Arquitectura y Humanidades
Propuesta académica

Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.


Florencia, Parma, Combray, Balbec...
Ciudades de la imaginación en el mundo de: En busca del tiempo perdido.

Luz Aurora Pimentel Anduiza

El lunático, el enamorado y el poeta no son más que un pedazo de imaginación. (…)
El ojo del poeta, girando en medio de su arrobamiento, pasea sus miradas del cielo a la tierra y de la tierra al cielo;
y como la imaginación produce formas de cosas desconocidas, la pluma del poeta las diseña y da nombre
y habitación a cosas etéreas que no son nada.
(William Shakespeare, Sueño de una noche de verano, S. XVI)

En el mundo de ficción de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, ciertos lugares imaginarios, como Balbec o Combray, han sido sometidos a escrutinios referenciales para encontrar lugares equivalentes en Francia. Estas curiosas actividades académicas indican, de manera tangencial, hasta qué punto la construcción de una ciudad en la ficción parece respetar, de todos modos, ciertas configuraciones urbanas que permiten al lector tender un puente -sobre los pilotes de una ilusión de realidad verbalmente forjados- entre una ciudad real y una imaginaria.

Tal es el caso de Combray, ciudad imaginaria que, sin embargo, se propone en el mismo nivel de realidad que otras que sí tienen un referente en los mapas del mundo, París o Venecia, por ejemplo. Combray sería entonces una ciudad imaginaria en primer grado. Pero hay otras ciudades en este mundo de ficción que son doblemente imaginarias, como Balbec. De hecho, incluso Parma o Florencia -independientemente de su estatuto referencial como ciudades "reales" -son espacios que se construyen en el ensueño, a partir de materiales puramente subjetivos, generados en aquella dimensión que por ser de su misma sustancia está más próxima a la imaginación: el lenguaje. Por ello, los cimientos de estas construcciones imaginarias habremos de encontrarlos en el nombre, el armazón en el deseo. A partir de una materialidad sonora y de una constelación de intertextos en cuyo centro se ubica el nombre, Marcel Proust construye estas ciudades de la imaginación, para luego confrontarlas con sus correlatos supuestamente reales. Aunque en el caso de Balbec semejante acto de confrontación se torna en una maravillosa paradoja, pues el Balbec "real", en las costas de Normandía, esa playa que ocupa un lugar concreto en el universo ficcional de En busca del tiempo perdido y existe en un primer nivel de realidad, no es sin embargo más real que el Balbec imaginario que construye Marcel-personaje-narrador, ya que ninguno de los dos -a diferencia de París, Florencia, Parma o Venecia- existe en los mapas del mundo extratextual. De ahí que Balbec pudiera ser considerada como una ciudad imaginaria en segundo grado [1].

En este trabajo intentaré examinar las motivaciones y la materialidad misma de los bloques de construcción verbal de estas ciudades imaginarias, tanto las de primer grado (Combray) como las de segundo grado (Balbec). Asimismo, trataré de dar cuenta de las estrategias descriptivo-narrativas, retóricas, inter- e intratextuales de las que echa mano Proust para proyectar estos espacios imaginarios.

Pensemos que nombrar es conjurar, que, como diría Shakespeare, la nada hecha de aire cobra forma y se convierte en un lugar concreto al ser nombrada por el poeta. De todos los elementos lingüísticos que se reúnen para crear una ilusión de realidad, el nombre propio es quizá el de más alto valor referencial. Para algunos teóricos del lenguaje, el nombre propio tiene sólo valor referencial, único e individual. Desde esa perspectiva, el nombre propio tiene un referente pero no un sentido o, como lo dice J. S. Mill, "una denotación pero no una connotación" [2] Dar a una entidad diegética [3] el mismo nombre que ya ostenta un lugar en el mundo real implicaría entonces remitir al lector, sin ninguna otra mediación, en apariencia, a ese espacio designado y no a otro. Decir París, declinar en lista los nombres de sus calles, de sus edificios y monumentos, es producir en el lector una imagen visual de la ciudad, un movimiento icónico-semántico que desemboca en un reconocimiento. No obstante, ¿en qué consiste este fenómeno de significación de orden sensorial del que, en parte, es responsable el nombre propio?

