Arquitectura y Humanidades

Propuesta académica
 

 
Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.

Habitar, simbolizar y personificar

Patricia Barroso Arias

Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí,
porque yo no atinaba a cosa que decir no cómo comenzar a cumplir esta obediencia,
se me ofreció lo que ahora diré, para comenzar con algún fundamento,
que es considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal,
adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas…
(Santa Teresa de Jesús, Castillo interior o las moradas, 1944, pp. 29-30)

Pensar el habitar

Al habitar llegamos por medio del construir, como una relación de fin a medio, así "el construir es en sí mismo ya el habitar", en donde se permanece y reside. Heidegger (2001) señala que el construir se piensa desde el habitar, en el erigir se estipula hasta donde llega el ocupar. En este espacio construido se cultiva un campo habitable, en donde alojarse es estar, es permanecer y desarrollar la experiencia cotidiana del ser humano. Así, entonces, en el edificar desplegamos el existir, lo construimos en la medida en que moramos. Pero esta acción de habitar, se produce al tener contacto con el espacio surgiendo la cualidad primordial de la obra, que es la habitabilidad.

Si consideramos a la habitabilidad como el producto del contacto del hombre con el espacio construido, podemos decir que en ésta se reúnen las condiciones óptimas para morar. Es el punto de encuentro entre el habitar y el construir, es su unidad. Podemos decir ahora, que lo que vivimos, percibimos y experimentamos es el momento de la "la habitabilidad", ésta implica vivir el espacio, moverse, desplegarse, experimentarlo, estar y permanecer en él. En ella, se promueven las condiciones materiales y espaciales de un lugar, se vincula con el entorno, se incorpora con aspectos objetivos y subjetivos de la forma y se relaciona con la manera en que el usuario percibe sus condiciones de vida, en consecuencia considera la noción de calidad de vida. La habitabilidad como una cualidad arquitectónica involucra y valora las características idóneas de un espacio que son percibidas en su uso, en tanto que hablamos de características arquitectónicas, es decir, de la materialidad con la que la arquitectura trabaja.

Entonces si pensamos que en la habitabilidad se manifiestan la relación de contenidos dados en la expresión, experimentados y captados en su misma acción, podemos afirmar que el espacio alberga y cuida de esto. Ahora bien, estos contenidos se alojan en la habitabilidad sólo cuando se manifiestan. Así, el construir desde la habitabilidad se vuelve un construir pensado, que no sólo obedece a edificar cosas, sino que se vuelve una suma de sustancias. Deberá entenderse esta vinculación como una forma de acceder a la comprensión de la producción arquitectónica desde una lectura perceptiva.

Se trata de la reunión de ciertas condiciones que permiten a un ser vivo apropiarse de un lugar, donde el hombre busca dotar su hábitat de cualidades físicas y compositivas. Por lo que el tema se centra no en la producción de los objetos concretos, sino en la producción de la cualidad en los objetos interpretada o valorada por los sujetos, en este caso, el habitar integra la extensión del ser; esto es la dimensión existencial del individuo con todas sus connotaciones, usos y comportamientos; así, a partir de este puente de la "habitabilidad" surge un lugar, ésta otorga sentido y significado a un sitio.

Habitamos nuestra ciudad no sólo en un conjunto de muros, columnas, arcos, cúpulas y materiales que conforman un diseño, sino también, en lo inmaterial que se produce de una manera imaginaria cuando la moramos, cuando hacemos uso de sus formas y sus dimensiones. En estas condiciones físicas se encuentran aquellas referentes al ordenamiento espacial, a la configuración material del objeto y como condiciones no físicas podemos agregar a todas aquellas referentes a los conceptos, intenciones y contenidos. Todos estos aspectos inciden en la configuración física del hábitat cultural, en una búsqueda del espacio habitable. Para esto, se requieren condiciones particulares de luz, ventilación, paisaje, articulación de los espacios y forma.

El arquitecto concibe el espacio y lo diseña; los usuarios recreamos ese ámbito, lo vamos cubriendo con la textura de nuestros afectos y sueños. Avecindarse en un lugar significa bautizarlo, le damos a los sitios nuestro transcurrir de tiempo y pedimos a cambio que formen parte de nuestro mundo interno, por ello en la conformación del hábitat representamos físicamente las costumbres, las ideologías, los mitos, los intereses y comportamientos.

