Arquitectura y Humanidades
Propuesta académica

Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.

Cuentos sobre un ex convento
La arquitectura: Testimonio de un tiempo lejano y distante

Edgar Franco Flores


Fotografía 1.

Esta obra arquitectónica me ha cautivado. La conocí hace diez años, pero ahora, con una singular propuesta teórica para comprender de manera diferente la arquitectura, decidí ir a visitarla de nuevo y analizarla desde una nueva perspectiva. La reacción fue superior a la primera vez que la conocí. Es una obra que pienso tiene todo aquello de lo que Nicolai Hartmann habla en su libro sobre Estética. Se ha dicho tanto acerca de la arquitectura y lo que ésta debe representar dentro de la vida de los hombres.

Se ha hablado tanto acerca de sus cualidades y los fines que le dieron vida. Sin embargo, una de las más valiosas y firmes actitudes de la arquitectura es su permanencia en el tiempo, reflejando aquello que fue, y que continúa vivo dentro de sus confines, oculto tal vez a nuestra vaga y lejana mirada. He descubierto una obra arquitectónica bella, no sólo por sus singulares y perfectas formas que trascienden en el tiempo, sino por todo aquello que dichas formas y espacios contienen y reflejan, susurrando memorias de sucesos pasados.


Fotografía 2.


Se trata de un convento que se concibió y comenzó a ser construido hacia el año de mil quinientos cincuenta, cuando los españoles comenzaban a llegar a nuestra tierra, acompañados de frailes cuya misión era evangelizar y enseñar al pueblo nativo la religión y los principios de la ortodoxia europea. Una magna obra localizada en el estado de Hidalgo, en un sitio conocido como Actopan, cuyo nombre deriva de la lengua náhuatl y quiere decir: "tierra gruesa, húmeda y fértil". Hoy en día, esta obra arquitectónica, conocida como el ex-convento de San Agustín de Hipona, se sabe que fue planeada y realizada bajo los mandatos de los frailes de la Orden de San Agustín. Una obra que aún mantiene vivo algo enigmático dentro de su ser, revelando el lejano pasado en el que nació y vivió. Para comprender un poco más acerca de lo que hay detrás o en el fondo de esta maravillosa obra de arquitectura, acudimos al pensamiento filosófico ruso-alemán: Nicolai Hartmann. Hartmann, en su obra Estética, habla de aquello que la arquitectura es: "…de todas las bellas artes, la arquitectura es sin duda la menos libre: está doblemente atada 1) por la determinación de los fines prácticos a los que sirve y 2) por el peso de la fragilidad de la materia física con la que trabaja" [1]. Dos aspectos que la caracterizan y la delimitan. Sin embargo, de acuerdo con Hartmann, dicho aspectos generan en las verdaderas obras arquitectónicas, estratos, que muestran y se abren hacia el trasfondo que guarda la obra, es decir, la arquitectura "deja aparecer una vida que está dentro de la construcción y de la que da testimonio" [2]. El ex-convento al cual hago referencia posee dichas cualidades, y al conocer y vivir sus espacios, éstos hablan de una vida pasada, atrapada y fielmente reflejada en cada lugar y en cada forma. Si algo hemos aprendido, es que la arquitectura es el hombre mismo, y en ella él es capaz de plasmar sus sueños, sus metas y sus ideales, de acuerdo a aspectos temporales y espaciales en cada punto específico de la historia.


Fotografía 3.

El primer estrato según Nicolai Hartmann, la composición según el propósito se manifiesta por medio de la técnica constructiva elegida, obligada por la época y delimitada por la mano de obra disponible en el momento. Roca, piedra rígida y pesada, que fue diestramente maleable gracias a miles de manos del pueblo otomí. Material que fue usado cuidadosamente, y que originó pesadez obvia, necesaria para demostrar la fuerza y el poder de los conquistadores, quienes eran dioses frente a las miradas nativas e inocentes. Sin embargo, algo más puede captarse en esas formas fuertes y sólidas: un propósito final.

