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Estética cristiana medieval
Antecedentes
María Elena Hernández Álvarez
Las ideas estéticas medievales tienen profundas raíces en Platón, en el neoplatonismo de Plotino, en san Agustín y en el Pseudo Dionisio. De ellos, es Plotino el vínculo de suma y proyección [1] de la estética que se manifiesta en la catedral gótica.
Plotino nació en Egipto en el año 205 de la era cristiana y murió en Roma en 270. Fue psicólogo sutil, delicado artista y filósofo fundamental en la estética cristiana medieval, tanto que hasta el mismo San Agustín afirmó que Plotino no habría tenido más que cambiar una cuantas palabras para ser cristiano. En efecto, la teología cristiana y la filosofía medieval adoptaron muchos puntos de vista plotinianos [2]. En cuanto a la estética, Plotino la consideraba como una parte de la teodicea ya que, según él, la estética deriva directamente de la teología, como de hecho ya lo afirmaba Platón. Por lo tanto, la belleza del universo se manifiesta cuando canta y clama la grandeza de Dios.
Para Plotino, la idea del bien debe ser totalmente transparente y estar presente en la obra de arte; si así sucede, la obra es bella. De esta fusión del bien y la belleza emana una belleza suprema, es decir, Dios. En la obra de arte se manifiesta esta emanación cuando hay un valor estético perenne, aun en su recuerdo, cuando la obra ya no exista en el mundo tangible. Para Plotino: "…El bien es lo bello actuado, y lo bello es el bien contemplado" [3]. Es esta idea del nexo existente entre lo bello y el bien lo que ubica a Plotino como un parteaguas en la historia de la estética y como el principal precursor de las ideas estéticas cristianas medievales.
El principio de emanación, el cual a su vez algunos suponen también de origen oriental [4], permitió a Plotino la superación del concepto de imitación, tan arraigado en el recientemente superado mundo clásico grecolatino. El arte debe trascender la naturaleza y son precisamente la emanación, la fantasía y el anonimato las ideas centrales que permitirán al artista medieval su libertad de expresión. Es en este apartarse de la naturaleza en donde reside la base de todo el arte medieval. Otra de las ideas esenciales de Plotino acerca de la belleza consiste en identificarla como simple, llena de color, en donde lo bello reside en la victoria de la luz sobre las tinieblas; y este aspecto de la luz será medular en la estética medieval. Dionisio y san Agustín tomarían estas ideas posteriormente para identificar a Dios con el elemento luz en su triunfo definitivo sobre las tinieblas, simbolizando con esto el alma humana tendiendo hacia la belleza suprema, es decir hacia Dios, es decir hacia la Luz.
Plotino distinguió también la belleza sensible de la espiritual, asunto igualmente esencial en el pensamiento de san Agustín. Ambos afirmaban que la belleza espiritual sólo se percibe en el sentimiento estético de contemplación, el cual, a su vez, es el único medio para captar a Dios. Para ellos, Dios crea en y por la contemplación, y ésta es su única manera de crear.
La estética de Plotino desemboca en una estética del esplendor, en un iluminismo. Plotino, como es místico, es uno de los primeros que revela la belleza del bien; es el bien la belleza suprema y el fin último y único de la estética. A este principio de nexo entre el bien y la belleza acudirán en la historia de la cristiandad y de la estética occidental muchos de los cristianos posteriores, aun después de la época medieval. Esta forma de filosofía mística plotiniana que integra lo bello con el bien lleva al alma humana a hacerse pura, tal como también lo propone Platón en su Fedro. El alma debe tender a hacerse semejante a Dios, que es todo belleza, todo bien. Las ideas estéticas medievales descritas hasta aquí condicionaron todo el arte medieval, aunque no recibirían un reconocimiento dentro del pensamiento estético sino hasta finales del siglo XVII [5].
Cristianismo y simbolismo
La Biblia es un libro lleno de símbolos que no sólo dan sentido existencial al ser humano sino que han sido y son fuente inagotable de inspiración artística. El cordero, el buen pastor, el ancla, el sarmiento, el delfín, el pavorreal, la balaustrada, el pelícano, la granada, los números uno, dos, tres, cuatro, etc., la paloma, la luz, la cruz, el círculo, el anillo, el báculo, la nave, el gallo, el pez despierto, el pez dormido, entre otros, son símbolos que el cristianismo heredó, muchos de ellos de religiones anteriores y que desde sus primeros años de vida adaptó a su propia simbología [6]. Para la época medieval se fueron incorporando muchos otros símbolos, el unicornio, el pelícano, el lirio, la mujer coronada, la balanza, el compás, la palma, etc. Con toda esta simbología iconográfica tal pareciera que cada aspecto de la religiosidad, y aun de la vida cotidiana, tuviese su correspondiente símbolo. De hecho, toda la cultura de la Edad Media es simbólica.
