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Arquitectura y mística
A los espíritus eminentemente visuales, aquellos que alimentan su imaginario sobre todo con estímulos regalados al ojo, un par de buenas fotografías de la Capilla del Hermano Klaus, de Zumthor, podría bastarles para dar por resuelto el complejo tema que plantea este trabajo: arquitectura y mística. Puede que no precisaran ni siquiera visitar el lugar. Lo resolverían, además, de forma contundente, a través de un estupendo ejemplo. «Es esto. Lo veo, ergo lo creo», se dirían a sí mismos. (Pienso, claro, en espíritus visuales de sobreentendida inclinación empírica, y sin embargo finos). Y en este caso no andarían mal encaminados, porque la dicha capilla es lo más oportuno de cuanto conozco en la arquitectura occidental de todos los tiempos (aceptemos aquí, de momento, el término arquitectura sin matices que aludan a tipo o escala) para ejemplificar la posible ligazón entre un ejercicio tan complejo como el arquitectónico, y un impulso religioso, teológico, tan especial como el místico. Resulta muy raro que este pequeño edificio haya sido creado a comienzos del siglo XXI, por ahora obediente epígono del XIX y el XX, esos siglos casi nulos, por no decir nefastos de cara a la espiritualidad humana. Pero ahí están la capilla y su autor, Zumthor, un tipo del XX que parece venido del Alto Medioevo, si no de los albores del Creciente Fértil con una imaginación vedada al hombre ilustrado. Una imaginación, que, quizás por anacrónica, logra imponerse al enorme cargamento técnico y discursivo con que atravesamos nuestro tiempo. Cargamento, sin embargo, tan enfadoso como leve, porque lejos de lastrarnos para bien, nos empuja a ir como pollos sin cabeza y de propulsión a chorro, como correcaminos insatisfechos que tripulasen un asteroide ciego.
A los espíritus visuales puede que les bastara con lo dicho en el primer párrafo, pero no a los demás. Los auditivos, que en este texto identificaré toscamente con los no visuales, es decir, con los que nutren su imaginario también, y en primer lugar, con otras percepciones, sean éstas sensoriales (oído, tacto, gusto, olfato) o no; esos espíritus no visuales, digo, se quedarían inconformes con un par de fotos; acaso querrían visitar la capilla para sentir in situ sus verdaderas potencias antes de homologarla como arquitectura nacida de una experiencia cuasi mística, capaz de provocar, o de ayudar a provocar por sí misma otras experiencias de igual índole; querrían visitarla, qué menos; querrían conocerla, seguro, acuciados por las dudas y las preguntas.
Y es que la arquitectura, a priori, resulta demasiado visual y material para sostener, incluso para albergar una actividad espiritual que reniega expresamente de su posible explicación y de un trato cercano con la materia. Basten aquí de momento, y como anticipo, una anécdota atribuida a San Juan de la Cruz, y unas palabras atribuidas a Santa Teresa de Ávila. En ambos casos digo atribuidas, porque no constan en el cuerpo cierto de lo escrito por los santos. Puede que hayan llegado a nosotros a través de la tradición oral, o como parte de los relatos asociados a los procesos de beatificación y canonización de ambos, o quién sabe si a lomos del falso realismo narrativo a que nos tiene acostumbrados José Jiménez Lozano, mi fuente en este caso. De cualquier manera, y habiendo hecho la pertinente advertencia, las reproduzco porque no son extrañas a la vocación mística en general, y sí muy expresivas de la dificultad que encierra hablar de arquitectura y misticismo. Jiménez Lozano pone en boca del santo de Fontiveros aquella recomendación […] hecha a los frailes que habían acudido a ver con curiosidad un hermoso edificio: «No hemos venido a ver, sino a no ver». El mismo autor refiere que en una ocasión dijo la santa carmelita y descalza: Tenemos un cielo en el patio, mucha cosa. Casi nada… Si el impulso místico en apariencia huye de la experimentación arquitectónica común, y estima excesiva la propia bóveda celeste como techo de un patio conventual, ¿qué relación podemos imputarle con la arquitectura? Dije que bastarían por ahora estas dos muestras de conflicto, pero… Es que aunque parezca suficiente y resolutivo, interesa no ceñirse a los propios místicos y sus incondicionales para poner en duda la amistad arquitectura-misticismo; interesa hacerlo además desde el talento opuesto, desde sus nada extáticas antípodas. Metamos entonces en el ajo a dos neoclásicos pre-ilustrados: La geometría deja al espíritu como lo encuentra, dijo Voltaire. El matemático aprecia el valor y la utilidad del triángulo, el místico le rinde culto, dijo Goethe. ¿Entonces?...
