Arquitectura y Humanidades

Propuesta académica
 

 
Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.

La Casa Interior de Dulce María Loynaz

Efi Cubero

“Escalas, escalas... Hay que subir mucho, pero estos peldaños no son de luz, sino de piedra dura”.
(Dulce María Loynaz, cap. VI, PG. 103 de Jardín).

Fue en noviembre de 1988 cuando me regalaron aquel Jardín cerrado y opresivo de una rara belleza, con un aroma perturbador y hondo, como si todo, flores, ramas y raíces, se hubiera preservado en el silencio más sonoro de un interior apasionadamente contenido.

El libro me llegó desde La Habana, desde la misma casa de El Vedado donde vivía la escritora, con una dedicatoria de letra vacilante y alzada palabra:

“A Efi Cubero, que pueda salir indemne de este jardín. Dulce María Loynaz.”

De algunos jardines hemos logrado salir indemnes aunque las espinas puedan tantas veces arañar, pero no de la lectura de aquel recinto extraño y fascinante de la poeta cubana que me tuvo prendida en su lectura hasta rozar el alba con los ojos despiertos. Tan despiertos, que poco tiempo después le dedicaría, a ese libro y a ella, un largo artículo aparecido en una de esas revistas cervantinas de corta duración que algunos profesores y catedráticos de la UB editaban por aquel entonces.

Más tarde, cuando fue galardonada, entre otros, con el prestigioso Premio Cervantes en 1992, yo prologaría su libro Últimos días de una casa (Ediciones Torremozas, 1993), desde donde la contemplo como mi propia interioridad la percibe: frente al acallado grito libertario que doblega y transforma en un susurro, o en una contradictoria dualidad entre el deseo de escapar y de quedarse; de vuelo y permanencia, de palabra y silencio. Y todo ello arropando “ese estilo que el mundo va perdiendo...”.

Retomando de nuevo este poemario, yo volvería a subrayar lo que entonces afirmé, de que los senderos por los que Dulce María transita resultan una especie de laberinto donde realidades y sueños se entremezclan, en una atmósfera densa, abigarrada, casi asfixiante, como el cargado aire que precede a la tormenta de los trópicos. La casa, a la cual el jardín protege y cerca, parece nutrirse de su propia leyenda, en sus propias historias detenida. En ella siguen viviendo los personajes que una vez la habitaron, fantasmas de otro tiempo que presiden las estancias de un mundo que se aleja irremediablemente. Gran parte de su obra aparece impregnada de un perfume viscontiniano de soterrada melancolía que puebla cada página como la huella tenue de una rosa que muere.

En ese clima envolvente y hermético, con resonancias de Proust o Lampedusa, no hay temor de que se rompa el claroscuro que evocan los espejos encantados, ni el lirismo que pugna por hallar brechas de huida, que se nutre de anhelos y de desesperanzas y que a veces nos remite, a través del ceremonial intenso y descriptivo de sus páginas, al onírico y lacerado mundo de las hermanas Brontë.

Tiene Loynaz un exacto dominio del lenguaje. La riqueza del léxico empleado se advierte claramente en la plasticidad con que moldea las imágenes, reales o ensoñadas, que configuran un texto, elaborado y complejo, de turbadora simbología, como si la contención espartana de la educación recibida imprimiera su veto al sentimiento, ahogando el gesto espontáneo de la efusión liberadora. Un alto temple interior el de esta creadora que impone su reserva al íntimo vuelo que acaso sea la clave de un especial orgullo inconfesado.

Tal vez lo que salva a la obra de Dulce María Loynaz de un cierto manierismo sea la efervescencia subterránea que aflora en sus escritos, una rebeldía latente desde la celosía que filtra tamizado el sol que hiere y que nos sorprende, en algunos pasajes, con la clarividente certeza de un desmoronamiento que es palpable sobre todo en Últimos días de una casa y en su novela lírica Jardín. “...Hay un jardín que viene sobre el mundo, que derrumbará, con el mortal abrazo de sus ramas, las casas de los hombres, con chimeneas, con banderas, con luces, con mentiras...”.