Antes de continuar es necesario recordar que el símbolo es la correspondencia que el entendimiento percibe entre un concepto y una imagen representada. En el arte, la palabra símbolo significa la representación conceptual de algo o de alguien; es un signo que constituye un código completo, cerrado en sí mismo, elocuente en su discurso; es la relación entre significado y significante.
Tanto san Pablo como el pensamiento griego anterior al medieval atestiguan que la obra de arte cósmica debería siempre revelar metafóricamente los misterios invisibles de Dios en donde todas las formas sensibles no son sino símbolos. El conocimiento y la belleza de las realidades espirituales son descubiertos por quienes, elevándose por encima de las imágenes sensibles, saben entender y explicar los símbolos. Cabe mencionar también que es a Dionisio a quien se debe el hábito cristiano de venerar imágenes, es decir símbolos, hábito que ofrecería una inagotable fuente temática a los artistas de los siglos posteriores.
El arte cristiano es, pues, un arte de símbolos, y de las manifestaciones del arte cristiano es particularmente el arte medieval el que representa la culminación del simbolismo cristiano. La arquitectura gótica refleja de modo especial la cosmovisión simbólica de su tiempo; particularmente, las catedrales góticas fueron la cúspide de todo el lenguaje enciclopédico y simbólico no verbal del mundo medieval. En efecto, en la catedral había que crear una obra enciclopédica que englobase toda esa simbología cristiana. Además de responder a las necesidades litúrgicas y comunitarias, la catedral fue símbolo esplendoroso del reino de Dios sobre la tierra y de la antesala escatológica de la gloria venidera para quienes se acogen a ella. En resumen, toda la catedral gótica es símbolo, todo se integra en ella en una perfecta armonía, a la manera en que santo Tomás y la escolástica lo explicarían en años posteriores.
La belleza en la estética medieval
Durante casi un milenio, las ideas de san Agustín y del Pseudo Dionisio definieron las cuestiones filosóficas en torno a la belleza y son el punto de partida de la estética medieval. Será necesario mencionar nuevamente que el pensamiento de ellos dos estaba fundamentado en las ideas de Plotino quien, a su vez, fue el vínculo con la antigüedad clásica. Así, la estética medieval no se presenta aislada o importada de otros complejos filosóficos, sin que por ello se ignore la influencia de Oriente.
Escoto Eriúgena, traductor del Pseudo Dionisio al latín, repite las fórmulas de la estética clásica y de la agustiniana, en donde la belleza se considera unidad en la variedad, es decir, armonía o "sinfonía" de las partes de un todo [7]. En este sentido, la belleza del universo no depende de las partes consideradas aisladamente, sino de su integración en la unidad del todo. En la catedral gótica, las partes que la conforman están íntimamente relacionadas y, aunque cada una de esas partes podría ser validada de manera particular, es en su integración con el todo en donde lucen su plenitud y belleza. Cada detalle en la catedral se corresponde en un perfecto universo armónico.
Ahora bien, y de acuerdo con el pensamiento del Pseudo Dionisio, los factores espirituales y los sensibles son parte de la unidad, no se puede prescindir de ellos y de un modo especial acentúan la significación simbólica de la belleza. El resultado, una realidad que se presenta como una inmensa "teofanía" armónica en la que Dios se hace "visible", comprensible, revistiéndose de forma y de figura. De este modo, la razón última de ser de las formas visuales se encuentra en la función simbólica. Y en la estética medieval el símbolo central es Dios: es la belleza suprema y todo, absolutamente todo, debe simbolizarlo.
Podemos concluir que la belleza en el mundo de la Baja Edad Media es aprehendida de tres modos: por el ojo físico que se deleita en la contemplación; por el ojo espiritual que en la belleza terrena descubre significados y analogías sobrenaturales, exactamente como Bernardo de Claraval propone que sean estos espacios universales góticos, y por el ojo científico que hace posible la obra de arte según la ciencia y la razón. Con Dios como fuente de toda belleza, la mística católica es la fuente de inspiración para el artista medieval, y aun para el posterior a esta época [8].
