Arquitectura y Humanidades

Propuesta académica

 

 
Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.

Casa, infancia y afecto. Reflexiones en torno a la poética habitable

María Elena Hernández Álvarez



Imagen 1.


Comienzo desde la literatura, con el fragmento de un cuento:

Hay en la casa de mis abuelos una habitación con una enorme ventana que mira hacia el sur y al poniente, a cientos de frondas de árboles que se aferran heroicamente a las paredes de una barranca profunda y espectacular. En la habitación hay como objetos muchos libros en enormes estanterías de fina madera, un pavimento de añeja e impecable duela de encino y un viejo tapete persa desteñido parcialmente y marcado por pesados objetos de otros tiempos. Todo en este espacio huele a trabajo, y también a cariño y a nostalgia.

El lugar está en la parte posterior de la casa y lo separa un impecable jardín. Tiene la particularidad de que se puede atrancar fácilmente por dentro; muy conveniente esto. Además, como es deliciosamente soleado buena parte del año, la temperatura en su interior es perfecta.

En mi infancia y juventud, todos los sábados y domingos en que había comida en casa de la abuela, hermanos y primos realizábamos allí infinidad de juegos, conversaciones y lecturas. Mucho veíamos pasar afuera de la ventana en la barranca y de todo también sucedía adentro. Podíamos estar ahí a nuestras anchas. Tal vez los tíos, papás y abuela, oían a lo lejos nuestro bullicio, pero pocas veces se asomaban a ésta, nuestra maravillosa guarida de primos que a lo largo de tantos años la desdoblamos y transformamos en mil mágicos lugares, circunstancias y situaciones. Por ejemplo, la cuadrícula que el sol y la ventanería tendían sobre la perfecta duela, nos definía incontables canchas mutantes y efímeras que apresuraban los partidos y competencias entre nosotros haciéndonos cada vez más hábiles; así, las canicas, el arrastrar la moneda con la nariz o con la frente, las matatenas territoriales, las famosas carreras de nalgas, de hombros o de garnuchos de migajón, llenaban el espacio y nos definían y exhibían en diversos roles.

Muchas tardes pasamos actualizándonos en los chismes, cuentos de risa, de terror o bien, jugando a revivir los muertos en la familia. Planeábamos toda clase de aventuras, o, en muchas ocasiones, simplemente estábamos en silencio leyendo alguno de los libros del abuelo. Por supuesto, nunca faltaron los juegos de mesa-piso, y claro, las apuestas nos endeudaban a todos de por vida.

Entre los diecinueve primos (exactamente diez mujeres y nueve hombres) había poca diferencia de edades, así que fuimos creciendo como un clan que compartía mucho también del propio despertar. Evidentemente, con el tiempo pudimos encontrar en esta habitación espacio para los primeros descubrimientos de nuestra sensualidad.

Y en estas nostalgias y ensoñaciones me encontraba yo cuando, de pronto, bruscamente un colibrí se estrelló en la ventana (mi blusa era de color rojo); restableció aturdido su vuelo y huyó hacia la barranca. Entonces, regresé a la realidad presente, y me percibí deliciosamente de cara al sol, como muchas otras veces lo había yo hecho en aquel lugar. Y es que un buen día, a una de las primas grandes -no tan grande, como ya expliqué- se le ocurrió que el uso de la habitación debía rifarse entre los primos: un rato para los hombres, otro para las mujeres y uno más para todos; unánimemente estuvimos de acuerdo.

En lo que tocaba a nosotras, ella propuso que instauraríamos una exclusiva playa nudista. Hicimos un pacto secreto en donde ahora el juego consistía en quitarnos la ropa para disfrutar de la delicia del sol en nuestra piel. Éramos jóvenes curiosas así que fácilmente aprendimos de todas porqué nos cambiaba el cuerpo. Lo que sí, es que teníamos poca malicia ya que nunca, hasta hace muy poco, descubrimos los restos del pequeño espejo que los primos colgaran desde la azotea para espiarnos por turnos. ¡Los muy pillos!... ellos también hicieron sus pactos. Y mejor ni indagar más al respecto, ya que varios de nosotros estamos casados y con hijos en edad de aquellas complicidades.



Imagen 2.