Por experiencia, y a despecho de las observaciones de los estudiosos de la lingüística y de la semántica, el nombre de una ciudad, como el de una persona -o el de un personaje [4], en el caso de la ficción- es un centro de imantación semántica en el que convergen toda clase de significaciones arbitrariamente atribuidas al objeto nombrado, de sus partes y semas constitutivos, y de otros objetos e imágenes visuales metonímicamente asociados al nombre. De este modo, la noción "ciudad de París", en tanto que objeto visual y visualizable, ha sido instaurada ya por otros discursos, desde el cartográfico y fotográfico, hasta el literario que ha producido una infinidad de descripciones detalladas de la ciudad. Es a este complejo discursivo al que remite el nombre de una ciudad en un texto de ficción: el lector "visualiza" la ciudad visitada, la fotografía vista, el mapa consultado, las descripciones anteriormente leídas, o, en el peor de los casos, la imagen que tenga de cualquier ciudad. La ciudad se convierte en lo que Greimas ha llamado un referente global imaginario.

"Evidentemente, ese referente global se consolida gracias a transposiciones metasemióticas de todo tipo: mapas de la ciudad, tarjetas postales (...) sin contar con los innumerables discursos que se han pronunciado sobre la ciudad (...) [ese referente global] sirve de pretexto a las elaboraciones secundarias más variadas que se manifiestan bajo la forma de diversas mitologías urbanas (París Ciudad-Luz): toda una arquitectura de significaciones se erige así sobre el espacio urbano, determinando en buena medida su aceptación o su rechazo, la felicidad y la belleza de la vida urbana o su insoportable miseria. Greimas, 1979.[5]

Así pues, si bien es cierto que, en un primer momento, la ciudad ficcional que remite a otra en la realidad no exige una comprensión por parte del lector sino una identificación, un reconocimiento, ya que "el nombre propio es indefinible, sólo caracterizable (...) no es una "descripción que identifica" sino una "identificación sin descripción" [6], aun así, la dimensión descriptiva sigue estando virtualmente en el nombre. Aunque decir París no sea describir la ciudad sino remitir a una realidad, pues de entrada París es una entidad llena, no obstante, esta plenitud del nombre propio no se debe únicamente al papel de identificación que éste cumple, sino también al hecho de que imanta una constelación de significados culturalmente atribuidos a la ciudad, de tal manera que, por ese fenómeno de imantación semántica, el nombre adquiere una constelación de significados, por lo cual bien podría decirse que el nombre propio sí tiene sentido, aun cuando sea de manera aferente.

Síntesis de sus partes constitutivas y del cúmulo de significaciones que se le han ido adhiriendo al correr de los tiempos, París es, como diría Roland Barthes al hablar del nombre propio, "un signo voluminoso, eternamente henchido de un frondoso sentido" [7]. Pero esta plenitud y estabilidad implican un cierto grado de previsibilidad y de redundancia léxicas: sólo las calles, monumentos, o edificios que pertenezcan a la ciudad real podrán formar parte de la descripción de su homónimo en el texto de ficción, y sólo la presencia repetida de esas mismas partes dará cuerpo al espacio diegético construido por la descripción. De tal suerte que, por su solo valor referencial, basta con nombrar una ciudad para construir un espacio de ficción que se llena con los valores culturales del espacio referido, es decir, de todo el complejo de significación ya inscrito en el "texto" cultural.

