Arquitectura y Humanidades

Propuesta académica
 

 
Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.

Primer universo

Marco Antonio Servín Leyva



Imagen 1.

La casa, es la que se encarga de proporcionarnos el primer gran encuentro con el espacio, es en ese lugar donde comenzamos a explorar, conocer, entender y experimentar nuestra propia existencia. Es de ahí de donde acumulamos vivencias que marcan el rumbo de lo que ha de venir. La casa, no es una máquina para ser usada, sino el primer universo del ser humano donde habrá de saciar las inquietudes de su cuerpo, su mente y su alma.

Introducción

Desde el momento en que nace el ser humano, entabla una relación con su espacio, que perdurará hasta el final de sus días . El hombre, al existir habita necesariamente un espacio, y en su relación, se establecen tan fuertes nexos que hacen a uno tomar propiedades del otro. [La relación que el hombre genera con los espacios que habita llega a ser tan íntima y personal que podríamos asegurar que el espacio se convierte en una prolongación sustancial de sí mismo] [1].

La casa ejerce sobre los seres, en mayor o menor grado una especie de fascinación, un poderoso atractivo. La casa, es un ser dotado de vida propia e intensamente ligada a la de sus habitantes. Parece como si la rápida evolución del último siglo nos hubiera arrebatado el sentido espiritual del habitar, sentido que, sin embargo, se redescubre o se vuelve a buscar hoy.

En estudios realizados sobre la manera en que las personas perciben su hábitat, se ha encontrado que las respuestas van acompañadas generalmente de una carga emotiva, y se busca en ella la seguridad, comodidad y acogimiento del seno materno. La gente capta a menudo una imagen de su casa con un tinte muy grato; a pesar de las deficiencias del hábitat actual. [Al lado de la realidad de este entorno, técnica y psicológicamente insatisfactorio en muchos aspectos, descubrimos una percepción positiva. El individuo que practica cotidianamente su hábitat, habitación por habitación, conoce bien sus inconvenientes y puede quejarse muy claramente de ellos ante el sociólogo. Pero por un mecanismo de defensa y adaptación, poetiza este espacio y con él su vivencia en el hábitat] [2]. Es decir, ante las carencias físicas del espacio, con las que el ser humano se enfrenta a lo largo de su vida, éste idealiza y poetiza el lugar en un mecanismo de adaptación y poesía.

Con esto, queda claro que la percepción del hábitat está íntimamente ligada con el plano afectivo del ser humano, y que se llega a una relación tal, que dicho espacio puede ser fácilmente idealizado por la persona que lo habita. Así, aun la vivienda más humilde, hasta la más alejada y la más desgastada por el tiempo; puede ser la más grandiosa experiencia para todo aquel que se atreva a sentir y soñar, hasta lo inimaginable.

Así, desde la casa, nos damos cuenta de la inmensidad de nuestro ser y en esa soledad podemos entender los misterios del universo. Por tanto, sin cuestionamientos complicados, no habrá respuestas que no puedan ser contestadas. Todo lo que se busca, puede encontrarse en nuestro interior; sencillo, claro, como es el espacio que nos acoge.

Testimonio

Mediante este testimonio se desea ejemplificar la estrecha relación poética que puede surgir entre una casa y su habitante, cuando ambos se prestan a vivir su relación con toda la intensidad de que se es capaz.

Soy el noveno y último miembro de una familia michoacana. Desde siempre, he vivido en una casa de construcción no muy reciente. Aunque pertenezco a una familia numerosa en la mayoría de mis recuerdos de infancia aparezco en soledad - los hermanos que más se acercan a mí, en edad cuentan con 4 y 7 años más que yo respectivamente; por sus estudios la mayoría del tiempo, permanecían en otra ciudad -.

En esta soledad viví los primeros años de mi infancia; en donde mi casa me recibió en ese primer encuentro con el espacio, en ese encuentro con mi primer universo. Universo que se presentó ante mí, con su fascinante disposición.

El lugar de mi primer recuerdo es mi cama; lugar tan especial, suave y tibio. Era ahí donde pasaba mis mejores momentos de ensoñación; antes de dormir y al despertar. Tras esos inmensos muros de adobe, nada podía pasarme. Ahí permanecieron, siempre inmóviles, fuertes, desafiantes; eran cuatro guardianes, velaban mi sueño; estaban ahí cuando yo despertaba, soportando ese techo que estaba tan arriba; ese techo que podía ver, pero jamás tocar, era inalcanzable, estaba casi tan alto como el cielo; pero no era azul, ni tenía estrellas. Estaba formado por viejas y oscuras vigas de madera, se formaban una enseguida de la otra; yo las contaba, una y otra vez aunque de antemano sabía el resultado. Podía pasar ahí horas, nada temía, estaba en mi mundo, en mi territorio, en mi rincón del universo.