En el jardín que invade los íntimos espacios se halla impreso el simbolismo profético de una desaparición presentida: la desaparición en su país de una clase social determinada que para ella viene a ser como una alegoría de la muerte, la percepción extraña del desmoronamiento:

Una a una, a su turno,
 ellas me han ido rodeando
 a manera de ejército victorioso que invade
 los antiguos espacios de verdura,
 desencaja los árboles, las verjas,
 pisotea las flores.


Vuelve una y otra vez con inquietante reiteración, y parecidas imágenes, a esa visión obsesiva de índole espiritual que escapa a nuestro análisis. El poema es un largo monólogo, o acaso soliloquio, en el cual proyecta la mansión como si fuera un ser vivo. A punto de ser derribada, y desde la evocadora nostalgia de los seres que la habitaron, la casa se contempla a sí misma sobre una perspectiva metafísica, desde una dilatada e interrogadora reflexión. La soledad se cierne en torno suyo y las formas desaparecidas van quedándole “igual que cicatrices regadas por el cuerpo”. Desde ese tono casi agónico asistiremos, verso a verso, al imparable proceso de su descomposición.

Aunque algunos fragmentos aparezcan verticales, Últimos días de una casa es un libro de poesía horizontal —¿tal vez concéntrica?—, remansada, rica de imágenes y cuidadas metáforas que hubiera corrido el riesgo de convertirse en ese “descripcionismo más o menos sonoro” del que hablaba Unamuno, si no se descubriera en él —y a poco que se bucee— unas claves arcanas de profética hondura, de las cuales se sirve la escritora para introducirnos, sutilmente, en las estancias de su propio interior, de su mismo silencio desvelado, de una manera tan hermosa como clarividente y profunda.

Al igual que Lezama Lima, Dulce María procuró siempre permanecer al margen de partidismos políticos. Cuando se le formulaba alguna pregunta al respecto de estas cuestiones, eludía ágilmente la respuesta intentando, por este sistema, no comprometer la independencia mantenida a lo largo de tantos años. Ella afirmaba siempre: “La prudencia forma parte de la edad”. Recuerdo aquel último viaje de la escritora a España; al recoger el Cervantes, tenía ese porte de distinción y alejamiento como si fuera algo ajeno a ella el revuelo formado en torno a la concesión del mismo. “Lo bueno es bueno aunque esté oculto”, sentenciaba. O: “Literatura es memoria, sueño y sentimiento”. Traía el porte sereno y delicado de dama de otro tiempo, pero se adivinaba en esos ojos, apenas ya sin luz, la chispa escrutadora de una vigilante rebeldía. Menuda y sabia, poseía la aparente fragilidad en la que suelen escudarse los más fuertes, los que saben trazar una línea divisoria de protección entre su yo y el mundo.

Desde eternos conceptos como silencio, tiempo o soledad, en Últimos días de una casa Dulce María Loynaz parece definir su propio espacio como un largo poema transitable. Todo aquí se transforma o configura bajo un rítmico esquema anunciando el declive.

Han pasado varios años desde la muerte de la poeta cubana. Se ha escrito mucho sobre ella —nunca será bastante—, principalmente a raíz de la concesión del Premio Cervantes, antes citado, que recibió de manos de los Reyes en España, en 1992. Tan sólo tres mujeres hasta ahora han tenido el honor (o al revés) de ser galardonadas con el prestigioso Cervantes: una, la pensadora española María Zambrano, cuyo recuerdo de la ciudad mexicana de Morelia, como tantos lugares de la América Hispana que ella amaba,  siempre la acompañaron; Ana María Matute, la más cercana en el tiempo como galardonada,  y Dulce María Loynaz. En torno a ella las voces de los dos continentes volvieron a reunirse, a latir con la tinta eterna de un alma isleña, femenina y compleja, recuperando sus textos olvidados, buscando acaso ese perfil esquivo que trazara la exquisitez punzante de Juan Ramón Jiménez. La poeta cubana vuelta ya “jentil marfilería (...) escueta y fina como el papel de seda fósil (...), carne y espectro (...). Sutil, arcaica y nueva, realidad fosforecida de su propia poesía, increíblemente humana, letra fresca, tierna, ingrávida, rica de abandono, sentimiento y mística ironía” como la retrataría Juan Ramón Jiménez,  simbolizaba para algunos tal vez eso y algo más: un carmen que sólo floreció en sí mismo. Aunque a veces, a través de los muros o de las impenetrables celosías, dejase que el perfume se expandiera acercando las claves de su luz penetrante y reflexiva. Pero, precedida y aureolada por tantos adjetivos con los que intentó retratarla el inmortal poeta, y otros muchos, lúcida, prudente y agudísima, dueña de su silencio, de su dominio exacto del lenguaje, cortante sabia y cauta, supo alzarse de nuevo de los estereotipos; dueña y señora siempre de un interior que nunca fue del todo desvelado.

