Arquitectura y Humanidades
Propuesta académica

Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.


De mística y trazados

Efi Cubero
correo

Un espacio arquitectónico puede sobrecoger, ensalzar el ánimo de manera abrasiva. Dicen que le ocurrió a Henri Beyle (Stendhal) en Florencia, entre otros precedentes. Personalmente hay un estilo, el Románico, que me provoca parecido estado anímico sin entrar en teológicas consideraciones.
Me acostumbré en Barcelona, la ciudad donde residí desde niña. Barcelona posee la mayor y mejor colección de arte mural románico del mundo, allí en el Museo Nacional de Arte de Cataluña, me acostumbré a deambular por las salas dedicadas a ese estilo, acceder por la costumbre a esa magnitud. El MNAC, guarda mediante la cuidada escenografía de Gae Aulenti, el bosque espiritual de un arte de ideas que ha inspirado a grandes artistas contemporáneos como Chagall, Miró, Picasso, Picabia, Beuys, Zush, Klee, Guinovart, entre otros muchos.

El asombro permite recrearse, no solo en los murales, sino en el espacio donde las obras fueron concebidas ya que Aulenti le otorga un nuevo sentido o concepto, muy contemporáneo, en la manera de proyectar el ábside con su pintura mural como un objeto museable. Lectura arqueologista si se quiere, pero emocionante que acerca al espectador a contemplar la pureza de esos ojos almendrados e infinitos del Pantocrátor —herederos de Knossos y de los bizantinos— el Cordero Místico, las vírgenes prudentes y las vírgenes fatuas, las policromías basadas sobre todo en el rojo y el azul, las alegorías y los arcos triunfales, los absidiolos. La imaginación mezclada con las escenas del Evangelio, del real y del apócrifo, como una didáctica e ingenua manera de ofrecer el cielo en imágenes para que gente sencilla, que no podía alcanzar ni acceder a una formación mediante la lectura y la escritura reservada solo a monjes y nobles, caballeros, trovadores y prelados, pudieran leer sobre los muros los pasajes del Evangelio o del Apocalipsis mediante unas imágenes cargadas de sentido místico y elevado desde una solemnidad, exenta de parafernalia, que conmueve. Los frescos, los dibujos incisos que con elementos mixtos fueron trazándose sobre las paredes, constituyen un diálogo con lo sacral que sigue emocionándonos bajo un respetuoso asombro: el mismo intacto después de tantos siglos.

Sabemos que el Románico surge en tiempos convulsos, cuando la seguridad se tambalea y Europa, después de las sucesivas invasiones, vive dominada por el Feudalismo y la Iglesia: Reyes, en pugna con la nobleza altiva, caballeros y hombres armados, monjes a los que se otorga en exclusiva la artística misión del estudio, la copia y la ilustración de códices y libros, auténticas joyas que pese al saqueo y la destrucción aún podemos admirar. Todo comienza a renovarse a partir del siglo xi, lo aprendido anteriormente, en un proceso de depuración, va dando origen a una arquitectura espacial y especial dotada de una pureza lineal y uniforme que ha sido impuesta en todo el orbe cristiano por la poderosa Orden de Cluny y continua desarrollándose a partir de las peregrinaciones hacia el sepulcro del apóstol Santiago en Compostela, con una rapidez expansiva que sorprende. El arte visigodo, carolingio y musulmán determinó formas que reconocemos en capiteles románicos y otros elementos, y más tarde un cierto gusto por el lombardo y otras mixturas, siguieron un proceso que lentamente fue transformándose, primero en la sencillez del nuevo orden después, y como ya sabemos, en la pureza del Cisterciense que culmina en el esplendor del Gótico y más allá de él.