Mi habitación era especial, no tenía ventanas; y no las necesitaba. Cuando no conoces otros lugares, solo existe lo que tú tienes y con eso es suficiente. Aún en la absoluta oscuridad, yo estaba bien; desde ahí daba lo mismo tener abiertos o cerrados los ojos. Muy poco o nada se escuchaba, pero se veía todo. Apretando los ojos, podía observar hasta lo inimaginable y mientras me contaba historias y mientras volaba a través del tiempo, me preguntaba qué veía la gente cuando cerraban los ojos y soñaba despierta; me preguntaba si también se contaban historias y si eran tan hermosas como las mías.

Podía seguir ahí por más tiempo, nadie me molestaría; sabía que mientras yo no saliera, todos pensarían que seguía durmiendo. En ocasiones, la puerta de mi cuarto estaba abierta; eso no presentaba ningún problema. Desde ahí con mi cabeza sobre mi almohada, me era posible observar el muro del patio. ¡Qué maravillosa experiencia! Era un muro de colindancia, alto muy alto. Su parte superior no tocaba el techo, lo separaba una rendija que permitía la vista al cielo. Por ahí entraba el sol, el muro de tabique aparente de irregular textura, se veía invadido de sombras; el claro y el oscuro se apropiaban de él, formando figuras que se movían obedientes a las órdenes caprichosas de la luz del sol.

Jamás espectáculo alguno me impactó tanto, ninguna otra pared ha vuelto a contarme lo que ese muro me contó. Hablaba, se movía, me decía cosas; y lo hacía sólo para mí, sólo yo lo observaba, lo escuchaba y lo vivía. Todo el universo estaba ahí, cada día era diferente, cada vez era una nueva experiencia. Vi como de un agujero salieron mil y un objetos; cómo las grietas formaban figuras humanas, con unos ojos profundos y una boca que hablaba; las sombras se hacían campos inmensos y la luz, era su cielo, los colores se transformaban y llegaba la noche, y volvía el día, todo en un instante.

Nada me faltaba, porque todo estaba ahí y lo que no encontraba en ese muro; yo lo inventaba, estaba en mí.

Cómo olvidar ese rincón que me cobijó de tal manera; si aun en los mejores días, esperaba que llegara la noche para dormir y seguir soñando; sabiendo que al despertar estaría bien, que me encontraría como siempre, en ese sitio que era mío; que me pertenecía, así como yo a él. Porque me vio nacer, porque se amoldó a mí y a mis necesidades, porque entregó su ser, íntegra e incondicionalmente para que yo lo habitara, para que lo viviera, para recibirme en este mundo. Al salir de mi habitación me encontraba en otro espacio más grande aún. Todo crecía, el muro que veía desde mi cama era sólo un fragmento de una inmensa pantalla; frente a ella, se encontraba otro enorme muro, pero éste era liso, casi mudo. Esta pared no decía nada, siempre mostraba una cara sería, adusta.

Este muro recto y la rugosa pared se encontraban frente a frente, guardando siempre la misma distancia desde su inicio hasta su fin. Entre ellos se abría un enorme espacio: el patio y el portal. Cuando llovía, el patio se convertía en una pileta, un tanto más onda en uno de sus lados. Por la rendija del techo, el agua entraba a borbotones, cuando la lluvia era fuerte; los truenos y relámpagos estremecían la casa con su estruendosa presencia. Ninguna tormenta duró para siempre, todas se terminaban; y algo bueno quedaba, el patio convertido en un chapoteadero. La fiesta empezaba y yo corría sobre el agua que salpicaba mi cara al momento en que mis pies descalzos tocaban el piso. Eran momentos felices; cuando el sol ya había aparecido, y la tormenta había terminado.

Muchas veces recorrí ese patio, estaba cubierto de mosaicos verdes y azules, dispuestos como tabla de ajedrez. Ese patio, al igual que el portal; me vieron jugar de mil formas diferentes. Era un gran sitio de múltiples usos; donde se podía hasta montar en bicicleta y dar vueltas en torno a las siete columnas de madera y piedra que se erigían partiendo en dos el área. Todo ahí me era familiar, hasta la hora del día. Donde no se necesitaba de reloj para registrar el paso del tiempo; la apertura hacia el cielo permitía a los rayos del sol penetrar en este espacio y marcar su recorrido; primero por el muro rugoso, después en el patio, el portal, hasta desaparecer en la parte mas alta del muro liso. Conocía perfectamente, de acuerdo a la posición del sol, la hora que era. Así, de antemano sabía, en qué momento del día presenciaba cada instante.

El patio era el centro de la casa y el vestíbulo general; desde ahí podía dirigirme a cualquier área del interior e inclusive fuera de ella. Este era un espacio público, se permitía el acceso físico a todos nuestros conocidos y el acceso visual a los que transitaban por el frente de la casa. Una enorme puerta de acceso se presentaba, siempre abierta en el día. Era el medio de comunicación entre el exterior y el interior, desde el patio observaba la plaza principal del pueblo. Se apreciaba una abundante y verde vegetación que cobijaba el blanco kiosco colocado justamente en el centro de este marco. El vestíbulo, detrás de la puerta, se encontraba repleto de mercancías en venta. Este lugar lo percibía claramente como lugar de transición hacia la calle; fuertemente asociado con el área de trabajo, donde se encontraba mi madre, a la que había que avisar en caso de salir.