En la forma de toda producción artística medieval se destaca la congruencia no sólo de las partes materiales e ideas de la obra, sino entre la obra de arte y el que la percibe. Así, partiendo de estas ideas, santo Tomás define lo bello de dos maneras:
Se llama bello a aquello cuya vista agrada.
Se llama bello a aquello cuya aprehensión nos complace.
Según santo Tomás, lo bello y el bien se corresponden en cuanto trascendentales del ser. Al contemplar lo bello, esto nos hace desear el bien. El objeto bello se ama porque es bello, y es bello porque es bueno. La obra de arte tiene que partir del bien y por lo tanto de Dios, porque Él es toda bondad y toda belleza. Las notas objetivas de la belleza son dos: proportio y claritas. Santo Tomás entiende la proporción de la misma manera que san Agustín, esto es, el mundo natural tiene sus proporciones y el mundo espiritual también; la relación entre ambos mundos supone una proporción perfecta. La proporción es bella cuando es conforme con la naturaleza de la cosa. La claritas también corresponde con la forma y esencia de la cosa que se manifiesta por medio de la apariencia, como la claritas del cuerpo es reflejo del alma. En un pasaje de la Suma, santo Tomás dice que "para que haya belleza tiene que haber tres condiciones": primero, la integridad o perfección (lo inacabado es, por ello, feo); segundo, la debida proporción o armonía, y, tercero, la claridad. Santo Tomás añade posteriormente la integridad a las notas de proporción y claridad. La obra gótica insta al bien. Todo lo creado en ella es producto de la mística de generaciones de hombres y mujeres que entregaron a su edificación toda su existencia [9].
En el edificio gótico, la nueva tecnología para la construcción de las bóvedas permitió al edificador una mayor armonía de proporciones y la forma perfecta que resultó un medio ideal de expresión de los ideales del arte cristiano. Por otro lado, es de notar que el adorno superfluo no existe en la catedral, ya que todo elemento en ella tiene una función estética precisa y perfecta según los términos estéticos ya señalados [10]. Así, la catedral gótica encarna un ideal doble de belleza: la formal y la expresiva. En el arte medieval, sobre todo el de la Baja Edad Media, se aprecia una constante y decidida búsqueda de equilibrio entre la belleza trascendental y la belleza sensible. El artista se recrea al atrapar, por así decirlo, un destello de Dios para plasmarlo en la obra sensible.
La apreciación del arte en la edad media
La Edad Media poco ofrece acerca de una teoría del arte en sí, únicamente se conocen esbozos de estética mística, de tratados de óptica o de algún intento iconográfico. Sin embargo, uno de los documentos más significativos para nuestro conocimiento del gótico es el Livre de portraiture, de Villard de Honnecourt. En este libro, del cual solamente se conserva la mitad en la Biblioteca Nacional de París, se puede apreciar un valiosísimo manual de proporciones, en el sentido medieval, que nos introduce en el espíritu de la pintura y arquitectura góticas. El cuaderno incluye croquis y anotaciones que fueron un instructivo fundamental para la masonería y para la construcción de las catedrales góticas.
Villard de Honnecourt nació cerca de Cluny, Francia, en tiempos de Luis IX, es decir, en la primera mitad del siglo XIII. No era arquitecto constructor de primera línea, pero su cuaderno refleja los conocimientos constructivos de su época. En sus anotaciones, Villard nos dejó todo tipo de conceptos, desde el remedio para una herida o los esquemas de la maquinaria de su tiempo, como poleas, gatos o sierras hidráulicas, hasta la resistencia de los materiales, el montaje de un armazón, la geometría de las bóvedas góticas o la talla de la piedra clave en la ojiva gótica [11].
Por otro lado, es interesante destacar la atmósfera de exaltación religiosa universal y anónima que permeaba la sociedad cristiana medieval, asunto que permitiría al artista verter toda su libertad y fantasía. En efecto, en esa época el artista no corría el peligro de ser "identificado" como responsable de cualquier asunto creativo que no fuera del gusto de todos; esto, sin embargo, permitía que se expresara de manera mucho más espontánea y libre que en la antigüedad. Vemos por ejemplo esculturas que no siguen los modelos naturales y que son hasta grotescas en algunos casos, intentando con esto abstraer o acentuar aún más la simbología mística.
