Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.
La Iglesia de Combray
Un lugar en el tiempo
Luz Aurora Pimentel Anduiza
Y en estos grandes libros hay partes que sólo han tenido tiempo de ser esbozadas,
y que sin duda no serán jamás concluidas
a causa de la misma amplitud del plano del arquitecto.
¡Cuántas grandes catedrales permanecen inacabadas!
(Proust, El tiempo recobrado, 1998)
Uno de los grandes símbolos de En busca del tiempo perdido es la iglesia de Combray; de hecho el inicio de la sección del mismo nombre, que constituye la segunda parte de Por el camino de Swann, está organizado en torno a la iglesia. Proust la describe minuciosa y reiteradamente añadiendo, capa tras capa descriptiva, formas de significación fuertemente simbólicas. La iglesia es principio organizador del espacio ficcional y figuración del tiempo mismo, pues para el narrador era "un edificio que ocupaba, por decirlo así, un espacio de cuatro dimensiones, la cuarta era la del Tiempo." Esta cuarta dimensión introduce una especie de discontinuidad en la percepción de la ciudad, ya que los otros edificios al ser solamente tridimensionales quedan separados de la iglesia por esta dimensión abstracta del tiempo que, al no ser una cualidad sensible, es asequible sólo a la imaginación. Si el carácter provincial de la iglesia de Combray la hace materialmente contigua de las casas, esa contigüidad espacial tangible tiene como correlato una separación abismal invisible que sólo la conciencia del tiempo permite percibir. Cierto que, gracias a esta vecindad de provincia, las flores de Mme Loiseau invaden juguetonas los muros de la iglesia, pero "no por eso aquellas fucsias eran sagradas para mí; entre las flores y la piedra negruzca en que se apoyaban, aunque mis ojos no percibían ningún intervalo, mi alma distinguía un abismo." (Proust, 1998).
Continuidad en el tiempo, contigüidad en el espacio, frente a una discontinuidad en la percepción y en el sentido: Proust habrá de proyectar esta tensión entre lo continuo y lo discontinuo, entre lo material y lo imaginario simbólico, en la forma misma de describir la iglesia. De entrada, es evidente la discontinuidad textual que caracteriza a la descripción. Si buscáramos una analogía pictórica, la iglesia de Combray sería tanto una serie de cuadros impresionistas como un solo cuadro cubista. Lo serial y lo simultáneo: un edificio que ocupa un lugar en el mundo, un desarrollo en el tiempo. Porque el trabajo descriptivo genera efectos de sentido no sólo análogos a la pintura sino también a la música; esa arquitectura en el tiempo se estructura de manera casi musical.
La iglesia de Combray: un lugar en el tiempo, un objeto icónico y musical. "Combray" se inicia con una descripción panorámica de la iglesia y la ciudad, pero luego el relato pasa a la rutina de la tía Léonie, misma que a su vez se interrumpe para volver a la descripción de la iglesia. Cuando ésta termina, Proust regresa a la rutina de la tía Léonie, que a partir de ese momento se convierte en secuencia dominante. De este modo, las primeras páginas de "Combray" están organizadas en torno a cuatro secuencias intercaladas: iglesia, Léonie, iglesia, Léonie. La forma en que se interrumpen las secuencias, así como los intervalos entre una y otra, sugieren una suerte de musicalización en la "construcción" verbal, y en principio pictórica, de esta iglesia: una estructura fugada de las secuencias narrativo-descriptivas. En un primer momento, el relato tiene como centro la descripción de la iglesia, mientras que la rutina de Léonie ofrece un contrapunto, el irónico contrapunto de las pepsinas y los oficios. Al terminar la descripción de la iglesia, es la rutina de Léonie la que se vuelve dominante. Así Proust construye su iglesia; por una parte, como un gran cuadro cubista, debido a las distintas perspectivas superpuestas y, al mismo tiempo, como una serie de cuadros impresionistas; por otra parte, la desarrolla musicalmente como una fuga.
