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La
Paz, la ciudad de los pliegues
Carlos Villagómez Paredes
El presente texto rememora los imaginarios urbanos más vigorosos que perviven en los habitantes de la ciudad de La Paz, Bolivia y cómo, con ellos, se construye la ciudad y se apropia de ella, en una práctica social compleja que es inequívocamente el reflejo de un contexto muy particular por su orden social, pluricultural y multilingüe, y por el particular encierro topográfico que tiene este valle andino.
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Debemos comenzar destacando para esta singular ciudad de los Andes americanos, las dos características sobresalientes que le dan a su identidad urbana el "espíritu del lugar" o como decimos en idioma aymará su ajayu [2]. La primera de ellas y quizás la referencia más entrañable de los habitantes de La Paz es su sitio natural que, a diferencia de todas las ciudades de la región, tiene en su topografía y su sobrecogedora altitud (de 4.000 a 3.200 metros sobre el nivel del mar) sus cualidades naturales más distintivas. Todo paceño está orgulloso de su entorno montaraz y de su adaptación milenaria a la altura altiplánica. "Techo del mundo", "la capital más alta del mundo", "nido de cóndores" y otros, son algunas de las expresiones de un imaginario colectivo orgulloso de la topografía urbana más elevada y compleja de América. Esta topografía, de impacto visual inmediato por la proximidad de las serranías y la cordillera, es una hermosa escenografía natural que presenta innumerables pliegues que otorgan al tejido urbano un particular desarrollo por adecuación intuitiva, que fue llevado por una audaz tarea colectiva. Este sitio natural, motivo de inspiración constante de los poetas y músicos paceños, es además delineado por una atmósfera límpida y seca que hace resaltar los pliegues de La Paz con claroscuros nítidos y recortados que son visibles desde todo punto de vista del recorrido urbano.
En La Paz miramos, sin la bruma costera, a varios kilómetros de distancia con una envidiable nitidez porque estamos, según el orgulloso dicho popular, en "el cielo más puro de América". Y esta persistente claridad que nos rodea debe ser el origen de nuestra relación con las montañas, que será siempre un ritual cotidiano porque sentimos a los achachilas [3] muy próximos a nuestro cuerpo. Un tozudo apego a la ritualidad precolombina nos hace ver a nuestras montañas como parte de una espiritualidad que reúne a los paceños cada mes de agosto en los sitios más altos para ofrendar lo bueno y lo malo o para consagrar nuestras obras y bienes a la siempre exigente e insatisfecha Pachamama (3) . Esta ritualidad es una práctica colectiva donde los humos se elevan sin cesar desde tiempos remotos y es, desde entonces, la retribución de los mortales a su sitio y a su magnificencia cósmica.
Esta práctica social, que la ejercemos en todos los estamentos sociales, está llevada por una compleja simbiosis entre las creencias ancestrales con el culto invasor cristiano; de ahí que, cada altura de este soberbio valle andino se convierte en un altar natural donde se conjugan la religiosidad de las tradiciones ibéricas, impuestas a sangre y fuego, con la supervivencia de mitos y tradiciones prehispánicos. Las apachetas [4], son los hitos ubicados en las cimas del paisaje y en las profundidades de nuestra interioridad, expresan ese complejo y enriquecedor intercambio con lo inefable. Y es ahí, donde se reúnen los símbolos de nuestras dos vertientes: la piedra y la cruz que siempre llevamos dentro y es en esas apachetas donde expresamos, como signos pétreos, las diversas territorialidades de nuestro espíritu.
Para los paceños el símbolo de esta ciudad es la montaña Illimani que, con sus 6.322 metros de altitud, está siempre presente y nos protege desde tiempos remotos. Por ello, el llamado "centinela mayor" fue y es motivo de inspiración para nuestros artistas y poetas. De todos ellos, Arturo Borda, pintor y poeta, fue quién rindió la mayor de las pleitesías y convirtió al Illimani en su tema recurrente y obsesivo. Durante la primera mitad del siglo XX Borda [5] realizó múltiples y evocadoras pinturas que muestran la potencia del macizo y sus insondables pliegues. El vocablo aymará Illimani quiere decir "El resplandeciente" y cuenta la leyenda que en los comienzos de los tiempos hubo una pugna entre las grandes montañas de este valle andino, el Illimani y el Mururata, que representaban a la modestia y a la soberbia respectivamente. Esta lucha de titanes se zanjó cuando el Illimani descabezó al Mururata lanzándole con una honda una piedra de oro. La cabeza del Mururata fue a dar al sitio donde ahora se yergue el imponente Sajama (6.542 metros de altitud) [6].