Pero ¿qué sucede con aquellos espacios diegéticos construidos sin referente extratextual, cuyos nombres no remiten a ninguna entidad real -¿el Combray y el Balbec de Proust, o el Macondo de García Márquez? Se trata evidentemente de un fenómeno de autorreferencialidad que activaría plenamente ese potencial en todo universo de discurso. Pero de manera muy particular podríamos señalar, como fundamentales en este fenómeno de autorreferencialidad, tanto las propiedades del nombre común como las del nombre propio. A pesar de no tener un referente, estas ciudades de ficción aún se reconocen como entidades urbanas porque comparten con las de la realidad extratextual los mismos componentes/nombres: "calles", "casas", "edificios", "monumentos", "parques", "tiendas", etc. Así, con los nombres propios y comunes como charnela que articula las dos dimensiones, esta adecuación entre lo lingüístico y lo cultural en gran medida genera un efecto de realidad incluso en descripciones de ciudades que no tienen un referente extratextual.

"Combray de lejos, en diez leguas a la redonda, visto desde el tren cuando llegábamos la semana anterior a Pascua, no era más que una iglesia que resumía la ciudad, la representaba y hablaba de ella y por ella a las lejanías, y que ya vista más de cerca mantenía bien apretados, al abrigo de su gran manto sombrío, en medio del campo y contra los vientos, como una pastora a sus ovejas, los lomos lanosos y grises de las casas, ceñidas acá y acullá por un lienzo de muralla medieval que trazaba un rasgo perfectamente curvo como en una menuda ciudad de un cuadro primitivo. Para vivir, Combray era un poco triste, triste como sus calles, cuyas casas, construidas con piedra negruzca del país, con unos escalones a la entrada y con tejados acabados en punta, que con sus aleros hacían gran sombra, eran tan oscuras que en cuanto el día empezaba a declinar era menester subir los visillos; calles con graves nombres de santos (algunos de ellos se referían a la historia de los primeros señores de Combray), calle de Saint-Hilaire, calle de Saint-Jaques, donde estaba la casa de mi tía; calle de Sainte-Hildegarde, con la que lindaba la verja; calle de Saint-Esprit, a la que daba la puertecita lateral del jardín ..."- [8].

Lo interesante es que, aunque Combray como tal no exista en la realidad topográfica de Francia, su constitución diegética no es sino el desarrollo del tema descriptivo "ciudad", con un alto grado de previsibilidad léxica, debido al sistema de contigüidades obligadas inherente a la noción misma de ciudad. Más aún, en el mundo de En busca del tiempo perdido no hay diferencia alguna entre el estatuto diegético de Combray y el de París: ambos espacios se presentan como el nivel de "realidad" del relato, ambos son espacios urbanos descritos en términos de "calles", "jardines", "iglesias", "panaderías", etc. En ese mundo, tan fuerte es la ilusión de realidad en la ciudad "ficticia" de Combray como en la "reconstrucción" de París, y a tantos peregrinajes ha dado pie la una como la otra (porque igualmente intensa es en el lector la necesidad de un referente real que dé cuerpo a esa ilusión).

De ahí que "Combray", el relato, haya sido punto de partida de innumerables "exégesis referenciales" (por llamar de alguna manera a este tipo de actividad académica), cuyo resultado final ha sido la imposición autoritaria de un solo referente extratextual (Combray = Illiers, aunque también, para algunos, Auteuil compite por el mismo puesto). Aún más fascinante es el hecho de que la ficción haya engendrado la realidad; hoy en día Combray existe ahí donde los biógrafos y los críticos vieron el supuesto modelo original de la ciudad imaginada: Illiers-Combray, ciudad que existe en los itinerarios de los trenes de Francia; Illiers-Combray, Meca de todo lector apasionado de Proust, de todo lector ingenuo que aún no aprende la lección proustiana del sinsentido del referente. A los mismos trabajos de excavación biográfico-arqueológica se ha sometido Balbec, con referentes exhumados en distintos puntos de la costa normanda.

