Arquitectura y Humanidades
Propuesta académica

Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.

Preguntemos a los poetas

por: Viviana Catalina Benítez Jiménez

¿Por qué habría de preocuparnos tener algo en común con aquél que vive del otro lado de la ciudad, o con aquél que jamás conoceremos, o con aquellos desconocidos con quien cruzamos el camino, a veces una mirada o simplemente el mismo espacio? Quizá una respuesta objetiva nos deje tranquilos. Probablemente una perspectiva de esta índole nos respondería que no hay de qué preocuparse. Pero, ¿qué sucedería si le preguntásemos a los poetas? Y, ¿por qué a ellos?

            Villaurrutia nos respondería que tenemos en común el alba, y de ella, diría que “el ritmo interior de su particular forma de ser” nos otorga –a los seres y las cosas– un sentido de inmanencia y resurrección. De todos es el alba, le pertenece a la humedad del césped que se va evaporando a su toque, a las sombras en el asfalto que aparecen tras su acto de aparición; te pertenece a ti, al niño adormilado dirigiéndose a la escuela que desearía fuera domingo, al maestro de obras que se le adelanta un par de horas para llegar a “su obra” a las 8:00am, a la mujer que conduce a toda prisa –esquivando las “bien identificadas foto-multas”– para llegar a la oficina, al gato que se prepara para su baño de sol matutino, al árbol, a la calle, a mí. Y continuaría diciéndonos nuestro poeta que, de los “muros descascarados de los viejos barrios hasta el inmenso jardín detrás de la barda del pedregal”, compartimos la misma hora; una hora “en que vuelve a casa el ladrón, el borracho y el velador; mientras el barrendero, que en la fotografía de Nacho López se perfila entre la niebla, renueva el rostro de la avenida Juárez”.
Las ciencias sociales nos han dicho que de eso se trata la intersubjetividad, así como el “orden preestablecido”; y sabemos que dentro de nuestro “orden”, la actualidad adolece, y adolecemos con ella, a diario, al vencer el ensueño, al levantarnos con el alba, al disponernos a luchar contra la barrera de las distancias y los tiempos, al discurrir con el día y sus asaltos –ya sea la lluvia, el calor, el tráfico o la tragedia–; nos movemos con prisa o con calma, de buenas o de malas, con calor o resfriado, de día y de noche. ¿Cómo deleznar aquello que nos une, aunque sea la hora del día o el día de la semana? ¿Cómo negar el vínculo profundo con nuestro espacio urbano-arquitectónico? Por ello es que acudimos a la literatura, porque ni los arquitectos, ni los urbanistas, ni los científicos, ni los sociólogos podrían brindar un panorama como el que ellos ya nos han regalado. Ya decía Quirarte que “los poetas no son historiadores pero son los termómetros más fieles de la historia”.
Quizá este tipo de argumentación se antoje débil, aún más en voz de un arquitecto; podría decirse que no es convincente, corroborable o de rigor científico, más aun siendo que la voz de los poetas y escritores se encuentra cada vez más soslayada. Sin embargo se trata aquí, de algo más cercano a un “acto de fe” que a una visión objetiva, se trata de creer. Pero no termina con eso, finalmente se busca “hacer creer”, comenzando con la reflexión, pero sobre todo a través de la praxis del diseño arquitectónico. Porque, retomando lo que menciona Bachelard, aquél arquitecto que acude a un diseño sin reflexión le falta esa semilla de ensueño que podría transmitirse del diseñador al habitante, ya que “para hacer creer hay que creer”. Pero cabría preguntarse, ¿en qué creemos actualmente los diseñadores, siendo que pertenecemos a una cultura posmoderna? Como profesionistas, pero antes, como habitantes, nos vemos absorbidos por una cultura de producción y consumo desmedido (al igual que las personas para quienes diseñamos); es decir, compartimos un referente común: significados y verdades compartidas. Pero, ¿qué pasaría si los arquitectos creyéramos que es posible el habitar?, ¿si creyéramos que es posible diseñar para devolverle la magia a la arquitectura y la ciudad? Ciertamente, podría ser el comienzo de una nueva perspectiva colectiva, que podría retroalimentarse y potenciarse para darle un giro tanto al quehacer profesional como a la forma en que vivimos cotidianamente.
Esto último es lo que nos motiva para buscar otra forma de diseñar, otras formas de posibilitar el habitar humano, otras formas de vincularnos con la ciudad. Debido a esta “fe” en que es posible un cambio, es que acudimos a aquellos quienes ya han habitado y descubierto la magia de lo evidente: los escritores son los cartógrafos emotivos de la sensibilidad colectiva; con sus textos reconstruyen una ciudad donde la imaginación se torna más poderosa que la realidad.