Organismos vivientes capaces de rivalizar o espíritus protectores capaces de pervivir, las montañas siempre nos plegaron las superficies de nuestro imaginario en una topografía, no sólo natural, sino mística y espiritual. Rodeados y limitados por este bello encierro pétreo, los paceños somos, como habitantes de la montaña, ariscos y recelosos de todo lo que está más allá de esos límites cordilleranos. Por esta naturaleza avasalladora y la relación anímica del poblador andino con ella, se establece una particular manera de ser, una especial identidad que entre jubilosa y dramática, construye imaginarios densos y cautelosos.
II
La segunda característica que da a La Paz una particularidad propia es la constatación de ser la ciudad más indígena de toda la región americana. El rostro aymará y mestizo es una presencia constante en todos los barrios paceños. De acuerdo a las estadísticas [7] un 45% de la población urbana de La Paz es indígena que proviene de las masivas migraciones del altiplano boliviano que se dan desde mediados del siglo XX y casi un 53% es mestiza, pero con profundos rasgos indígenas. Aquí en La Paz, el porcentaje de razas europeas o de origen americano es muy bajo, menos del 3%. El rostro y el hablar de los paceños son de una cromática y una tonalidad muy propias que tienden más a lo ancestral que a lo europeizante y esto se consolidada por las condiciones del encierro voluntario que nos inflingimos, seducidos por la belleza de nuestras montañas en un embrujo que persiste inalterable por muchos siglos. Desde la caída de la Corona española en el siglo XIX, aquí no primó el intercambio abierto y receptivo a otras razas, aquí nos enclaustramos voluntariamente y nos ocultamos en los pliegues naturales de este paisaje.
Por ello, el rostro urbano tal como lo conocieron nuestros antepasados, pervive a pesar de los intentos de modernización social y política que se dieron a partir de mediados del siglo XX. En ese entonces, los intentos de la elite mestiza gobernante por proyectar otra realidad de la nación boliviana al mundo exterior, fueron trastocados por una masiva inmigración del campo a la ciudad que exacerbó la presencia aymará en La Paz y acentúo el sentido étnico de este lugar. A partir de la revolución nacionalista del año 1952 que llevó al poder a una clase política progresista, se implementaron medidas que transformaron las condiciones casi feudales del agro boliviano. Estos proyectos políticos implicaban la adscripción de las ciudades a una modernidad de corte occidental de producción e intercambio. Pero los paceños, mayoritariamente indígenas, teníamos otras ideas acerca de nuestro desarrollo y de nuestra construcción simbólica y formamos una pertenencia social que, a pesar de rechazar esa idea del otro, de aquel que viene de más allá de las fronteras, acepta las influencias externas y resuelve su cotidiano con una morfología de "collage urbano" donde se abigarran los fragmentos de la indeterminación.
En esta ciudad puedes escuchar una tonada ancestral de quenas y charangos junto a un heavy metal de factura local, aquí se puede saborear un "picante surtido" [8] en los bajos de un toldo de la bebida Coca Cola y aquí se obtienen pirateados y con anterioridad a su lanzamiento, los paquetes de software más sofisticados del mercado internacional. Crackers y folkloristas conviven por igual y de una manera instintiva porque en La Paz, perviven múltiples formas de tribus urbanas con redes simbólicas, y por ende, de imaginarios que basan su poder y exuberancia en el abigarramiento social de sus clases sociales que se apretujan en una estructura urbana de calles estrechas y de espacios públicos de pequeña escala. En esta ciudad, se vive en las contradicciones y afinidades de un pueblo grande. Este es un valle de pliegues que no permitió ni permite aún, un despilfarro en infraestructuras urbanas abiertas y extensas y esto ha generado las arrugas propias de un comportamiento humano inclusivo y receloso.
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Fotografía 10.Como una práctica paradójica y cruel sobre el reducido tamaño de nuestra ciudad, los espacios públicos son tomados hoy en día, por diversos grupos sociales que ejercen en condiciones de un hacinamiento alucinante, los movimientos urbanos de la fiesta y la protesta en medio del mercado urbano más extendido que se pueda imaginar. Aquí no prosperaron, ni en las épocas del neoliberalismo transculturador, el comercio y el intercambio de los shoppings o malls, tipologías de un formato americano monótono. En La Paz, las calles son invadidas por el comercio informal tanto por unos cuantos vendedores como por masas de mercaderes que toman barrios completos, en un avance incontenible que hace recular a cuanta política municipal de desalojo se ponga al frente. Aquí, entre olores tan "sólidos" que denotan la vitalidad de una masa orgánica, de un inmenso mercado urbano, se manifiestan todos los días los despojados de siempre, aquellos que van innovando las formas de protesta, a escala urbana, más creativas de la región, aquí presenciamos en las calles un continuo performance político que hace palidecer a cualquier expresión convencional de protesta.
