Arquitectura y Humanidades

Propuesta académica
 

 
Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.

La Casa, un espacio de acontecimientos e interioridades

Patricia Barroso Arias

Según Lévinas, el acontecimiento no es ni una idea, ni un hecho empírico. La existencia humana no es pensable sin posibilidad de retirarse a un espacio separado. La habitación es en verdad una realidad concreta y empírica, pero sin ella el hombre que la habita no sería los que es (Agacinski, 2008, p. 27). La casa no es un objeto frente a un sujeto que la utiliza como herramienta, sino que en ésta el trazado de límites o fronteras permite las distinciones adentro/afuera o interior/exterior que condicionan la posibilidad para la existencia.

Se le puede asignar a este acto como la instauración de una relación de intimidad, entonces, cuando decimos, “en su casa” o, “en mi casa”, es cuando sucede este acto y nos exteriorizamos en el espacio. Estamos expresando nuestros actos y comportamientos; “así, habitar tiene que ver con una experiencia fundamental y singular que abre posibilidades nuevas, originales a la existencia, precisamente por eso es un acontecimiento” (Agacinski, 2008, p. 27).

La morada no es sólo un objeto que el arquitecto produce o fabrica, sino que al habitarla, nosotros nos convertimos en sus autores, somos sus operadores y determinamos los límites del espacio reservado, privado, íntimo, público y de convivencia. En sí, está llena de interioridades, de acontecimientos en donde se instaura la vida íntima, la vida privada y la vida compartida, son puntos de encuentro donde los habitantes conviven y dialogan con sus hábitos y costumbres.

Mencionar que el hogar es un espacio de acontecimientos e interioridades, es afirmar que ahí se descubre su fin. Aristóteles señalaba que todo cuanto llega a ser, parte de un arkhé, o sea de su principio, de su causa y origen, para moverse hacia su telos, a su fin. (Agacinski, 2008, p. 32).

Siguiendo esta noción, podemos cuestionar si ¿el sentido del habitar, puede pensarse como ese (Arkhé) o principio de la arquitectura?, como aquello que estaba en el comienzo y como una causa primera, para moverse hacia un propósito y ser el (telos), el fin o la meta de la misma residencia. Entonces, el telos, estaría en función del arkhé. “La génesis de una casa, el porqué que preside a su producción, también es su fin, su para qué” (Agacinski, 2008, p. 32).

El origen de las cosas contiene y requiere la visión anticipada del fin, supone ese movimiento hacia el telos o resultado final, en el cual, la esencia de la vivienda es alcanzada por su condición de habitabilidad. En este caso, la arquitectónica de la casa nos indica la posibilidad de engendrar, gracias al conocimiento de su origen y de su fin, esa concepción de la habitabilidad que imaginamos anticipadamente cuando diseñamos. Es el principio que se concibe al proyectar y es el fin cuando la ocupamos y permanecemos en ella.

Todo esto, nos sugiere una serie de interrogantes sobre: ¿Cuál es el principio generador de los espacios que habitamos?, ¿cuáles son las primeras causas en la producción de la casa? Ésta apunta a la articulación de sus rasgos, de sus inscripciones, de los actos que se asientan en el tiempo y en el espacio. Si entendemos la noción de la morada, como una espacialidad que cobija nuestra vida dentro de sus límites, entonces, nos enfrentamos a un espacio vacío donde, la soledad, la intimidad con el aquí y el afuera siempre entran en relación y cuando diseñamos no podemos pretender que no sabemos o conocemos esa experiencia sobre el habitar.

Podemos construir esa experiencia del espacio para comprender a la habitabilidad como origen y fin, como esencia y comienzo de la obra y profundizar en algunos aspectos interesantes que intervienen en la concepción de la obra; ya que se derivan de la percepción que tenemos de la misma. Todas nuestras experiencias espaciales nos acompañan en el pensamiento y en la imaginación, son parte de nuestros recuerdos y de la memoria.

En la casa se cultiva un campo habitable y en ésta se reúnen las condiciones óptimas para alojarse; en ésta, nos movemos, nos desplegamos y establecemos puntos de contacto, permanencias en lugares donde se conjuga el tiempo con el espacio. Podemos determinar con libertad nuestras estancias y disfrutamos el aquí y ahora.

En esos aposentos donde permanecemos en intervalos temporales, podemos trabajar, estudiar, dormir, comer, cocinar, recrearnos y divertirnos, todo en un mismo día y en un mismo espacio. Aquí se repiten en un número finito en todas sus pequeñas variaciones las secuencias de acciones indispensables en los ritmos del obrar cotidiano. En este sentido, nuestras secuencias de uso se van articulando y configurando acorde a los límites y composición espacial de la misma; esto nos indica que todas sus características arquitectónicas son percibidas.