La composición espacial nunca es en esta maravillosa obra una característica aplastada, minimizada o limitada por la técnica constructiva y el material que ésta incluye. El juego magistral de los espacios, sus configuraciones propias y sus distribuciones en el conjunto son únicos y sorprendentes. Cada espacio se encuentra, donde debe estar y es lo que debe ser. La monumentalidad magna del material usado en el exterior, no se hace presente en las celdas interiores y privadas del convento: espacios que invitan a la silenciosa meditación sin asfixiar nunca nuestras respiraciones. La fachada, pese a sus proporciones, no destruye al ser humano ni lo obliga a alejarse. La capilla abierta, situada a un costado de la Iglesia, con aquella inmensa forma de bóveda de cañón de diecisiete y medio metros de largo y doce metros de alto no hace más que invitar a los seres humanos a acercarse y ser uno con aquella configuración espacial. De alguna peculiar manera, el conjunto buscaba imitar la grandeza divina tan temida por los indígenas, pero tan respetada por su capacidad de transformarse en hombre mismo, guardando una escala semejante a la de los seres humanos, invitándolos a entrar en su misterio. Cada espacio es un antecesor necesario del siguiente. Cada sitio y cada rincón se ubican de tal manera que respetan al anterior y al próximo. La iglesia, grandiosa y bella, situada junto a la capilla abierta que no hace más que complementar la invitación. La entrada noble al convento, para dar paso a un modesto vestíbulo que comunica al claustro y al jardín, bello y abierto al cielo.

La composición dinámica de la obra se refiere al movimiento de las formas, externo a las limitantes del material elegido. ¿Cómo puede ser posible que las formas presentes en este proyecto tan antiguo logren despertar en nosotros tanta admiración y respeto? El magno claustro, con sus arcos ojivales en planta baja, memorias del imponente Gótico, y los arcos de medio punto de la planta alta, reflejos del inmenso Renacimiento, existen unidos, uno frente al otro, en constante oposición, pero en única unidad, sin olvidar nunca la existencia del hombre mismo. Las humildes formas que enmarcan los pasillos y las habitaciones del interior del convento. Las sencillas y vanas formas que conforman la alta torre de la Iglesia. El mirador, ubicado sobre la breve entrada al convento, apenas enmarcado por pequeños arcos, pero en cuyo interior se alza una vista espectacular nunca antes imaginada. Los estratos anteriormente descritos son, sin embargo, sólo estratos exteriores de las obras arquitectónicas. Estratos distintos a éstos son los que hablan en realidad de aquello que la Arquitectura guarda en sus profundidades. Hartmann lo dice: "…no toda obra arquitectónica posee los estratos más profundos del trasfondo, aquellos que dicen algo de la vida y del ser anímico de los hombres que las construyeron" [3].

El espíritu o sentido de la solución en la composición según el propósito, es un estrato representado por el punto de vista didáctico que poseían los frailes en su búsqueda por la construcción del convento. No es casualidad que las formas arquitectónicas estén siempre acompañadas por el arte de la pintura, cuyos motivos muestran siempre el mismo tema: pasajes de las escrituras que buscan enseñar a los indígenas de la época, todos los aspectos propios del cristianismo.

La capilla abierta posee un mural rico en imágenes con dicha temática. Muchas de las pinturas que aún se observan hoy en día en los muros del ex-convento muestran de igual manera los ideales de los cuales los frailes partieron, y a los cuáles deseaban fervientemente regresar. No es simple coincidencia que la vida de San Agustín de Hipona aparezca en un gran mural en la portería. San Agustín de Hipona, personaje crucial y base a partir del cual parte la Orden Agustina: hombre de fe, cuya fama cristiana lo recuerda y lo mantiene vivo. Pero el primer estrato interno no se basa en la pintura como aspecto único; todos los espacios arquitectónicos comparten de repente esta misma visión. Cuando se observa por vez primera la capilla abierta, uno permanece petrificado y admirado por aquel sutil efecto: el complejo impone, sí, pero en cualquiera de sus espacios la invitación permanece intacta y abierta: la meditación y la guía repleta de fe que envuelven nuestro espíritu.