“No sé por qué se ha hecho desde hace tantos días
 este extraño silencio...”

Cuando comienza a componer las primeras palabras que encabezan el libro (el poema consta de quinientos veintiún versos), hace dos años que se ha divorciado, tras cinco años de matrimonio, de Enrique Quesada y Loynaz, primo suyo. Un matrimonio que le deja huella y no precisamente deseable. Prudente y reservada, no acostumbra la autora a airear sus desdichas pero, al parecer, por la doble lectura que aparece en alguno de sus textos, podemos vislumbrar el acíbar de una unión que no debió ser fácil agravada también por la imposibilidad de tener hijos. Como la casa en la ficción, ese interior profundo se aferra a los recuerdos y a su mundo ensoñado. Entre onírico y real, lo trasladará hacia una sólida y férrea construcción literaria que, paradójicamente, trata de un edificio condenado a ser víctima de una demoledora destrucción.
Hay mucho de ornamento entre estas paredes que lentamente se van desmoronando, mucha melancolía y a la vez mucha vida que pugna por alzarse frente a la decadencia irreversible.

1945 marca el inicio del poema que finalizará, tras un largo período de once años, según afirma ella, en 1956. En ese paréntesis de apertura literaria y colofón sobre la singular Casa se multiplicarán para la poeta cubana una avalancha de acontecimientos, gozosos casi todos, en una especie de vértigo tan creativo y luminoso como revitalizador.

En 1946 emprende un viaje por varios países de América del Sur y desde allí escribe artículos y crónicas para el periódico habanero El País. En Caracas mantiene un breve encuentro con la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou. La inolvidable autora de La higuera le dedica un encendido elogio al considerarla mejor poeta que ella misma, como también se encargará de leer en la radio lo mejor de su obra. Finalizando el año Dulce María vuelve a casarse, esta vez con el antiguo amor del que consiguieron apartarla en los primeros sueños juveniles, el periodista canario Pablo Álvarez de Cañas, que le devuelve fuerza y confianza. La gran tímida que guarda la escritora cobra así la renovada audacia que caracteriza a estos seres hipersensibles que suelen protegerse con corazas para vencer el miedo a los rechazos o a las tan temidas intemperies. Nuevos vientos y nuevas ilusiones. Pablo será el empuje que la acerque hasta nuestro país, donde se la acoge con admiración, cariño y respeto. España no ha olvidado que Dulce María Loynaz representa la viva memoria de la mejor literatura, que ha sido desde siempre la perfecta anfitriona de los grandes creadores españoles que pisaron La Habana en diversas etapas. Entre todos, dos nombres míticos imprimen su sello de inmortalidad sobre el hondo silencio de esa “casa encantada”, como la bautizara Federico. Lorca plasma en el sueño de los muros una luz transparente y jubilosa como el agua que baja en su Granada, fresca desde las cumbres, salpicando el misterio de poesía. En cambio, Juan Ramón teje frente al olvido una urdimbre que engarza los silencios, abocetando, con maestría inigualable, los distintos perfiles de un ambiente, una atmósfera y, de paso con música de fondo, dibuja en finos trazos color sepia el retrato sutil de cuatro hermanos: los hermanos Loynaz; unidos de por vida, distintos y distantes, componiendo la misma melodía frente al temblor claustral de los espejos que reflejan certeros sus tan huidizas personalidades.