¿Qué es lo que nos sorprende en tan equilibrado delirio? Las marcas sobre los trazos de la arquitectura aparentemente renovada, un deseo de llegar hacia un lugar de culto que logra unir fuertemente a los pueblos de Europa bajo una urdimbre que no solo deviene espiritual sino de ideas, arte, contacto, convivencia y fraternidad. Europa se une y todo se internacionaliza como en una renovación después del sufrimiento de tantos saqueos e invasiones. Partimos primero de un territorio, el de Cataluña, que al hallarse dentro y fuera del Pirineo recoge influencias y crea un estilo propio cuya técnica arquitectónica aún tenemos ocasión de contemplar en muchos espacios bucólicos donde la paz y el misticismo arropan la elegante sencillez de las pequeñas iglesias diseminadas por los valles pirenaicos. No obstante, el románico más importante lo encontraremos a lo largo de todo el trazado primitivo, además de Cataluña, Aragón, Castilla, La Rioja, Navarra, Palencia, León, Galicia; por infinidad de lugares de la vieja España donde iremos hallando ejemplos bellísimos de una calidad artística sobresaliente a través de los diversos senderos que convergen en el Camino Jacobeo. Los arcos de medio punto, las portadas que se orientan casi siempre al sur, las aristas de sólidas bóvedas, también de cañón, recios contrafuertes y pequeñas ventanas donde la luz envuelve tenuemente el recogimiento del que ora o medita, esa concepción urbana que tienen estas iglesias llamadas «de la peregrinación» junto al misterio de los bosques galaicos que nos devuelven verdor y niebla, el poderoso enigma que constituye la identidad de una tierra mágica, hasta converger en la maravillosa obra del Maestro Mateo, el Pórtico de la Gloria de la Catedral compostelana que tan hondamente llega a emocionarnos.

Umberto Eco nos dice en sus célebres Apostillas:

«Ni que decir tiene que todos los problemas de la Europa moderna, tal como hoy lo sentimos, se forman en el Medioevo: desde la democracia comunal hasta la economía bancaria, desde las monarquías nacionales hasta las ciudades, desde las nuevas tecnologías hasta las rebeliones de los pobres... El Medioevo es nuestra infancia, a la que siempre hay que volver para realizar la anamnesis.» (Página 78, de Apostillas a El Nombre de la Rosa. Editorial Lumen, 1984).

Igualmente, Dante en su Vita Nuova deja escrito:

«Llámanse romeros en cuanto van a Roma. Llámanse palmeros en cuanto van a Tierra Santa. Pero en verdad se llaman peregrinos en cuanto van a la casa de Galicia porque la sepultura de Santiago hízose más lejos de su patria que la de ningún otro apóstol»

Sabemos que los cálculos estáticos o dinámicos de las distintas fases en las construcciones contienen un número de elementos bien definidos que corresponden a los aspectos espirituales de la humanidad y pertenecen, no solo a la visión, sino a la percepción a la movilidad y al sentimiento. Un arquitecto sabe que un edificio ha de rodearse, sentirse, cruzar sus espacios y sus naves, no solo con los pies sino con el interior y el pensamiento meditativo. Durero decía que: «El frescor se adentra por el ojo hasta en el corazón, para calmarlo». Eso es sin duda alguna lo que sucede cuando penetramos en la serena luz de una ermita románica, en su calma espacial, pureza de mínimos elementos que sosiegan y otorgan una gran paz de espíritu.

¿Cómo logra el que diseña y crea esta síntesis perfecta como lugar de oración y de meditación? Alma y piedra, paisaje e íntima soledad se engarzan perfectamente ante una arquitectura que a sí misma se explica mediante sus parámetros constructivos.

Funciona como un texto que da la sensación de haberlo vivido y recorrido, una experiencia que tiene mucho de orden moral, y por supuesto también del alma.

Para sentir verdaderamente esa pureza hay que emprender la ruta iniciática que oscila entre la historia y la fabulación, por esos intersticios es posible fundirse en lo medieval tan presente ahora mismo en nuestro tiempo, aunque ni nos percatemos de ese sutil calado que nos une a un tiempo remoto. El Camino de Santiago es en sí una construcción, ya que fueron los seres humanos los que lo han ido forjando paso a paso. Los arquitectos, canteros o alarifes, siguen las rutas de los silencios y la palpitante vida, puesto que saben que un edificio forma parte de la interpretación de nuestro propio cuerpo, entre la fuerza que sostiene y el peso sostenido igualmente por la acción donde se aprende mucho de la propia existencia. Son trazados que acogen e interpelan, como metáfora de lo que representamos.

Alguien coge una piedra. Un pequeño guijarro que coloca con cuidado sobre el verdín del hito. Marca su paso, trazan los pies sus huellas sobre el barro, la mano aporta el gesto mientras que la mirada se eleva hacia lo alto buscando luz como los propios árboles, como las piedras y las espadañas buscando una señal, tal vez una respuesta.