Otro espacio al que se accedía por el portal, y que recuerdo perfectamente, es el cuarto de la sala. Se encontraba junto a mi habitación. Este sitio no representaba mucho para mí. Se trataba de un espacio frío que nadie visitaba, era utilizado sólo en contadas ocasiones, como recibidor de familiares o personas importantes para la familia. Los rígidos e incómodos muebles, siempre bien plantados sobre la gruesa alfombra, se formaban esperando ser visitados. Este era el único espacio que tenía ventanas al exterior. Eran dos gemelas que se abrían hacia un callejón por el que pasaba poca gente, en ocasiones a caballo. Eran ventanas muy altas, con hojas de madera y barrotes fijos de metal como protección. En el interior de este salón se observaban las ventanas, pegadas en los altos muros; continuando la secuencia de fotografías familiares que se formaban en el desarrollo de estas paredes.

El patio de atrás; era el lugar de ocio por excelencia; con hermanos y amigos llenábamos de agua la antigua pila de cantera roja, ubicada en el centro del patio; después de empapar el piso nos tirábamos en él. Aun puedo sentir mi mejilla haciendo círculos sobre los mosaicos húmedos y tibios por el sol. Era delicioso resbalar los brazos sobre el suelo, sintiendo la lisa textura de los mosaicos; percibiendo claramente sus uniones. También gustaba de permanecer inmerso en la pileta que derramaba su contenido en el momento que me sumergía en ella. Podía sentir como el agua tocaba mi cuerpo; y mis manos se movían con más lentitud en ese medio.

Por su parte, el fondo de la casa era el contacto real con la naturaleza; único lugar en que había vegetación. Era bonito, en sus orillas tenía flores de muy diversas especies, como alcatraces y margaritas. Al centro había de diferentes árboles frutales. Era el lugar de mi padre, él cuidaba ese sitio como su vida misma; si alguna vez lo buscaba, sabía dónde encontrarlo. Él me enseñaba el contacto con ese verde lugar que tenía unos muros que lo separaban del exterior; pero totalmente descubierto, nada que lo separara del cielo.

Recuerdo otro misterioso lugar: el tapanco. A él sólo podía acceder con una persona mayor que me guiara y me dijese por dónde era posible caminar. Por unos pequeños agujeros entraban rayos de luz que como flechas señalaban a un sólo punto. El piso era de tierra compactada y los techos inclinados se formaban por vigas y otras piezas de madera que sostenían las tejas de barro rojo. Era un lugar silencioso y se sentía muy lejano del resto de la casa, como un mundo aparte; donde los conceptos de ubicación y tiempo se perdían. Finalmente, no podría soslayar la importancia del altar. Se erigía en la casa con diferentes intenciones y en por lo menos seis fechas al año. Siempre se volvía el punto de interés, centro de la casa. Las veladoras se unían con las imágenes y las flores. Un olor a Santa María inundaba la casa el 14 de septiembre, día del Señor del Calvario. Mi papá acostumbraba, al igual que el resto de la gente del pueblo, recoger en el campo este tipo de flores que llevaba al templo; guardando sólo un poco para instalar el altar doméstico. Mi padre, a su vez, fomentaba orgulloso la herencia de su padre, que sé me corresponderá a mi algún día.

Religión, familia, creencias, mitos y ritos se vuelven una misma cosa. El pequeño altar se erige como un reflejo, en el interior de la casa, de lo que pasa en el resto del pueblo; cuando éste se viste de fiesta. Así, el nacimiento del niño dios, la aparición de la Virgen de Guadalupe, el día de la Divina Providencia; se vuelven el pretexto ideal para la veneración de un motivo especial que da luz al hogar; luz que aporta tranquilidad y paz espiritual.

De lo que aquí hablé, ha sido sólo un fragmento de lo que mi casa ha significado en mi vida. Donde se gestó una estrecha relación, que hace que aun ahora, la siga sintiendo cerca. Cada que la visito vuelvo a sentirla mía, puedo constatar que sus muros me abrazan y sus techos me cobijan. Observo mi alrededor y vuelvo a sentirme en mi lugar sagrado, vuelvo a caminar de noche por sus espacios oscuros, que conozco perfectamente; porque sé que nada puede pasarme ahí. Porque mi casa fue y será por siempre: mi rincón del universo.

Notas


1. Hernández Álvarez, María Elena, "Seminario de Arquitectura y Humanidades", Apuntes, México: FA UNAM, 1998, p.3
2. Ekambi-Schmidt, Jézabelle, "La percepción del hábitat", Barcelona: Gustavo Gili, 1974, p. 166.

Imágenes y fotografías: Cortesía del autor.

Bibliografía

Ekambi-Schmidt, Jézabelle, "La percepción del hábitat", Barcelona: Gustavo Gili, 1974.
Hernández Álvarez, María Elena, "Seminario de Arquitectura y Humanidades", Apuntes, México: FA UNAM, 1998.


Marco Antonio Servín Leyva