Agasajos, honores y publicaciones de algunas de las obras de la autora cubana se engarzan paralelamente en España y en Cuba. En casi toda América. Las mejores voces literarias elogiarán sus versos y la exquisita calidad de su prosa a veces precisa y cristalina y, otras, como sucede en su novela Jardín, impregnada de un lírico hermetismo; de una cinemática plasticidad que se adueña de imágenes y espacios entre soñados y reales donde con un lenguaje elaborado, rico en sugerencias y matices, traza con sabiduría deslumbrantes metáforas mientras nos introduce en su difícil, complejo, utópico, subjetivo y, a veces, con el cierto aire de un desencantado universo.

La primera edición de Últimos días de una casa saldrá publicada en España en la serie americana de la Colección Palma, con prólogo de Antonio Oliver. Como colofón del poemario una significativa fecha: 31 de diciembre de 1958, que también marca el triunfo de la Revolución en Cuba y que, curiosamente, como el simbolismo de esta Casa indica, se inicia el proceso del desmoronamiento de un mundo refinado y elitista del que Dulce María Loynaz forma parte.

Independientemente de su valor poético, este libro posee una trascendencia inigualable. Habla desde el pasado, anticipando de alguna forma acontecimientos que la autora del mismo estaba, en los años en que el poema fue fraguándose, muy lejos de sospechar o de intuir siquiera.

Directora de la Academia Cubana de la Lengua hasta su muerte, consiguió superar naufragios y tormentas, inamovible y digna, igual que un recio árbol del paisaje cubano en un silencio hondo, como si desde el intimista silencio de su casa habanera rechazara los vaivenes de una época en la que no acababa de encajar. En 1968, la Real Academia Española de la Lengua, que demuestra tener buena memoria, la nombra miembro correspondiente por su apasionada defensa del idioma.

Cuanto más nos adentramos en esta arquitectura interior formada de palabras más claramente percibimos la sagacidad de la escritora, la impecable e implacable sabiduría con que este poema se articula.

 Un largo soliloquio de calculada abstracción que permite dar paso a lo figurativo. La casa, maternal, amparadora, congrega en torno suyo los seres y las cosas pero no las representa, las reúne de nuevo cuando se han dispersado o están a punto de desaparecer los que un día la habitaron, los que aún existen y los que se fueron. Personas, objetos cotidianos, naturaleza, atmósfera, silencios y palabras se entrelazan estableciéndose así la secreta armonía que existe entre todo lo creado, por el Ser Supremo y por el hombre mismo. Porque, aparte de algún toque surrealista, la ética moralizante, casi religiosa, predomina sobre los elementos esenciales de la obra. Pasado y presente se alternan y confluyen sobre el hilo conductor de lo evocado. Hombres, paisajes, e incluso objetos, animan las estancias despojadas poblándolas de vida cuando todo concluye.

Cuando todo se ha perdido menos el recuerdo.

El hermetismo de Dulce María Loynaz es de signo contrario a lo que apuntaba Max Aub con respecto a Mallarmé. En el poeta simbolista “el hermetismo es posterior a su pérdida de la fe, a su creencia en la nada.” Por el contrario, en Dulce María Loynaz se manifiesta cuando más firmes son sus creencias religiosas.

Riegl habla de las fuerzas o poderes originarios del ornamento como preformativas energías y mucho de esta ornamental y significativa vitalidad aporta este edificio levantado sobre un orden coherente de escritura y sonoro silencio.

Independientemente de su perfecta construcción poética, lo que de singularidad tiene el poemario es, sin duda, el fundamento en el que se inserta. Filtrar la realidad sin rechazarla, especial clave de los surrealistas y clave también de esta poética impregnada de veracidad y concreción como los espacios internos de una arquitectura que se sabe arropada por su propio misterio. En el soliloquio largo y sostenido desde el que nos habla un edificio que presiente el derrumbe, la autora reconstruye o acaso quizás funda, con sólidos cimientos, esos mismos espacios sustantivos y eternamente intemporales. De manera real, a la vez que ilusoria, les inyecta a través del lenguaje savia nueva, los reviste de nuevas formas, les imprime inteligencia y sentimiento; aportándole vida, emoción y dignidad a aquella vieja y mágica casa habanera, inspiradora de El Siglo de las Luces de Alejo Carpentier, ubicada en la calle Línea, esquina 16, de El Vedado, que un día sintió nacer a la escritora.

