Arquitectura y Humanidades

Propuesta académica

Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.

"La poesía y la arquitectura"
La poesía y el presente, publicado por AUIEO, en coedición con Conaculta, 2013.

Alberto Blanco

La palabra 'arquitectura' se deriva de la palabra 'arquitecto', que proviene del latín architectus, y éste del griego arkhitékton. La palabra griega está compuesta por dos vocablos: árkho, que quier decir 'soy el primero', y tékton, que quiere decir 'obrero', 'carpintero', derivado a su vez de tíkto, que significa 'produzco', 'doy a luz'. Así, literalmente, un arquitecto es el jefe de una construcción, el guía o la figura principal. Y, por extensión, podríamos decir que la arquitectura es la obra principal. Aquello que se produce, que ha sido hecho, que se ha dado a luz.

La arquitectura, como todas las demás artes, tiene sus técnicas, su tradición y su poética. O muchas. A explorar la poética de la arquitectura ha dedicado un libro completo el arquitecto Anthony C. Antoniades, que en su Poetics of Architecture comienza diciendo:

Hay algo místico en la palabra 'poética'. Desde Platón y Aristóteles hasta Igor Stravinsky y Gaston Bachelard, la palabra se ha utilizado para hablar de la estética de la génesis de una obra, los ingredientes cualitativos del espacio, el hacer música. 'Poética' viene de un verbo griego que significa simplemente 'hacer'. Hacer espacios, hacer música, hacer arquitectura, hacer poemas… de aquí la confusión que se puede generar, pues mucha gente asocia el término sólo con la poesía, que no es sino una de las muchas formas de hacer: crear a través de las palabras.

Poetas y arquitectos, músicos y escultores, fotógrafos, bailarines y cineastas, pero también obreros de todos los oficios son -o pueden ser- artistas. Todo depende de la calidad de la conciencia con la que llevan a cabo su trabajo. Conciencia que se manifiesta, en primer lugar, como un sólido conocimiento de su tradición y de sus técnicas. Pero que, sobre todo, se manifiesta en el grado de necesidad interior y de creatividad con que realizan su obra. Conciencia, conocimiento, necesidad y creatividad.

Cuando todos estos 'ingredientes' -un término que le gusta utilizar a Antoniades, implicando en la metáfora el noble oficio de la cocina- se alían en el trabajo de un ser humano, podemos hablar de la presencia de un verdadero artista. Cocina y arquitectura aliadas, por ejemplo, en una deslumbrante metáfora de Lezama Lima: "culto de la miel y la almendra entrecruzando sus potencias unitivas en el juramentado trono del turrón." En este sentido, es más que entendible que Frank Lloyd Wright, uno de los mayores exponentes del arte de la arquitectura en el Siglo XX, haya dicho: "todo gran arquitecto, necesariamente, es un gran poeta. Debe ser un gran intérprete original de su tiempo, de sus días, de su época." Y que no sea un simple capricho invertir los términos de la ecuación para afirmar que todo gran poeta, necesariamente, es un gran arquitecto. Sobre todo, cuando de poemas largos se trata; o bien cuando hablamos de la mejor manera de estructurar un libro de poemas.

"Por lo menos esto hay en común entre la poesía y la arquitectura -dice Ramón Xirau en Palabra y silencio-: tratan de dar a los hombres un lugar en el espacio y el tiempo... Filosofía, poesía, arquitectura, quieren hacer que nuestro mundo sea habitable." Y aquí, desde luego, la palabra clave es habitable. Se trata de ofrecer hospitalidad: la prueba definitiva de que una obra arquitectónica cumple con su función. Este fue el error garrafal que cometieron los arquitectos de la torre de Babel. Su necia aventura no sólo no consiguió su propósito inicial, sino que volvió más inhabitable aún el duro desierto que el Señor había destinado a la pobre progenie de Noé. Los arquitectos de Babel, en su insolente pretensión de llegar al cielo, no sólo arruinaron toda su construcción, sino que llevaron a la ruina su propia vida y la de su descendencia. Estoy convencido de que el gran acto de orgullo de los constructores de la torre consistió en que no la hicieron habitable.