El concepto de imitación de la naturaleza en el medievo fue casi abolido, lo que ofreció a la creatividad artística una nueva luz en el espacio de la fantasía, todo, recordemos, como medio para alcanzar a Dios. En esa época de autoría anónima, el artista se siente libre para expresar plásticamente su entrega total a Dios. Este acto de libre y total entrega a Dios es definido por John Ruskin, en su magnífico libro "Las siete lámparas de la arquitectura", como la Lámpara del sacrificio [12].
El artista sabe que todo su quehacer y pensamiento deben estar orientados a Dios y que si su obra plástica alcanza ese íntimo diálogo con la divinidad, logrará una luz para el camino de salvación. En la estética cristiana medieval el acto de fantasía no es superior al pensamiento, asunto absolutamente regulado por la Iglesia católica, pero sí al mero hecho de copiar la realidad. De esta manera, la obra de arte medieval puede y de hecho debe superar a la naturaleza. En este sentido hemos dicho que la libertad y el anonimato en la sociedad teocéntrica medieval permitieron que los artistas hicieran del gótico el arte vanguardista e insuperable hasta ese tiempo. En efecto, nadie hasta entonces se había atrevido a soñar con las alturas góticas, con sus sistemas constructivos, con la sublime luminosidad de su espacio interior.
La luz en la mística gótica
La luz, elemento esencial en el edificio gótico, es símbolo de Dios y a Él anhela representar. Como la obra de arte medieval busca complacer al alma y también al intelecto, debe tender en todo momento a representar la aparición sensible de una idea de Dios. Para el mundo cristiano medieval posmilenarista, Dios es luz, Dios es claridad, Dios es luminosidad. Así, el artista gótico toma como elemento constructivo primordial la luz.
La tecnología constructiva gótica busca entonces romper con la oscuridad y pesadez de la arquitectura románica. La estructura sustentante gótica, es decir, muros y columnas, logra alturas nunca antes imaginadas, y ello permite elevar los ojos y el alma, siempre en binomio indisoluble, hacia el cielo, hacia Dios. Los muros por fin han podido ser transparentes y abrirse a la luz, a Dios. La luz por lo tanto no sólo responde a una evidente motivación simbólica -el Verbo es la luz que resplandece en las tinieblas-, sino también a la definición cualitativa de la belleza: lo bello es como la luz. La luz es bella porque su identidad es simple, la luz descubre la hermosura propia de toda realidad, la luz es bella por sí misma.
Evidentemente, los elementos góticos en los que el artista plasma principalmente esa adoración por la luz son los maravillosos vitrales góticos. En esa luz multicolor se capta la armonía, la proporción, la mística, el orden y toda la razón primordial del edificio gótico y de la sociedad que lo genera. Es por medio de la luz, es decir de Dios, que se llega a la plenitud del ser, a la integración de alma y cuerpo, inteligencia y sensibilidad, a la armonía de partes, orden y proporciones.
La melodía infinita de la línea nórdica
El hombre gótico que define Worringer [13], atenido a una imagen caótica de la realidad, debió sentir un goce embriagador de liberación al sumirse en su mundo de movilidades espirituales. Al igual que el hombre primitivo, este hombre nórdico o gótico tenía una relación con el mundo exterior de terror, y para mitigarlo plasmó sus impresiones en una linealidad espiritual sublimada, buscando con ello la satisfacción de la embriaguez que enajena, permitiendo a la línea expresarse por sí misma, para con ello dar al ser humano la paz y la respuesta a su relación con el cosmos.
El hombre gótico, al no producir otra expresión artística que esta ornamentación lineal, dejó en ello, según Worringer, las raíces del lenguaje gótico ulterior. En efecto, la línea abstracta sin moderación orgánica es elemento esencial de la voluntad de forma en el gótico. Por lo tanto, y sobre el fundamento psíquico en el que se asienta el arte gótico, esta línea gótica rebosante de vida y de expresión proyecta hacia la salvación, hacia la luz, hacia arriba, hacia Dios. Dice Worringer: la línea gótica "…se convierte en un espasmódico deseo de estremecimientos suprasensibles, en un patetismo cuya esencia propia es el descomedimiento" [14], o en lo que Kant propuso como la disconformidad de la experiencia sublime [15].
La línea gótica revela el deseo de ascender a una movilidad innatural de carácter espiritual; recuérdese en este momento el pensar laberíntico de la escolástica-movilidad suprasensible y esta tendencia de la línea gótica es la que más tarde produjo la excelsitud fervorosa de las catedrales góticas, petrificaciones del trascendentalismo [16].