La calle

Caminar en un síntoma favorable; los muertos no andan… Unas cuantas semanas bastan para caer muy bajo; pero aún entonces la calle es nuestra; ninguna ley nos prohíbe caminar por la calle con tal de que no estemos muertos.


¿Qué tiene que ver la calle con el diseño arquitectónico? Lo que ésta representa para aquél que proyecta, no es más que una vía de acceso, una posible fachada, un límite geométrico con posibilidad de cerrarse, no más. Como arquitectos, tendemos a diseñar sin considerar ese exterior confuso, opaco, que ensucia “nuestro” edificio; inclusive podemos empezar a diseñar sin haber acudido al lugar, únicamente con unas cuantas fotografías y las dimensiones precisas del predio, la ubicación y orientación geográfica, así como las limitantes normativas; no más. Lo cierto es que no entendemos o no queremos entender. ¿Qué más hay, además de datos geográficos, geométricos, políticos, socio-económicos, inclusive urbanos? ¿Será que hay algo más?
Quizá convendría coger una lupa. El autor de La poética del espacio nos dice que “coger una lupa es prestar atención, pero ¿prestar atención no es ya mirar con lupa? La atención por sí misma es un vidrio de aumento”. Nosotros, al igual que la gente apresurada –los arquitectos somos gente muy apresurada– no penetra en el “mundo pequeño” de la atención, sólo transita linealmente, siguiendo el hilo de aquello que tiene que hacer durante su jornada; y cuando no rige la prisa, su atención la acapara el espectáculo de nuestros tiempos, latente a lo largo y a lo ancho de nuestro espacio público, encarnado en los centros comerciales, los escaparates y las pancartas publicitarias (y en lo que nos concierne, también en las revistas de arquitectura); siendo como un acto de prestidigitador, que sorprende y divierte. No obstante la atención que atrae el poeta hace soñar, hace detenerse; es menester devolverle la poesía a nuestra premura. De aquí vemos que se trata de un acto en conjunto: habitar y diseñar para el habitar. Afortunadamente, nuestra profesión nos permite actuar en ambos sentidos. Como los escritores, ¿no podríamos transformar lo ordinario en poético?, ¿revelar “la otra realidad” en la realidad de la vida cotidiana?
Sobre la calle, uno de ellos nos dice:


La calle es el primer rostro de la ciudad. Aunque se halle dormida, cerradas sus puertas y ventanas, la calle es espacio de tránsito y complemento del diálogo que con la urbe establecemos. Niños de la calle llamamos a los hijos de la noche; arroyo se denomina a la calle; andar en la calle denominamos a la situación en la que no tenemos nada. Nada sino la calle misma, su espacio que es al mismo tiempo refugio y campo de batalla, lugar para el encuentro y sitio de comunión entre el caminante y el cuerpo de la ciudad.