A pesar de la semejanza en el estatuto diegético del Combray y del París proustianos, el espacio sin referente revela un aspecto capital de la producción textual, mismo que permanece oculto cuando la ciudad ficcional ostenta el mismo nombre de una entidad geográfica. Y es que, como hemos venido insistiendo, el nombre de una ciudad real es una entidad plena, plenitud que, por un lado, el relato despliega, y por otro el trabajo textual incrementa. De tal suerte que bien podría figurarse este proceso como un progresivo vaciado de la figura plena para ser luego colmada con los nuevos valores que le va confiriendo el relato [9]. En cambio, el nombre Combray es, en un primer momento, una entidad vacía que sólo se llena en la sucesividad textual para finalmente acceder a su identidad, que como toda identidad es un proceso temporal, pues, como diría Proust, "uno no se realiza más que de manera sucesiva".[10] El proceso de semantización gradual del nombre es evidente; al nombrar y describir, una y otra vez, las calles, la iglesia y las casas, siempre en referencia al mismo nombre, surge un espacio diegético único.

Combray, nombre inicialmente hueco, se convierte en un campo de imantación y de resonancia de todo un mundo, taza de té vacía que se llena con todas aquellas significaciones y formas que la han instituido en espacio diegético. En Proust, la experiencia de la Magdalena y la descripción inicial de Combray son una especie de onomatopeya narrativa [11] de ese fenómeno de producción textual que es la proyección de un espacio diegético: en verdad Combray brota, como un surtidor, de la taza plena de su propio nombre, pero también, y al mismo tiempo, como en la analogía de los juegos japoneses, Combray es el espacio neutro y hueco en el que se sumergen "pedacitos de papel, al parecer informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y reconocibles" [12].

Así, pues, en tanto que nombre vacío, Combray se convierte también en un campo de imantación de formas y significaciones. Mas este lugar de convergencia no es sólo espacial sino temporal, ya que la plenitud del nombre se da en el tiempo; el nombre vacío no se llena con una sola descripción, sino gradualmente, conforme progresa el relato. Como bien lo ha observado Barthes, el nombre propio tiene "el poder de exploración (puesto que uno 'despliega' un nombre propio justo como lo hace con un recuerdo): el nombre propio es en cierta manera la forma lingüística de la reminiscencia" [13] En efecto, la plenitud del nombre de la ciudad, Combray, es la totalidad del relato de "Combray": nombrar también es narrar. Pero en el universo de En busca del tiempo perdido hay otros espacios, doblemente imaginarios por ser producto tanto de la ficción como de la ensoñación y del deseo.

Hay nombres de ciudades que sirven para designar, en abreviatura, su iglesia principal: Vezelay y Chartres, Bourges o Beauvais. Esta acepción parcial en que a menudo tomamos el nombre de la urbe acaba -cuando se trata de lugares aún desconocidos- por esculpir el nombre entero; y desde ese instante, siempre que queremos introducir en el nombre la idea de la ciudad que aún no hemos visto, él le impone como un molde las mismas líneas, del mismo estilo, y la transforma en una especie de inmensa catedral. [14]

Si el nombre propio de una ciudad "real" es una entidad plena que se vacía en la distensión sintagmática del relato para llenarse de los valores del mundo de la ficción, y si el nombre propio sin referente extratextual es una entidad vacía que se llena en el proceso mismo de la construcción del texto narrativo, la proyección de una ciudad imaginaria, en cambio, en ausencia de estos puntos de anclaje referencial se inicia con la anulación de los valores semánticos previamente constituidos y por la sustitución de valores y formas de organización diferentes cuyo punto de partida es doble: por un lado la subjetividad misma del narrador, por otro, la referencia a otros discursos. Tal es el caso de las ciudades de Parma y de Florencia que imagina, sin haberlas visto nunca, el joven Marcel. Aunque habría que hacer notar que en este proceso de construcción doblemente imaginaria hay todavía algo en común entre la ciudad "real" de Combray que imagina Marcel Proust y las ciudades en la imaginación de Marcel-personaje-narrador; ese puente entre las dos es el procedimiento retórico de la sinécdoque: la iglesia-catedral como principio generador y unificador del espacio.