Este hecho liga de alguna manera nuestro segundo estrato interior: la impresión del conjunto de las partes y el todo. Cada espacio y cada rincón del convento comparten la misma magia. El visitante descubre de repente cuál es el propósito de aquel sitio: mostrarnos el camino a la verdad absoluta. Al caminar por los espacios del conjunto, el efecto es siempre el mismo: fiel reflejo de valores y de preceptos que aún flotan en el aire. ¿A qué atribuirlo? La penumbra que invade los espacios. El silencio infinito producto del aislamiento contra el mundo externo. Las formas vanas y simples del interior. Las formas pesadas y bellas de cada fachada. La monumentalidad. Las pinturas… Se respira quietud y se perciben nobles, rígidos y valiosos preceptos, que han sobrevivido al paso del tiempo. La vida dentro del convento, la meditación y la búsqueda hacia valores más altos. Todo ello puede sentirse, puede experimentarse en el interior… Una vida pasada que fue… y que continúa siendo envuelta en los espacios arquitectónicos que traspasan el tiempo, el espacio y el olvido.

El último de los estratos interiores se devela entonces lentamente: la expresión de la voluntad vital y del modo de vida de los hombres. Súbitamente, al entrar a la iglesia alta y monumental; mientras se camina por el amplio y verde jardín del convento que mira al cielo azul; se accede a aquellos pasillos amplios y repletos de penumbra, con aquellas miradas delicadas al exterior enmarcadas con formas ovaladas y disformes; se reflexiona silenciosamente dentro de las celdas bellas y quietas del interior, o se experimenta una inexplicable sensación al permanecer en el centro del claustro, podemos ser capaces de comprender sólo por un instante el significado mismo de la vida de aquellos personajes tan antiguos y lejanos. Actividades que han sido inmortalizadas gracias a una sólida tradición. Valores humanos que aún permanecen en silencio. La razón del ser que habitó aquellos espacios, fue ser un fraile que vive de la meditación, la respira y la siente alrededor, firme a su misión evangelizadora, cuya causa es justa; luchar enseñando pacientemente el mundo civilizado en un nuevo mundo, ajeno y lejano del hogar querido. Un cielo azul distinto y distante del conocido. Lidiar con costumbres nuevas y desconocidas. Ser padres comprensibles frente a creaciones desamparadas. La arquitectura cumple así con un fin: mostrar valores humanos emanados de una sólida vida basada en la tradición, los sueños y creencias puras. La arquitectura, que es reflejo del hombre mismo, y en cuyas profundidades se encuentra la verdad misma develándose.

Historia primera. El firme deseo

Las puertas de la Iglesia hacía muchos años que se habían abierto al pueblo vecino. Las formas altas y soberbias dominaban el cálido ambiente, recortándose sobre el amplio cielo despejado. Aquel patio que se alzaba delante del edificio, y la capilla abierta, despertaban en nosotros miedo transformado en solemne respeto. Muchos de nosotros no nos atrevíamos a caminar delante de la Iglesia. Cuando, por una u otra razón nos acercábamos, el silencio circundante nos rodeaba por completo. La torre, su altura… aquella pesadez… Mi padre decía que los viejos tiempos ancestrales habían terminado para siempre.

Cada siete días se nos llamaba para reunirnos a un costado de la iglesia, en la capilla abierta, mientras el padre emergía de las monumentales formas y se colocaba debajo de aquella bóveda, para hablarnos de los nuevos tiempos. Nos hablaba de Dios, y de la misión encomendada a ellos, de enseñarnos a nosotros, todos hijos del mismo Dios, las leyes celestiales. Todos éramos iguales, pero nosotros escuchábamos aquellas palabras bajo la furia del sol del mediodía, mientras ellos, los nuevos habitantes, lo hacían al interior de la iglesia. Mis hermanos y muchos de los demás nada entendían, y no se interesaban en saber. No les importaba en absoluto, pero la vaga y triste mirada de mi padre anciano les hacía ver que los tiempos habían cambiado.