Otro aspecto de la musicalización de la iglesia reside en el dinámico ir y venir entre perspectivas espaciales y temporales: la iglesia se describe en términos de distancia (lejos/cerca) y movimiento (es, sin embargo, el contemplador el que está en movimiento); luego, cambia la perspectiva espacial a las categorías interior/exterior, animadas también por su temporalización. La descripción de la iglesia de Combray termina focalizándose en el campanario, para luego desplegarse en un abanico de descripciones de campanarios, que a su vez están organizadas en términos de distancia y tiempo: de lejos, de cerca; a distintas horas del día (en la mañana, al mediodía, en la noche); en distintas estaciones del año; finalmente, desde una perspectiva temporal más vasta, se nos ofrece una viñeta de campanarios análogos vistos a lo largo de la vida del narrador. Observemos más de cerca este fenómeno descriptivo-simbólico.
Como en una gran "obertura", "Combray" arranca con una panorámica de la ciudad:
Combray, de lejos, en diez leguas a la redonda, visto desde el tren cuando llegábamos la semana anterior a Pascua, no era más que una iglesia que resumía la ciudad, la representaba y hablaba de ella y por ella a las lejanías, y que ya vista más de cerca mantenía bien apretadas, al abrigo de su gran manto sombrío, en medio del campo y contra los vientos, como una pastora a sus ovejas, los lomos lanosos y grises de las casas, ceñidas acá y acullá por un lienzo de mural al que trazaba un rasgo perfectamente curvo como en una menuda ciudad de un cuadro de primitivo.
Es notable el cuidado que tiene Proust (1998) en trazar sus coordenadas espacio-temporales antes de proyectar la imagen de Combray a un plano metafórico. Primero establece el punto focal desde donde describe: "de lejos, en diez leguas a la redonda, visto desde el tren" -luego la época del año- "la semana anterior a Pascua", a lo cual sigue una significación abiertamente simbólica que es la de la iglesia como resumen de la ciudad, como síntesis de lo diverso, heterogéneo y desordenado que es este caserío de provincia. En torno a esta significación simbólica se teje la hermosa imagen de la pastora y sus ovejas que nos propone una visión "estereoscópica" de la realidad, otra clase de síntesis. Porque cuando Proust metaforiza la relación espacial entre la iglesia y la ciudad de Combray como una pastora y su rebaño, se genera una doble ilusión referencial cruzada (las casas y las ovejas; la iglesia y la pastora); más aún, el especial efecto icónico de la metáfora hace que las casas dejen de tener techos y/o muros, para adquirir, efectiva y textualmente, "lomos lanosos y grises". La imagen del espacio proyectado ya no embona en una realidad propuesta como idéntica a la descrita, sino que se proyecta sobre la tela de fondo de otra realidad posible, dando a luz a una criatura híbrida y plenamente textual: casas con lomos lanosos.
La metáfora remite también a significaciones más abstractas, no necesariamente visuales, como lo serían el sentido de protección y el de comunicación con la campiña. De manera muy especial, la metáfora unifica, hace continuos esos dos espacios, el urbano y el rural. Más aún, esta figura de la pastora con su rebaño tiene un valor intersemiótico, ya que, a más de ser una construcción verbal, remite a una infinidad de formas visuales que repiten la misma configuración (pinturas, dibujos, ilustraciones, fotografías, etc.). Es tal vez la cualidad de objeto semiótico que tiene la pastora reuniendo a sus ovejas lo que intensifica notablemente el efecto visual de la descripción metafórica de Combray y de su iglesia.
El intenso efecto icónico que cierra esta descripción inicial culmina con la referencia a un cuadro de primitivo. El símil proyecta la iglesia sobre un objeto pictórico, "cristalizando" la descripción, "pintando" así el primer cuadro de la iglesia de Combray. Tras un "intervalo" de oficios y pepsinas, que mantiene narrativamente alerta a la tía Léonie, regresamos a la iglesia para entrar, no sólo en el edificio de hoy, sino en el caleidoscopio cambiante de una aventura en el tiempo. Poco a poco se va significando esta iglesia como gótica; entre los objetos presupuestos, aparecen, a la entrada de la iglesia, las laudas: lápidas sepulcrales sobre el piso, con figuras, inscripciones y escudo de armas talladas en bronce.