La calle entonces no es sólo lo que creíamos; es el sitio de comunión entre el habitante y su ciudad, como menciona Vicente Quirarte. Desde el diseño arquitectónico, ¿cómo podríamos hacerle justicia a ello? Habría que aprender a escucharla, coger la lupa no sólo para mirar sus detalles, también para oírlos, experimentarlos y sentirlos; de entregarnos a su vastedad. Pero no hablamos de la vastedad en un sentido objetivo, sino de la que habla Bachelard al referirse a la concepción de Baudelaire al respecto; nos dice que la grandeza del espacio íntimo proviene de la profundidad insondable de los vastos pensamientos; y que, a su vez, la “profundidad de la vida” se revela en el espectáculo que tiene uno bajo los ojos, en aquellos instantes que se convierten en un símbolo. Y siendo que el espectáculo exterior ayuda a desplegar esa grandeza y profundidad, se hace necesario buscar aquella vastedad a través del diseño arquitectónico, prestando especial atención a los “espectáculos cotidianos” que se hallan ante nuestros ojos. No hablamos de prestar atención a lo grandioso, lo monumental, lo espectacular, lo saturado, lo que va únicamente en busca de lo llamativo, “lo que vende” para emularlo; hablamos más que nada de apreciar lo “ya existente”: como la lluvia, el viento, el cambio de estación o las formas particulares de la vida humana. Comparemos un artificial “salto de agua”, que intenta llegar al cielo pero que ni siquiera se acerca, con el estado de contemplación que provoca la lluvia –y su sonido particular que genera al golpear un ventanal diseñado para ello–; o con el espectáculo de ver las hojas caducas de un árbol en otoño –y el sonido particular que produce al caminar sobre ellas–; o con la aparición sorpresiva de las flores moradas de la jacaranda –que pinta el suelo como si la fronda se reflejara en él–; o con la cambiante concurrencia de presencias que convergen en el sitio a lo largo del día; o con la peculiar transformación de la calle en vísperas de Navidad.  ¿Por qué no prestar atención a lo existente y diseñar en torno a ello, para que pueda contemplarse e interiorizarse?


El afuera y el adentro

Dentro y fuera constituyen una “dialéctica de descuartizamiento”, suele corresponderse con la dialéctica del y del no que lo decide todo; haciéndose de ella una base de imágenes que dominan todos los pensamientos de lo positivo y lo negativo. Lo mencionado nos hace pensar en los límites que planteamos en la arquitectura y la ciudad misma, considerando invariablemente lo de dentro como privado y lo de fuera como público; lo interior, seguro y lo exterior, inseguro; lo cercado, positivo y lo abierto, negativo; lo de fuera, para los urbanistas o paisajistas, y lo de dentro para los arquitectos. Bachelard nos dice que “El ser es por turnos condensación que se dispersa estallando y dispersión que refluye hacia un centro. Lo de fuera y lo de dentro son, los dos, íntimos (…)”. Sin embargo, como diseñadores, no dejamos de edificar límites que segregan, umbrales que filtran y que privilegian a unos cuantos; se siguen diseñando barreras que duelen en ambos lados.
            ¿Qué pasa cuando pensamos en el adentro? Seguramente nos evocaría resguardo, seguridad, pertenencia, intimidad –tratándose de la casa propia o los sitios comunes. Cuando estamos fuera, lo que queremos es “llegar”, no importa el espacio ni el tiempo recorridos, sólo el instante en que atravesamos el umbral, el momento preciso en que cerramos la puerta a nuestras espaldas. Y ello resulta gratificante si aquél dentro se trata de nuestro espacio, donde gustamos estar, donde podemos habitar, donde nos sentimos en casa. Pero, ¿cuánto tiempo estamos afuera?, ¿por qué no podemos sentirnos en casa “dentro de ese afuera”?
El autor de Elogio de la calle nos dice que “hay en la ciudad lugares de consagración en el espacio profano de quienes vegetan por la ciudad y no la viven, de quienes la atacan sin mirar sus destellos”. Áspera y noble, la ciudad nos enseña a amar sus gestos insustituibles, nos habituamos a sus rincones y formas que hacemos nuestros y que no pueden estar más que en este y aquél espacio que también es nuestro. Lo anterior nos dice que pertenecemos a nuestra ciudad, y ella nos pertenece; y a pesar de sus innegables destellos y gestos nobles –sobre todo al hablar de una ciudad erigida sobre una concepción mística imborrable– es menester construir para el habitar, fundar mundos, revelar “la otra realidad” para que sus habitantes, y no sólo los poetas, puedan combatir por ella:


