Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.
Espacios interiores: la casa del origen
Efi CuberoEn los lugares ciertos que habitamos
-distancia en la distancia-
cruje bajo los pies lo que perdimos.
Pero siempre, el corazón anima al pensamiento
logrando hacer legible la andadura.
Cuando se enfrenta a la elegía de los muros el viento es como un eco que le devuelve voces. Un pedazo de muro permanece, resiste y persiste blanco e impertérrito, único vestigio de la casa que un día fue: La casa del origen. Ahora aquel lugar es tan sólo un local amplio y abierto donde se almacenan automóviles y elementos ajenos a aquella función amparadora que las paredes resguardaban. Siempre que lo contempla y acerca hacia él las manos, parte de esa energía la traspasa. Pero de cierto sabe que las visiones y los recuerdos, e incluso las imágenes, son parciales y que no tan sólo a ella pertenecen. Existe, sí, ese vínculo emocional que es sin duda colectivo como igualmente la pérdida estética de unas costumbres y una manera de entender la vida que era ajeno a la prisa. La ornamentación poética y el mimo para un lenguaje de cortesía. La casa, vista como un microcosmos o una minúscula ciudad, donde el aprendizaje de unos valores ciertos te convertían en ciudadano de un mundo responsable. De un mundo desde luego más justo, habitable y solidario.
Espacios, como el de esta casa donde impera el orden, un orden sosegado y para nada cuartelario, junto a lo lúdico, la pulcritud y la alegría, la observancia de unas ciertas normas basadas en el respeto y en el amor, que todo lo inunda, desde el cuidado de una simple planta o la manera de cortar el pan, cierta forma de andar por las baldosas como si no existieran las pisadas o ese mudo hablar de los ojos, entre silencios hondos; o cuando la costura sirve de acicate para narrar historias que encantan siempre a los pequeños, mediante la importancia de esa tradición oral que la tecnología ha ido perdiendo. Las horas de lectura, y el cantar suavemente entonando con gusto bien medido.
De ése, aún reciente pasado, quedan trazos seguros de lo que más importa aunque, no obstante, abundan las teselas dispersas de lo que no podrá -ni se pretende- que sea lo mismo o vuelva. Aunque sí que es bien cierto, parafraseando a Valéry con relación a otro distinto tema, en la casa del origen, que llega a ser la patria de la infancia, "...uno descubre una afirmación de la relación simétrica y recíproca que existe entre la materia, el tiempo, el espacio, la gravedad y la luz".
Siempre se trata de los espacios, ya sean interiores o exteriores, o acaso simplemente de la unidad de elementos que convergen en uno solo. Las casas, como los seres, viven, mueren, se derrumban, se alzan, respiran, crecen, sienten ese aliento vital que las habita como los propios humanos, sujetas a sus leyes como si fueran metáforas del mundo. A veces nos detenemos a buscar sus secretos, descubrir un sentido, penetrar en su urdimbre. Cada lugar es único, es sagrado porque fue vivido, y en él vida y muerte se anudaron junto al primer vagido, frente al último aliento. La casa nos despierta la inquietud del estar. Del ser estando, gestiona aprendizajes, devela la consciencia.
Es siempre, o simboliza, el fundamento de la piedra angular de la memoria. Todo se consolida, se funde en su interior y ese mismo interior se vuelve transparente mediante la evocación. Puede que un rostro amado no lo recordemos en sus rasgos precisos, pero el entorno de los primeros pasos, sí. Acaso, por la corta estatura en la niñez, ese espacio sea engrandecido, pero es real y nítido en el recuerdo, en sus formas, junto al placer - si la infancia ha sido más o menos feliz - del gozo estético que queda en los silencios.
A veces impera la necesidad de la urgencia de levantar de nuevo los cimientos que fundan los espacios interiores como defensa de lo ya perdido. Todo vuelve entonces a materializarse en la emoción del sosiego, con la certeza de la distancia, y esa seguridad que da la convicción de que nada volverá a ser como fue. No hay pasión inmediata, ni nostalgia, la casa que ahora te habita es otro lugar muy distinto, otro mundo dinámico y abierto, cosmopolita y amplio que, sin embargo, guarda las esencias del valor primordial de aquella forma de entender la vida que nos fue desde niños inculcado. Vectores de orientación que jamás perdimos como seres humanos y pensantes. La tolerancia, el amor y la dignidad, el respeto universal hacia el prójimo, la libertad de pensamiento: esa herencia impalpable que las paredes del corazón rezuman y resumen lo que somos y fuimos. Lo que bajo ninguna circunstancia jamás dejaremos - o deberíamos dejar- de ser.