El viejo pórtico de entrada, negro y picado, cual una espumadera, estaba en las esquinas curvado y como rehundido (igual que la pila de agua bendita a que conducía), como si el suave ("doux") roce de los mantos de las campesinas, al entrar en la iglesia, y de sus dedos tímidos al tomar el agua bendita, pudiera, al repetirse durante siglos, adquirir una fuerza destructora, curvar la piedra y hacerle surcos (...) Las laudas, bajo las cuales el noble polvo de los abades de Combray, allí enterrados, daba al coro como un pavimento espiritual, no eran ya tampoco de materia inerte y dura, porque el tiempo las había ablandado y vertido, como miel fundida [car le temps les avait rendues douces et fait couler comme du miel] rebasando los límites de su labra cuadrada, que aquí superaban en dorada onda [flot blond], arrastrando las blancas violetas de mármol, y que en otros lugares se reabsorbía contrayendo aún más la elíptica inscripción latina, introduciendo una nueva fantasía en la disposición de los caracteres abreviados y acercando dos letras de una palabra mientras que separaba desmesuradamente las demás.
Es indudable que la primera parte de la descripción nos deja una impresión de la fuerza destructora del tiempo, en la que está implícito el sentimiento de amargura frente a la constatación de ese poder destructor. Mas el tiempo que todo lo destruye y todo lo deforma, lo ha hecho a través de un roce suave y constante. En esta suavidad del roce, y de manera cumulativa, Proust nos va preparando para la admirable transformación metafórica del tiempo en miel: un dulce fluir que todo lo transfigura. La metáfora del tiempo como miel fundida resume y cristaliza todo el efecto de la descripción.
Asistimos maravillados a una verdadera transmutación, pues la piedra, de materia inerte y dura, por la suavidad y dulzura del tiempo (douce), acaba transformándose en miel que fluye para luego acceder, a través de su liquidez, a una significación acuática: una inundación. En francés, la palabra "douce" tiene un doble sentido: suave y dulce. En la primera parte de la descripción, se activa el sentido de suavidad por oposición a la dureza de la piedra, pero al introducir la metáfora de la miel, se activa el sentido de dulzura; simultáneamente, la piedra se hace líquida casi ante nuestros ojos. El tiempo que antes se nos había presentado como fuerza destructora de aquellas laudas que no eran sino "materia inerte y dura", ahora aparece como un agente de transformación y, por ende, de construcción; es el tiempo el que primero suaviza la materia, y luego la transforma, de inerte y dura, en un fluido dulce y maleable, la miel; un fluido dorado que al desbordar sus riberas se torna, gradualmente y por el milagro de la metáfora, en un río torrencial que se lleva las flores a la deriva y termina en inundación, letras distendidas, inundadas de tiempo y dulzura.
Mas de repente, nos damos cuenta que en todo este proceso de transformación hemos estado frente a uno de los lugares comunes de la cultura occidental, desde Heráclito, por lo menos: el tiempo como agua, la vida como río. Sólo que a tan trillada metáfora hemos llegado por una puerta de acceso insospechada que reanima la profunda significación del "fluir" del tiempo. A su paso, el tiempo arrasa con todo, mas al destruir construye: nuevos objetos, nuevas relaciones que desembocan en nuevas significaciones, letras que se juntan, otras que se contraen, otras más, distendidas, se alejan a la deriva para crear nuevas palabras. En una novela sobre el tiempo, ésta es una de las metáforas memorables, pues nos ofrece, en la experiencia misma de lectura, "un poco de tiempo en estado puro". Es de notarse, por ejemplo, que toda la descripción de las lápidas se da desde un punto de contemplación estático: en el universo de la ficción nada ocurre en ese momento; el narrador describe lo que aquel muchacho que él fue contempló en la iglesia de Combray: un contemplador inmóvil frente a un objeto estático.