En una descripción de esta línea nórdica gótica encontramos que carece de simetría, que emplea la repetición para provocar al infinito: las vueltas sobre sí misma, las ondulaciones e infinitas direcciones en apasionada muestra del trascendentalismo. La línea gótica se vuelca sobre sí misma, como en espejo, con un carácter de ininterrupción, de multiplicidad continuada hasta el infinito. Ésta es "línea infinita y laberíntica que no agrada sino que embriaga y que nos fuerza a entregarnos sin voluntad, que no encontramos un punto donde iniciar la contemplación, ni donde detenerla… los movimientos acuden de todas partes, el movimiento se prolonga hasta el infinito" [17], acentuando su verticalidad hacia Dios. Dondequiera que se encuentre esta línea abstracta como el elemento esencial de la voluntad de forma, ahí habrá un arte trascendental [18].
Notas
1. Hegel plantea que el periodo posterior supera al precedente en tanto que asimila lo que éste tenía por propio; lo asimila y lo anula al mismo tiempo; así como la vida posee en su interior la muerte, de igual manera la muerte contiene la vida.
2. Montes de Oca, F., "La filosofía desde sus fuentes", p. 93.
3. Bayer, R., "Historia de la estética", p. 83.
4. Aunque no se ha probado, es muy posible que Plotino haya tenido parte fundamental de su formación en la India, de donde tomaría esta y otras ideas aparentemente paganas. Es evidente la continuidad de esta idea de la emanación en la filosofía cristiana medieval, particularmente en lo que luego se verá en la catedral gótica como aparición sensible de lo divino.
5. Estrada, H., "Estética", p.72.
6. Por ejemplo, el símbolo del buen pastor es el moscóforo griego.
7. Como se sabe, Suger, abad de Saint Denis, eligió cuidadosamente dos elementos plásticos principales para representar la mística cristiana medieval, la cual tenía como centro a Dios; estos elementos fueron la armonía y la luminosidad.
8. En la escolástica, la belleza es la meta de un deseo natural en el que se deben conjugar dos elementos: uno intelectual y otro placentero. Es santo Tomás quien heredará a la estética medieval la definición de la belleza como luz y forma.
9. En este sentido, es interesante mencionar el enfoque que John Ruskin da a la catedral gótica en su libro Las siete lámparas de la arquitectura, particularmente en el capítulo "la lámpara del sacrificio".
10. En otros textos se presenta el procedimiento constructivo de la arquitectura gótica. Aquí se pretende puntualizar algunos de los principios de la estética cristiana que definieron la catedral gótica.
11. Bayard, J.P., "El secreto de las catedrales", pp. 236-239.
12. Ruskin, J., "Las siete lámparas de la arquitectura". México: Ediciones Coyoacán, 1994.
13. W. Worringer, "La esencia del gótico", pp. 62-63.
14. ibídem, pp. 62-63.
15. En otros textos de la autora se analiza el tema de lo sublime.
16. W. Worringer, op. cit., p. 46.
17. Ibídem, pp. 48-49.
18. Worringer propone a sus lectores y estudiantes un interesante ejercicio el cual supone que hizo el hombre gótico; esto es, tomar un lápiz o herramienta de dibujo y dejarse llevar sobre una superficie con la expresión lineal que desea tomar forma por conducto de nuestra mano.
Bibliografía
Bayard, J.P., "El secreto de las catedrales", trad. de Teresa López García, México: Tikal Ediciones, 1996.
Bayer, Raymond, "Historia de la estética", trad. de Jasmín Reuter, México: Fondo de Cultura Económica, 1993.
Estrada H., "Estética", Barcelona: Herder, 1988.
Hegel, G.W.F., "Estética", trad. de Alfredo Llanos, Buenos Aires: Ediciones Siglo Veinte, 1983.
____________, "Fenomenología del espíritu", trad. de Wenceslao Roces, México: Fondo de Cultura Económica, 1994.
____________, "Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal", trad. de José Gaos, Madrid: Alianza Universidad, 1985.
____________, "Arte y poesía", México: Fondo de Cultura Económica, 1992.
Montes de Oca, Francisco, "La Filosofía desde sus fuentes", México: Porrúa, 1992.
Ruskin, J., "Las siete lámparas de la arquitectura", México: Ediciones Coyoacán, 1994.
Worringer, Wilhelm, "La esencia del gótico", trad. de Manuel García Morente, Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1973.