Estas condiciones cualitativas de la arquitectura parten, primero que todo, de la estructura formal, que se configura trayendo consigo un periodo de ajuste y adaptación continua; lo que se plantea aquí, es la interacción de estas materias, su adecuación y ordenamiento con la finalidad interna de conformar el significado del habitar. Aquí, no sólo se caracterizan los usos y los modos de vida, sino que se implica una resignificación, el habitar es un atributo que se le da al objeto al vivirlo al entrar en contacto con él, es la característica más importante de la obra.

Así, los espacios interiores y exteriores no están vacíos ni tienen un orden perfecto: el cojín, la columna de madera agrietada, la pintura descarapelada por la humedad de un muro, las manchas, los grafitis en las calles, otorgan vida y movimiento. Gracias a ese amable desorden el mundo es vivible, los objetos son personales y las acciones se vuelven simples. En ello, las imágenes visuales con las que construimos el entorno son revelaciones de nuestros sueños, son imaginación y son recuerdos. Todos los espacios, los objetos, las situaciones simples le dan sentido a la existencia, para encontrar en lo cotidiano lo sagrado de la intimidad.

La ciudad


Los lugares confirman la existencia, en la ciudad nacimos, allá fuimos a la escuela, en esa calle jugamos, amamos y corríamos. Trazar sobre la urbe una ruta es tener el mapa geográfico de nuestro tiempo transcurrido, en un encuentro con lugares antes habitados. Es la coincidencia de lo que permanece inamovible, sin embargo cuando volvemos a los lugares de nuestra infancia, nos parece asistir a una visión reducida de lo que en otro momento fue grandioso. Cuando se integra la demarcación de territorios, estamos hablando de la existencia de un lugar; viéndolo muchas veces como el resguardo, el rincón, el refugio o la esfera personal, esto es, la espacialidad vital. Es un escenario, un lugar de identidad, donde probablemente la habitabilidad como cualidad involucra y destaca las características más sobresalientes de la espacialidad que habitamos. Por ello estamos o permanecemos en el lugar, en este caso, se implica un escenario donde se realiza una secuencia de usos.

Vivimos, disfrutamos, observamos y padecemos las avenidas, donde la infinidad de imágenes se filtran por los sentidos, avanzan por túneles y puentes de la memoria; aquí, leemos todo edificios, parques, anuncios gigantescos, marquesinas, colores, formas, puentes. En la vida urbana conectamos y reconciliamos territorios, expandimos dominios, recorremos la plaza que es para la ciudad el pulmón vital, ese espacio que le da sentido a lo que precede y sigue, su disposición arquitectónica de explanada en medio de edificios la convierte en un oasis horizontal entre nuestros verticales edificios urbanos. Y las banquetas que se extienden innumerables e infinitas, forman el laberinto en que quisiéramos perdernos.

El camino es trayecto, su figura lineal nos sumerge en el transcurso, son irrepetibles y delgadas, las banquetas se persiguen formando manzanas, barrios y ciudades. Suben, bajan y difícilmente se terminan; vacías o transitadas, desnudas, fracturadas, pobladas o desiertas; éstas nos recuerdan amores, despedidas, encuentros, soledades, permanencias. La banqueta es camino, pero también es patio: en ella juegan los niños, patinan, brincan, corren, y andan en sus triciclos, ahí encontramos trazas de gis, huellas de bicicleta y ecos de la pelota.

De esta manera, el hábitat se toma como el lugar donde se encuentra un modo de asentamiento del hombre en una región, pero ¿Qué es lo que habitamos? El lugar, el sitio o el territorio donde percibimos los aspectos formales de cada objeto y donde residimos; en esto, descubrimos que el aspecto expresivo y la ordenación del lugar en función del habitar mismo, implica a lo que hacemos cotidianamente. Así, la ciudad que vivimos contiene eventos paulatinos, que transcurren y se modifican en el acontecer del tiempo; entrar a un edificio en construcción es ver materiales en bruto: arena, cal, piedra, cemento, grava, fierro, plástico, aluminio. Nada más real y contundente que la presencia del polvo.