Yo me había acercado a una mujer, esposa de uno de los sargentos provenientes de la Lejana Tierra, y ella, había descubierto en mí la incansable curiosidad del conocimiento del Nuevo Mundo. Día tras día, al atardecer, nos reuníamos cerca de la iglesia y caminábamos juntas por las calles, fingiendo que nos acercábamos a los puestos, ella eligiendo cuidadosamente y comprando, mientras yo cargaba el mandado. En realidad charlábamos. En sus ratos libres, y en los míos, me había enseñado a hablar su lengua. Se reía de mi torpeza y de la ansiedad que yo sentía por aprender, pero pacientemente, me enseñaba, diciendo que poseía una facilidad impresionante.

Fue de esta manera que comenzó a hablarme de la iglesia. A nosotros, los indios, no se nos permitía entrar, pero ella, aquella mujer blanca y hermosa, entraba y salía a voluntad, emergiendo hacia la luz sólo para contarme lo que había dentro. Había veces que le pedía, mientras caminábamos, que entrara en la iglesia y me contara lo que ahí sucedía. Fue así que me habló de todo aquello que ella había aprendido. Conocí los términos con los que se designaba cada parte de la iglesia, e iba a casa, a contarle a mi sorprendido padre, todo lo nuevo que aprendía. Él se limitaba a mirarme, quieto como estaba, y tiernamente sonreía. Despertó en mí poco a poco un fugaz sentimiento, que cobraba fuerza al paso de los días. La mujer me contó que al costado de la iglesia se encontraba el convento, que era el lugar donde vivían los misioneros de Dios. Ella nunca había entrado ahí. No se le permitía.

Yo deseaba entrar y conocer la iglesia, sus altos y fornidos muros, su bóveda grandiosa, las pinturas que la decoraban… El retablo que se encontraba al fondo, coronando el largo pasillo al costado del cual se sentaba la gente para escuchar la misa. Deseaba fervientemente entrar y admirarlo todo, sentarme en las butacas de madera reluciente y mirar hacia lo alto, hacia aquel cielo gris que seguramente se levantaría sobre mi cabeza. Yo deseaba entrar y conocerlo todo… Sólo eso. La mujer me dijo que eso era imposible, que por eso se había construido la capilla abierta, que era el sitio donde nosotros debíamos estar. Ésa era la orden de los misioneros. Yo no pude conformarme con eso. Un día, en aquella mañana en que las grises nubes comenzaban a cubrirlo todo, me acerqué sigilosamente hacia la iglesia. Nadie estaba alrededor. Los miembros del ejército, que siempre estaban cerca de la puerta doble que protegía y ocultaba el interior, se habían marchado a comer algo. Miré varios segundos. Las formas me llamaban, su belleza me invitaba a penetrar en el interior.

Y entonces, me decidí… Corrí veloz hacia la puerta, cruzando en cuestión de segundos el patio delantero triste y desolado, mientras mi corazón palpitaba sin cesar, dominado por la agitación y la ansiedad. Mis manos tocaron entonces aquella puerta alta y sólida, cuyo calor me reconfortaba. Empujé para entrar, para mirarlo todo y deleitarme con la belleza que encontraría en el interior. No recuerdo haber mirado nada más. Sabido nada más. Mis pies flaquearon, mientras mi cabeza daba vueltas y mi vista se nublaba por completo. Mis manos intentaron aferrarse de algo para que mi cuerpo no cayera, mientras que la gruesa puerta de madera se abría, a la par que todo mi ser desfallecía… Resignada, me dejé caer mientras el dolor en mi pecho se sentía enfurecer, contenta al saber que, tal vez si moría, podía algún día estar dentro de aquellos espacios distinguidos.