Así como la iglesia de Combray resume la ciudad y habla por ella, la catedral de cada una de las otras ciudades imaginadas esculpe tanto el nombre como las formas urbanas a su imagen y semejanza. Chartres, Florencia, son nombres que deberían estar llenos de la realidad de su referente; sin embargo, en esta construcción imaginaria, el movimiento referencial hacia el mundo extratextual ha sido revertido por la imaginación que (re) (des) construye esa ciudad real a partir de coordenadas y contenidos puramente subjetivos. Porque ese nombre propio, que como cincel esculpe las formas de la ciudad, está a su vez animado por el deseo del sujeto. Pero veamos más de cerca los componentes pasionales de estas hermosas entidades urbanas.

"Pero lo que los nombres nos presentan de las personas -y de las ciudades que nos habituamos a considerar individuales y únicas como personas- es una imagen confusa que extrae de ellos, de su sonoridad brillante o sombría, el color del que está pintada uniformemente, como uno de esos carteles enteramente azules o rojos en los que, ya sea por capricho del decorador, o por limitaciones del procedimiento, son azules y rojos, no sólo el mar y el cielo, sino las barcas, la iglesia y las personas. El nombre de Parma, una de las ciudades donde más deseos tenía de ir, desde que había leído La Cartuja, se me aparecía compacto, liso, malva, suave [dulce], y si me hablaban de alguna casa de Parma, en la que sería recibido, ya me daba gusto verme vivir en una casa compacta, lisa, malva y suave [dulce], que no tenía relación alguna con las demás casas de Italia, porque yo me la imaginaba únicamente gracias a la ayuda de esa sílaba pesada del nombre de Parma, por donde no circula ningún aire, y que yo empapé de dulzura stendhaliana y del reflejo de violetas. Si pensaba en Florencia, veíala como una ciudad de milagrosa fragancia y semejante a una corola, porque se llamaba la ciudad de las azucenas, y su catedral, Santa María de las Flores. Por lo que hace a Balbec, era uno de esos nombres en el que se veía pintarse aún, como un viejo cacharro normando que conserva el color de la tierra con que lo hicieron, la representación de una costumbre abolida, de un derecho feudal, de un antiguo inventario, de un modo anticuado de pronunciar que formó sus heteróclitas sílabas, y que yo estaba seguro de advertir hasta en el fondista que me serviría el café con leche a mi llegada, y me llevaría a ver el desatado mar delante de la iglesia, fondista que me presentaba ya con el aspecto porfiado, solemne y medieval de un personaje de fabliau" [15].

1 Aquí el narrador detiene ese movimiento semántico de identificación que inicia un nombre propio, para establecer una relación materialmente motivada, a su parecer incluso necesaria, entre significante y significado. Para el soñador Marcel, el nombre de la ciudad en tanto que significante, oculta en su materialidad misma las formas sensoriales de la ciudad en tanto que significado; de tal modo que la proyección icónica de la ciudad imaginaria es estrictamente equivalente al significado del nombre. Son ciudades verdaderamente cratílicas, espacios ideológicos de la subjetividad, más que entidades urbanas observadas, conocidas o vividas. Paradójicamente, esta relación entre significante y significado, surgida de los caprichos de la subjetividad, es también arbitraria y necesaria, pero en un sentido radicalmente diferente a la caracterización saussuriana del sistema de la lengua. Un efecto de sentido, común a todas estas entidades imaginarias, es la radical unificación y homogeneidad del espacio diegético, ya sea en términos de la forma (Florencia como una inmensa flor), del color (Parma, toda ella color violeta), o del tiempo (el ambiente uniformemente feudal de Balbec). Es evidente que la matriz a partir de la cual se construyen estos espacios es puramente subjetiva. Si la unidad tonal, ese "color del que está pintada uniformemente" deriva de la "sonoridad brillante o sombría" del nombre propio, a su vez el sonido y la luz también son construcciones imaginarias, mientras que el espacio proyectado se torna en una especie de "sinestesia narrativa" de la sonoridad y luminosidad del nombre.