Advertimos esas formas, estructuras desnudas y grises, nos percatamos de que una casa en construcción es una condensación de tiempos: futuro por ser proyecto, líneas y luz que juntos son augurios, en cada tabique vive un presentimiento, cada golpe de mezcla es una conjetura, es lo que no es aún. Petrificados están ahí, en la materia. ¿Qué tienen esos escenarios? Es difícil distinguir una casa en construcción de una en decadencia, se construye en forma de derrumbe, anuncia Villoro (1997). Singular es el desorden de este espacio, los materiales conviven en el caos que busca el orden.

Edificios viejos, nuevos y a medias, en la ciudad la estética de lo urbano convoca a la sensibilidad, a la diferencia y el contraste. Un edificio cobra su sentido más álgido cuando vemos que una pequeña luz se enciende. Los edificios son gigantescos objetos, el uso de los hombres les da vida y les otorga otra dosis de belleza. Y a veces, casi dictaminan nuestro comportamiento, nos volvemos obedientes bajo sus vastas sombras, bajo sus muros y configuraciones sólidas (Villoro, 1997).

Hemos escogido habitar entre los materiales fríos, los más adustos o los más cálidos. Parecería que el vidrio y el cemento, los planos rectos, las formas angulares y lineales, son el continente necesario para nuestros cuerpos, a veces se vuelven espacios deshabitados, donde los pasos resuenan en sus cuartos como si el vacío les proporcionara una acústica especial. Espacios en penumbra, donde los muebles no están, edificios que fueron construidos para estar llenos y se han vaciado, y sólo las sombras de un recuerdo los alberga. Otros también se mantienen en silencio, porque no están habitados, apenas están en venta y puede uno adivinar lo que vendrá.

Y si seguimos recorriendo la vida citadina, en el trayecto topamos con los atractivos, valientes y deslumbrantes paradores, donde el que mira, no observa solamente formas, tamaños y precios. Un proceso interior, singularmente complejo, ha iniciado con esta coreografía de estantes, maniquíes, vestidos, zapatos y accesorios. El espectador de una vitrina tiene que hacer, en el breve tiempo de su observación, un inventario de gustos y valores. Así, también la tiendita cercana a la casa tiene un lugar especial en la memoria, ésta aparece ante nosotros como un oasis, pleno de bebidas y golosinas.

Ese recinto público tiene, sin embargo, características de espacio privado. Es un cuartito repleto de alimentos, mercancía a granel, paquetes, bolsas, dan a sus paredes la impresión de la alacena de un hogar. El característico olor que emana de la mezcla de polvo, de harina y fruta, de croquetas para las mascotas y de jabón, le otorgan una calidez, la tiendita de la esquina, que así le decimos por su cercanía, nos presenta a los vecinos y se convierte en el lugar de acción social y solidaria. Si faltan las tortillas, si se acabaron los huevos o el jamón, basta con caminar unos cuantos metros, es el espacio de las negociaciones pequeñas, donde se manifiestan los hábitos del barrio.

Pasamos por los espacios públicos en trayectos de calles donde se estanca el tráfico por la presencia de la escuela, un edificio que tiene otros personajes y recintos: la prefecta, el contador, las secretarias, el maestro de deportes y siempre un tal Juanito o Pancho que recoge los suéteres y loncheras que quedan en las bancas; la tiendita, el laboratorio, la bodega. Con sus amigos, los niños son dueños del patio, donde se confunden el tiempo y el espacio, "vamos al recreo", o "en el recreo te lo doy", o "el recreo de mi escuela es muy bonito" como si el recreo fuera un lugar. Su sola mención evoca un patio, un árbol, una banca, una cancha.

Después, los lugares o no lugares invaden a la vida urbana en su presencia sonora, contaminadora, pero útil. Entre puentes peatonales, avenidas congestionadas, estacionamientos improvisados con autos varados en triple fila, el claxon pitando y la desesperación de los conductores, también se alistan en la vida diaria del barrio, de la comunidad que vive, habita y se apropia de un fragmento de la ciudad para hacerse dueña de sus calles.