Tal vez si aquella torre hubiera sido hecha para ser habitada, como una ciudad-colmena, como un inmenso multifamiliar, hoy otro gallo nos cantara. Mas los hombres -y esto queda muy claro en el texto bíblico- la edificaron para hacer célebre su nombre. Aquí cabe preguntarnos: ¿con cuántos textos, con cuántos poemas no sucede lo mismo? Tal vez será por eso que merecen la confusión de lenguas, el desconcierto, el desdén y la incomprensión: no por ser grandes, ambiciosos, extensos, oscuros, arrogantes o complicados, sino por ser inhabitables.

El tiempo es el juez inexorable de las obras de arquitectura: les exige hospitalidad y durabilidad. No menos habría que exigirle a un poema. Porque sólo saciando esa hambre calor y de refugio hospitalario, esa sed de perdurabilidad, que el ser humano ha podido engendrar la civilización. Como dice el aforismo 50 de Kafka:

El ser humano no puede vivir sin poseer una confianza duradera en que hay algo indestructible en sí mismo, por lo que tanto lo indestructible como la confianza pueden permanecer ocultos para él demanera duradera. Una de las posibilidades de expresión de ese "permanecer oculto" es la fe en un dios personal.

A las obras de arquitectura, lo mismo que a las obras de todo tipo que los seres humanos somos capaces de edificar, las amenaza lo mismo que nos amenza tristemente a todos: la decadencia, la impermanencia, la enfermedad y la muerte. La forma en la que Oriente ha enfrentado el tema de la decadencia, la impermanecia, y la mayor o menor velocidad a la que se dan inevitablemente todos los cambios, contrasta en forma notable con la de Occidente: allí donde el oriental rehace un jardín Zen de arena rastrillándolo todos los días para conservar su esencia lo largo de los siglos, o reconstruye un templo cada veinte años -como el templo de Ise en Nara- poco o nada tiene que ver con la inamovible monumentalidad en piedra de los acueductos romanos o las catedrales góticas de Occidente.

Los materiales favoritos de Occidente -la piedra, el ladrillo, el concreto y el hierro- pretenden conservar por los siglos de los siglos las contrucciones ideadas por el hombre. Habría que agregar, a partir del siglo XX y de las ideas funcionalistas de la Bauhaus (Mies van der Rohe, Gropius, y otros más), la prevalencia del cristal que busca encaspular, como si se tratara de una vitrina, la obra cristalizada y con aspiraciones de eternidad. En Oriente, en cambio, los materiales mismos hablan de un aproximación distinta: la madera de los templos deja ver a las claras que no es en los materiales mismos donde ha de buscarse la permanencia y aun los atisbos de eternidad -o la aspiración de eternidad- sino en el espíritu del lugar, en el vacío, en lo invisible, inasible, innombrable e inefable que habita en el lugar y en la conciencia del hombre. Con la poesía sucede lo mismo.

Los occidentales tenemos mucho que aprender de la poesía de Oriente, particularmente de la poesía japonesa y, sobre todo, de la china. Las grandes obras maestras de Li Po y Tu Fu, de Su Tung Po y Wang Wei -por mencionar sólo algunas cimas- hacen uso reiterado del silencio, del vacío, de lo que no se dice, de lo que no está allí. La sutil reticencia de la poesía china es su fuerza. La ausencia está más presente que cualquier criatura de carne y hueso, que cualquier construcción. He aquí un poema de Wang Wei, titulado que yo traduje directamente del chino:

Me siento solo
entre los bambúes
Toco el laúd
silbo una tonadilla
Nadie me escucha
en el hondo bosque
Pero la blanca
luna me ilumina


El enorme espacio vacío que se puede sentir tanto en el bosque, como en la noche y la distancia de la luna, no es sino un eco del enorme espacio que deja el "yo" del poeta, y que le permite sentirse uno, ser uno, con los demás seres, sin interferir demasiado en sus asuntos. Si acaso una tonadilla, algunas notas tañidas en un laúd, dan fe de la conciencia que el poeta tiene de la sagrada interrelación de todos los protagonistas de esta breve obra maestra de la poesía taoísta china conocida por su título: "En el pabellón de los bambúes", y que tantas traducciones y exégesis ha provocado al a lo largo de los siglos.

