El
árbol perdido
Dando vueltas y más
vueltas, con el sol a plomo, Alberto proseguía la búsqueda
inacabable. Ya no era fatiga sino agobio, pero su afán continuaba
alentándolo. Insistió dos largas horas. A1 fin sólo
halló una sombra en la mitad del huerto y una piedra enorme que
lo esperaba. Descansó. Esta vez se sentía extenuado. Ojos
hartos de escudriñar, horas de marcha registrando cada rincón.
El sol se mantenía intolerable y no logró seguir.
Tantos años habían pasado que nostalgia y esperanza eran
simples nombres de lo mismo. Sopló una brisa. Alberto respiró
hondo, como para llenarse de campo y de luz. A1 menos ya tenía
casa con algo indispensable, un gran huerto salvaje. Su trabajo lo obligaba
a cambiar de ciudad, pero él buscaba siempre los alrededores. Ese
día empezó al amanecer, muy animoso. Apenas si miró
el caserón, vacío en espera de la familia. Ya lo había
examinado al comprarlo; ahora no parecía importarle.
Le era imposible comunicar ese recuerdo y menos a su familia. Tampoco
a los amigos que tuvo y dejó de ver. Hasta la mejor amistad puede
caer desprendida como una corteza. Alberto no esperaba encontrar comprensión
de algo que los años habían convertido en absurdo. Sólo
importaba su propia realidad, unida a ese pasado que rondaba no como un
tormento, sino como un vacío. Era la razón de sus silencios.
Por lo demás todo iba bien y hasta debía considerarse feliz.
El aire refrescó, sacándolo de su entresueño. Un
aire ligero como el que por esos meses soplaba en el huerto antiguo. Los
recuerdos persistían. Alzó la vista y sus ojos se abrieron
sin ver bien todavía. Allí estaba, aunque no. Podía
engañarse, pero no. Horas, años buscando y lo que había
allí era un arbusto. El mismo. Las hojas, las flores, la aspereza
de las ramas. Parecía más bien un árbol joven. Se
levantó y detenidamente recorrió otra vez el lugar: no vio
otro. Quizás pudo haber mirado mal a esa altura, quizás,
lo traicionó el cansancio. Pero allí estaba, joven y frágil.
Lo invadió el entusiasmo. No duró mucho.
Era demasiado. Demasiada alegría y demasiadas impresiones contrapuestas.
Júbilo del hallazgo, reaparición del misterio y también
una clara impotencia. Recordó algo que su padre decía:
Los bienes y las glorias de la vida
o nunca vienen o nos llegan tarde.
Solía repetirlo a media voz. Según él eran versos
olvidados. No para Alberto y en esos instantes. Quizá nunca antes
los entendió, quizá encerraban más. Volvió
a respirar hondo. Era más bien feliz.
Don Luis Hinojosa era uno de esos sabios a quienes la gente respeta sin
saber por qué. Sus colegas lo consideraban un gran botánico,
pero no lo decían ni le otorgaban distinciones. A don Luis poco
le importaba: aunque no se daba humos, sabía quién era él
y quiénes los otros. Padre cariñoso y distraído,
respiraba sencillez y en sus ojos se escondía una dulzura penetrante.
Cuando al atardecer, tres veces por semana, volvía de la universidad
en su viejo coche, Alberto, su hijo menor, acostumbraba esperarlo en el
jardín de fuera. A esa hora los pájaros despedían
al sol. La luz duraba largo, salvo en invierno, y un paseo por el huerto
era placer inevitable.
Al entrar don Luis lo saludaban su mujer y los hijos mayores, afectuosos
pero apresurados, llenos de quehaceres. Se sentían vivir un mundo
práctico. Menos atareado o quizá porque estudiase con facilidad,
Alberto estaba siempre dispuesto. Le fascinaba el observar apasionado
de don Luis. Con la sabiduría de los jóvenes, adivinaba
el mundo antes de conocerlo.