Los valores fonéticos que Marcel atribuye a Parma, por ejemplo -"sílaba pesada", "en la que no circula el aire"- tienen más de proyección subjetiva que de precisión fonética. Más aún, el espacio construido, la Parma de su imaginación, es producto de una doble relación intertextual: con otro nombre, origen de la coloración uniforme de la ciudad imaginaria (violetas de Parma), y con la novela de Stendhal, La Cartuja de Parma. ¿Hasta qué punto -cabría preguntarse- ciertos valores semánticos constitutivos de este espacio imaginario, tales como "lisa" o "compacta", aunados a los valores sonoros del significante -"sílaba pesada"-, son los de la torre inexpugnable en la que se encuentra prisionero Fabricio del Dongo? Tales valores habría que ubicarlos, sin embargo, en un espacio de mediación entre el texto de Stendhal y la interpretación de Proust. Una pregunta semejante se podría hacer con respecto a la insistencia en la dulzura de esta ciudad imaginaria, ¿no vendría quizá del callado idilio entre Fabricio y Celia? Una dimensión moral y afectiva de la dulzura que se obtiene por derivación interpretativa. Así, la selección opera a partir de estas redes intertextuales e interpretativas más o menos homogéneas, en las que no tendría lugar otra contigüidad culturalmente previsible, pero exterior a la matriz subjetiva de esta construcción. Por dar un ejemplo, a través de esas redes pueden pasar las violetas de Parma, ¡pero definitivamente no el queso parmesano!

Considerando que para la construcción imaginaria de Florencia el tejido hermenéutico-intertextual es menos apretado, la derivación etimológica es más transparente: Florencia es una inmensa flor, corola que se mira en el espejo de su propio nombre y del nombre de su catedral: Santa María de las Flores. Por lo que respecta al Balbec imaginario, este espacio es producto de la interacción de tres discursos, por una parte, los discursos orales de Swann y de Legrandin, quienes le han hablado, el uno de la belleza de la catedral, el otro, del furor del mar; por otra el discurso escrito del novelista de ficción, Bergotte, quien describe en detalle los tesoros arquitectónicos de la catedral de Balbec. Estamos aquí frente a un interesante fenómeno de producción textual, pues si bien todos estos personajes -Swann, Legrandin o Bergotte- forman parte del universo diegético de En busca del tiempo perdido, el discurso de cada uno de ellos se nos presenta en toda su alteridad, como algo autónomo y por lo tanto citable. En tanto que discurso del "Otro", el narrador establece con ellos una relación intertextual, pero en tanto que figuras sin referente extratextual, plenamente ficcionales, la relación sólo puede ser intratextual. Se trata entonces de una relación intertextual ficticia generada intratextualmente, en el seno de la misma ficción.

Ahora bien, estas construcciones imaginarias tienen un valor narrativo-ideológico bien definido. Todas ellas constituyen una forma espacializada de la motivación del signo; la proyección de estas ciudades estaría propuesta entonces como una significación necesaria, ya que está, supuestamente, implícita en la forma misma del nombre; o bien, la catedral resume a la ciudad misma, "le impone como un molde las mismas líneas, del mismo estilo, y la transforma en una especie de inmensa catedral". Más aún, estas ciudades, en tanto que signos motivados, aparecen como entidades imaginarias que se oponen al nivel de realidad establecido por la diégesis. A su vez, las entidades "reales" están marcadas como ciudades-signos arbitrarios, criaturas de lo heterogéneo y de lo contingente. La decepción, al llegar al Balbec real, no se hace esperar.