Quien combate a la ciudad, combate por ella, contribuye a su permanencia (…) quien vive la ciudad de manera auténtica terminará por comprender sus epifanías y agradecer doblemente la concreción de sus milagros.


De esta manera, el dentro también es la ciudad, ya que la arquitectura misma es su piel y nosotros –los habitantes que poblamos y recorremos sus arterias– constituimos su sangre. De esta manera, las lecturas que de ella hacemos equivalen “a un gran tratado de anatomía urbana”. Y en el constante dinamismo de este sistema complejo, cambiamos con ella: “Descender en el agua o errar en el desierto, (así como entrar y salir) es cambiar de espacio”, que no es una simple operación del cuerpo, como se interpretaría desde el relativismo de las geometrías. No se cambia de lugar, se cambia de naturaleza. Lo mismo sucede cuando transitamos la ciudad, no nos movemos de un lugar a otro, sino creamos ensamblajes de naturaleza diversa, nuestro ser se despliega con el espacio mismo, con su ligereza, pesantez o estrechez; a través de sus ritmos y movimientos. Cabría preguntarse, ¿de qué manera estamos cambiando de naturaleza –de ser– con los espacios que nos brinda nuestra ciudad actual y su arquitectura?


La otra realidad

Podemos visualizarnos como “uno en nueve millones”, como “uno de muchos siglos”, como “una de muchas ciudades”, como “una de tantas realidades”. O podemos hacer un esfuerzo y concebirnos como “aquél que funda la ciudad a diario”, como “el mejor de los siglos”, como “la ciudad por excelencia”; y esforzarnos aún más para re-descubrir “la realidad de la poesía” y habitar en ella.
Probablemente para ello –o al menos para comprenderlo– sea menester mirar atrás, rememoras nuestras raíces. La ciudad que precedió a la nuestra no se regía por nada similar a la planificación moderna que ganó terreno en occidente hace cuatrocientos años, los mapas de la Gran Tenochtitlan, trazados por manos indígenas –ya bajo el dominio de los españoles– dan cuenta de la concepción que de ella tenían sus primeros habitantes: se trata de una imagen nacida a partir de la concepción cosmogónica de la ciudad. “Del mismo modo en que varias generaciones de maestros constructores se sucedieron para erigir las catedrales góticas, los mexicanos construyeron su ciudad en el pensamiento a lo largo del siglo y medio de su nomadía”.


La historia de la fundación de Tenochtitlán, el momento preciso en que tiene lugar el encuentro entre el orden divino y las inmediatas necesidades de los hombres, es uno de los sucesos que, dentro del terreno del mito simbólico o del hecho histórico comprobable, repite un mecanismo arquetípico de los hombres en el hallazgo del lugar donde se pertenecen: imaginada desde antes, la ciudad se consuma cuando el Pueblo del Sol encuentra el símbolo augurado. Profecía realizada, la ciudad adquiere carne y trazo y orden: geometría en el tiempo y el espacio. Sólo de esa manera el significante puede adquirir significado.