Todo se entremezclaba
libre: árboles frondosos y otros humildes, arroyos, matas de flores,
enredaderas, ortigas, rumores, pájaros, montículos pedregosos
y pequeños llanos. Allí nadie se ocupó en sembrar
frutales o en apartar un rincón para legumbres. La sombra de la
tarde era delicia. ¿Por qué, se preguntaba, sus hermanos
hubieran preferido estar en la ciudad, más cómoda según
ellos? Estaban ciegos y se creían realistas. Sentado en la banca
(lo único que llevaron al huerto manos humanas), Alberto leía
y por momentos charlaba con don Luis. El doctor paseaba con aire soñador,
pero atentísimo. Había plantas de su predilección,
otras que parecía estudiar. Casi nunca dejaba de examinarlas, así
fuese un momento. El muchacho lograba participar de algunos secretos,
aunque jamás pensó en ser botánico.
Lo movía algo más sencillo y más hondo: su pasión
por el campo. Intuía la plenitud de su padre, para quien la naturaleza
a la vez era objeto de amor y saber. Se sentía a sus anchas acompañando
a don Luis en aquel lugar que liberaba los sentidos. Su padre le dijo
una vez: "Aquí tienes la verdad de nuestra vida, pero arrinconada".
Al entrar al huerto
les daban la bienvenida unos helechos, grandes como guardianes. Esa variedad
sólo existía en la región y el doctor Hinojosa la
descubrió ahí mismo; así comenzó su fama.
Llegado el momento, el muchacho hacía preguntas. Al fin se sentaban
en la banca frente al árbol, que don Luis miraba y remiraba; a
veces tomaba notas. Lo habían visto crecer (quizá por eso
el banco estaba allí); tenía ya buen tamaño. Entre
sus hojas color malva, caprichosamente recortadas, en primavera asomaban
florecillas de un rojo tímido. Cierta vez, mientras volvían
a casa, Alberto se atrevió a preguntar qué era.
-Pronto lo van a saber -le respondió el padre, sonriente?; quizás
sea un hallazgo serio. Ya ves que hace mucho lo observo.
- ¿Más importante que los helechos?
- Sin duda. Que yo sepa, nadie ha visto un árbol parecido. ¿Te
fijaste en la forma de sus ramas, en su corteza? ¿No te llama la
atención cómo se reparten las hojas? Ni consultando libros,
ni preguntando, ni viajando me informé de otro semejante. Hasta
podría ser único. Se yergue como un sobreviviente.
- ¿Ya has escrito sobre él?
- En eso ando. No sé por qué, prefiero trabajar este asunto
en la cabañita de la colina, tan íntima. Me siento mejor
allí, quizás porque escribo de un personaje a la vez próximo
y extraño. Eso será. Nadie diría que nuestro compañero
resultara una sorpresa. Cuanto más silvestre, más inesperado.
- Quizá sea parte de su encanto ?dijo Alberto. Hubo una pausa.
- Algo no entiendo ?confesó el doctor?. Hace años lo vi,
todavía tierno, y sigo sin saber cómo llegó, o si
estuvo antes que nosotros. He registrado los alrededores. No tiene compañía
y si la tuvo se ha extinguido. Así ocurre. La naturaleza no rinde
cuentas. A veces sobran explicaciones, todas posibles. Lo malo es que
sobran.
- ¿Por qué?
A Alberto más lo atraía el árbol que el enigma. Se
trataba de una figura familiar, cuya importancia su padre iba a revelar.
Preguntó:
- ¿Y crees que llevará tu nombre?
- A lo mejor ?contestó don Luis riendo?. Es lo usual pero nadie
sabe lo que ocurre. ¡Para lo que importa! Además llevamos
un apellido vegetal: viene de hinojo. Se armaría un enredo.
Volvió a reír.
El muchacho prefirió no comentar, aunque sentía orgullo.
El doctor fue a sumergirse en sus libros y Alberto a preparar un ejercicio;
estaba algo retrasado. Trabajó fuerte, pero se sentía incómodo.
El frío de la tarde lo había dejado maltrecho. No amaneció
bien y lo ocultó. Esa noche estaba invitado como todo un personaje.
Entre los de su edad, Alberto era otro. Contagiaba entusiasmo a amigos
y amigas. Regresó tarde, tosiendo y afiebrado. Tuvo que guardar
cama unos días.
El doctor Hinojosa viajó a dar conferencias. Al despedirse le advirtió:
- Mientras estabas resfriado apareció por el huerto una chiquilla.
No hablamos mucho, pero nos hicimos amigos. Se llama Cecilia. Ten cuidado.
Parece inocente y es menor que tú.
