de un ámbito académico, se corre el riesgo de continuar una práctica derivada de un mal entendimiento que intenta reproducir en las aulas un modelo muy difícil de alcanzar en el campo laboral. Veamos las razones:

1) En el campo laboral son las construcciones terminadas las que alcanzan el valor de arte. Muy pocas veces, casi nunca, lo logran los diseños y si lo logran es porque son autoría de un arquitecto ya reconocido, con "obra construida".

2) Si son las construcciones las catalogadas como arte, entonces este modelo de la arquitectura como arte se vuelve imposible de repetir en las aulas, porque en éstas se enseña a diseñar y no se hacen objetos, no se construye, por lo que toda pretensión de ser artistas por parte de los alumnos, alentada muchas veces por los arquitectos profesores que entienden a la arquitectura como arte, es inútil.

Es necesario enfatizar esta marcada y sustancial distinción entre el campo laboral y la academia, pues entender que en las aulas se hacen diseños (dibujos, representaciones gráficas) y no objetos, que se producen imágenes, pero que nunca, jamás, se construye ni se construirá (por el simple hecho de que no se está inserto dentro de un campo productivo sino en un campo académico, donde, de inicio, no existe cliente alguno), podría enfocar la enseñanza del diseño a un cuidado del proyecto arquitectónico y a su evaluación exenta de cualquier intención de que sea arte, pero también evitando evaluar otros imaginarios como lo habitable (¿un dibujo se puede habitar?) o lo funcional (¿acaso no se evalúa lo funcional en un objeto que se usa?, ¿se usa un dibujo como, por ejemplo, se usa una casa?), características que son adjudicadas al dibujo, pero que solamente se pueden valorar y comprobar en el objeto construido.

Sin embargo, al no cuestionarse estos imaginarios, sobre todo los del arte y la creatividad, los alumnos intentan ser creativos mientras se desvelan, cosa que, según Mihaly, no serán hasta que expongan su proyecto ante un profesor que juzgue si el diseño es o no creativo y quien, con mucha seguridad, lo enviará a casa para que modifique sustancialmente su supuesto diseño innovador (pidiéndole nuevamente que se arriesgue, se atreva y se destrampe). Este trabajo constante, estas modificaciones permanentes serán necesarias si lo que nos motiva es incidir contundentemente en el campo del diseño arquitectónico, pues solamente el profundo conocimiento de este campo y el correcto desarrollo de las habilidades requeridas para la hechura del diseño nos permitirán ser reconocidos. Pero muy contrario a esto, una gran cantidad de alumnos, bajo la idea de ser artistas, creen que su primer dibujo es suficiente y si son rechazados creen que, lo menos, no son comprendidos por estar adelantados a su época, como Van Gogh. Modifican irritados su diseño, como cualquier artista se irrita cuando alguien le dice qué hacer. Este proceso frustra al alumno quien, si tuviera claro el funcionamiento del fenómeno sistémico de la creatividad y del arte, no ansiaría en su primer intento ni una cosa ni otra, en pos de su salud mental.

El costo de la arquitectura como arte

No toda la arquitectura es arte, para serlo debe ser reconocida y, principalmente, difundirse ampliamente en revistas especializadas. Cuando estas obras se vuelven paradigmáticas y adquieren cierto prestigio, sus formas llegan a reproducirse en las aulas de las escuelas de arquitectura. De esta manera, imágenes icónicas de proyectos desarrollados en los despachos de arquitectos famosos, preferentemente galardonados con el premio Pritzker, se repiten en los proyectos académicos. Formas a la Zaha Hadid, Frank Ghery, David Chiperffield o a la Herzog and de Meuron se pueden observar en ejercicios académicos muy frecuentemente. Esto no es despreciable, al contrario, llega a ser admirable el despliegue de destreza y conocimiento que los alumnos muestran de los programas CAD. Lo que puede ser revisable es si los alumnos, apoyados por los profesores, entienden las diferencias entre producir un proyecto de tales magnitudes en el ámbito profesional a elaborarlo en el ámbito académico. En este último no hay ninguna repercusión más allá de su calificación, pero si pretende participar en un proyecto en el ámbito profesional cuyas formas sean zahanianas deberá entender que estas formas generalmente se construyen porque existe un cliente sumamente adinerado que las solicita. Y es que la voluntad formal del arquitecto va de la mano con la voluntad formal del cliente y sus posibilidades económicas. Si un cliente solicita un objeto, por ejemplo, una casa, y pretende una forma como las mencionadas y no posee el dinero para construirla, el proyecto quedará como mero diseño, plasmado únicamente en dibujos. Pero el cliente no solicita proyectos para enmarcarlos y colgarlos en la pared más vistosa de su departamento rentado, quiere que esos dibujos sean un medio para construir su objeto, por ejemplo, su casa. Por esta razón, es necesario que si el profesor alienta tales diseños le especifique al alumno los costos que pueden llegar a tener las construcciones que se realizan basadas en éstos. Y es que muchas veces el arquitecto recién egresado pretende, animado por los asombrosos proyectos realizados en la academia, animados por los asombrosos proyectos realizados en la academia pretende, al insertarse en el ámbito profesional, que el mundo se ajuste a sus diseños, cuando lo normal es que sus diseños se ajusten al mundo donde serán construidos.