Las razones del tiempo o de la historia que fueron forjando marcas sobre las huellas quedan sobre el silencio de los espacios y los antiguos códices, entre la cantería y los extraños símbolos que dejaron templarios y alarifes, incisiones sobre los anaqueles del tiempo como ingredientes de variados palimpsestos.

A cada paso iremos encontrando pequeñas iglesias e íntimos monasterios tan sólidos como espirituales, son vectores, líneas de orientación para un tránsito, el de nuestra propia vida, que sabemos efímera, tierra y cielo se mezclan y confunden. En ellos se encuentran motivos para hallar claves de lo que fuimos y de lo que ahora somos, ya que toda arquitectura depende en su acción y formación, de algo más allá de estilos, simetrías, planteamientos, ideas, diseños y oficios: los arquitectos saben muy bien que la urdimbre de un edificio alzado es en sí misma bastante más compleja de lo que pudiera parecer puesto que forma parte también, y muy importante, de la estructura físico espiritual del ser humano. De su compleja antropología y de los sucesivos mestizajes que nos han conformado. Todos somos mestizos, afortunadamente, no hay pureza de sangre ni de razas, somos mezclas de todos los pueblos que pasaron y fueron destruyendo vidas y culturas, y devolviendo vidas y culturas también. No hay nada que sea apacible en el vaivén del mundo desde tiempos remotos. Salvo la paz sencilla de determinados lugares, cuando los tiempos se han calmado.
Seguir este camino y penetrar en el humano oleaje de milenios, es perseguir relieves del secreto, los perfiles del aire puesto que somos bases que sustentan motivos, parteluces y fustes, capiteles y templos. Soplos que acarician desgastados vestigios; sobre la piedra fundamental comienza la andadura de íntimos despojamientos y aprendizajes, se acepta de algún modo ritos ancestrales, a menudo eternos, para alcanzar la antigua luz que contemplamos en estrellas que hace tiempo no existen.

Acaso en este envés de la trama se halle la clave de un texto-tejido que se reescribe a perpetuidad como el continuado itinerario que a todos nos agrupa. El hilo enrevesado que cada cual desenreda o anuda a su manera, ya sea transversal o radialmente, nos lleva a revelar o a desvelarnos en nuestra propia desnudez proyectada en facetas, en espejos diversos. Postes, estelas, miliarios, mojones, rótulos, flechas amarillas inscritas sobre el rigor de las piedras o sobre la dúctil y rugosa corteza de los árboles que susurran beatíficas leyendas a la vez que conxuros sombríos. Ordenamientos que orientan al caminante o peregrino que anhela alcanzar la Luz como final-principio.

Por Ponferrada, provincia de León, en la comarca de El Bierzo, allí, en lo que antaño fuera castro celta, se alza un castillo templario donde confluyen los ríos Boeza y Sil. El castillo ha sido restaurado, pero no lo suficiente para que una serie de símbolos sigan intactos, hurtándonos sus claves. Los monjes caballeros de la Orden del Temple lo habitaron desde 1178 hasta 1312, año de su disolución. Tiene forma de polígono irregular y según expertos en el tema existen en sus muros piedras extrañas con vinculaciones astronómicas y determinados signos esotéricos aún por desvelar. La luz bellísima de la mañana clara envuelve la fascinación de este recinto de tan especial criptografía. Historias entretejidas de leyendas que atesoran ecos que no reconocemos. Las piedras no consiguen llenar esos vacíos, ni aportarnos respuestas que anhelamos. Obras que se construyeron con alma dentro laten en un silencio inescrutable, junto a ellas no solo obtenemos la facultad de visión, sino también la de movernos y sentir en esas conjugaciones de mirada y movimiento, causas y leyes que se reflejan invertidas puesto que el cerebro nos devuelve lo percibido de una forma más justa. El enigma persiste porque en realidad nada sabemos. Un monumento exige una lectura, un desciframiento, aunque las sucesivas restauraciones la desvirtúen, queda la esencia del lugar, de las razones por las cuales el edificio fue erigido en un lugar determinado. Sedimentos que atrapan y convergen hacia enclaves inestables sin conocer tampoco, de manera fiable, a los que otorgaron ese fundamento.