Occidente ha tardado en aprender la lección. Pero hoy en día, una buena parte de la arquitectura contemporánea se enfoca en los espacios vacíos, en las sombras, en lo que no está allí, en la ausencia, en el misterio de la ausencia. Frente al incesante tráfago de la vida moderna, el tráfico, el ruido, la sobrepoblación y la masificación de nuestra sociedad, tanto la arquitectura como la poesía nos ofrecen un remanso de paz. Todas las artes se ven en la necesidad de ofrecer un contrapunto al consumismo y sus incesantes demandas publicitarias. Como dice Tadao Ando, uno de los grandes arquitectos contemporáneos: "si le das a la gente nada, la gente puede comenzar a ver por sí misma qué es lo que se puede lograr a partir de esta nada". Esta es la belleza del zen.

Occidente ha tardado en aprender la lección. Pero hoy en día, una buena parte de la arquitectura contemporánea se enfoca en los espacios vacíos, en las sombras, en lo que no está allí, en la ausencia, en el misterio de la ausencia. Frente al incesante tráfago de la vida moderna, el tráfico, el ruido, la sobrepoblación y la masificación de nuestra sociedad, tanto la arquitectura como la poesía nos ofrecen un remanso de paz. Todas las artes se ven en la necesidad de ofrecer un contrapunto al consumismo y sus incesantes demandas publicitarias. Como dice Tadao Ando, uno de los grandes arquitectos contemporáneos: "si le das a la gente nada, la gente puede comenzar a ver por sí misma qué es lo que se puede lograr a partir de esta nada". Esta es la belleza del zen.

En el discurso que Luis Barragán pronunció al recibir el codiciado Premio Nobel de arquitectura, el Premio Pritzker, sentenció:

La invencible dificultad que siempre han tenido los filósofos para definir la belleza es muestra inequívoca de su inefable misterio. La belleza habla como un oráculo, y el hombre, desde siempre, le ha rendido culto, ya en el tatuaje, ya en la humilde herramienta, ya en los egregios templos y palacios, ya, en fin, hasta en los productos industriales de la más avanzada tecnología contemporánea. La vida privada de belleza no merece llamarse humana.

Y como si Barragán no hubiera ya dicho una y otra vez que simple y sencillamente no es posible definir la belleza, el misterio de la belleza, nos ofreció una respuesta magistral, digna de Dogen o de cualquiera otro de los grandes maestros zen, a una pregunta que le formuló el arquitecto Mario Schjetnan:

- M. S.: Mencionas continuamente la palabra misterio al referirte a tu obra… ¿podrías precisar el término?
- L. B.: Creo que hay misterio cuando se ve la copa de un árbol detrás de un muro.

Hay misterio en un poema como hay misterio en una casa, y esto hermana a ambos artefactos en su condición de obras que han de ser necesariamente hospitalarias. Hay misterio en un árbol y en la sombra que proyecta un árbol en un muro blanco. Pero claro que la función práctica que tiene que cumplir, por definción, toda obra arquitectónica no puede compararse con la función que ha de cumplir un poema. Sin embargo, en un sentido más amplio, la condición de "habitabilidad", de hospitalidad, que toda obra de arte ha de ofrecer a quien la ve, la escucha, la toca, la sueña o la lee, es indispensable también en la poesía. La obra habla, dice, decide. La obra dicta lo que necesita. Y el arquitecto tiene que saber escuchar. En esto se parece al músico y al poeta. Así, por ejemplo, Goethe habló de la arquitectura como "música petrificada". Música de luz, aire, vista, color, textura, belleza y simplicidad. Unos años más tarde, en su ensayo "Metafísica de la música", que forma parte del libro El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer, al hablar de algunos elementos fundamentales de la música -como son la armonía, el ritmo, la simetría y la posibilidad de hacer perceptibles las relaciones numéricas racionales e irracionales "no, como la aritmética, con ayuda del concepto, sino por un conocimiento directo y que afecta de manera simultánea a los sentidos"- también relacionó a la música con la arquitectura. En la obra arquitectónica los ritmos, las relaciones numéricas y la armonía del conjunto se presentan directamente, no como conceptos, a nuestros sentidos:

En la serie de las artes que he establecido constituyen la arquitectura y la música los dos extremos. Son además las más heterogéneas; en realidad, verdaderos antípodas por su esencia íntima, su potencia, la extensión de sus propias esferas y su significación; este contraste se extiende incluso a la forma de manifestación: la arquitectura existe sólo en el espacio, sin ninguna referencia al tiempo, y la música existe sólo en el tiempo, sin ninguna referencia al espacio.

Las artes del siglo XX se han encargado de desmentir la tajante división señalada hace ciento cincuenta años por Schopenhauer: tanto la música contemporánea ha trabajado con el espacio -piénsese, por citar sólo un ejemplo, en las composiciones de Xenakis- como la arquitectura tiene más que presente la dimensión del tiempo. El espíritu del tiempo. El tiempo de gestación, desarrollo y terminación de una obra; el tiempo que, irremediablemente, va transformando los acabados, las pátinas, el entorno en el que se inserta, así como la manera en la que vemos y vivimos las obras arquitectónicas. El tiempo, en fin, que se requiere para recorrer, como si fuera la trama de una comedia o un drama, la obra principal.

"La arquitectura es el arte y la técnica de la construcción, empleados para satisfacer las necesidades prácticas y expresivas de la gente civilizada." Esta definición con la que se abre el capítulo dedicado a la arquitectura en la Enciclopedia Británica ofrece, de entrada, no pocas ventajas. Más allá de la brevedad -ventaja que ofrece cualquier definición que de verdad lo sea- pone de relieve algunos aspectos básicos que vale la pena destacar cuando se trata de hablar de las relaciones entre la poesía y la arquitectura.

Y el primer aspecto que me gustaría destacar en la definición de la Británica es el que habla del "arte y la técnica" de la arquitectura. Creo que vale la pena recordar en este punto que los griegos utilizaban una sola palabra -techné- para referirse a lo que, para nosotros son, hoy en día, dos términos totalmente diferenciados: por un lado el "arte" y por el otro la "técnica". Para los griegos, el aspecto estético de una obra, así como el rigor técnico con el que debía ser hecha, no estaban ni podían estar separados. No eran dos cosas distintas. Me parece que una obra arquitectónica, lo mismo que cualquier poema que de verdad lo sea, ofrece testimonio de una fe en esta unidad perdida en la medida en que no privilegia un aspecto u otro, sino que los considera ambos como las dos caras de una misma moneda: la creación. El poeta, como el arquitecto y, en primera y última instancia, el hombre, es un creador, un mediador, un conciliador de extremos y contradicciones: un hacedor de puentes.

El segundo aspecto que me parece notable en la definición de la Británica, es el que le otorga importancia a la idea de "construcción". Después de todo, las artes no son sino esfuerzos constructivos que hace el ser humano para balancear la incesante destrucción que le rodea por todas partes, y que lo mismo se ha confabulado para darle vida, que lo corroe incesantemente desde fuera y desde dentro. Y es que tanto se construye un edificio como se construye una sinfonía, una pintura mural, un libro de poemas, una relación afectiva o un nexo de confianza. Por eso Frank Lloyd Wright insistía tanto en que, lo mismo en la arquitectura que en la vida, lo más indispensable era la integridad.

