Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.
La casa, pie y huella
Federico Martínez Reyes
I. A manera de introducción
He visto casas deshabitadas, sucias, casi derrumbadas por el
tiempo. La sensación de abandono es casi triste. Sus muros,
vueltos grietas, muestran su pintura pelada y sus fachadas exhiben
los vidrios rotos. Nadie las habita. Y, sin embargo, ¡qué fascinación
de historias acalladas!
De la desolación surgen las especulaciones sobre aquellos que
alguna vez habitaron allí. El habitante imaginario surge también
como fantasma de entre sus propias ruinas. Las historias jamás
contadas se entretejen en la pantalla de los muros derruidos.
Hay, en ellos, en las cortinas sucias, en los bustos de Palas
inertes sobre algunos dinteles de las puertas, en los arcos de
piedra enmohecidos, en las recámaras llenas de sol y nada más,
reminiscencias de aquellos que habitaron y construyeron (reflejo
de lo que seremos algún día). Las huellas de las casas son las
huellas de sus habitantes.
II
La casa es uno de los objetos arquitectónicos más simbólicos que
habitamos, es el objeto que nos diferencia de los otros, de las
otras familias, y que nos guarda -es guarida-, y nos protege, -es
refugio. En torno del hogar, del fuego que reunía, la familia tomaba
conciencia de su paso en este mundo, de sus antepasados y de
su legado. Por tal razón, la relación casa-familia es estrecha, tanto,
que tales conceptos quedan encadenados entre sí, disolviéndose
la casa en los individuos que la habitan y viceversa. En la Nueva
España los escudos de las familias se colocaban en los dinteles
de los portones de acceso y quienes pasaban por enfrente de
ellos sabían que la casa pertenecía a la Familia X. Que la casa es
un reflejo de sus habitantes y de sus hábitos puede entenderse en
frases que trasladan los comportamientos de los habitantes a la
casa, de tal manera que es común escuchar que tal o cual cosa no
se permite en esa casa. Incluso, tales aseveraciones se conservan
en algunas casas, aunque sus antiguos habitantes ya no moren
más allí.
Lo curioso de lo anterior es, precisamente, que se diga: en tal
casa no se permite tal cosa; en vez de: tal familia no permite tal cosa.
Así de interrelacionados nos encontramos con los recintos que nos
albergan. Y, en esta manera de manifestarnos ampliamos nuestro
territorio, nuestro poder. Cuando jóvenes, nuestra recámara, (esa
doble cámara, a la manera en que Baudelaire no lo narra en su
bello cuento La chambre double, que reafirma la condición de lo
que queda sellado y separado del exterior), era nuestro pequeño
feudo, en donde nadie tenía derecho a decirnos qué hacer o cómo
comportarnos. Pero ese reinado sobre una porción de la casa se
amplifica cuando la casa es nuestra, cuando todo eso que ya está
construido es de mi propiedad y, por ende, se hace en ella lo
que yo digo. En la obra de teatro La casa de Bernarda de Alba de
Federico García Lorca, Bernarda, la dueña de la casa, da órdenes
a sus hijas y criadas de cómo se deben comportar mientras vivan
allí y cuando una de sus hijas le entrega un abanico colorido en
tiempo de luto, la reprime diciendo: En ocho años que dure el luto
no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros cuenta
que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en
casa de mi padre y en casa de mi abuelo. Bernarda dicta la manera
en que deberán ser las cosas en su casa. Pero no todas las hijas
están de acuerdo y, por no poder amar al que ama pues su madre
lo prohíbe, Adela, su hija, se quita la vida en su cuarto, en su refugio
dentro de la casa que, vaya contradicción, es un gran refugio que
le niega ser.
En esto podemos entender que las casas son refugio de la
familia, pero, en ocasiones, no refugio del individuo. Sin embargo,
dentro de esa esfera oscura resplandece un hilo de luz, un rincón
-la recámara- que se vuelve nuestro refugio y, aunque muy
pequeña, nuestra casa. Lo vemos en las casas donde la gente tiene
que vivir hacinada, en celdas donde los reos purgan sus condenas,
en lúgubres cloacas donde indigentes evitan las inclemencias
del tiempo: allí -donde parece no haber refugio-, una cama, una
litera, un pedazo de tierra donde acurrucarse para dormir y soñar,
se magnifican y se vuelven el paréntesis [()] en donde habitar es
posible, que nos permite ser en nosotros para después ser en el
mundo. La casa, pues, no es siempre signo de alcurnia, pero en ella
encontramos un remanso que nos permite habitar. La experiencia
del cómo habitamos nuestras casas en nuestra infancia, nuestra
adolescencia y nuestra vida de adultos marca indeleblemente
nuestro habitar en el mundo.
