La
Casa Muda
Tocó el timbre
sin entusiasmo pero con la secreta esperanza de que, por esa vez, al menos,
las cosas fueran distintas. No podía ser que el día prosiguiera
tan absurdamente idéntico: "¡Ya le dije que nada, que
no quiero nada! ¡ Lárguese!"; que ni la tarde acabara
bien: "¡Pase usted! ¡No faltaba más! ¡Tanta
falta que nos hacía algo así! Pero siéntese, hombre,
no se quede ahí. ¡Vaya, por Dios, con lo cansado que se ve!"
Ojalá el haber pulsado tres veces el timbre cambiara su suerte.
Algunos recomendaban hacerlo para que la gente abriera de buen humor.
Ojalá... Le vino a la mente una de esas historias de mala suerte
y de cómo ésta terminó cuando la víctima le
cortó la cola a un gato negro la medianoche de un viernesanto.
Sonría. Si en verdad resultara. Todo es cuestión de fe,
de decir, por ejemplo: "Hago esto para que acabe mi mala suelte."
Sin embargo, lo del timbre no iba a servir. Estaba seguro. Porque algo
-quizá el día nublado o la sensación de soledad y
frío que 1a noche anterior lo mantuvo despierto hasta muy tarde?,
lo inducía al pesimismo, a suponer que nada sería halagüeño,
que nuevamente una mujeruca desgreñada y roñosa 1o mandaría
al demonio. Eso en el mejor de los casos; en el peor, salía una
bestia con trazas de insomne o de alcohólico y... Estaba convencido
de que no sería de otro modo, así el día se prolongase
por siglos y visitara todas las casas de todas las calles de todas las
ciudades de la Tierra. No obstante, una especie de hastío o de
anhelo lo impelía a insistir, a seguir llamando, aunque dentro
de sí comenzaban a crecer el fracaso y ese extraño júbilo
de la desilusión, tan intenso como el de la alegría y quizá
más legítimo.
Volvió a tocar y de nuevo el sonido del timbre horadó las
profundidades de la casa. Ahora comenzarían los carraspeos, los
roces de pies, los "ya voy" y, finalmente, escucharía
el chasquido de la cerradura, pero la llamada no provocó ninguna
reacción en la vivienda. Seguramente su inquilina era alguna anciana
solitaria, dueña de varios gateas, de maceteros con dalias y orquídeas,
y tal vez de un perico; también podía ser habitada por algún
excéntrico, enemigo de coloquios y visitas. Pero, entonces, ¿para
qué el timbre?
El mutismo de la casa fue lo último que esperó Podía
aceptar el mal tiempo, el trajín, las injurias, etcétera
(en cierto modo, eso era parte del oficio), pero que hasta las casas lo
desdeñaran era el colmo del la humillación. Eso estaba más
allá del infortunio, de toda tolerancia, de la propia dignidad.
El día no podía terminar de esa manera; en un silencio húmedo
y escandalosamente neutro. Era preciso insistir hasta que alguien saliera
a mar darlo a la perra que lo parió. O podía ser a la gallina
o a la zorra; no importaba. Pero, por lo menos, eso sería un testimonio
de vida, de gente: un instante de comunicación y compañía
bajo la lluvia.
Por tercera vez pulsó el timbre, aunque virtualmente desinteresado
de todo propósito comercial. Porque ya 1o importante no era vender,
sino que abrieran; eso era 1o único que realmente importaba. No
vender; no mostrar; no discutir. Todo eso era superfluo. Lo esencial era
que abrieran, así fuese para gritarle: "No joda y váyase
al carajo!", o cualquier cosa que lo rescatara de esa calle mojada,
de esa tarde podrida y gris perdiéndose hacia arriba y detrás
de las casas, en los desagües, en la boca y en los pasos de ese hombre
quo sostenía un gran paraguas negro; algo que, aunque fuese fugazmente,
lo incorporase al verdadero mundo de los hombres. Eso era. Algo que lo
aliviara de esa sensación de muerte que, a lo largo de años,
había ido espesándose dentro de sí. Tocó,
volvió a tocar, pero nada. Más bien, con cada timbrazo,
sintió aumentar el silencio; casi lo sentía fluir por debajo
de la puerta.
Pensó que lo mejor era prescindir del timbre y llamar directamente
a la puerta. Sus puños golpearon, una y otra vez, contra la madera,
mas todo siguió igual. Entonces un rencor oscuro comenzó
a formarle una bola en el estómago. ¡ Ya verán si
abren o no! Puso a un lado su maletín con muestras de cosméticos
y detergentes. ¡ Abran infelices cabrones! ¡Abran, desgraciados!
¡Abran! Y continuó golpeando pateando hasta que los vecinos
acudieron, alarmados, y lo sujetaron mientras llegaba la policía.
Luego declararon que, en verdad, les sorprendía mucho que el vendedor
hubiera llamado a su propia puerta en esa forma. En años de vivir
allí, jamás había observado una conducta tan desusada.
Pero lo más sorprendente, agregaron era el hecho de que hubiese
llamado, porque el vendedor era soltero y siempre habla vivido solo. Absolutamente
solo.
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Dimas
Lidio Pitty
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