Así las cosas en esta habitación en la que el olor de los libros y la madera del piso, la huella del sol en el tapete y cada cristal de la ventana, guardan el detalle de muchas historias de nuestra infancia y juventud. Lo que todavía no comprendo, pero celebro, es el por qué esta habitación permanece tan privada, tan íntima e intacta, como suspendida en el tiempo, para invitarme, cada vez que recuerdo o visito la casa de mi abuela, a seguir deseando tenderme en el piso, de frente a la barranca, y contemplar y disfrutar cómo el sol y las cuadrículas de la ventanería recorren lentamente mi alma y mi piel.

Como arquitectos, hemos leído entrelíneas en el fragmento de este cuento que el olor, el tacto, la vista y el sonido son los cuatro sentidos externos con los que percibimos los espacios en los que habitamos, pero… evidentemente, hay mucho más que sólo lo físico sensorial. Y es lo que se refiere a lo cualitativo, a lo entrañable, a aquello intangible que genera pertenencia, identidad, apropiación. La poética habitable en la que aquellos primos estrecharon sus lazos, los marcó para siempre. Y es que, además de los afectos, de la infancia y la juventud, le damos también crédito al propio espacio físico, es decir, a aquello que en sí propicia o facilita la arquitectura. Entonces, podemos afirmar aquí que, los espacios físicos en que habitamos las casas y los espacios afectivos de la infancia son vitales para nuestra existencia, y que sin alguno de ellos, los seres humanos quedamos profundamente descobijados. El espacio afectivo de la infancia se funde en su correlato arquitectónico y ambos constituyen lo que aquí comprendemos como el hogar, el nido humano, y en ello queda impresa vitaliciamente en cada uno de nosotros la "cosa poética", sagrada e inmensamente íntima, única e irrepetible para ser el germen de todas las moradas a lo largo de nuestra existencia. Al respecto, nos dice Constantine Cavafis en uno de sus bellísimos poemas:

(…)
No encontrarás otro país ni otras playas,
llevarás por doquier y a cuestas tu ciudad;
caminarás las mismas calles,
envejecerás en los mismos suburbios,
encanecerás en las mismas casas.

(…)
O, también, como leemos en un fragmento del hermoso cuento El árbol perdido de José Durand:

(…)
"Apareció por fin, más allá de su fe. Otra vez ante el árbol, ahora de juventud inexplicable. Así era. Sobreviviente ignorado, como el de su padre y sus recuerdos. Quizás lo recuperó a fuerza de memoria. Había aguardado media vida, callado y terco. Más que a recompensa, le sabía a bendición, pero la inquietud apagaba su júbilo. Cerraba los ojos, cavilando, y volvía a mirar. Faltaba el libro de su padre. Otros completarían el hallazgo, ya habría cómo. Allí estaba el árbol y era suyo. El único. No se habían secado del todo ni viejas añoranzas ni tristezas. La compañía paterna, el huerto antiguo y también Cecilia".


El hogar de nuestra infancia -su adentro y su afuera, su espacio público y su espacio privado e íntimo- es también un instrumento de conocimiento de nosotros mismos porque en sus espacios se gestaron las neurosis y fortalezas de nuestra persona, es decir, el aprendizaje primigenio de nuestra vida. En el hogar de la infancia, choza o palacio, de una u otra manera la vida comenzó bien, encerrada en un regazo de protección, y en ello existe mucho que agradecer. Las grietas de sus muros y los secretos en los armarios, cobijan y resguardan en la realidad física o en nuestra memoria nuestros recuerdos, nuestros anhelos y nostalgias.

Y no es únicamente nosotros que podemos hablar de las casas de nuestra infancia, son ellas mismas las que hablan por y de nosotros, porque, en palabras de Gastón Bachelard, la casa es nuestra segunda piel. Y esto lo podemos verificar, por ejemplo, en el bellísimo y extenso poema de Dulce María Loynaz Últimos días de una Casa; del cual presento a continuación unos cuantos fragmentos:

No sé por qué se ha hecho desde hace tantos días
este extraño silencio:
silencio sin perfiles, sin aristas,
que me penetra como un agua sorda.
Como marea en vilo por la luna,
el silencio me cubre lentamente.

Me siento sumergida en él, pegada
su baba a mis paredes;
y nada puedo hacer para arrancármelo,
para salir a flote y respirar
de nuevo el aire vivo,
lleno de sol, de polen, de zumbidos.