Un camino simbólico de guijarros y lodo, amparado por el verde sosegador y dulce del entorno. Un reguero de estrellas que la noche calmada nos dispensa, la piedra que florece en amanecer limpio, la luz que se renueva como en un nacimiento frente al delgado y tembloroso filo de la muerte y la vida. Toda la fe y el esfuerzo han fijado este código brumoso de transparentes márgenes. Las marcas indelebles de los canteros sellan el vínculo de estas puertas de acceso a los favores celestiales, bendecidas por plegarias, traspasadas de muerte, el dolor y la alegría permanecen unidos por milenios, diríamos con Eliphas Lévi: «Formado de palabras visibles / este mundo es el sueño de Dios.

Trazar las propias líneas. Dejar la imprevisión de un más allá soñado frente al amplio horizonte con apariencia de vacío. Huella común y colectiva que a todos pertenece. La atmósfera se aclara, y la naturaleza indiferente adquiere la luminosa transparencia de una ventana abierta hacia el paisaje. Cerca de lo sagrado siempre —o casi siempre— corre el agua. Puede ser manantial o cenote. La luz filtrada entre rumores se desliza por las hojas de los helechos formando regatillos. Pájaros escondidos gorjean buscamos esa cima donde aguarda una piedra dorada para que recostemos el cansancio. Recónditos lugares permanecen unidos al poder de cultivar y rescatar la memoria, entornos de tiempo detenidos en lo frágil de las interrogaciones, como un arrasamiento. Cuando penetras sus dédalos es difícil salir de esos ejes de simetrías bilaterales y centrales puesto que forman parte de nuestro propio envoltorio, de esa piel de la que no podemos desprendernos porque la piedra también es una piel que envuelve y late, ama y recuerda. Una abstracción emocional que de pronto te sacude y conmueve reteniendo el olor familiar a campo abierto, dentro de ese refugio de interiores de calma. Algo incontaminado que remite al origen del tiempo desdoblándose en sensaciones, en percepciones, en inocencia y luminosidad.

Hay en esos lugares como una gravedad de celosías interiores preservando el secreto sosiego, si tuvieras que unirlo a una partitura elegirías el canto gregoriano, o la música de Bach, una cantata o mejor una fuga. Por húmedos atajos gotean los silencios de los robles, buscan el cielo y se alzan majestuosos y armónicos entrecruzando las ramas como las bóvedas de estos recintos. Bach en alemán significa arroyo, el agua que fecunda los sustratos de la tierra, que erosiona y pule las piedras venerables, nutre las raíces de árboles que como tubos de órgano ascienden a la altura. Cada uno de ellos posee una calidad vibrante y dúctil, como los claustros y los capiteles que se expanden en un todo de secretas armonías. El agua al centro. La rosa mística. El espacio que abraza, la palabra que reza: también sin duda son arquitecturas.

Al anochecer, indagar en la Vía Láctea, a la que llaman también Camino de Santiago, tierra y cielo en esa nebulosa de galaxias o de constelaciones buscando orientación, guías, luces de situación, faros terrenales las ermitas que desde siempre acompañaron al viajero o al nómada. Estrellas que prevalecen firmes frente al oleaje de la tierra o del mar o desde el interior de cada ser humano. Pasan edades, siglos y civilizaciones sobre los mismos sitios. Aquí lo universal y lo nutricio es presencia constante, nada turba este mundo de silencios, nada parece alterarlo o agredirlo, ascendemos y descendemos sobre las antiguas curvaturas ideadas por los arquitectos del espíritu. Por las jambas y parteluces pasaron reyes y plebeyos, santos y ateos, laicos y prelados. Cada uno dejó el fuego de su fe o el fatuo fuego de su vanagloria, milagro de permanencia que se repite durante siglos en las pequeñas y sobrias iglesias románicas y prerrománicas de ábsides rectangulares y delicada espiritualidad: ahí siguen, irradiando una paz dorada ennoblecida por el sosiego de los que se refugian de las tormentas exteriores, o interiores.