Ahora bien, apelando a esa experiencia, piense el lector en
las casas que habitó, ¿todas se habitaron iguales? ¿cada una se
habita de manera distinta? ¿adaptamos nuestras habitabilidades a
las formas de las casas, a sus habitaciones, a sus colores? ¿o esos
colores y acabados y distribución de mobiliario son acomodados
en la casa dependiendo de nuestra habitabilidad? Me imagino
múltiples respuestas y me es difícil suponer que haya dos personas
con idéntica habitabilidad. ¡En cada casa nos acomodamos de
maneras tan diferentes!
Teniendo en cuenta lo anterior, donde las casas son tan
significativas al individuo y donde cada quién establece su propia
manera de habitar, me permito cuestionar la postura que muchas
veces tomamos como arquitectos a la hora de diseñar una casa.
Hace poco, platicando sobre un ejercicio de diseño planteado a
alumnos de la carrera de arquitectura, el cual trataba precisamente
del diseño de una casa, una compañera arquitecta establecía, con
mucha autoridad, que la casa de ahora (2016) no debería tener
un local llamado comedor, que el comedor, como espacialidad,
era caduco, que nadie lo utilizaba y que era necesario erradicarlo
de aquello que llamamos programa arquitectónico (2). Elimina el
comedor porque en su manera de habitar el comedor no es nada
importante, pero su habitar no es el de los demás. Esta postura,
que se extiende a los diseños de otros objetos, muchas veces sirve
de pauta para evaluar muy acomodaticiamente, desde nuestro
particular entendimiento de habitabilidad, proyectos y objetos
construidos. Hasta donde comprendo, la carrera de arquitectura
nos da, entre otras cosas, habilidades para diseñar cierto habitar,
pero no potestad sobre cómo deben habitar los otros. Cuando
procedemos privilegiando nuestra manera de habitar sobre
la de los demás o cuando generalizamos un habitar para todos
solamente porque somos arquitectos, minimizamos y descartamos
las otras visiones que, a mi parecer, son las más importantes: la de
los individuos-clientes-habitadores que solicitan el objeto para ser
habitado por ellos y no por los arquitectos que los diseñen.
El cliente-habitante solicita características particulares de los
objetos, lo que hace del diseño algo único. Si cada ejercicio es algo
único, entonces habría que cuestionar muchas de las prácticas que
se realizan en la carrera de arquitectura, donde los diseños de casas
parten de relaciones de locales genéricos que se entienden como
reglas de diseño y no como lo que son: una herramienta inventada
para sustituir, en la academia, a un cliente que no existe y que,
por lo tanto, no hay en ese diseño solicitudes de particularidades
ni de deseos de formas ni de sucesos específicos y, de haberlos,
son los del profesor o del alumno. Esta herramienta pertenece
exclusivamente a la academia, no al campo laboral. Desde aquí, en
la academia, los que nos formamos como arquitectos creemos que
la regla impuesta en el diseño es la regla impuesta de habitabilidad
en el otro, razón por la cual nos otorgamos el derecho de establecer
qué y cómo debe ser lo diseñado en las casas que no son para
nosotros.
Por último, la posibilidad de que cada individuo tenga una
casa que cubra sus deseos de habitabilidad depende de sus
posibilidades monetarias de materializarla, lo que implica la
adquisición de un terreno, el diseño de la misma y su construcción.
En una ciudad tan hacinada y cara en lo que concierne a lo
inmobiliario, como lo es la Ciudad de México, adquirir una casa se
traduce muchas veces en obtener un departamento tipo, que no
fue hecho siguiendo las aspiraciones de habitabilidad deseables
para un individuo. Sin embargo, la habitabilidad del hombre es tan
adaptable, que hará todo lo posible para que ese departamento
tipo sea tan distinto al de su vecino, tendrá aquello que llamamos
“estilo propio” y el habitante sabrá que su casa es tan única por el
hecho de ser su casa: su protección del afuera, su piel y su huella.
Bibliografía
García L., Federico, “La casa de Bernarda Alba”, Madrid: CEAC,
1989
Notas
1. Entiéndase por programa arquitectónico el listado de locales
solicitados para trabajar en un diseño arquitectónico