Nadie puede decir
que he sido yo una casa silenciosa;
por el contrario, a muchos muchas veces
rasgué la seda pálida del sueño
-el nocturno capullo en que se envuelven-,
con mi piano crecido en la alta noche,
las risas y los cantos de los jóvenes
y aquella efervescencia de la vida
que ha borbotado siempre en mis ventanas
como en los ojos de
las mujeres enamoradas.

No me han faltado, claro está, días en blanco.
Sí; días sin palabras que decir
en que hasta el leve roce de una hoja
pudo sonar mil veces aumentado
con una resonancia de tambores.
Pero el silencio era distinto entonces:
era un silencio con sabor humano.

Quiero decir que provenía de "ellos",
los que dentro de mí partían el pan;
de ellos o de algo suyo, como la propia ausencia,
una ausencia cargada de regresos,
porque pese a sus pies, yendo y viniendo,
yo los sentía siempre
unidos a mí por alguna
cuerda invisible,
íntimamente maternal, nutricia.

Y es que el hombre, aunque no lo sepa,
unido está a su casa poco menos
que el molusco a su concha.
No se quiebra esta unión sin que algo muera
en la casa, en el hombre...O en los dos.
(…)

Me pareció. No estoy segura.
Y pienso ahora, porque es de pensar,
en esa extraña fuga de los muebles:
el sofá de los novios, el piano de la abuela
y el gran espejo con dorado marco
donde los viejos se miraron jóvenes,
guardando todavía sus imágenes
bajo un formol de luces melancólicas
(…)

Allá lejos
la familiar campana de la iglesia
aún me hace compañía,
y en este mediodía, sin relojes, sin tiempo,
acaban de sonar lentamente las tres...
Las tres era la hora en que la madre
se sentaba a coser con las muchachas
y pasaban refrescos en bandejas; la hora
del rosicler de las sandías,
escarchado de azúcar y de nieve,
y del sueño cosido a los holanes...
(…)

¡Pero vinieron otros niños luego!
Y los niños crecieron y trajeron
más niños...Y la vida era así: un renuevo
de vidas, una noria de ilusiones.
Y yo era el círculo en que se movía,
el cauce de su cálido fluir,
la orilla cierta de sus aguas.
(…)

La Casa, soy la Casa.
Más que piedra y vallado,
más que sombra y que tierra,
más que techo y que muro,
porque soy todo eso, y soy con alma.

Decir tanto no pueden ni los hombres
flojos de cuerpo,
bien que imaginen ellos que el alma es patrimonio
particular de su heredad...
Será como ellos dicen; pero la mía es mía sola.
Y, sin embargo, pienso ahora
que ella tal vez me vino de ellos mismos
por haberme y vivirme tanto tiempo,
o por estar yo siempre tan cerca de sus almas.
Tal vez yo tenga un alma por contagio.

Y entonces, digo yo: ¿Será posible
que no sientan los hombres el alma que me han dado?
¿Que no la reconozcan junto a ella,
que no vuelvan el rostro si los llama,
y siendo cosa suya les sea cosa ajena?
(…)

Algo hormiguea sobre mí,
algo me duele terriblemente,
y no sé dónde.
¿Qué buitres picotean mi cabeza?
¿De qué fiera el colmillo que me clavan?
¿Qué pez luna se hunde en mi costado?
¡Ahora es que trago la verdad de golpe!
¡Son los hombres, los hombres,
los que me hieren con sus armas!
Los hombres de quienes fui madre
sin ley de sangre, esposa sin hartura
de carne, hermana sin hermanos,
hija sin rebeldía.

Los hombres son y sólo ellos,
los de mejor arcilla que la mía,
cuya codicia pudo más
que la necesidad de retenerme.
Y fui vendida al fin,
porque llegué a valer tanto en sus cuentas,
que no valía nada en su ternura...
Y si no valgo en ella, nada valgo...
Y es hora de morir.

Edificar y habitar cotidianamente el espacio del hogar de la infancia, es reactivar la protección, quizá la paz, y ciertamente la intimidad que vivimos a nuestra entrada al mundo; es también reconocer en los espacios aquellos el olor a esperanza, a futuro, a la confianza de vivir.

La arquitectura doméstica de la infancia no fueron únicamente formas geométricas materiales que se ocuparon utilitariamente; aquellos espacios nos fueron los rincones más sagrados en este mundo, nos apropiamos de ellos y ellos de nosotros.