 

Los acontecimientos e interioridades

La morada nos revela la presencia física de su materia, ésta no permanece oculta, la obra se configura con una idea de espacio que recorremos, que gozamos o padecemos, en sí la espaciamos. La arquitectura como esa materia espaciada sirve de recinto a un ser, espaciarla, es tener esa presencia en cada lugar, es el acto donde manifestamos nuestra vida con todos sus eventos.

Así le damos sentido y la experimentamos en cuanto nos desplazamos por todas sus articulaciones, por cada habitación con sus intervalos. La casa como núcleo de la vida personal, significa la estructura del abrigo, es esa construcción articulada que alberga un juego de relaciones entre los enseres y nuestro cuerpo. Es el hogar del ser, porque manifiesta nuestras acciones diarias en su totalidad, en ésta, se configura el espacio privado e íntimo y uno se siente resguardado de las intrusiones ajenas. Este lugar sagrado, distingue lo propio y la intimidad, manifestándose en los diversos  lugares con sus atajos, sus paisajes, su orden y desorden.

¿Qué sucedería si imaginamos esa secuencia de actos para generar un mapa de trazos?... podemos establecer este mapa, como lo plasma Calvino (2000) en Las ciudades y los intercambios, cuando nos narra sobre Ersilia, una ciudad que vincula y establece relaciones entre sus habitantes; ya sea de parentesco, de intercambio o autoridad. Estas relaciones quedan visibles, se hacen tangibles por los hilos de colores que se entretejen. Cuando esto se satura, todos sus habitantes se marchan llevándose sus pertenencias, incluyendo las casas y sólo quedan los hilos que dejan huella de ese lugar. Entonces de Ersilia  queda únicamente esa trama de hilos que marca los vínculos que la erigieron y configuraron.

Las personas se van para edificar otra Ersilia, entonces, el tejido urbano se vuelve otro, se regula, se hace más funcional; y así se generan sucesivamente las ruinas de las ciudades abandonadas, dibujadas con hilos sin muros, telarañas de esas relaciones intrincadas que buscan expresarse en una forma no sólo de cuidad, sino de vida. La ciudad como lo sugiere Calvino, se piensa también como un lugar en el que se manifiesta una manera de habitar, es un espacio público en el que se plasman costumbres, vínculos, ritos y mitos. Su forma responde a todo ello.

Retomando esta idea, el abandono de una casa implica lo mismo, en el hogar que nos alberga, también puede haber ausencias cuando no está nuestra presencia, o bien, esto sucede cuando nos mudamos y abandonamos la casa amada, entonces extrañamos el no experimentar esa espacialidad vivida cotidianamente, renunciamos a esa movilidad dependiente de los objetos personales, de la distribución en cada habitación, con sus muebles, sus entrepaños y las cosas que los decoran. Significa desprenderte de su composición, de su interior y de tus gustos personales, es extrañar sus dimensiones, renunciar a la costumbre de tus movimientos desplegados en ella, donde conservabas tu individualidad corporal y espiritual.

Así, nos queda el recuerdo, “nuestras viviendas sucesivas jamás desaparecen del todo, las dejamos sin dejarlas, pues habitan a su vez, invisibles y presentes en nuestras memorias y en nuestros sueños viajan con nosotros” (Certeau, 2006, p. 150).

En esta nostalgia, nos preguntamos ¿qué es lo que se entretejía en ella?, ¿qué la conformaba y la hacía ser lugar?... Los hábitos de los seres humanos que la habitan y generan relaciones de pertenencia y territorialidad, dejan las inscripciones de un espacio propio, que si lo imaginamos como sugiere Calvino, podemos abstraer ese mapa de trazos que muestran la secuencia de nuestros actos y comportamiento cotidiano. Entonces, nos damos cuenta de que “no es posible hablar de representación del espacio sin significar la representación de cosas espaciales, de cosas espaciadas, señala Hegel. (Agacinski, 2008, p. 93).

La obra se instaura en una secuencia de habitaciones y la casa como totalidad material y fundadora del lugar que convertimos en propio, cobra una plenitud de sentido desde nuestra existencia. En el estar ahí y el ser aquí, se instaura la pertenencia.

 

Las inscripciones de un espacio propio

Cuando delimitamos el lugar de nuestra intimidad, establecemos una proximidad con cada objeto, con cada límite. El espacio privado puede ser individual, de varios o de algunos y se hace privado en relación a los otros habitantes; cuando lo compartimos, el espacio cobra un significado común a los habitantes.