Lo tuvo en cuenta. Alberto llenaba las ausencias paternas yendo a estudiar
al huerto. Lo movía un hábito arraigado y sobre todo el
gusto de ocupar el puesto de don Luis. Esa tarde, mientras leía,
Cecilia apareció.
- Sé cómo te llamas ?le dijo poniéndose de pie?.
Mi padre me habló de ti.
Cecilia sonrió.
- Yo también estoy informada. A mí me contó el doctor
Hinojosa que siempre venías junto al árbol.
Ya habían dicho mucho y se sentaron; ella en la banca y él
en una piedra, frente a frente.
- Mi padre es gran compañía - explicó Alberto- .
Así hable poco.
Cecilia asintió. El muchacho quiso añadir algo:
- Casi nada sé de sus estudios, pero me gusta verlo trabajar. Es
su gran placer. Vive en cada planta, en cada árbol.
- Sí - dijo ella- , por eso me hace sentir ir bien. Algo parecido
-añadió luego- debió ser mi padre, aunque no fuera
sabio.
- Da igual - le replicó enseguida-, ¿Por eso
vienes?
- No lo he pensado.
El muchacho se incorporó lentamente, clic una vuelta y acabó
junto a ella. Vio el mirar de sus ojos, que lo purificaba. Percibió
que Cecilia le tenía ya fe ciega. Niña con figura ;t juvenil,
pero niña aún. La tomó de la mame. Callaron largo.
Cecilia se levantó y se fue.
Alberto le llevaba tres años y se sentía hombre. Hasta entonces
lo atraían muchachas c de su edad. Ahora se hallaba ante una niña
creía que a medias vivía y a medias soñaba con quien
la menor traición sería un crin crimen Al día siguiente
Alberto volvió y a la misma hora ya estaba Cecilia.
Las costumbres se modificaron. En vez c de salir Alberto a recibir a su
padre, lo esperaba con Cecilia en la banca. Cada cual gozaba a su modo
del lugar. Una tarde llegó don Luis muy animado y hasta olvidó
su inspección del huerto. Los tres charlaron alegres es
Apenas partió Cecilia, el doctor se dirigió a su hijo:
- Vamos pronto a casa. Quiero reunirlos ahora mismo.
La madre llamó a los dos mayores y ambos se mostraron sorprendidos.
Esas convocatorias no eran usuales en su vida familiar, siempre sencilla.
Esta vez don Luis hizo abrir una botella y anunció:
Jamás lo creí. La universidad va a publicar mis trabajos,
hasta los más especializados. Acabo de firmar el contrato.
Mientras festejaban la noticia se alzó de pronto la voz de Alberto:
- De veras, todos tus trabajos?
El padre lo observó sorprendido.
?Prácticamente. Salvo uno que estoy acabando. Y tengo otra noticia:
para el nuevo libro quizás hay también editor.
Los hermanos mayores se miraron, quizá celosos, como averiguando
a qué se refería Alberto. Don Luis sólo informó:
- Es un hallazgo más bien reciente. Apareció aquí
cerca.
La primavera llegó cargada de satisfacciones. En el huerto asomaron
los retoños del árbol. Semanas de esperanza y de sol. Hasta
que una tarde Cecilia llegó con los ojos húmedos:
- Es terrible, nunca lo imaginé. Mi madre hoy decidió volver
a su tierra. Dice que no soporta más. Nos vamos.
Se echó en los brazos de Alberto. Don Luis, que venía, fingió
no ver y dio media vuelta. Más tarde hablaron padre e hijo en el
cuarto del muchacho.
-Me lo temía -dijo don Luis-. Ya te lo explicaré. Lo peor
es que a la edad de ustedes las ausencias resultan definitivas. Quizás
será mejor que tú viajes también, a una gran universidad.
Hace tiempo pensé que gestionaras una beca y nada dije al verte
tan feliz. Casi lo siento igual que tú. Si pueden, escríbanse.
Alberto lo escuchaba mudo. El padre esperó un momento para continuar:
-Quiero decirte algo que te gustará. Hace días que acabé
el libro sobre el árbol. No resultó demasiado extenso, pero
sí muy preciso. Le tengo fe. Me lo ha pedido un pequeño
editor extranjero, altamente respetado. Imprime poco. Sólo a ti
te lo cuento.