El objetivo de este trabajo es recordarnos a los profesionales involucrados en el diseño, la promoción, el desarrollo, las políticas y la edificación de la vivienda, que somos los custodios del legado que nos confiere la humanidad para preservar, respetar y sacramentalizar la condición poética del nido humano.

Leamos lo que William Goyen nos dice acerca de la esencia del hogar: "Pensar que se puede venir al mundo en un lugar que en un principio no sabríamos nombrar siquiera, que se ve por primera vez y que, en este lugar anónimo, desconocido, se pueda crecer hasta que se conozca su nombre, se pronuncie con amor, se le llame hogar, se hundan en él raíces, se alberguen nuestros amores, hasta el punto que, cada vez que hablamos de él, lo hagamos como los amantes, encantos nostálgicos y] poemas desbordantes de deseo".

La casa materna es el cosmos existencial primigenio, el segundo vientre que protege y acompaña al ser humano a lo largo de toda su existencia y aún después en la memoria de otros, construyendo con todo ello, un imaginario familiar que genera pertenencia e identidad. Al respecto, Martin Heidegger nos lo afirma diciendo que, (…) "la tierra es donde el nacer hace a todo lo naciente volver, como tal, a albergarse" (Heidegger, M., 1992). Así, el hogar de nuestra infancia es también el germen que genera el resto de nuestras moradas a lo largo de la vida y en todas ellas ansiamos siempre encontrar aquello que nos es familiar; hallar ese "aquello nuestro", nos envuelve de paz.

¿Quién de nosotros no recrea frecuentemente en la ensoñación aquellos olores de la comida preparada en casa que vuelan por el espacio del hogar, o los colores entre los que crecimos, la iluminación del patio, o el suave viento meciéndonos junto con la ropa tendida recién lavada? ...aquella blancura aún acaricia y humedece nuestras mejillas. ¿Quién ha olvidado los cálidos haces de luz que penetrando por la cuadrícula de cristal construían un espacio mágico en la habitación en el que la afectuosa madre entibiaba nuestra alma y asoleaba nuestra piel? Y cuando, ya adultos, podemos volver, real o imaginariamente, a la casa materna, ¿no es verdad que, a escala 1:1, recorremos igual que siempre el mismo camino hacia aquel ya desvencijado cajón en la cocina donde la abuela ingenuamente escondía golosinas y herramientas indispensables para mil asuntos? Y aun cuando aquel espacio no exista en el hoy concreto, bien sabemos re-vivir detalladamente aquellos mundos dominados en los que, ¿por qué no?, todavía habitamos. ¡Qué reposo en este ejercicio del mundo dominado, allí la imaginación está vigilante y dichosa! (Bachelard, G., 1975).

En la cocina se lee nuestro tiempo; en ella hemos preparado la vida, a diario escuchamos los nutrientes que cantan y bailan alegres en ollas y sartenes y sus olores continúan seduciendo a todas las edades. La cocina, espacio mágico de alquimias físicas y espirituales, ella siempre obligó a unirnos y a borrar cualquier frontera... Toda una vida con ella y en ella, compañera fiel, testigo silencioso de nuestra cotidianeidad; juntos fuimos envejeciendo en nuestro hogar.

Escondites y ruidos tan familiares, espacios en los que se acurrucó nuestra infancia y seguridad; rincones que abrazan, que nos siguen protegiendo. Pero, ¿quién edificó aquellos espacios? ¿Fue el constructor, fue la madre, el padre o nosotros junto con ellos? ¿Acaso el hogar son únicamente materiales de construcción o, más bien, estos adquieren sentido real con los materiales de la relación humana? ¿Cuál es el deslinde? ¿Acaso existe?

Afirma Bachelard: "la casa la construye el ama de casa, y la edifica cuando día con día va dejando su alma en el lienzo que limpia y lustra el hogar" (Bachelard, G., 1975). Los cuidados caseros devuelven a la casa no tanto su originalidad como su origen y, cuando una persona se entrega a las cosas, se apropia de ellas, y en este acto, también se adueña de la posibilidad de perfeccionar su belleza. Un poco más bella, por lo tanto otra cosa; esto es la construcción esencial del hogar, un acto de co-creación. El alma del ama de casa es el alguien que edifica el hogar en la renovación cotidiana.