Pero el mar, que por todas estas cosas me lo había yo figurado que iba a morir al pie del vitral, estaba a más de cinco leguas de distancia (...); y esa cúpula, ese campanario, que por aquellas mis lecturas, en que se lo calificaba a él también de rudo acantilado normando donde crecían las hierbas y revoloteaban los pájaros, me imaginaba yo que recibía en su base el salpicar de las alborotadas olas, erguíase en una plaza donde empalmaban dos líneas de tranvías, frente a un café que tenía una muestra con letras doradas que decían: "Billar", y se destacaba sobre un fondo de tejados sin sombras de mástil alguno. Y la iglesia se entró en mi atención juntamente con el café, con el transeúnte a quien pregunté por mi camino, con la estación a la que iba a regresar, formando un conjunto con todo ello; así que parecía un accidente, un producto de aquel atardecer (...) [16]


Desde el punto de vista temático-ideológico, la confrontación de estos dos espacios, el imaginario (pseudodiegético) y el real (diegético) -o visto de otro modo, un espacio imaginario elevado al cuadrado- resume algunos de los temas más importantes en Proust. En torno a la oposición fundamental, imaginación (creación poética) vs. realidad (sujeción pasiva a lo cotidiano), se organizan en paradigma las otras, algunas incluso en forma de oposición espacial: el espacio continuo / el espacio discontinuo, la cohesión / la dispersión, lo necesario / lo accidental, lo homogéneo (connotación: armonía) / lo heterogéneo (connotación cacofonía), etc. En el Balbec de la imaginación, el mar y la catedral, en estricta contigüidad, se responden e interpenetran, formando así una sola materia unificada y homogénea. Si el campanario tiene su origen en un áspero acantilado normando, y la piedra con la que están construidas las naves y las torres es también piedra de acantilado, luego entonces, en esta lógica de la imaginación, la catedral tendría que ubicarse en la cima del acantilado, frente al mar. En el Balbec de la realidad [17], en cambio, este diálogo armonioso se interrumpe, no sólo por esa distancia impertinente, sino por la "cacofonía" que introducen los tranvías y el café, elementos accidentales que rompen la unidad esencial, incluso material, de la iglesia y el mar, unidad que, sin embargo, se sugiere como su "verdadera realidad" y que debería dar pie a una contigüidad efectiva en el mundo de lo cotidiano.

Desde una perspectiva narrativa, este desdoblamiento de niveles intensifica la ilusión de realidad del Balbec "real" (el de la diégesis), en contraste con el Balbec "falso" (el de la imaginación). Empero, como procedimiento textual de representación del espacio, el Balbec de la imaginación se rebela contra el sistema de contigüidades obligadas -tendiente a la heterogeneidad- en las formas convencionales de la representación de espacios urbanos o naturales; se rebela, en fin, contra la diferenciación de formas y segmentos que pudieran corresponder a otros semejantes en la realidad. En cambio, en la construcción de estas ciudades de la imaginación, se establece un nuevo sistema de contigüidades basado en la semejanza y la interpenetración de los elementos: la ciudad entera esculpida como una gran catedral, haciendo eco visual de la catedral que, a su vez, esculpe el nombre de la urbe.

Es así como en las formas de organización y en los sistemas de contigüidades radicalmente diferentes de aquellos que han segmentado y ordenado la realidad, nos enfrentamos a nuevos modos de proyección del espacio, pero, sobre todo, a formas diferentes de concebir la ilusión referencial. Porque la impresión visual que nos deja el Balbec "imaginario" es igualmente vívida que la del Balbec "real", aunque ambos sean, estrictamente hablando, espacios imaginarios. Este innegable "efecto de lo visual" en los espacios diegéticos que abiertamente se declaran irreales o imaginarios, nos lleva a considerar nuevas formas de producir la ilusión referencial que no se adecuen al consenso general de lo que es la realidad y que no por ello sean menos "reales" como construcciones de la imaginación creadora.