Para darnos una idea de lo costoso que es construir un objeto basado en proyectos desarrollados en los despachos de reconocidos arquitectos, veamos tres ejemplos:

- El Centro Acuático para los Juegos Olímpico de Londres 2012. El proyecto bajo el cual se construyó este centro fue elaborado en el despacho de Design Zaha Hadid Architects Originalmente, el comité olímpico había presupuestado 75 millones de libras, pero el costo final fue de 269 millones de libras, casi 400 millones de dólares.

- El Turning Torso, con un costo original de 81 millones de dólares terminó costando 126 millones de dólares. El hecho de que el presupuesto se fuera elevando provocó que Johnny Örbäck, quien le solicitara a Calatrava el diseño del edificio, fuera depuesto como director gerente de la cooperativa sueca de viviendas HSB.

- El Museo Guggenheim de Bilbao. Este extravagante y multipremiado edificio tuvo un costo de 100 millones de dólares. En 1998 fue galardonado con el Premio Internacional Puente de Alcántara, el cual "está destinado a galardonar, dentro del ámbito iberoamericano, la obra pública que reúna, a juicio del Jurado, mayor importancia cultural, tecnológica, estética, funcional y social, teniendo en cuenta, asimismo, la calidad técnica y estética y perfección alcanzada en la ejecución del proyecto" . Por este proyecto a Ghery le fue otorgada la medalla de oro del American Institute of Architects.

Este es el costo del arte en arquitectura. Estos elevados precios, y sus consecuencias, son muchas veces los causantes de que los edificios sean tal como los vemos al caminar por la calle. Si un arquitecto desea hacer algo diferente, tanto en volumetrías como en materiales, será necesario convencer a un cliente dadivoso, quizá un heredero, de que se tiene el ingenio y la destreza de hacer algo original, tan original como el dinero lo permita.

El diseño aislado de su condición productiva

Hay algunas excepciones en donde el diseño deja de ser un medio y se convierte en un fin y, por lo tanto, en arte. Una de estas excepciones son los concursos de arquitectura que muchas veces se hacen sin la pretensión de que algo se construya. En este caso, el proceso de diseño es similar al de los ejercicios académicos, en donde los supuestos del programa arquitectónico, presupuestos, ubicación y uso, entre otros muchos, son hipotéticos. El diseño se vuelve un fin en sí mismo y no un medio de producción.

Otro caso son los proyectos desarrollados por algunos despachos de arquitectura o por arquitectos solitarios con muy buenas intenciones, pero sin un cliente que pretenda construir un objeto. En este caso, el arquitecto es el diseñador y se convierte, además, en un cliente sui generis, que demanda a su alter ego arquitecto un diseño y no un objeto. Al ser cliente y arquitecto al mismo tiempo, se vuelve el único autor del diseño. Sin embargo, aunque exista una buena intención de que el proyecto sirva para algo, al no haber cliente solicitando un objeto, lo más seguro es que éste termine archivado como otro ejercicio académico.

Finalmente, podemos incluir otro caso más, el de las perspectivas fotorrealistas que hoy día se hacen para mostrar o vender proyectos. Estas imágenes de presentación de proyectos son similares a las que se hacían anteriormente con acuarelas, aerografía o cualquier otra técnica de presentación. Las representaciones gráficas de este tipo que alcanzan una calidad de arte, lo pueden hacer de manera independiente a la forma del diseño o al objeto arquitectónico, el cual al construirse puede no ser considerado arte. En muchas ocasiones quienes realizan estos trabajos no necesariamente son los arquitectos que desarrollan el proyecto, sino despachos especializados en la elaboración de renders.

Epílogo

No toda la arquitectura es arte. No todo lo construido es arquitectura. Esta discriminación es provocada por el entendimiento imaginario de que lo edificado, si es arte, entonces es arquitectura y si no, entonces es mera construcción. Hasta donde entiendo, es cuestión de posición social, el arquitecto artista llega a tener más renombre que quien no es artista y, por lo tanto, más encargos de clientes que creen que el arquitecto es el hacedor de las formas, sin darse cuenta que él también participa en la determinación de la forma del diseño y a la postre del objeto.

Esto del arte en la arquitectura no lo determinamos los arquitectos, lo determinan los críticos y los editores de revistas especializadas en el rubro, por lo que, si queremos ser artistas, además de ser un buenos arquitectos, habrá que tener un muy buen departamento de relaciones públicas.

En las aulas será necesario que tengamos claro que, mientras estamos en la academia, el cliente es inexistente y que por lo tanto, las ideas bajo las cuales se configura el diseño son nuestras y del profesor, pero que en el campo laboral existe un cliente que aporta ideas y directrices de la forma y que el objeto que se construirá es de él, no del arquitecto.

En el campo de la docencia debería prevalecer el trabajo del diseño sin una intención a priori de reconocimiento artístico, lo que nos permitiría enfocarnos en el objetivo propio de cualquier diseño: la forma y su representación, para que, al insertarnos al campo laboral, (en donde, por cierto, no solicitan artistas sino arquitectos con ciertas habilidades y destrezas), los diseñadores formados en las aulas de la academia, incluidos los docentes, seamos capaces de vivir sin frustrarnos por los múltiples cambios al diseño y de enfocarnos a la mejor configuración de la forma del proyecto de un cliente que lo que más le interesa es el objeto, mismo que usará para los fines que le convengan, tal y como lo haríamos nosotros de ser los clientes. Si en algún momento lo construido, y con ello el diseño, se vuelven arte, que no sea nuestra responsabilidad.

Bibliografía

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Sikszentmihalyi, M., Creatividad: el fluir y la psicología del descubrimiento y la invención, Barcelona: Paidos, 1998.
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Federico Martínez Reyes