Así, la casa deja de ser cualquier espacio arquitectónico, cualquier objeto, para transmutarse en espacio vivo generado desde el alma. Y el alma significa aliento y a su vez, el aliento es vida y necesariamente hemos tocado en este momento el espacio en el que se manifiesta el alma humana. De ello, del alma, el Maestro Eckhart nos comenta: "Cuando una rama brota de un árbol, lleva tanto el nombre como la esencia del árbol. Aquello que permanece adentro es lo mismo que brota. Así pues, la rama es la expresión de sí misma. Lo mismo digo de la imagen del alma. Aquello que sale es lo mismo que permanece adentro, y aquello que permanece adentro es lo mismo que lo que sale".

En la casa, que es realmente hogar, no es el material físico el esencial, cita Heidegger: "El edificio en pie descansa sobre el fondo rocoso. Este reposo de la obra extrae de la roca lo oscuro de su soportar tan tosco y pujante para nada. En pie hace frente a la tempestad que se enfurece contra él y así muestra la tempestad sometida a su poder. El brillo y la luminosidad de la piedra aparentemente debidas a la gracia del sol, sin embargo, hacen que se muestre la luz del día, la amplitud del cielo, lo sombrío de la noche (...) El árbol, y la hierba, el águila y el toro, la serpiente y el grillo, toman por primera vez una acusada figura, y así adquiere relieve lo que son. Este mismo nacer y surgir en totalidad ilumina a la vez aquello donde y en lo que funda el hombre su morada. Nosotros lo llamamos tierra." (Heidegger, 1992)

Entendemos entonces a la casa como el espacio que se habita y no únicamente como una forma que se ocupa utilitariamente de manera pre-establecida por modas, economía o funcionalidad. Es decir, la casa que es hogar, y por ende arquitectura, es lo cualitativo desde lo cual se define lo cuantitativo. En otras palabras, el germen del diseño de una casa proviene de lo cualitativo por habitarse lo cual, evidentemente, requiere de lo concreto para contenerse; en resumen: en las pautas de diseño de una casa, lo cuantitativo siempre está subordinado a lo cualitativo. Sólo cuando el arquitecto comprende esto, la casa -y todas las moradas del hombre- serán un ser vivo contenido en materiales inertes para instaurar una singular e irrepetible poética habitable. Sólo de esta manera, la casa, que nos desnuda y nos abraza todos los días desde nuestra llegada a este mundo, se funde con nuestra alma. La casa como segundo vientre, como una segunda piel a la que pertenecemos y de la que nos apropiamos cotidianamente, nos da la seguridad y confianza de afirmar: "yo soy el espacio en el que estoy", (Bachelard, 1975). De esta manera, a la casa la sacramentalizamos y podemos afirmar que, la choza más humilde es el rincón más sagrado del universo. Vista íntimamente, la vivienda más sencilla y austera, ¿no es la más bella?, su calidad primitiva pertenece a todos, ricos o pobres, si, como dice Bachelard aceptan soñar (Bachelard, 1975). Su estar en ella es bienestar y guarda el poder de atracción de todas las regiones de la intimidad, sus muros se estrechan y abrazan para protegernos como una loba, todas las mañanas nos impulsa a vivir, todas las tardes nos ofrece el encierro de la intimidad. Y sobre la intimidad nos dice María Noel Lapoujade: (Lapoujade M., 1997):


La intimidad es el rincón de la inmanencia subjetiva, es el fuero
en el que cada yo singular, único e irrepetible, se protege, secreto, para sí.
La intimidad es como el lado oculto de la luna,
es invisible desde fuera,
la intimidad, desde la exterioridad, es apenas una sospecha,
misteriosa pero fascinante.
Se esconde en el fondo de la vida interior
sin embargo, es transparente,
en ella habita el alma y es puente y vínculo con la eternidad.
Lo íntimo es todo aquello que le acontece a un individuo
que lo vive como algo profundo,
que le atañe, lo marca, le incide, le importa, lo compromete, le concierne, le es entrañable.
Lo íntimo es un tesoro escondido.
Lo íntimo jamás es indiferente, sino por el contrario,
se padece o se goza intensamente, en secreto.
Lo íntimo se acurruca en el espacio de un nido protector.
La intimidad es arquitectura imaginaria en la que cabe la totalidad.
Es el oído que escucha las resonancias universales.
Es el punto vital en que se recibe la exterioridad exterior,
transmutada en exterioridad vivida, para ser interioridad recogida.
En la intimidad es en donde se siente la más sublime desmesura,
y el absoluto despojamiento del que puede fluir la eternidad
En lo íntimo se gana la más pura pobreza de espíritu, el desierto interior.
En la intimidad está la vibración cósmica eterna,
en cuyo aletear se sostiene anonadada el alma, suspendida,
temblando al unísono en la armonía universal.