Ante lo anterior, resulta evidente que el trazo y orden actuales, así como su geometría en el tiempo y el espacio, responden a principios harto distintos. “La llegada de los españoles modificaría no sólo la historia autóctona, sino daría un giro radical a su concepción del mundo”. La destrucción de la cultura mesoamericana perseguía un objeto más: la desaparición de la memoria. “Los vencedores hicieron prosperar la leyenda negra de una ciudad autoritaria, sanguinaria e idólatra. Sobrepusieron sus arquitecturas, sus concepciones urbanas, sus cruces y sus santos (…)”. La mención de ello no tiene la finalidad de execrar los acontecimientos históricos, sino de no dejar de lado “los fantasmas que justifican el presente” para entender nuestra condición contemporánea y, más aún, porque es en aquella antigüedad –la que nos pertenece– donde reside el carácter ritual de nuestra ciudad, donde es posible su reingreso a aquél tiempo cíclico que ha sido eclipsado por la duración lineal de nuestras acciones cotidianas.
            Quirarte, al hacer la biografía literaria de la Ciudad de México (registrando más de un siglo de vivencias pasadas de nuestros escritores) nos orienta al respecto: “Transitamos por el espacio primigenio de la ciudad para realizar nuestras labores; olvidamos que detrás de cada una de sus piedras, se halla un enigma por descifrar, y que cada uno de nosotros, al nutrir a la ciudad, estamos siendo sus fundadores”. Pero no basta el trazo de los ojos para fundar la ciudad; se hace necesario fundirse y confundirse con ella, hacer que el resto de nuestros sentidos participen de la aventura de trazar una “cartografía literaria” con el cuerpo. Y ciertamente de ello nos podemos valer los arquitectos; lo que también nos recuerda otro autor que conoce bien a los poetas.
Lo grande sale de lo pequeño gracias a la actividad de la imaginación: “El detalle de una cosa puede ser el signo de un mundo nuevo, de un mundo, que como todos los mundos, contiene los atributos de la grandeza”. Encontramos estos atributos en aspectos aparentemente insignificantes: el jardín japonés, por ejemplo, no sería lo mismo sin el ritmo sonoro generado por su estanque (un sistema simple que recibe el agua de un chorro y que, cuando se llena, golpea la superficie del estanque produciendo un chapoteo); tampoco un pueblo sería el mismo sin las campanadas de su iglesia. ¿Será que podemos prestar atención a los detalles para darle sentido al habitar, considerando los sonidos, los aromas o las sensaciones? Bachelard menciona que la causalidad de lo pequeño conmueve todos los sentidos,  y aunque generalmente la vista domina, abrevia, “(…) un rastro de perfume, un olor ínfimo puede determinar un verdadero clima en el mundo imaginario”. Y a este mundo imaginario es al que apelamos.
Así como Bachelard propone tomar los documentos literarios como realidades de la imaginación, podríamos proponer una realidad más allá de la vida cotidiana, escondida en la arquitectura y la ciudad misma, pues ¿por qué los actos de la imaginación no habrían de ser tan reales como los actos de la percepción? Esas imágenes, que hemos olvidado a formar sus habitantes, podemos recibirlas de manos de los poetas. Como diseñadores, hemos de acudir a la poesía para hacerlas latentes.
            Porque ya nos encontramos ante una inmensidad oculta, no obstante, presente: aunque parece muy lejano aquél pasado en que, tras siglo y medio de búsqueda, los peregrinos se reconocieron en su espacio; que este día de comienzos del nuevo milenio, alguno de sus habitantes medite sobre la grandeza de aquella ciudad, en ésta que se manifiesta presurosa y decadente, apocalíptica y utópica, “(…) significa que la ciudad seis veces secular aún no nos abandona, y condiciona tanto nuestras grandes victorias como la diaria y no menos grande aventura de fundar cotidianamente la ciudad”.

Ciudad de México, noviembre 2017.