Notas

1. De hecho, casi podríamos hablar de una ciudad imaginaria en tercer grado, ya que, en un guiño al lector, Proust evoca -como si fuera algún genio de lámpara oriental -al Baalbek del Medio Oriente, y al hacerlo conjura las Mil y una noches, texto que subyace como modelo a emular a lo largo de toda la obra, como si sólo narrando pudiera posponerse indefinidamente el momento de morir: En busca del tiempo perdido, obra póstuma por excelencia.
2. Ducrot, Oswald & T. Todorov, "Diccionario enciclopédico de las ciencias del Lenguaje", Buenos Aires: Siglo XXI, 1972, p. 290.
3. La diégesis en una obra literaria, se refiere al desarrollo narrativo de los hechos.
4. Barthes, Roland, "Le degré zéro de l'écriture. Nouveaux essais critiques", Paris: Seuil, 1970, p.74.
5. Greimas, Julien Algirdas, "Pour une sémiologie topologique", en Sémiotique de l'espace, Paris: Denoël/Gonthier, 1979, p.40.
6. Pierre LERAT, Pierre, "Sémantique descriptive", Paris: Hachette, 1983, p.73.
7. Barthes, Roland, "Le degré zéro de l'écriture. Nouveaux essais critiques", Paris: Seuil, 1953/1972, p.125.
8. Proust, Marcel, "En busca del tiempo perdido", (3 vols.) Trad. Pedro Salinas (vol. 1), Fernando Gutiérrez (vol. 2). Barcelona: Plaza & Janés, 1975. I, p.49.
9. Habría que preguntarse hasta qué punto aquella imagen de París que tuvieron los hispanoamericanos de fines del siglo pasado y principios de éste -la ciudad simultáneamente atractiva y depravada (o tal vez atractiva por depravada)- se debe en parte a las construcciones diegéticas de un Balzac, de un Flaubert o de un Zola, y no, necesariamente, a la ciudad como referente extra-textual que sólo necesita ser reconocido.
10. Proust, óp. cit., 1975, II, p.937.
11. Hemos acuñado este término, recordando al otro, famoso, de Leo Spitzer: "onomatopeya sintáctica". Para el crítico alemán, la sintaxis proustiana refleja en sus meandros, en sus digresiones controladas, el contenido de lo que en la frase se afirma -lo que se dice se refleja especularmente en el cómo se dice. De la misma manera, pensamos que ciertos acontecimientos y episodios en Proust tienen una organización que refleja, en miniatura, no sólo la organización narrativa más vasta de la Recherche, sino su contenido diegético. De la misma manera en que se describe el surgimiento del recuerdo de Combray de una taza de té, así surge todo el texto, de ese episodio singular que se convierte en un auténtico disparadero narrativo.
12. Proust, óp. cit., 1975, I, p.48.
13. Barthes, óp. cit., 1953 / l972, p.l24.
14. Proust, óp. cit., 1975, I, p.665.
15. Proust, óp. cit., 1975, I, p.384.
16. Proust, óp. cit., 1975, I, p.660.
17. Permítaseme insistir que al hablar del Balbec "real", la referencia es al Balbec ficcional -real dentro del universo diegético de la novela-independientemente de que ese Balbec sea una creación imaginaria de Marcel Proust; mientras que el Balbec "imaginario" es imaginario dentro del universo ficcional mismo y es producto de la imaginación de Marcel-personaje-narrador. De ahí que haya propuesto dos niveles de construcción imaginaria: 1) la ciudad imaginaria (Balbec o Combray) que no tiene referente extra-textual y 2) la ciudad doblemente imaginaria, la que construye Marcel en su imaginación (Balbec) para luego confrontarla con la de la realidad.

Bibliografía

Barthes, Roland, "Le degré zéro de l'écriture. Nouveaux essais critiques", Paris: Seuil, 1970.
Ducrot, Oswald & T. Todorov, "Diccionario enciclopédico de las ciencias del Lenguaje", Buenos Aires: Siglo XXI, 1972.
Greimas, Julien Algirdas, "Pour une sémiologie topologique", en Sémiotique del'espace, Paris: Denoël/Gonthier, 1979.
Pierre LERAT, Pierre, "Sémantique descriptive", Paris: Hachette, 1983.
Proust, Marcel, "En busca del tiempo perdido", (3 vols.) Trad. Pedro Salinas (vol. 1), Fernando Gutiérrez (vol. 2). Barcelona: Plaza & Janés, 1975. I.

Luz Aurora Pimentel Anduiza