La casa, sus interiores


"No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no entendamos a nosotros mismos,
ni sepamos quiénes somos ¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es,
y no se conociese ni supiese quien fue su padre, ni su madre, ni de qué tierra?
(…) Pues consideremos que este castillo tiene, como he dicho, muchas moradas, unas en lo alto,
otras en bajo, otras a los lados, y en el centro y mitad de todas éstas tiene las más principal,
que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma…
(Santa teresa de Jesús, Castillo interior o las moradas, 1944, pp. 31-32)

El habitante en un acto perceptivo determina y otorga la cualidad de ser o no habitable al lugar. Asimismo, puede el sujeto considerar si el lugar es cómodo, seguro, amplio, si tiene buena distribución y organización formal, si es funcional, si tiene calidad estética o si es durable. En sí, el ser humano, al interactuar con el objeto que habita, va otorgándole o restándole una serie de cualidades y valores que para su interpretación se vuelven elementos que lo hacen o no "habitable".

En el habitador se despierta el sentido del gozo, el disfrute o deleite de estar, de permanecer y quedarse en un lugar; es implicar el modo de estar. Pero, el edificio no se goza si es inoperante para el usuario; por lo que, muchas veces para disfrutarlo, deberá ser adecuado y cómodo para sus actividades. En este sentido, el deleite no sólo se refiere a la experiencia de la percepción visual, sino al movimiento, al desplazamiento, a las sensaciones que se despiertan al habitar un lugar. En sí, la cualidad de la habitabilidad puede otorgarse a la obra porque el que la habita goza de su comodidad, de su durabilidad, de su solidez y de su opción de uso.

Todo importa, que el edificio no sea frío, incómodo, frágil. Intervienen todas las características formales de la obra, sumadas al placer visual que se genera en la experiencia perceptiva. Aquí, se habla ya, del modo de vida del habitante. Esto se refiere a una forma de ocupación de un lugar, a la manera de posesionarse o apropiarse del sujeto. El habitante integra a su modo de habitar memorias, imágenes y experiencias adquiridas. Por lo tanto, el uso de la arquitectura, no implica solamente una ocupación, sino la caracterización de un modo de habitar, es el cómo se lee, cómo se come, cómo se apropian las personas del espacio y lo personalizan. Este habitar abarca el campo del hacer (actividad) con el acto de disponer del lugar (apropiación, pertenencia y territorialidad). Así, el uso como habitar, comprende una serie de elementos que están caracterizados en el objeto y se codifican para entender un uso cultural.

Cada quien tiene, en el buró o en el armario, sus cascadas particulares, sus bosques consentidos. Entre cuatro paredes nos perdemos, somos el propio océano, buscamos el horizonte en la inmensidad de la memoria. El objeto arquitectónico resulta un terreno donde el hombre se apropia de lo tangible, por lo que se genera una cohesión del uso con el lugar. En la casa, el balcón es un espacio de transición. Entre el adentro y el afuera se advierte la calle, habitamos el aire cuando abordamos su abismo contenido, su vacío bien delimitado. Desde adentro el balcón es calle; desde afuera es casa. Para quien se encuentra en él, las escenas de la vida exterior se precipitan ajenas y distintas como en una película. Para quien observa desde afuera, los habitantes del balcón se convierten de inmediato en personajes, es el símbolo de la curiosidad para el que está afuera y de intimidad para el que está adentro, también es el punto de fuga, es el lugar de encuentro de la luz y la sombra, del frío y del calor, del ruido y del silencio, donde podemos mirar el horizonte continuo formado del follaje verde de los árboles, es el sitio ideal para recibir las visitas inesperadas de los pájaros y de las mariposas.

Una casa es un continente de significados, un crisol de recuerdos, sensaciones, experiencias. Es difícil separar la palabra "casa", de la palabra "vida" y de la palabra "tiempo", lo que más nos une a nuestra casa es el paso de los años, lo que más asombra es su imperceptible proceso de hacerse casa, de arraigarse en la identidad de quien la habita. Una casa es una etapa de la vida, la infancia está en aquel jardín con una reja negra junto a la que crecían diversas plantas, era la casa de la abuela con las baldosas del patio donde se tiraba el agua, los escalones fríos de la entrada conformaban una escalera por donde se miraba subir a los adultos. La primera casa es casi siempre un espacio fragmentado, un caleidoscopio caótico de sensaciones e imágenes concretas.