Viviana Catalina Benítez Jiménez


vicabeji@gmail.com

REFERENCIAS
BACHELARD, G. La poética del espacio. Fondo de Cultura Económica, México, 1975
QUIRARTE, V. Elogio de la calle. Biografía literaria de la Ciudad de México 1850-1992. Cal y arena, México, 2001

 

NOTAS


Quirarte, Vicente. Elogio de la calle. Biografía literaria de la Ciudad de México 1850-1992. Cal y arena, México, 2001, p.596

Ibídem, p.596

Ibídem, p.650

El autor menciona originalmente que, aquél escritor que acude a una invención fácil le falta esa semilla de ensueño que podría transmitirse del escritor al lector. Bachelard, Gaston. La poética del espacio. Fondo de Cultura Económica, México, 1975, p.184

Quirarte, Vicente. Op.cit., p.598

Fragmento de Carlos Valdés de “La calle aún es nuestra”, en El nombre es lo de menos. Ibídem, p.665

Bachelard, Gaston. La poética del espacio. Fondo de Cultura Económica, México, 1975, p.194

“La obligación estética del escritor es lograr que lo cotidiano se convierta en poético.” Quirarte, Vicente. Op.cit., p.663

Ibídem, p.666

Baudelaire escribe: “En ciertos estados de alma casi sobrenaturales, la profundidad de la vida se revela por entero en el espectáculo, por corriente que sea, que uno tiene bajo los ojos. Se convierte en un símbolo.” Bachelard, Gaston Op.cit., pp.229-230

Ibídem, p.250

Ibídem, p.256

“(…) Si hay una superficie límite entre tal adentro y tal afuera, dicha superficie es dolorosa en ambos lados.” Ibídem, p.256

Quirarte, Vicente. Op.cit., p.664

Ibídem, p.640

“(…) a un inventario donde no podemos dejar fuera los fantasmas que justifican el presente”. Ibídem, p.624

El autor utiliza la palabra “espíritu” en lugar de “cuerpo”; nos atrevimos a cambiar el término para explicitar la idea de la objetividad de la concepción geométrica del espacio. Bachelard, Gaston Op.cit., p.245

La “Fundación de México Tenochtitlan”, en el Códice Mendocino resume el sentido fundacional del núcleo azteca: “En el centro aparece su glifo simbólico y sobre él se posa el águila que alude al mito de su fundación. De ese centro parten cuatro triángulos que han sido interpretados como los cuatro barrios en que se dividía la ciudad, mismos que se orientan hacia los puntos cardinales, inscribiéndose la traza de la capital azteca en un contexto cosmogónico de tradición mesoamericana”. Quirarte, Vicente. Op.cit., p.599

Ibídem, p.600

Ibídem, pp.600-601

Ibídem, p.599

“(…) Inmersos en nuestra duración profana y en nuestra cotidiana ceguera, debemos descifrarla y descubrirla, encontrar sus milagros a partir de sus desastres, sus hierofnías en medio de sus rutinas y sus ruinas”. Ibídem, p.606

Ibídem, p.624

Ibídem, p.601

Ibídem, p.601

“Fundar es establecer, basar, construir. Modificar el espacio y de tal modo rendir testimonio de nuestro paso por la vida”. Ibídem, pp.605,607

“El hombre de la lupa suprime (…) el mundo familiar. Es una mirada fresca ante un objeto nuevo. La lupa del botánico es la infancia vuelta a encontrar. Presta de nuevo al botánico la mirada amplificadora del niño. Con ella vuelve al jardín, en el jardín: où les enfants regardent grand (P. de Boissy Main première, p.21) Bachelard, Gaston Op.cit., pp.191-192

Ibídem, p.211

Ibídem, p.195

Parafraseando la idea del autor, quien escribe: “Parece muy lejano el instante en que los peregrinos reconocieron su espacio, se re-conocieron en él. Sin embargo, que este amanecer de 1992 uno de sus habitantes medite sobre la grandeza de la ciudad original, en ésta que se aproxima acelerada y dinámica, agonizante y renaciente, apocalíptica y utópica, al fin del milenio, significa que la ciudad seis veces secular aún no nos abandona, y condiciona tanto nuestras grandes victorias como la diaria y no menos grande aventura de fundar cotidianamente la ciudad”. Quirarte, Vicente. Op.cit., p.605