El tercer aspecto de la definición de arquitectura que resulta interesante señalar es el que se refiere refiere a la expresión de "gente civilizada". Y aquí entramos de lleno a uno de los aspectos más peliagudos y contradictorios en toda obra de arte: el que implica la dialéctica que se observa entre naturaleza y civilización; o entre "lo crudo" y "lo cocido", como diría Lévi-Strauss. Y es que hablar de gente civilizada, implica, por fuerza, hablar de la Civitas: la ciudad. En los tiempos que corren, además, hablar de ciudad y de civilidad nos lleva inevitablemente a pensar en los problemas y desafíos de la grandes urbes del Siglo XXI, entre los cuales el fenómeno de la globalización no es, por cierto, uno de los menores. En el otro extremo, hablar de naturaleza, hoy en día implica hablar por fuerza de la ecología y del muy real peligro de extinción. A ninguna de estas instancias han sido ajenas la poesía ni la arquitectura.

Por lo que toca a la extraordinaria complejidad de la vida en las megaurbes contemporáneas y las diezmil dificultades que enfrentan sus millones y millones de habitantes en todo el mundo, vale la pena atender la reflexión que en Conversaciones con Michael Auping, hace Tadao Ando:

Creo que toda la gran arquitectura converge en un punto de quietud, la quietud que busca la conciencia humana [...]. Pero creo que las ciudades de hoy son mucho más complejas y densas que antes, y que hay una necesidad real de crear espacios que sugieran soledad y libertad espiritual. Creo que esto se logra mediante el orden y la sencillez, y no mediante ornamentos sucesivos. Tiene que ser una calidad que la gente perciba inconscientemente, una sensación de conciencia y de natural contemplación. Si ofrecemos la esencia del espacio y la forma, el individuo la completará con su imaginación.


En cuanto a la globalización, las palabras del arquitecto australiano Glenn Murcutt, ganador del Premio Pritzker en el año de 2002, resultan muy significativas:

Me temo que la globalización ha llegado para quedarse. El potencial es enorme, tanto negativo como positivo. Por un lado nos estamos transformando en un mundo único, algo muy importante, pero también enfrentamos nuevos peligros, porque se puede desarrollar una nueva forma de imperialismo, donde el poder económico comienza a sumergir las verdaderas identidades de los lugares y de las personas.

Si combinamos los conceptos expresados por ambos arquitectos y los aplicamos a la práctica de la poesía en nuestro tiempo, tendremos que, dado que la globalización es un fenómeno innegable, que ha transformado al mundo en un exorbitante mercado donde rige el capitalismo salvaje; y dado que la vida de millones de seres humanos apiñados en las ciudades es hoy más compleja que nunca, es indispensable que la poesía de nuestro tiempo sea capaz de mantener no sólo la identidad de lugares y personas, sino de idiomas y dialectos del de todo el mundo. ?Además, es necesario que la poesía logre converger en un punto de quietud donde la conciencia del poeta, y la del lector o el auditor, pacten una tregua con "esa guerra llamada sociedad", como decía Ivan Malinowski. Y es muy difícil que esto se pueda dar mediante el uso de recursos innecesariamente complejos y barrocos, y de inútiles ornamentos excesivos. Mucho más probable es que se pueda conseguir mediante el orden y la sencillez:

Casa para vivir,
casa que el hombre busca
desde que el mundo es mundo,
desde que el hombre es hombre,
desde que el techo es cielo.

Así como en estos versos del poeta chileno Braulio Arenas -uno de los fundadores del grupo surrealista Mandrágora- la velocidad, aliada de la brevedad y la ligereza -tal y como lo proponía Italo Calvino- son y habrán de seguir siendo características fundamentales para que las obras de arte de nuestro tiempo y del tiempo que está por venir, cumplan con su más importante función: ésa que, a falta de mejor nombre, hemos de calificar una vez más a la vieja usanza como espiritual.

Y dejo para el final el cuarto y último término que me gustaría destacar de la definción de la Enciclopedia Británica y que se refiere al binomio constituido por "las necesidades prácticas y expresivas ", que no es sino una nueva manera de hablar de "técnica y arte". Porque si bien es cierto que las formas, bien sean arquitectónicas o poéticas, pictóricas, o musicales, no son nunca el producto de un capricho, y surgen de las entrañas de una cultura y de la "voluntad de estilo" de un autor, también es cierto que ellas nacen de una función, de un clima, y hasta de una orientación astronómica, así como dependen esencialmente de ciertos materiales y técnicas.