La casa de la adolescencia es una serie de recintos y situaciones matizadas de luz y estremecimientos, se rememoran junto a experiencias que las tuvieron de escenario. La casa de la adultez es una condensación de hogares anteriores, pero tiene otros sentidos: surge como un territorio de contraste con los espacios públicos donde pasamos buena parte de nuestro tiempo. Un espacio seguro donde se fortalecen los vínculos de afecto.

La casa de la vejez ha de ser la más personal, si el hogar es el territorio por excelencia de la intimidad, esta cualidad se exacerba para los viejos que la viven. La casa se va pareciendo cada vez más al propio cuerpo, el anciano habita su casa confundiendo los recuerdos con las presencias. Por eso las casas de los abuelos ejercen fascinación en los niños, porque éstos son capaces de detectar esos fantasmas que esperan ser descubiertos en los cajones, al fondo del armario, detrás de las cortinas o debajo de los muebles. Aquí, el piano más que un mueble o un instrumento, es un personaje. En medio de la sala, entre sillones y cortinas, casi siempre coronado por retratos familiares, el piano es un espíritu silencioso, convoca la sensibilidad de toda la familia, canta la intimidad de la casa.

La casa vivida, es sagrada, donde cotidianamente se inicia un doble viaje desde que cruzamos el umbral hacia la intimidad. Es como si la historia y la vida, que normalmente habita en los volúmenes de las enciclopedias o flota en un estrato difuso del pensamiento, de pronto cobrará toda su humana y concreta existencia a través de ese objeto. Un objeto que, en su sencillez, revela el significado profundo, no sólo de un hombre, sino de todos los hombres. Espacialidad donde se define la escena de acción privativa o colectiva. Aquí, el ser humano habita, vive y existe. En este sentido hay correspondencias entre distancias y convivencias, aquí la espacialidad exige grados de implicación de cada habitante con el proceso de definición de su entorno vital.

En ésta, cada habitación cobra su propio lenguaje, su configuración obedece a patrones y hábitos ya impuestos, donde cada habitante ordena sus cosas, las posiciona, las guarda o las usa de adorno. Cuando habitamos resignificamos cada sitio, cada imagen, cada evento vivido, aquí al despertarse un sentido de pertenencia se marca con ello la pauta de la territorialidad empapada de una expresión particular (o lenguaje formal) que juega con objetos y elementos. Así se adecua, se modifica, se manipulan los elementos y los objetos que nos pertenecen no sólo para demarcar sitios o territorios, sino para cargarlos de significado.

La espacialidad está cargada de la experiencia sujeto-objeto. Su carácter va adquiriendo "cosas" que se entienden como "personales", estos objetos que parecen miembros activos en la definición de nuestro entorno. Así, se detona la personalización del lugar, el microcosmos o el rincón íntimo. Ese lugar, donde el usuario tiene el dominio y la plena potestad para plasmar su propia concepción del mundo. En sí, la espacialidad que se disfruta, es porque nos despierta alguna atracción y porque aquí la persona se vuelve protagonista de su sitio.

Notas

En este texto, "El habitante", editado por ediciones Cal y Arena en 1997. Carmen Villoro nos muestra una visión del habitantes, sin aparecer en la trama y sin hacer referencia a él (ella), sino a los espacios, objetos y situaciones que habita, usa y resignifica. No está sino su rastro, su tiempo y su presencia, por ello, esboza una interpretación de lo que cada espacialidad significa para el que lo habita, nos invita a dibujar imágenes de la ciudad, del ambiente urbano que cotidianamente experimentamos y también nos ofrece esta fuente de significados que cobra el interior de la casa; así más que hacer una descripción de objetos arquitectónicos, nos comparte una variedad de emociones y sensaciones que despiertan ese sentido de apropiación y pertenencia del lugar.

Bibliografía

Barroso, P., "Ideas de Arquitectura desde la Literatura I", USA: Architecthum Plus, 2007.
De Jesús, ST., "Castillo interior o las moradas", Madrid: Aguilar, 1944.
Heidegger, M. "Construir, habitar, pensar", en Conferencias y artículos, traducción de E. Barjau, Barcelona: Serbal, 2001.
Villoro C., "El habitante", México: Cal y Arena, 1997.

Patricia Barroso Arias