Casi todas son un privilegiado barandal donde acodarnos y divisar bosques o llanuras esponjadas de vegetación. A veces la neblina juega con el paisaje, va y viene y se aleja entre movimientos de luz y claroscuro: la mirada zigzaguea. Fuera hace frío pero dentro hay cobijo de luz tenue, amparadora. La sequedad del viento contrasta con este ambiente íntimo de piedra, de tránsito y reposo. De preguntas al aire de fatum, o lo que es lo mismo, destino.

Algunos afirman que tienden a vaciarse, a desprenderse de todo, incluso de ellos mismos. Otros se llenan de algo inmaterial que no puede medirse ni pesarse. Sensaciones únicas donde el interior se colma o multiplica de entendimiento, absorbe, aprehende y como dicen que sucede cuando se ha estado cerca de la muerte, se repasa la vida y aciertas a mirarla en todas sus secuencias. Los vivos y los muertos forman parte de un único bagaje y todo conformado y transformado nos ayuda a crecer, a recobrar un esencial sentido completando ese todo formado de fragmentos.
Lo supo siempre la arquitectura. Siempre lo ha sabido.

Por las lomas del cielo se camina despacio, las palabras, las piedras fundamentales se llenan de puntos suspensivos.

Unas veces jarrea y otras orbaya. El vaho que desprenden los labios empaña el cristalino de los ojos que intentan retener esta ventisca íntima por si no vuelves más a contemplar los cielos intimistas de las alegorías. Por llanuras y montes dejamos azuladas huellas que delimitan perfiles imposibles. Bajo la sombra de nudosos castaños, resistentes a los tiempos, en las criptas bajo altares rudimentarios, se conservan monedas de círculos pespunteados cuyo simbolismo se nos escapa. Toscamente perforadas cerraron los ojos de los muertos. Algunos aún descansan en antiguos hospitales que conservan dovelas, recios muros, y hablan de sufrimiento. Ahí reside el misterioso temblor que nos hace hablar en susurros. Seres humanos que murieron sin lograr alcanzar su objetivo, sueños por los que se pusieron en camino y murieron tan lejos de su lugar de origen, sin el consuelo de los suyos; sin poder alcanzarlos.

Por aldeas dormidas pasa ese sueño oscuro y orgánico de los bosques profundos, es el antiguo viento de sus túneles de ramas, pizarrosos y húmedas canterías de líquenes y musgo. El humo azul asciende por las pétreas chimeneas, por la vaharada caliente y viva de los establos donde se escucha el melancólico mugido de los animales. No hay personajes visibles en un escenario ancestral que pese a los sonidos parece estar deshabitado. El rumor de la humana presencia es captado por nuestro oído en el sigilo de un postigo que se cierra, en el crujido de la madera al ser pisada por pies invisibles, por el rastro de perfumes a hierbas aromáticas y a rosas cultivadas con mimo al lado de las ermitas diseminadas sobre el paisaje maravilloso, que se abre de pronto ante nosotros, como inesperado efecto de belleza y grandiosidad. Al coronar la cima abrazamos el tiempo.

La piedra florece entre las viejas espadañas, sentimos la profunda soledad de una gozosa cosmogonía. Al salir, el tiempo se reviste de un gris civilizado, ha perdido de pronto su enigma o extrañeza. Se recubre de asfalto. Juego ecléctico de carretera cívica y de áspero sendero. Fuera y dentro. Desde tiempos remotos las pequeñas iglesias, los limpios monasterios de amparadores claustros, han sido refugio y reposo de cuerpos derrotados y ánimos vacilantes. Las tendinitis, ampollas, contracturas y otros males del cuerpo, buscan entre los muros hospitalarios recipientes de agua donde elevar la vista al cielo del alivio componiendo una imagen suprema de arrebatado éxtasis, casi levitación. Monasterios con portadas románicas ornamentadas con las características puntas de diamante, junto a las perlas de rigor, constituyen una polifonía de diversos elementos donde existen los hechos objetivos pero también su interpretación que siempre será algo más libre, y más abstracto.