Bajo una engañosa apariencia de clara sencillez, que no simplicidad que es concepto distinto, o como pórtico abierto a los interrogantes, esta casa devuelve al que la observa, mediante su lección de inútil resistencia, su sitio de humildad.

Al sumergirnos en las tiradas de versos que forman el recinto, nos dejamos llevar por la cadencia de su belleza externa; por los volúmenes del propio movimiento acompasado de nuestro propio cuerpo recorriéndolo tras ese material que vertebra el idioma y nos devuelve la nada luminosa de un instante apresado, al paso que la inquietante sombra de lo que puede a su vez enmudecernos puesto que, tras la abierta cancela, se hallan también los muros: claustrofóbico cerco coartando libertades. El poema leído es hermoso en sí mismo, como la propia piedra diestramente tallada, pero también es arquitectónico, puesto que se penetra en su interior viviéndolo desde dentro, en la virtualidad de un amplio y reflexivo deambular por sus líneas tan bien trazadas por la experta mano.

Para la autora cubana esta casa simboliza su propia resistencia. También el referente de una forma de vida. La estructura da cuerpo a la palabra hasta hacerla legible, a la vez que la orienta en esa conjunción de tiempos enfrentados; la verticalidad del rascacielos, símbolo del futuro que ella percibe como una amenaza y la compacta horizontalidad de espacios conocidos que la amparan y aíslan, como coraza protectora, de lo que no desea.

El mundo es una urdimbre cada vez más espesa que no deja respiro a los silencios.

Ya no es la naturaleza selvática la que invade los espacios como sucedía en su novela Jardín, ahora es el uniformado cemento el que arrasa y destruye toda huella en la estabilidad de lo fundado. Cemento perforado. / El mundo se nos hace de cemento. / Cemento perforado es una casa. / Y el mundo es ya pequeño, sin que nadie lo entienda —nos advierte— o, cuando contempla las nuevas estructuras alzarse como intrusas “poderosos los flancos, / alta y desafiadora la cerviz” mientras se siente ya su prisionera, extranjera en su propio reino, desposeída de los bienes que siempre fueron míos. Muchos años más tarde Dulce María, al igual que la casa, hablará claro y alto de otra desposesión... Pero eso es otra historia.

No hay nada complaciente en el largo monólogo, si acaso representa un conflicto. Existe aquí una voz autárquica de la cual el recinto se alimenta, metáforas que ahondan sobre el propio sentir de la escritora desde su propio yo íntimo y recóndito, adelantándose a lo que después vendrá, añadiendo conceptos, seleccionando imágenes, proyectando secuencias. Una mirada que sigue un cauce de exigencia personal reconocible en la fuerza recreadora de elementos y formas; lo útil, lo inventado, la técnica acompañando a la creación; la creación al depurado oficio...

El poema reúne ambos sentidos, la tersa superficie transitable y la hermética hondura de ese fondo que escapa a toda regla como el misterio siempre inescrutable que la creación conlleva.

A perder y ganar hecho está el mundo...

Y, más abajo:

Amanecemos otra vez.
 Un día nuevo, que será
 igual que todos.
 O no será, tal vez... La vida es siempre
 puerta cerrada tercamente
 a nuestra angustia.

Versos que nos acercan imperiosos dejándonos la huella de una conmovedora melancolía. Pisamos las estancias del olvido sintiendo respirar este silencio, esta angustiada voz, como si palpitara en algún sueño el ser vivo que habita en el poema. Sentimos que este sitio está lleno de vida. Aquí se han dado cita todas las emociones y todas las renuncias; la alegría, la esperanza, la memoria, las rosas cultivadas, la dulzura de mangos que ya nadie recoge, las risas infantiles, los retratos amados que vuelan y desaparecen, el desencanto y los desasosiegos, la pena, la duda, las incertidumbres o la presencia de los que se fueron. Es una arquitectura formada de emoción y pensamiento, de inteligencia y vida. De sensibilidades (no de sensiblerías). También la muerte ronda por las habitaciones y el nombre de una niña, Ana María, solamente ese nombre, vaga por los espejos, evanescente y pura, como una oblicua luzque atraviesa el espacio, que jamás se evapora en el recuerdo..

 

                                                                                                                   Efi Cubero