La casa puede llegar a ser en sí misma una ciudad, como símbolo o tal vez alegoría, que se va construyendo lentamente, que avanza con su diversidad de estilos contrapuestos, con su urdimbre aleatoria, sus rincones secretos, sus amplias avenidas donde el tiempo discurre y la palabra vive, la tamizada luz y las abiertas sombras, las soluciones alargadas del zaguán dialogando con el cuadrado del salón y las estancias, abriéndose paso hacia el luminoso color albero de la antigua cocina, donde según la época o estación del año, un vivo bodegón aguarda fresco, aromándolo todo sin barrocos excesos. Porque en las casas sureñas la luz es lo esencial, protagonista, tan sabiamente desplegada sobre una fuente con membrillos, en el cesto de unas naranjas, en las granadas o en los frutos secos, señoreando a su antojo por las cuidadas plantas aportando un frescor de nervaduras sobre el vasar de brillantes azulejos, o encima del tallado pedestal de madera barnizada y olorosa; por las ventanas abiertas a las fachadas que se orientan a poniente; la fluidez espacial que el rectángulo del patio proporciona, o ese variado minimalismo de ciertas habitaciones que invitan al reposo y la lectura en las inevitables horas de la siesta donde la mecedora de rejilla cobra aún, o cobraba, su importancia de cómodo aislamiento con un sentido único de belleza y mesura.
Más allá de los tiempos o los códigos que rigen los destinos, ese espejo de vida refleja una mirada de interiores restituyendo la identidad de lo que nos concierne, en la perpetuidad de estar en vilo, puesto que sabemos que no existe la construcción ideal sin pugna con sus fracturas en las íntimas contradicciones.
En la zozobra de lo que ya no existe queda el reflejo que enciende las mareas del corazón; un cuaderno de bitácora que siempre apuntó al sur como su norte y, aunque la luna a veces sea como un faro lejano que no señala puertos, y cambiase de lugar o itinerarios, la vuelta a los orígenes será siempre una ruta legítima hacia el lugar que importa. Nada tan visceral como el silencio en la penumbra quieta del cobijo donde paredes inexistentes guardaron la memoria.
Transitar por los dédalos de la casa perdida es apretar con fuerza un puñado de luz e iniciar la lectura de los muros de nuevo. Aquellos que forjaron los enclaves de los antepasados sobre los sedimentos de culturas dispersas donde se tienden puntos suspensivos a unos tiempos remotos. No obstante, somos conscientes en que ya no hay correspondencia entre función y forma, y los conceptos de probabilidades a una vuelta hipotética tienden a ser marcados por el juicio de que no hay vuelta atrás.
Esta contradicción de los espacios, urbanos y rurales, que tan bien conocemos, pugnan en las parcelas del deseo entre asfalto y paisaje, materia tiempo y duda, en una ambigüedad que impide plantearse el retorno del círculo que cierre lo evocado. Una sabe de sobra - en palabras del clásico - que: "No se puede volver ni siquiera volviendo, porque el exilio es irreversible."
Vértigo
Alguna vez nos basta
hablarle entre sonrisas
a la casa dormida
hasta que se despiertan las paredes
y volvemos a ser adolescentes.
Alguna vez nos basta
con abrirles las puertas al deseo,
dejar entrar la noche
con vértigo de estrellas,
girar sobre su eje
y que nos muestre todo su esplendor.
La casa, como algo análogo al interior, con sus leyes no escritas, civilizando la materia con orden y armonía, la educación que late sobre ese mismo cuerpo, de sustancia, de austera sencillez, de reglas observadas, compartidas… Allí se establecían las básicas premisas en la diversidad de cada uno, pero siempre dentro de la unidad de conjunto que la familia representaba, desde un comportamiento cívico y colectivo entre la vivienda y sus habitantes. La resolución, el amor, la dignidad, como un código de honor que se auto-exige y exige al mismo tiempo, avanzando hacia el futuro con energía pero, sin perder de vista, lo mejor de lo que conforma la tradición o el resultado de una herencia moral irrevocable.