Le dio una palmada en el hombro y logró que por un instante el
muchacho sonriera en silencio.
Al partir se sintió envidiado. Parecía gran suerte, pero
nadie sabía cómo andaba por dentro. Ahora, tras el largo
viaje, vino el despertar. Nuevas gentes, mundos por descubrir; todo invitaba
al esfuerzo. Por primera vez se volcó de lleno en sus trabajos.
Su alegría ya no era igual, se había transformado en empuje.
Cuando no hay tiempo para recordar, las heridas cicatrizan pronto; sólo
se sabe tarde si dejaron huella. A los pocos meses le escribía
a su padre, diciéndole que en la universidad le iba "inesperadamente
bien".
De Cecilia sólo recibió una carta. Le parecía oírla
hablar, no había cambiado. Respondió de inmediato, pero
ocultando su pesimismo. Sabía que su padre estaba en lo cierto.
Cecilia no tenía edad para afrontar la situación y él
poco podía hacer desde lejos. Apenas tenía esperanzas. Sintió
que debía encarar la realidad como un hombre y dedicarse a sus
estudios.
Promediaban los cursos. Una tarde al volver halló una carta con
letra de su madre. Don Luis había muerto, rodeado de su familia.
Días antes tuvo la última satisfacción, ver sus obras
impresas: "La universidad ordenó que se las llevaran al hospital.
Me pidió informártelo y además te recomendó
no volver hasta dar exámenes, y bien. Estaba orgulloso de ti. Fue
una enfermedad inesperada y breve". Alberto se sintió perdido.
Quiso romper la carta sin terminarla; por fin leyó: "Estamos
tan abatidos que resolvimos vivir un tiempo en casa de mi hermana. Toma
la dirección".
Al día siguiente el muchacho advirtió que aún tenía
fuerzas para no ceder en el trabajo. Faltaban seis meses para el regreso.
¿A casa? Las palabras de su madre lo inquietaban. Sus temores crecieron
pronto. Otra carta anunciaba que iban a vivir a la ciudad: era más
cómodo para sus hermanos y mejor para que no los abrumasen recuerdos.
Más todavía, la universidad compró íntegra
la biblioteca. Alberto percibió aquellos signos. Todo parecía
dispersarse. Escribió exasperado: "Por Dios, jamás
vendan la casa. Lo explicaré en cuanto llegue". Nada respondieron
sobre el punto; más bien lo felicitaron por sus recientes éxitos.
Ardía en la espera y con razón. Siempre temió la
llamada sensatez de sus hermanos, no muy comprensivos de la figura paterna.
Se enorgullecían de don Luis pero todo acababa para ellos al ver
impresas las obras. Eran capaces, sin proponérselo, de borrar hasta
los vestigios de ese mundo que también era de ellos.
Hasta que volvió. Lo aguardaba la familia en pleno y le tenían
preparada una gran cena. Flotaba cierta inquietud y Alberto no tardó
en hacer la pregunta. La casa estaba vendida, meses atrás. El mayor
afirmó que nadie lo sentía como él y la indignación
estalló en los ojos de Alberto. Intentaron explicaciones: hubo
una oferta excepcional que los aseguraba a todos, "empezando por
ti". La respuesta fue inmediata y violenta. Intervino la madre: le
recordó al inconforme que era menor de edad y que la decisión
fine unánime. Trataron de calmarlo. Las respuestas del muchacho
fueron punzantes; luego no habló palabra. Esa misma noche partió
sin anunciarlo. Se alojó donde unos viejos amigos.
Desayunó temprano y fue a ver la casa vendida. No estaba ya el
portón con gruesas aldabas, tampoco los macetones de hierro que
había en el jardín delantero. Habían montado un andamiaje.
Buscó en vano las viejas figurillas que adornaban la parte superior.
Tres obreros resanaban la fachada.
-Adentro -explicó uno sin que nada le preguntaran? va a quedar
muy cómoda.
Alberto pidió entrar al huerto que daba a la colina. Debía
esperar al ingeniero o a alguno de la familia. Su impaciencia soportó
una hora entera.
-Pase -le dijeron-; procure no tardar mucho.
Se precipitó por la entrada lateral, rodeó la casa y de
pronto se detuvo. Lo que tenía enfrente era un jardín japonés.