La casa en la que crecimos es también un instrumento de conocimiento de nosotros mismos; en sus espacios se gestaron nuestras neurosis y fortalezas, es decir, el aprendizaje esencial para nuestra vida; las pasiones se incubaron e hirvieron en los rincones de nuestra soledad y las proezas o bajezas de la historia futura, en el hogar se engendraron. Y, a pesar de todo, en las casas de nuestra infancia, la vida empezó bien, encerrada, tibia, en un regazo de protección y en ello existe mucho que agradecer.

Nuestro hogar es un ser vivo que lleva nuestra alma en su esencia. Cada momento de nuestra vida está puesto en algún rincón que ha sido construido desde nuestra única e irrepetible intimidad; los planos de esta casa los dibujaron mi esposo y nuestros hijos, el lápiz fue mi corazón. El espacio llega hasta donde el afecto alcanza y ambos funcionan para protegernos, abrazarnos y cobijarnos del frío y la soledad. Aun cuando no estemos físicamente en casa, ella siempre está en nosotros.

En nuestra casa hemos crecido y nos hemos amado mucho; hemos padecido, jugado y, en ocasiones, también reñido en alguna de sus esquinas. Mi casa se ha transformado a la manera vernácula... la parió nuestra cotidianeidad, es nueva cada día, pero conocida y familiar. Ella continúa edificándose hacia adentro, suspiro a suspiro, rincón tras rincón; los materiales de su esencia son los afectos y el mortero nuestra relación. En la intimidad de nuestra casa únicamente habitamos nosotros, ningún constructor rebasó realmente las fronteras de lo exterior; la vida nos dio una cáscara, una cueva, la idea de un hogar, pero sólo nosotros hemos abonado la tierra la hemos transformado en nido, en concha; somos los únicos edificadores de nuestra casa, el alma de nuestro espacio-hogar. (Testimonio, M.E. Hernández, 2007)

Hemos afirmado que en el espacio interior de la casa se vive el resguardo -presidido casi siempre por la imagen venerada-, la privacía, el cobijo, el posible despliegue de la inmensidad íntima, sin embargo, desafortunadamente también sabemos que en muchas casas se padece lo contrario: la promiscuidad, la violencia que arrasa las almas, el perturbador ruido urbano que penetra de diversas maneras sin respeto alguno, el miedo a lo otro, la soledad… ¿en qué medida somos responsables de esto los diseñadores, promotores y constructores de la vivienda? Citemos de nuevo, a continuación, otro fragmento del poema de Dulce María Loynaz:

(…)
Soy una casa vieja, lo comprendo.
Poco a poco -sumida en estupor-
he visto desaparecer
a casi todas mis hermanas,
y en su lugar alzarse a las intrusas,
poderosos los flancos,
alta y desafiadora la cerviz.
Una a una, a su turno,
ellas me han ido rodeando
a manera de ejército victorioso que invade
los antiguos espacios de verdura,
desencaja los árboles, las verjas,
pisotea las flores.
Es triste confesarlo,
pero me siento ya su prisionera,
extranjera en mi propio reino,
desposeída de los bienes que siempre fueron míos.
No hay para mí camino que no tropiece con sus muros;
no hay cielo que sus muros no recorten.
Haciendo de él botín de guerra,
las nuevas estructuras se han repartido mi paisaje:
del sol apenas me dejaron
una ración minúscula,
y desde que llegara la primera
puso en fuga la orquesta de los pájaros.