No obstante, el dinamismo, la impresión de un verdadero devenir, se genera a partir de la intrincada red de relaciones metafóricas que la descripción de las lápidas propone: una experiencia del fluir del tiempo, una construcción semántica en y por el tiempo. Traspuestas las sepulcrales lápidas, en el interior de la iglesia el ritmo descriptivo se acelera, como un torbellino de luz y color, en un supremo intento por fundir el espacio de afuera con el de adentro. Son los vitrales, como luminosos mediadores entre la interioridad y la exterioridad, los que permiten incorporar, crear una mañana soleada dentro de la iglesia: "Las vidrieras nunca tornasolaban tanto como en los días de poco sol, de modo que si afuera hacía mal tiempo, de seguro que en la iglesia lo hacía hermoso"." En medio de esta sinfonía de luz y color hace su aparición la historia como leyenda: las figuras merovingias representadas en los vitrales y tapices, la leyenda de Dagoberto y las reliquias", "todas tan antiguas, que se veía brillar acá y allá su plateada vejez con el polvo de los siglos"." Al contemplar a estos luminosos personajes, los caprichos de la percepción crean figuras de caleidoscopio que hacen de esta iglesia no sólo un mágico lugar en el tiempo sino en la imaginación. Al mirar la figura del rey Carlos VI, formada por "un centenar de cristalinos rectangulares en los que predominaba el azul" (Proust, 1998), la figura cambia y se anima por efecto de los rayos de sol venidos del exterior, aunados a una exaltada percepción, como fuente de iluminación interior: "mi mirada al moverse paseaba por la vidriera, que se encendía y se apagaba, un incendio móvil y precioso tomaba el brillo mudable de una cola de pavorreal y luego se estremecía y ondulaba, formando una lluvia resplandeciente y fantástica que goteaba de lo alto de la bóveda rocosa." (Proust, 1998), No todo, sin embargo, es luz y color en la iglesia de Combray. Aun la interioridad está contaminada de lo cotidiano efímero: el vitral de Carlos VI bien puede convertirse en "un incendio móvil y precioso" que se agita en azules ondulaciones de pavorreal; esto no impide que junto a él se arrodille la prosaica Mme Sazerat "dejando en el reclinatorio de al lado un paquetito muy bien atado de pastas que acababa de comprar en la pastelería de enfrente" (Proust, 1998),; la iglesia, lo hemos visto, bien puede informar al caserío, resumiéndolo, protegiéndolo como la pastora a sus ovejas; no por ello pierde la iglesia su carácter "familiar, medianero", su contigüidad con la casa de Mme Loiseau, su fealdad ... ¿Y cómo hablar del ábside de la iglesia de Combray? ¡Era tan tosco, y carecía de tal modo de toda belleza artística y hasta de inspiración religiosa! Por fuera, como el cruce de calles en que se asentaba, el ábside estaba más en bajo, su tosco muro se elevaba sobre un basamento de morrillos sin labrar, erizados de guijarros y sin ningún carácter especialmente eclesiástico; las vidrieras parecían estar a demasiada altura, y el conjunto más semejaba muro de cárcel que de iglesia.
¡La iglesia de Combray! Poética y prosaica, de una gran belleza y de una tosca fealdad; inmersa en los siglos y la leyenda, pero vecina de las casas y la farmacia; inerte y pesada, con muros carcelarios que, sin embargo, soportan el ímpetu de elevación del campanario y la flecha; viejas piedras gastadas, sumidas en la penumbra, que se van afilando en las piedras soleadas del campanario y que al entrar "en esa zona soleada, suavizadas por la luz, parecían subir mucho más arriba, ir más lejos, como un canto atacado en voz de falsete, una octava más alto. La oposición entre lo sublime y lo grotesco, lo material y lo inmaterial, lo oscuro y lo luminoso, se resuelve así en una armonía musical - la relación entre octavas - esa armonía que es producto de la síntesis de opuestos. Al iniciarse el tema descriptivo del campanario, Proust regresa, temporalmente, al inicio de "Combray". Nuevamente estamos en el tren llegando a la ciudad; nuevamente la descripción del campanario de Saint-Hilaire se anima por el movimiento que el contemplador proyecta sobre el objeto contemplado: el campanario corre frenéticamente fundiendo el cielo con la tierra, "corriendo por todos los surcos del cielo." Como en la descripción de la iglesia, aunque de manera aún más intensificada, el campanario habrá de someterse a todas las perspectivas posibles: temporales, espaciales y subjetivas.
Cada "cuadro" representará un objeto, supuestamente idéntico, y, sin embargo, siempre distinto: desde una esquina aparece como una aguja "tan sutil, tan rosada, que parecía una raya hecha en el cielo con una uña"; al despertar los domingos, resplandece sobre la pizarra como un "sol negro"; al atardecer, cuando para el niño se acerca la hora de dormir, no es de sorprender que el campanario sea descrito como un "almohadón de terciopelo pardo", como no es sorprendente que a la hora de comer ese mismo campanario se nos convierta en un "brioche": "teníamos enfrente el campanario, que, dorado y recocido como un gran brioche bendito, con escamas y gotitas gomosas de sol, hundía su aguda punta en el cielo azul".