Los abedules perfilan sobre el aire un acerado brillo. Las hojas llevan su rumor de agua, sólidos robledales dan sombra a nuestro paso. La turba, el liquen, el musgo y el mantillo fecundan las estelas de la memoria. El románico prolonga la naturaleza en la gracia de sus capiteles donde hombres, pájaros, animales y plantas, parecen entablar un vivo diálogo con el entorno. Parecen esculpidos por un artista sabio que juega a ser un niño. Capiteles que como espejos cóncavos nos proyectan reflejos deformantes. No sabemos si pertenecen a la realidad o acaso al sueño.
Mientras los cuervos graznan seguimos los dédalos inciertos, las revueltas alucinadas. Sobre el mapa desdoblamos recuerdos. Un espejo niño trastoca las imágenes y las devuelve con otros matices mirados desde la perspectiva del corazón, que es sin duda alguna la más fiable y hermosa de las perspectivas posibles.

Nos reflejan las aguas. Allí duermen su sueño las paredes de antiguos asentamientos de lugares de paso, la sensación de precipitarse y formar parte como un espectro más de muros fantasmales ya desaparecidos. La tierra sostiene el temblor de los pies acostumbrados a ella desde siempre.
La carga forma parte de nuestra estructura ósea, también del interior que a veces trastabillea, como si anduviéramos ebrios.

Los cruceiros marcan el sitio de la vida y la muerte, se entrecruzan y yuxtaponen sobre el cardinal relieve de su base. Protección y belleza frente a los misterios del más allá en tierra de supersticiones ancestrales. Hay aquí robles tan corpulentos que acongojan y aromas balsámicos de viejos eucaliptos que parecen encontrarse en su elemento. Nada dejan crecer al lado de su egoísta sombra. Todo serpentea, pero una línea transversal acorta, y como las palabras, reverbera. Atravesamos puentes que unos dicen románicos y otros góticos pero son de transición, de tránsito, de puente a puente como un juego de oca. Bárbaras iconografías, mansedumbre de manteles que invitan a brindar con el vino tan claro como los ríos, luminoso como los atardeceres, perfumado como los bosques. Los vinos de la tierra vierten y escancian la luz dorada de lo ancestral sobre el blanco temblor de sus tazas de loza.

La tarde va desplegándose sobre luces de olvido desde ese guiño ámbar que desata la risa contenida, y suelta la palabra y pone brillos vivos en los ojos y hace latir las sienes junto al amor de siempre, el que acompaña por subidas y bajadas en las cuestas de la vida y hace la carga más ligera. Algo que se refleja, único e imprescindible, en la mirada de ahora y de siempre frente a la plenitud tan serena y colmada.

Hacia el Oeste la flecha o el vector inclina el sueño. La línea transversal corta los ríos y baja y sube como el propio ánimo. No hay sosiego ni tregua. Todo transcurre repleto de vivencias, de experiencias, de belleza, de escenarios insólitos, de poesía viva. Sublimes y grotescos como las pétreas figuras que no sabemos leer del todo ni descifrarlas, reales e irreales como la propia vida, anticipándose a El Bosco y su famoso Jardín, cielo e infierno, como dos caminos que se bifurcan en cada interior. Los helechos, las plantas, van hilando finísimos tejidos de luz y agua, la mañana olorosa y plena en armonías se esponja de rocío como si fuera una inmensa pila bautismal donde nos sumergiéramos olvidados del mundo y su inconsciencia. Algo sagrado o mágico nos une con la naturaleza en libertad. A lo largo de tan especial itinerario me doy perfecta cuenta de que en el fondo nadie es demasiado fuerte para llevar la carga, sobre todo si es cuesta arriba, solo permanece la arquitectura y allí permanecerá cuando los que observamos ya no estemos aquí.
El intrincado bosque de la propia conciencia sí deja ver los árboles. Tiene un carácter embrionario esta penumbra formada de líquenes y olvidos.
La luz irradia sobre el tiempo demorado. Su reflejo ondulatorio arranca los matices de cobre o de oro viejo, por el opaco azogue de las losas se adelgazan siluetas. Los oros de Poniente andan guardando el sol, cerrando el Arca.

Poso, pero sin peso; un aire de milenios, tan leve como los pasos que ascienden las escaleras del misterio, que atraviesan la Gloria de este Pórtico. Al imponer las manos, las unge y a la vez es ungido. Miramos hacia arriba. Una barca de piedra describe sobre el tiempo su código de signos antiguos, renovados, siempre eternos.

El corazón, esa imantada estrella, nos devuelve al inicio. Y cuando la cabeza se inclina ante el misterio donde aguarda el motivo, surge la transparencia.

Efi Cubero
correo
España, mayo del 2020