Despojados de decadentes limitaciones, los ámbitos de la infancia conservan la frescura de una fuerza generadora que tiene mucho de sugestivo y subversivo. La mirada del niño aún no tiene memoria y, al carecer de lastre, todo rápidamente lo asimila. La mirada limpia de prejuicios, que vaga en libertad por los rincones, se convierte en la cómplice perfecta de esos mismos espacios en un proceso activo e intuitivo de aprendizaje y vida. A menudo se expresa por sí misma y atraviesa los muros bajo un desdoblamiento de imaginación ajeno a todo espíritu de lógica. Todo es entonces observado a través de esa capacidad poética en la concentración de emociones desnudas y primarias. En los espacios imaginativos todo se salva y todo se depura; hay entonces una luz que nos envuelve como un deseo de crecimiento, como una sed que no sabemos en qué pozo beber para saciarnos. Entonces la mirada de la niña se alimenta de imágenes y absorbe las raíces esenciales del árbol primigenio de la casa que canta para ella con melodía inaudible. Atenta a lo profundo del propio sedimento, no sabe que al jugar, repite los gestos ancestrales del tiempo más antiguo. Que todo continúa aunque, en el juego de espadas de madera, de pelota, o de rifles de pega, los niños de la casa, inocentes guerreros tan cortos de estatura, no saben ni imaginan, que esos juegos incruentos, no han tenido en la historia de los hombres nada que sea apacible…
¿Qué arquitectos diseñarían con precisión de orfebre los hastiales, las altas bóvedas perfectas traspasadas de arquillos, los volados balcones, las fachadas deslumbrantes de cal, los muros orientados sabiamente; aquellos gruesos muros que evitaban las reverberaciones para que el inmisericorde sol respetara penumbras y frescores en las fauces ardientes del verano, abrigando a la vez las noches invernales con seguro cobijo?
Los mayores hablaban de antiguos y expertos alarifes, de gente de plomada y de mortero, de precisión exacta, que sabían, sin haber estudiado arquitectura, donde alzar una viga y entrecruzar los cabríos, como ajustar las tejas y elegir la cocción de los ladrillos, cómo fabricar el hormigón mezclando piedra pómez, dándole ligereza, arrancarle a los suelos pizarrosos el deslizante gris de la tersura, ahondar sobre las vetas del silencio hasta alzar edificios sólidos y perfectos, desafiantes en las inclemencias, duros y resistentes como ellos, gráciles en las pequeñas molduras, en la fantasía delicada de la ornamentación, en lo policromo de las vidrieras que todo lo teñían de colores cambiantes, en las rejas forjadas con maestría donde se enredaban las flores y los motivos vegetales de asombrosa belleza. Tiempo. El tiempo no contaba. Las baldosas del suelo, limpias y repulidas brillando como espejos proyectando siluetas a compás. Sobre el puro blancor de los pañitos, formados con paciencia primorosa en las tardes de charla, se exhibían las macetas más lozanas; la de más orgullo para las esforzadas jardineras. Un sueño de abanico y sillones de mimbre; las cortinas de gracioso recogido bajo el empenachado friso de tallada madera. Aquel zaguán pintado de azul anti mosquitos; la cancela, el desván o doblado y en la penumbra las orzas repletas de aceitunas, las cantareras y la oscura alacena de celosía morisca; retratos familiares que parecían seguirte mirando más allá de los muros y paredes; y en la alta cornisa, sobre la chimenea repintada que jamás tuvo fuego, la delicada porcelana que mirada al trasluz trasparentaba el aire; la loza alineada y bien dispuesta; baúles misteriosos, cerrados con candados, tentación de los niños, y el desván, por donde la imaginación se desbordaba, un lugar sin misterio que, paradójicamente, era de lo más enigmático y donde la fantasía trazaba con más vuelo sus cartografías imposibles.
No agredir lo inmutable,
ceniza del olivo y del sarmiento,
cuando el aroma a hinojo
nos devuelve el sentido del tacto
y acude el rito antiguo de las manos,
endulzando despacio - sin tocarlas-
entre el frescor solemne de los muros,
la piel morada de las aceitunas.
Más adentro, pasada la cocina, el pozo de agua pura y fresca, con la roldana y el cubo de cinc, que refrescaba el vino y donde a veces temblaba un dulzor de sandías que alegraba el sopor de los veranos. Y el patio, lugar de la tertulia y de los juegos, con dondiegos abriéndose en la tarde con sus corolas vivas, junto al sutilísimo aroma de las estrellas blancas de los jazmines. Asediado en fragancias, concertado de grillos invisibles, el patio era ese sitio favorito que en noches de verano congregó los afectos y los sueños abiertos a las estrellas, a la claridad de una majestuosa luna que espejeaba arrancando reflejos a las flores. Y en la mañana azul, al lado de la tapia, al otro extremo, verdiplatas ramones del olivo se agitaban con un vuelo de pájaros, ebrios en el asombro de un cielo tan radiante y luminoso, de un aire del cristal más transparente. La torre de la villa se recortaba al fondo como un faro; artística y airosa, dominándolo todo con su esbelta silueta. Era un reloj exacto de campanas que vibraban de júbilo anunciando una boda, un nacimiento, o dejaban un rastro de tristeza infinita. Un latido de duelo con la punzada amarga de las tardes de entierro.
Todo entonces se silenciaba, recogido en sí mismo. Las voces se aquietaban y un dolor impalpable rondaba por las casas silenciosas e impregnaba la vida de ráfagas de muerte transformándose en sombra colectiva, puesto que todo allí se compartía.