Historia segunda. La fe ciega

Dicen que existen cosas que fueron hechas para vivirse con los ojos. Creo que eso es mentira. Yo soy ciego, y he conocido algo que me ha cautivado por completo y que creo que puede (y debe) ser vivido con los cuatro sentidos restantes. Desde chico mis padres perdieron la esperanza en que volviera a ver. Perdí la vista a los escasos siete años, y ahora, casi diez años después, apenas y puedo recordar el azul del cielo. Nunca ponemos atención en lo que tenemos, hasta que la atención es forzada, una vez que hemos perdido aquello que nunca valoramos. Me sentí perdido durante muchos años. Solo, triste, inútil. Mis padres y yo nos mudamos entonces a un pequeño pueblo en las lejanías de la civilización. Mi padre había conseguido empleo ahí. Viajé con ellos, no tenía razón para oponerme. Los primeros días aguardé, amargo, dentro de la nueva casa que sería nuestro hogar. No deseaba salir. Quería estar solo. Me acerqué entonces a la ventana, había algo que había llamado mi atención. El barullo de las calles parecía ser distinto. Había algo allá afuera, algo grande y solemne que parecía guardar el sonido para sí. Mi curiosidad se despertó. Mi madre estuvo más que contenta cuando compartí con ella el deseo de salir. Presta a complacerme de cualquier modo, me acompañó hasta la plaza, a unos cuantos metros de mi casa.

Caminamos lentamente por la avenida, mientras mi madre me relataba todo lo que sucedía, pero yo caminaba más aprisa, sólo deseaba llegar a él. Fue entonces que las campañas comenzaron a tocar, y su sonido, fuerte y sólido se esparció por doquier. Sonreí, mientras imaginé (y calculé, si eso es posible) cuál debería ser la altura de la torre de aquella construcción. Llegamos a la puerta de la iglesia. Mi madre me dijo que delante de nosotros, en la plaza que miraba al oeste, se alzaba una cruz de piedra rosa que hacía poco habían colocado ahí. A un costado de la iglesia, de acuerdo a las palabras de mi madre, se alzaba el convento, con tres graciosos arcos de acceso coronados por un mirador solemne. En ese momento, uno de los sacerdotes salía de las profundidades del convento. Asombrado al vernos, se acercó a nosotros. Mi madre le explicó que yo era ciego, y que éramos nuevos en aquel sitio, pero que yo deseaba conocer la iglesia. El sacerdote sonrió ampliamente, y se ofreció a guiarme y conocer el interior de la iglesia y el convento mismo.

A partir de aquel día, diariamente caminaba hacia las puertas de la iglesia, donde el sacerdote aguardaba por mí, y me llevaba al interior de aquellos hermosos espacios. Conocí a profundidad cada rincón del complejo, que se convirtió en un amigo inseparable. Recorría el amplio jardín, cuya quietud me inspiraba, mientras me sentaba en el pasto y sentía los rayos del sol tocar suavemente mi rostro. La brisa delicada de vez en vez, rozaba los follajes de la infinidad de árboles que ahí habitaban. Los muros, aquellos gruesos muros, protegían aquella paz del exterior.

A veces caminaba hasta el claustro del convento, con sus formas altas y firmes, y en cuyo centro se encontraba un pozo, en cuyas profundidades podía escucharse el correr ocioso de las aguas. Aquellas columnas y arcos que se alzaban hacia el cielo, y cuyo silencio aprisionado, reconfortaba mi corazón. Fui capaz de caminar por los sitios, que pronto se convirtieron en mi lugar más predilecto. Los pasillos amplios, altos y oscuros, en cuyas profundidades resonaban los pasos firmes de cada una de las personas que por ellos transitaban. Los muros lisos, frescos y suaves, que guiaban mis pasos hacia las celdas íntimas. En aquellas celdas quietas fue donde aprendí a leer, con la ayuda firme de los sacerdotes, quienes, con la aprobación de aquel noble espacio, me habían adoptado para vivir y aprender del aislamiento, la paz, y el autodescubrimiento.