El procedimiento impresionista en la descripción es evidente: el objeto no tiene una realidad estática y, por tanto, las imágenes que proyecta no pueden ser las mismas. Aquí, como en la serie de cuadros que pintó Monet representando la catedral de Rouen, lo que pasa a un primerísimo plano es una triple coordenada: espacial, temporal y subjetiva. No es la forma intrínseca del objeto contemplado lo que importa sino desde dónde se le contempla, a qué hora, y en qué estado de ánimo está inmerso el contemplador. De este procedimiento impresionista en la descripción resultan hermosos cuadros "monocromáticos", tan al gusto de la época, como el de la torre contigua al campanario: Cuando se acercaba uno y se veía el resto de la torre cuadrada y medio derruida, que, menos alta que la del campanario, aún subsistía junto a ella, sorprendía ante todo el tono sombrío y rojizo de la piedra; en las brumosas mañanas de otoño, elevándose por encima del tormentoso color violeta de los viñedos, hubiérase dicho que era una ruina purpúrea, del color casi de la viña virgen. Cuadros monocromáticos, "color del tiempo" que, al reconstruirla poéticamente, despliegan a la iglesia en el tiempo. Tiempo de un día, de las estaciones del año, de toda una vida... La serie de cuadros culmina en la apoteosis de una verdadera viñeta de campanarios, venidos de otros lugares, otros tiempos. Ante nuestros ojos se suceden uno tras otro campanarios análogos, en una vertiginosa metamorfosis del objeto material a describir: campanario.
En Combray uno solo era a veces representado como si fueran varios y distintos: una raya sutil, un almohadón, o un brioche. A estas transformaciones habrá que añadir campanarios como peces y conchas marinas, por estar localizados junto al mar, cuadros de Piranesi; campanarios, en fin, vistos en distintos años, desde distintas perspectivas, para volver al final, en una especie de reprise sinfónica, al campanario de Saint-Hilaire: visto "en las calles de detrás de la iglesia", "a las cinco de la tarde". Desde ciertos ángulos el campanario parece elevar "bruscamente con su aislada cima la línea que dibujaban los tejados"; desde otros, "después de haberse elevado volvía a bajar en su otra vertiente"; camino a la estación "se le veía oblicuamente, mostrando de perfil aristas y superficies nuevas"; mientras que desde las márgenes del río Vivonne "el ábside, musculosamente recogido e hinchado por la perspectiva, parecía nacido del esfuerzo que hacía el campanario para lanzar su aguja hasta el mismo corazón del cielo". Imágenes cubistas e impresionistas de Combray, la serie de cuadros que la construye es un desarrollo en el tiempo, que la analogía con la música y la estructura fugada de la descripción refuerzan; pero también es una sólida construcción en el espacio que el alto valor icónico de las descripciones le confiere, y las constantes referencias pictóricas cristalizan.
No obstante, si la iglesia de Combray es un lugar en el tiempo, no lo es sólo en el tiempo exterior de la historia de Francia, o el tiempo igualmente exterior de la "historia" de este mundo de ficción. A partir de la introyección subjetiva de esta construcción verbal, la iglesia se incorpora a la imaginación de Marcel, donde vivirá para luego volver a proyectarse en la construcción de este libro. En El tiempo recobrado asistimos a la destrucción física de todo Combray durante la primera guerra mundial. La iglesia no existe más, ni en el tiempo ni en el espacio de la ficción; empero, esa iglesia prolonga su existencia en un plano espiritual, pues sobrevive en la memoria de Marcel. Ya para entonces, si la iglesia ocupa un lugar en el tiempo, ese lugar está en el tiempo del recuerdo, a partir del cual se la ubicará en un lugar simbólico. Hacia el final de El tiempo recobrado, Marcel afirma que habrá de construir su libro como una iglesia. Precisamente por las dimensiones del proyecto narrativo y por el tiempo que requiere para su realización, su libro, tal vez adolecerá de las mismas limitaciones que enfrenta la construcción de una iglesia, entre las cuales destaca la incompletud: "¡Cuántas grandes catedrales permanecen inacabadas!" Pero también, por lo desmesurado del proyecto, habrá siempre el peligro de la incomprensión por parte del lector. (...) la idea de mi construcción no me abandonaba un solo instante. No sabía si sería una iglesia, en la que los fieles sabrían poco a poco aprender verdades y descubrir armonías, el gran plan de conjunto, o si esto quedaría como un monumento druídico en la cúspide de una isla, algo siempre no frecuentado.