(…).
Cemento perforado.
El mundo se nos hace de cemento.
Cemento perforado es una casa.
Y el mundo es ya pequeño, sin que nadie lo entienda,
para hombres que viven, sin embargo,
en aquellos sus mínimos taladros,
hechos con arte que se llama nueva,
pero que yo olvidé de puro vieja,
cuando la abeja fabricaba miel
y el hormiguero, huérfano de sol,
me horadaba el jardín.
Ni aun para morirse
espacio hay en esas casas nuevas;
y si alguien muere, todos tienen prisa
por sacarlo y llevarlo a otras mansiones
labradas sólo para eso:
acomodar los muertos
de cada día.
Tampoco nadie nace en ellas.
No diré que el espacio ande por medio;
mas lo cierto es que hay casas de nacer,
al igual que recintos destinados
a recibir la muerte colectiva.
(…)


Estas reflexiones sobre la poética de la casa, primer espacio que todo ser humano habitamos después del vientre materno, llevan el propósito de tonificar de raíz nuestro oficio como diseñadores de las circunstancias, situaciones y experiencias para que sean poéticamente habitables. Porque, sólo cuando los arquitectos construyamos y pensemos (diseñemos) desde la poética habitable, es cuando llevaremos a la arquitectura a la plenitud de su esencia.

Para terminar, debo justificar a mi lector la carga literaria que este trabajo contiene; la razón es mostrar que la habitabilidad, es decir la arquitectura, le atañe a todo ser humano, y por ello, desde otros campos de conocimiento, podemos escuchar y abrevar las pautas de nuestros diseños. En este sentido, aquí hemos considerado que sea la palabra la soberana en ello, pero no la palabra mercadotécnica, funcionalista o tecnológica, sino la palabra Erguida, como la define Octavio Paz, es decir, la palabra tocada por la poesía. Y, la poesía es, -en términos heideggerianos- la desocultación de una verdad que instaura y que funda.

Una muestra más de lo dicho hasta aquí es un bello poema de Miguel Hernández que nos lleva a reflexionar sobre la poética habitable de la casa:

Menos tu vientre
todo es confuso.
Menos tu vientre
todo es futuro
fugaz, pasado,
baldío, turbio.
Menos tu vientre
todo es oculto,
menos tu vientre
todo inseguro,
todo postrero,
polvo sin mundo.
Menos tu vientre
todo es oscuro,
menos tu vientre
claro y profundo.

Notas

Otras versiones anteriores más breves de este trabajo fueron publicadas en: Crítica y Arquitectura, núm. 1 en la Universidad Iberoamericana 1998, en el 1er. Congreso de La Vivienda y su espacio interior en la Universidad Autónoma de Yucatán, 2014 y en www.architecthum.edu.mx. Aquí se presenta esta versión que se anuncia también como parte de un libro en proceso y que lleva como título tentativo La Poética de la Casa.
http://poesi.as/ Este sitio muestra un amplio contenido sobre poesía en español desde sus orígenes hasta hoy; en este caso, las versiones ofrecidas son una réplica de las obras originales de los más célebres poetas hispanoamericanos; asimismo, cuenta con diversas secciones, títulos, enlaces y traducción en el idioma inglés. Este sitio abarca principalmente la temática de la poética en general brindando un menú por autor y en orden cronológico.
http://personales.ciudad.com.ar/M_Heidegger/index.htm Heidegger en castellano. www.aalbalearning.com . Este sitio muestra múltiples libros, poemas y cuentos para escuchar y leer.

Imágenes y fotografías: Cortesía del autor.

Bibliografía

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____________, "El derecho de soñar", México. Fondo de Cultura Económica, 1985.
Debord, Guy, "La Sociedad del Espectáculo", España: Pre-Textos, 2000.
Eckhart, M. "El fruto de la nada", España: Ediciones Siruela, 1998.
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______________, "El Arte y el Espacio", España: Herder, 2009
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________________, "La Guarida y otros cuentos", México: Architecthum Plus, 2011.
________________, "Supuestos Morfogenéticos de la Arquitectura, el caso de la Catedral Gótica", México: Architecthum Plus, 2008.
Lapoujade, María Noel, "Conferencia Magistral, Coloquio Espacios Imaginarios", FFYL, UNAM, 1997.
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__________, Eupalinos o el arquitecto (tr. Mario Pani), Editorial Cultura, México, 1939.
___________, "Notas sobre Poesía", selección traducción y prólogo de Hugo Gola, Colección Poesía y Poética, México: U. Iberoamericana, 1995
www.architecthum.edu.mx . Publicación académica realizada por profesores y alumnos del taller de Investigación Arquitectura y Humanidades del Programa de Maestría y Doctorado en Arquitectura de la UNAM. En internet desde septiembre de 1999.

María Elena Hernández Álvarez