"Ha costado mucho trabajo y mucho dinero hacerlo pronto." No
quiso saber de quién era la voz. Recorrió el lugar en todas
direcciones. El árbol ya no existía.
Creyó desfallecer y se fue casi huyendo. Tras horas de pesadilla,
comprendió que debería ir a ver a su madre. Casi al momento
le preguntó por el libro último.
?Ahí debe estar ?le contestó, dándole la obra?. Los
dos tomos son suyos.
Sin verlos replicó Alberto:
-No, por favor. Es seguro que no iba a aparecer aquí. Mi padre
me lo dijo. En el extranjero iban a publicarle una obra reciente, sobre
un árbol.
- ¡Ah! Quizás fuese un editor que quebró. Sé
muy poco de eso.
-Y los originales del libro adónde están?
La madre se mostró confundida y sugirió buscar un discípulo
de don Luis que fue su ayudante. Alberto lo vio al día siguiente.
Era un joven delgado que miraba con fijeza. No ocultó su inquietud.
Los originales partieron por correo y la imprenta tuvo que devolverlos.
Quizás llegaron a la casa vendida y allí se perdieron. Buscaron
una copia en la universidad. Nada hallaron.
Alberto no cedió y fue a la antigua casa, donde lo recibieron a
disgusto. Arriesgó un último intento. Ya al anochecer entró
en la cabaña de la colina. Nada habían tocado allí,
pero sólo encontró unas hojas de apuntes. Las tomó,
eran un testimonio.
Comprendió que no había posibilidades inmediatas. Lo ultrajaba
la pasividad de su familia. Decidió vivir fuera y continuar de
algún modo la búsqueda. Sólo se despidió de
su madre, sin explicaciones.
Un mundo se había derrumbado para él y no para sus hermanos.
Lo separaban distancias definitivas. Partió. Por primera vez pudo
medir su soledad, con el dolor de sus raíces rotas. Era preciso
luchar por ellas. Al principio indagaba afanoso, luego tuvo que descubrir
la perseverancia. Buscó especialistas ilustres, invocando a don
Luis. Tomó providencias para evitar un plagio. Tenía pruebas,
los apuntes que halló en la cabaña.
Años después todo se mantenía igual: el mismo empeño
y ningún resultado. Concluidos los estudios, Alberto buscó
un trabajo que le permitiera viajar. Ya casado y con hijos, todo prosiguió
sin contratiempos. Mientras, insistía en la búsqueda. Era
una idea fija, pero mucho más una necesidad. No lo movían
premoniciones. Le era imposible aceptar que de su antigua vida se hubiesen
borrado hasta las cenizas.
Apareció por fin, más allá de su fe. Otra vez ante
el árbol, ahora de juventud inexplicable. Así era. Sobreviviente
ignorado, como el de su padre y sus recuerdos. Quizás lo recuperó
a fuerza de memoria. Había aguardado media vida, callado y terco.
Más que a recompensa, le sabía a bendición, pero
la inquietud apagaba su júbilo. Cerraba los ojos, cavilando, y
volvía a mirar. Faltaba el libro de su padre. Otros completarían
el hallazgo, ya habría cómo.
Allí estaba el árbol y era suyo. El único. No se
habían secado del todo ni viejas añoranzas ni tristezas.
La compañía paterna, el huerto antiguo y también
Cecilia. Sería que ella lo quiso como nadie después, tan
limpia que calaba el alma. Recordó ese latente amor femenino, próximo
a despertar en plenitud. No hubo tiempo para desengaños. Quizás
mejor así.
Lo inquietaron voces lejanas. Nadie había en la casa, era seguro.
Oyó mejor, las voces venían del camino. Se incorporó
rápidamente y logró encaramarse sobre el muro. Una muchacha
se acercaba con su madre. Reían. Sintió anudársele
el pecho, pero no se sor sorprendió. Era ella otra vez. No pensó
un instante que pudiera ser otra. Ya estaban cerca. Se miraron y le sonrió
o mismo que antes. Alberto debió sonreír también,
pero su espíritu se hallaba ensimismado. Tantos años y ella
era igual; él allí (y hasta el árbol), pero ya no
era el mismo. Bajó los ojos. Debió negarse a oír
lo que hablaban. La dejó pasar.
José
Durand
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