Aún recuerdo los tímidos rayos del sol de la mañana entrando por las pequeñas ventanas de las celdas mientras calentaban el interior. Los cantos de los pájaros y los apagados sonidos de los pasos de los sacerdotes que hacen procesiones en el exterior. De vez en cuando los caballos relinchaban en los cobertizos, y los gritos de los niños que jugaban en las calles circundantes lograban burlar la vigilancia y protección de los muros perimetrales. Aún recuerdo la suavidad de las paredes, la altura de los techos, la frescura de los muros, la aspereza de los firmes suelos y el olor de la tranquilidad. Aún recuerdo todo eso… Y hoy, a punto de quitar mis vendas ante la posibilidad de ver de nuevo las maravillas de la realidad que me rodea, tengo miedo de no ser capaz de vivir el espacio como es debido, y que éste me rechace por la vaguedad de mi mirada.

Historia tercera. La última esperanza

Cuando el futuro nos ha alcanzado, y el asfalto y el concreto lo han dominado todo. Cuando el acero, el cristal y el plástico se levantan por doquier, y las formas espaciales han adquirido espectacular desarrollo. Los espacios, fríos, amplios y vacíos acogen a las personas, quienes miran por los cristales que dominan todo alrededor, la ciudad que se alza, hacia todas direcciones. He emprendido la búsqueda de un espacio que me sirva de inspiración, cuyo diseño, cuyos espacios interiores y exteriores, posean aún alguna esencia que pueda rescatarse.

Es entonces que encuentro un antiquísimo edificio, que ha resistido el paso de los siglos y que es hoy considerado parte del patrimonio de la humanidad. De los pocos edificios que han sobrevivido a las guerras y a las destrucciones humanas. Una iglesia, lo que fue un convento alguna vez.

Llego a él. Lo miró desde fuera, desde la lejanía. Sus formas, altas y majestuosas, parecen dominarlo todo, pero de una manera armoniosa. La torre, los muros y los arcos, pareciera que van más allá de simple ornamentación, y tuvieran algo más que decir. Una realidad, a la cual responder, con la cual interactuar. La escala humana es pequeña, más no olvidada y nunca tratada con conducta desafiante y aplastante. Los espacios interiores son amplios y fríos, más nunca helados y abandonados como los espacios que existen hoy en día. El cielo que se cuela por fracciones, vislumbrado desde el jardín silencioso, o el quieto claustro. El espacio externo, representado por una capilla abierta, que se une de manera maravillosa con el espacio y concepto interno de la iglesia. La piedra, pesada, que no luce como tal, que parece elevarse y vencer su pesadez, en aras de las necesidades humanas. Espacios oscuros, en los corredores, que no despiertan temor sino profunda reflexión.

Me pregunto entonces, ¿qué puedo hacer yo para conceptualizar un espacio digno, como éste que contemplo? Mi conciencia, sensible ante aquello que el espacio tiene que decirle, de repente encuentra voz tangible, y me responde. Observa aquello humano que te rodea, escúchalo cuidadosamente e interpreta sus necesidades y objetivos. Las formas finales vendrán mucho después, cuando hayas comprendido lo que debe satisfacerse, lo que es necesario, pero sobre todo… Lo que anhelan los corazones para quien trabajas.

Notas

1. Hartmann, Nicolai, "Estética", México: Universidad Nacional Autónoma de México. Primera edición en español, 1977. p. 147.
2. Hartmann, óp. cit., p. 249.
3. Hartmann, op. cit., p. 252.

Imágenes y fotografías: Cortesía del autor.


Bibliografía

Hartmann, Nicolai, "Estética", México: Universidad Nacional Autónoma de México. Primera edición en español, 1977.

 

Edgar Franco Flores