La Paz es desde principios del siglo XX, sede del gobierno boliviano con la presencia de dos de los tres poderes del Estado: el Ejecutivo y el Legislativo; y de ahí, que se ha transformado en la sede y en el espacio de manifestaciones políticas promovidas por los urgentes problemas socio económicos que tienen todos los departamentos de Bolivia. Es la ciudad que se bloquea y auto flagela por todos los males nacionales en pago a una exacerbada centralidad que dura casi un siglo. Por ser el crisol nacional, donde se hierven centenariamente los problemas políticos de todos, cada pliegue de la topografía urbana conlleva su propia historia y su verdad política: asesinatos, revoluciones, mítines, masacres, conspiraciones y revueltas son huellas indelebles en el paisaje urbano paceño. Pero paradójicamente, la protesta convive con la fiesta. En esta ciudad jamás se han acallado los ritmos y los bailes ancestrales que se recrean año tras año en las variadas entradas folklóricas que toman por asalto la ciudad, sean convocadas por motivos religiosos o por razones de pervivencias culturales. Miles de danzarines y decenas de bandas de música bailan o ensayan sus bailes durante todo el año. Sin miramientos a la condición de clase o a la escala económica, la fiesta folklórica es un movimiento continuo y un sonido persistente que siempre se percibe en la atmósfera paceña y junto a los pliegues topográficos, bailan también los pliegues de las polleras de las cholitas que giran sin pausa en nuestro imaginario colectivo.
En una superposición incomprensible, sin prioridades visibles, los paceños convivimos entre el baile y la retórica política, sumidos a plenitud en una dualidad cíclica, de raigambre precolombina, que muy difícilmente puede digerir una visión occidental afincada en la coherencia y la consistencia. Conscientes del papel rezagado que tenemos en la región, los collas [9], aymaras y mestizos de esta admirable hondonada, sentimos un orgullo que difícilmente se doblega ante las comparaciones inevitables que surgen respecto al desarrollo material de otras realidades urbanas. La Paz posee una estructura simbólica y una red de imaginarios urbanos que se basan en representaciones y narraciones tan locales y enraizadas como puede gestar este encierro natural; es un enclaustramiento espiritual que reniega de los otros y que permanentemente se auto refiere.
III
La Paz, alta y enrarecida, mestiza e indígena, montañosa y resplandeciente, ha cultivado en sus habitantes una identidad orgullosa que muestra ese arrogante imaginario que nuestro colectivo social construye, en una ciudad abigarrada y bizarra sobre los pliegues de este paisaje, tejiendo redes simbólicas entre el ritmo urbano de nuestra propia modernidad y el inevitable y sempiterno pulso telúrico.
Notas
1. Ajayu, en aymará quiere decir el ánima, el espíritu.
2. Achachilas, vocablo aymará, define a las divinidades enmarcadas en las montañas y dueñas de animales salvajes.
3. Pachamama, vocablo aymará, anteriormente quería decir "Madre eternidad", ahora se traduce como "Madre Tierra". Parte femenina de la concepción dual o bipolar de la naturaleza; su par masculino, el "Pachatata" fue suprimido como resultado del sincretismo cultural virreinal al asimilar a la Virgen María con la Pachamama. El "Pachatata" es identificado entonces con el "Ttio" o divinidad masculina del interior de las minas.
4. Apachetas, en aymará significan los lugares más altos, las cumbres rituales, vinculadas con los caminos, y los hitos de los caminos.
5. Arturo Borda (1883-1953), pintor y poeta de la más jubilosa y fructífera embriaguez, nació y murió en La Paz, sin conocer en vida la enorme admiración y reconocimiento que ahora se le otorgan.
6. Paredes C., "Antología de tradiciones y leyendas bolivianas", Bolivia: Editorial Popular, 1990.
7. INE, Instituto Nacional de Estadística de Bolivia, "Anuario Estadístico", La Paz, Bolivia, 2002.
8. Plato criollo con diversas carnes, especies, picantes, charque, acompañado por chuño, tunta y papas variadas.
9 Colla, vocablo con que se conoce a los habitantes del altiplano, que comprende los departamentos de La Paz, Oruro y Potosí. Voz aymará "Kolla", que define al grupo étnico de los Kollas, uno de los señoríos aymaras, ocupantes del sector norte del altiplano, al norte del lago Titicaca. Cuando los Incas invadieron y dominaron el altiplano, denominaron Collasuyo a todo el territorio de las tierras altas, incluyendo a otros señoríos que se extendían hacia el sur, como Lupakas, Carangas, Charcas y muchos otros.
Imágenes y fotografías: Cotesía del autor.
Bibliografía
INE, Instituto Nacional de Estadística de Bolivia, "Anuario Estadístico", La Paz, Bolivia, 2002.
Paredes C., "Antología de tradiciones y leyendas bolivianas", Bolivia: Editorial Popular, 1990.