Por lo que toca a las necesidades expresivas, personales, los verdaderos artistas no tienen opción. Bien lo dejó dicho el arquitecto mexicano Fernando González Gortázar al hablar, de los arquitectos y, en general, de los artistas:"lo único que pueden hacer a lo largo de su vida son autorretratos. Todo lo que no es autorretrato es plagio." Por lo que toca a las necesidades prácticas, hemos de convenir que eso que es tan obvio en la mayor parte de las las obras de arquitectura -saber para qué sirven- no lo es tanto en el caso de los poemas. Porque, ¿cuáles serían "las necesidades prácticas" que ha de atender un poema? Que, desde luego, no es sino una forma elegante de plantear la pregunta que tanta gente se ha hecho y se sigue haciendo: ¿para qué sirve la poesía?

A lo largo de una serie de ensayos de poética ya he intentado dar respuesta a esta pregunta abordándola desde distintos ángulos y ofreciendo diversas hipótesis sustentadas en la práctica:

1. La poesía sirve para "enaltecer la vida con una perfecta correspondencia de sus partes".
2. La poesía con minúsculas sirve para aproximarse en la medida de lo posible a la Poesía con mayúscula.
3. La poesía sirve para comprender que un idioma no es tan sólo un medio, un vehículo neutro, sino que es un ser vivo y como tal hay que tratarlo.
4. La poesía sirve para mantener con buena salud a "las palabras de la tribu", en la medida en que el poeta es "el médico del lenguaje".
5. La poesía sirve, como querían los antiguos poetas chinos, para "rectificar el lenguaje".
6. La poesía, en la medida en que es la otra forma de usar el lenguaje sirve, entre otras cosas, para reforzar nuestra inteligencia, nuestra capacidad de imaginar.
7. La poesía sirve como vehículo para entrar en contacto con las profundidades de nuestro inconsciente.
8. La poesía nos sirve como vehículo para llegar hasta la totalidad de nosotros mismos: hasta llegar a comprender que, por más que nos imaginemos otra cosa, ya somos lo que somos.
9. La poesía nos sirve como atalaya para atisbar o, todavía mejor, para recordar nuestra condición mortal y la libertad de la que gozamos para vivirla.
10. La poesía sirve para hacer que la nada suceda. Y esta nada es muy importante. Esta inutilidad de la poesía, esta capacidad que la poesía tiene para hacer que nada suceda, que la nada suceda, sirve para que no se nos olvide la nada que esencialmente somos.

Normalmente cuando una persona pregunta "¿para qué sirve la poesía?", está esperando que la respuesta automática sea: "para nada". Y bien se le podría responder socraticamente con otras preguntas: ¿Para qué sirve el color de los ojos?¿Para qué sirve el aroma de las rosas? ¿Para qué sirven las rayas de los tigres? ¿Para qué sirve el azul del cielo?

Sin embargo, si la pregunta se hace con toda sinceridad, es posible obtener una respuesta sincera también. Así, alguna vez, después de una hermosa lectura de sus poemas, le hice a Czeslaw Milosz la pregunta más difícil que se le puede hacer a un poeta, disfrazada del más puro lugar común: "¿qué es la poesía?" El poeta polaco guardó un largo silencio de honda reflexión, y al cabo me contestó: "sinceramente, no lo sé… todo lo que puedo decir es que la poesía me ha ayudado a vivir…" Subrayo que el poeta polaco, con gran sabiduría, en vez de responder a la pregunta "¿qué es la poesía?", respondió a la pregunta implícita: "¿para qué sirve la poesía?" ¡Sirve para vivir!