El libro como catedral no es sólo una analogía caprichosa; hay, en efecto, un evidente esfuerzo de construcción de vastas dimensiones, centrado en el principio de simetría. Por ejemplo, el primer volumen, que se ocupa del relato de lo que ocurría durante la niñez de Marcel en Combray, tiene su correlato estructural en la primera parte del último volumen, que está dedicada a la última visita que hace el narrador a Combray. En esta segunda visita narrativa al escenario de su infancia, el relato vuelve sobre sus propios pasos: una vez más acompañamos al narrador en sus paseos por el camino de Swann y por el de Guermantes... sólo que ahora es de noche, Marcel es ya un viejo, y el mundo ha dejado de ser un lugar mágico. Así como Combray I se mira en Combray II, también se tiende un arco narrativo que va de Balbec I, en A la sombra de las muchachas en flor, a Balbec II, en Sodoma y Gomorra; ambas "nervaduras" narrativas se reunen en un "arco quebrado", sintético y simbólico, que es toda la secuencia de Venecia en La fugitiva. Por las evidentes limitaciones de espacio, no abundaré en estas formas de estructuración simétrica, pero son ellas las que primero sugieren lo justo de la metáfora del libro como iglesia.
Por otra parte, la dimensión temporal de En busca del tiempo perdido tiene en verdad el carácter de una vasta construcción en el tiempo. Parecería como si los atributos de la iglesia de Combray fueran, simbólicamente, los mismos que los de esta obra en su totalidad, este libro que reconcilia los opuestos, que no establece relaciones de tipo causal entre las secuencias sino que simplemente se suceden como una serie de descripciones o de relatos aparentemente sin relación unos con otros; sin embargo, la arquitectura de la obra es el principio unificador que reune lo disperso y lo heterogéneo; que concilia lo sublime y lo sórdido. Porque el universo narrativo de la Recherche no sólo está hecho de experiencias casi místicas como la de la "magdalena", sino de los perversos ires y venires del barón de Charlus o las probables relaciones sáficas de la enigmática Albertine, pasando por la promiscuidad de Odette y el fastuoso espectáculo de las "Artes de la Nada" en los salones de la aristocracia y la alta burguesía francesa. Finalmente, en la escritura de este libro, como en la construcción de una catedral, se incorporan todos los azares, los errores y los accidentes de una construcción que se da en el tiempo y que por ello está marcada de lo heterogéneo, lo cual no obsta para lograr una suerte de unidad, una unidad en y a pesar de lo disparatado, lo aleatorio o lo arbitrario. Así, la iglesia, como el libro, al resumir lo diverso, le da forma a lo informe.
Proust va matizando el carácter aleatorio de su escritura con metáforas afines. Habrá de preparar su libro "minuciosamente, con perpetuos reagrupamientos de fuerza, como para una ofensiva, soportarlo como una fatiga, aceptarlo como una regla, construirlo como una iglesia, seguirlo como un régimen ..." Pero también habrá de escribirlo como trabaja su sirvienta, Françoise, "trabajaría junto a ella, y casi como ella (...), pues pinchando de aquí o de allá una cuartilla suplementaria, construiría mi libro, no me atrevo a decir ambiciosamente como una catedral, sino más sencillamente como un vestido". A fuerza de pegar unos con otros estos papeles, que Françoise llamaba mis papelotes, se desgarraban por todas partes. En caso necesario, Françoise podría ayudarme a conservarlos, de la misma manera que remendaba las partes usadas de sus vestidos o que en la ventana de la cocina, esperando al vidriero como yo al impresor, pegaba un trozo de periódico en el lugar de un vidrio roto.
Bibliografía
Bibliografía Proust, Marcel, "En Busca del Tiempo Perdido", (vol. 1): Por el camino de Swann, Barcelona: Alianza Editorial, 1998.