El espacio propio es íntimo, es reservado y alberga nuestro retiro, en éste hay reciprocidades, divisiones y se generan apropiaciones del territorio. Es personal y cobra la identidad de sus habitantes, así, el aposento, el baño, el estudio, el comedor o la cocina pueden ser estos espacios territoriales, donde la vida personal o pública transcurre.

En la morada también hay exclamaciones del alma, ésta tiene sus interioridades, sus ubicaciones y ecos de paz, de soledades, de angustias, de compañías, de amor y de risas. Su envolvente no sólo nos refugia, sino que nos enfrenta a los estados más puros y susceptibles del ser, nos invita a estar con nuestros sentimientos y emociones, nos incita a dialogar con nuestros pensamientos y con las firmes razones de la inteligencia.

La morada, lleva su primera inscripción en el espacio propio, que llama a la dignidad y  a la belleza. El hogar es reflejo de nuestra alma, es como un “castillo todo de un diamante o muy claro cristal, donde hay muchos aposentos” (De Jesús, ST, 1944,  pp.29-30). Si hacemos una similitud a lo que Sta. Teresa describe como las moradas, podemos pensar y ¿no es éste nuestro paraíso?... la casa es el castillo de los deleites, llena de aposentos que tienen nuestros bienes, es nuestro recinto, por eso, tendría que ser digno y bello.

La casa interior no obedece a tipologías ni repeticiones, es única al habitarla, porque en ésta sólo se albergan nuestros sueños y fantasías, nuestras realidades y acciones domésticas, ahí todo se conjuga. La dignidad de la residencia depende de muchos elementos arquitectónicos que van desde su espacialidad, su dimensión, hasta su composición. Pero, ¿cómo construimos nuestro castillo? ¿Cómo lo imaginamos?... La residencia es resplandeciente porque en ésta se encuentran nuestras huellas íntimas, nuestras inscripciones de vida, de conocimiento y de tiempo. En la morada dejamos plasmada una historia entretejida sobre cómo la habitamos.

La Casa

Mapa de inscripciones, croquis por: Patricia Barroso Arias

Vestigio de trazos invisibles que pueden ser tangibles en la memoria, que pueden leerse y dibujarse. Inscripciones que se graban, se escriben para dejar un registro permanente de nuestras huellas al habitar.

 

Nos percatamos de que la riqueza de nuestra casa, no es porque sea la más grande, ni la exuberante, tampoco la exótica o la más costosa; muchas veces es más sencilla y su significado está más allá del estatus socioeconómico que pudiera denotar. La vivienda vale porque reúne los sentidos de protección, seguridad, principio y patrimonio; cobra un significado, porque en ésta plasmamos parte de nuestra existencia y manifestamos nuestras preferencias. Como los señala Certeau, “el menor alojamiento descubre la personalidad de su ocupante. Hasta una anónima recámara de hotel dice mucho de su huésped temporal al cabo de unas horas” (2006, p. 147).

Un lugar habitado por la misma persona en un periodo dado, dibuja un retrato que se le parece a partir de los objetos presentes o ausentes y de los usos que tienen o suponen. Las preferencias, el acomodo del mobiliario, los materiales, la gama de formas y colores, la luz, el orden y desorden, lo visible y lo invisible, la austeridad, la elegancia o la exuberancia, todo ello, refleja la manera de organizar la vida en sus funciones diarias. Todo compone ya “un relato de vida” (2006, p. 147), todo se traza y se forja en el espacio vivido, como lo señala Vallejo:

Cuando alguien se va, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado. Las casas nuevas están más muertas que las viejas, porque sus muros son de piedra o de acero, pero no de hombres. Una casa viene al mundo, no cuando la acaban de edificar, sino cuando empiezan a habitarla. Una casa vive únicamente de hombres, (…). Sólo la casa se nutre de la vida del hombre (…) (2003, p. 149).

 

Bibliografía

Agacinski, Sylviane, “Filosofías y poéticas de la arquitectura”, Buenos Aires: La Marca, 2008.
Calvino, Italo, “Las ciudades invisibles”, Madrid: siruela, 2000
De Certeau, Michel, et al, “La invención de lo cotidiano”, 2. Habitar, cocinar, México: UIA, ITESO, 2006.
De Jesús, ST., “Castillo interior o las moradas”, Madrid: Aguilar, 1944.
Hernández Álvarez, Ma. Elena, compiladora, “La Arquitectura en la Poesía”,  México: F/A  UNAM, 2003.


Patricia Barroso Arias