Los pueblos, que parecen dormidos, tienen su propio ritmo atento al corazón de lo que importa, un continuado latir que aún sigue palpitando en los sencillos gestos cotidianos, en lo intemporal que guardan las palabras, en la generosidad sincera de los nobles afectos.
Así, la fábula moral, convulsión de señales interiores; arquitectura hipotética de un fundacional tiempo, en permanente transformación, donde la infancia sostiene con su magia la irrealidad de contemplar el mundo, al margen de los problemas existenciales que arrastran los adultos y que además se encargarán de resolver. El enigma de lo sagrado que pervive, parte de la realidad misma; ese poso que perdura y donde jamás son inestables, pensamiento, sentimiento, espíritu y materia. La realidad - irrealidad de las primeras impresiones la casa las concita; y allí se viven los más claros asombros y el más vital de los encantamientos.
La vida de estos muros, amplifica el dominio de la voz y de la intensidad de los silencios, hace brotar la fuerza de la viva memoria. De la naturaleza en las cronologías infinitas. Sedimentos narrables que resguardaron las huellas múltiples de los amados ecos llenos de luz y sombra. Noción inaugural que nos permite ver más allá de los tópicos. Ver la excedencia misma en otras casas que después te albergaron, reconocer los rastros de esas huellas en espacios lejanos del ancho y vasto mundo. Lugares que transforman, porque nos simbolizan, y nada basta nunca para llenar la sed irrefrenable, de vida y de palabra, cuyo límite jamás alcanzaremos.
Todo se dispersó. Sueños de permanencia terminaron fundidos en la aleación de esa búsqueda de un futuro mejor en los asfaltos de la gran ciudad. El viento buscó la sal del mar y abandonó las mieses que también eran olas infinitas de transparente espuma. Es verdad que un paisaje o una casa no tienen estado propio, no tienen que esforzarse para que los veamos en su vasta y callada plenitud, tan sólo es un pasado que perdura porque casi siempre lo que nos hace soñar testimonia una ausencia. Algo que omnipresente marcará la memoria porque sus cimientos están formados de estructuras culturales, antropológicas, artísticas, humanas, imaginarias, reales y expresivas que siguen conservando la fuerza de unos perfiles y la espiritualidad de determinados matices que son, para quien así los ha sentido y percibido, inviolables e imborrables.
Del ardiente metal de los adioses llega un sabor agridulce. Entre las nubes blancas del cielo de las sábanas la niña ha despertado con besos tiernos y un olor a café y a chocolate impregnándolo todo. Se asoma a la ventana y todo huele a limpio, como recién creado. No se detiene el tiempo sobre las instantáneas. Quedan los fotogramas de lo que perdura. Un álbum imborrable que ha captado la atmósfera, que resguarda los grises bajo el sonido de la lluvia que intensifica los aromas y rebota sobre las losas mientras pone en los ojos un vaho secreto de melancolía. La blanca luz de cal de los ortogonales muros reguarda la grafía de lo que queda aún por reescribir. No agotamos el fondo de las páginas hasta que no partimos y quedan todavía gamonitas y adelfas como cálamo vivo para apuntar un mundo de inagotables márgenes. Porque como dijo el bardo inglés: "El pasado es tan sólo el prólogo" y la vida se agita sobre el espacio del interior, que es sin duda lo que no envejece.
Jara
Hay una luz mojada de abandono
en el zumbido dulce que presiente la miel
sobre la flor de jara.
Respiras por las venas de la secreta voz
que te dictó por siempre la tierra y sus verdades.
Tuve tiempo de ver, de saber escuchar otras razones
que al interior desnudan y preceden
con tan sólo observar el vuelo de un insecto.
Una lengua nos llega del filo de la vida,
un lenguaje que habita los bordes de la noche,
las mentiras del tiempo, la energía del barro,
las trampas del amor, los enigmas del agua.
Yo sé que en estas franjas de aromas que aún aspiras
el tiempo es este vuelo que arrebata la esencia;
la visión reversible de tu mundo y del mundo
y, cuando todo pase, y tu paso sea olvido,
la flor de jara, entonces, te sobrevivirá.
Pero tu voz - lo sabes - se alzará consecuente,
sobre las flores, sobre las abejas,
sobre la duda, sobre la incerteza,
sobre la noche, sobre el abandono…
Notas
Poemas pertenecientes al libro de Efi Cubero, "Condición del extraño", España: La Isla de Siltolá - Colección Tierra nº 6, 2013, (168 pp.).
Bibliografía
Cubero, Efi, "Condición del extraño", España: La Isla de Siltolá - Colección Tierra nº 6, 2013.