Y es que, como se desprende de las consideraciones anteriores, la poesía sirve -o puede servir- para muchas cosas. La poesía es un llamado que nos hacen las voces más antiguas enterradas en nosotros. Es la voz ancestral que nos habla de otro tiempo, es cierto, pero que al recordarnos cómo fuimos capaces de sobrevivir entonces nos está dando una lección para este tiempo. Una lección que, dadas las difíciles condiciones en que estamos viviendo, resulta por demás urgente. Es un recordatorio. Y no sólo para esto sirve la poesía. Sirve también, como dijo José Gorostiza en sus Notas sobre poesía: "para sacar a la luz la inmensidad de los mundos que encierra nuestro mundo".

¿Para qué más sirve la poesía? Sirve para guardar silencio. Para detenernos en las palabras y ver, observar atentamente, que hay algo detrás de las palabras que sólo en el silencio es posible captar. Sirve para que no se nos olvide nuestro origen, nuestra condición de seres humanos, es decir, de seres despiertos y luego dormidos en, por, y a través del lenguaje. Sirve para no perder nunca de vista nuestro lado de sombra. La poesía es una linterna mágica de palabras que nos permite observar en lo más soterrado de nostros mismos hasta llegar a reconectar la claridad de la mente con la oscuridad del cuerpo. Y/o viceversa.

La poesía sirve para que no se nos olvide que somos misterio; para que no se nos olvide que hay un lado de sombra al que no le podemos dar la espalda; para que no se nos olvide que formamos parte de una red; para echarnos luz sobre las posibilidades y los límites del lenguaje.

La poesía es una brújula: sirve para orientarnos en medio del caos generalizado, y para alcanzar a tener más consciencia de nuestros sueños y en nuestros sueños. No es poca cosa.

Como puede apreciarse de inmediato, muchas de las respuestas que he ofrecido a lo largo de estos ensayos dedicados a explorar la práctica de la poesía involucran -y no podría ser de otra manera- pares antitéticos: objeto y ser vivo; inteligencia e imaginación; conciencia e inconsciente; fragmentos y unidad; sueño y vigilia; limitaciones y libertad. Estos polos se pueden ver actuando, de una u otra forma, en cualquier obra de arte que se quiera considerar. Como bien observa el arquitecto finlandés Juhani Pallasmaa en su indispensable estudio sobre la arquitectura y los sentidos, The Eyes of the Skin (Los ojos de la piel):

Una obra arquitectónica es grande precisamente en la medida en que logra fundir en un todo las intenciones y alusiones opuestas y contradictorias. Es necesario que en una obra exista una tensión entre las intenciones concientes y los impulsos inconscientes para que pueda abrir [y pueda abrirse a] la participación emocional del observador. "En todo caso -como escribió Alvar Aalto- uno debe lograr una solución simultánea de las oposiciones."

Y sí, es verdad que son grandes y son fuertes las contradicciones involucradas. Pero justamente de la magnitud de las contradicciones que un artista es capaz de manejar, conciliar, armonizar, exacerbar o exorcizar, depende, a final de cuentas, la grandeza de su obra. Y, desde luego, de la integridad con la que realiza este trabajo. Se podría decir que, una vez más, estas dos cualidades no son sino el haz y el envés de una misma hoja. "Den la cara por la integridad en sus construcciones -conminaba Frank Lloyd Wright a los arquitectos a los 85 años edad- y estarán dando la cara por la integridad, no sólo de los constructores, sino de la sociedad entera, cuya reciprocidad será entonces inevitable."

Arquitectura: cimientos enraizados en la tierra y techumbre que no deja nunca de mirar al cielo. Entre estos extremos -que no son, a final de cuentas, sino manifestaciones del modo de operar del ritmo binario de nuestro propio cuerpo: sueño y vigilia, sístole y diástole, aspiración y espiración- ha crecido y sigue creciendo la labor de mediación de todo artista. Entre estos polos circula, cambia, respira y se enriquece, también, la savia de la poesía. La sabia de la poesía.


Bibliografía

Blanco, Alberto, "La poesía y el presente", México: AUIEO- Conaculta, 2013.



Alberto Blanco