Confieso que dudé si atender o declinar la amable invitación que me hizo a escribir sobre esto, la colega y amiga, doctora en arquitectura y profesora de la UMNAM, María Elena Hernández. Dudé porque de primeras el asunto parece muy complejo, y porque no vislumbraba con claridad si tendría sentido traspasar el punto en que estamos ahora: la aparente colisión entre arquitectura y mística. Claro, explicar una colisión sin más es una tarea de muy escasa carga positiva para mi gusto. Pero entonces me vinieron a la cabeza algunos casos concretos que apuntan a la superación del dicho conflicto: la propia Capilla de Zumthor en primer lugar, y después los patios de Barragán, el cementerio judío de Praga, la cabaña de Thoreau, la celda teresiana, la estancia cisterciense, la columna de Simón Estilita… entre muchos otros. También recordé ejemplos motivadores al margen de la tradición mística judeocristiana: los palacios nazaríes de La Alhambra, por ejemplo, el Palacio Imperial Katsura… Como mi espíritu no es ahora mismo demasiado visual, esos fenómenos que de alguna manera ofrecen forma arquitectónica a la esencia mística o tendente a, no son bastantes para que dé por resuelto el asunto, pero sí para que lo investigue. No soy tan pragmático como para pensar con James que a la verdad la hacen verdadera los acontecimientos, pero tampoco tan diletante, como para obviar los acontecimientos si no se avienen a un sistema previo que los explique y acoja sin demasiadas tensiones.
Para comenzar la pretendida investigación debíamos convenir qué entenderemos aquí por mística, y qué por arquitectura. Ah, pero entonces surge otro problema no menor. Creo saber qué es la arquitectura (soy arquitecto). La ejerzo, gozo y sufro a diario, después de haberla estudiado durante muchos años; pero no tengo ni idea de qué es la mística. Y a esta noticia, ya mala en sí misma viniendo de quien pretende hablar de la materia que desconoce, le surge un tumor súper maligno: nadie sabe con mediana solvencia qué es la mística. No lo supieron ni siquiera ellos, los místicos, quienes experimentaron sin entenderlo, ni poder expresarlo cabalmente a los demás, aquello que los teólogos, los lingüistas y demás teorizantes llamaron, a posteriori, experiencias místicas. ¿Y cómo investigar un par en supuesta interacción si una de sus dos entidades resulta ininteligible? ¿Cómo relacionar algo que se puede medir y pesar en sus aspectos cuantitativos, que se puede definir y explicar en sus aspectos cualitativos; con algo ajeno… no sólo ajeno, sino contrario a la definición y la medida? No queda más remedio que ir pensando en voz alta, escribiendo al dictado de las dudas, agarrando y fijando en la pantalla del ordenador cualquier migaja que precipite de tal experimento, a ver si al final, con suerte, podemos sacar algo en limpio. No queda más remedio que hacerlo, pero advierto que cada vez que le endose una preposición a la mística estaré caminando sobre tembladeras.ARQUITECTURA Y MÍSTICA. RELACIÓN POSIBLE
La RAE dice que la arquitectura es el arte de proyectar y construir edificios. Estoy de acuerdo. Y podemos precisar: es el arte que resuelve (concreta en un edificio o cosa de tipo parecido) una anticipación venturosa (el proyecto). Porque puede haber arquitectura levemente anticipada en la imaginación sin que medie un proyecto formal, o anticipada en el canon vernáculo que establece la tradición; pero la arquitectura sin anticipación alguna, sea ésta más o menos compleja, más o menos picajosa, se distanciaría tanto de la vocación edificante de la humanidad, que demandaría una nueva definición. La ausencia de un plan previo, como diría Fernando Salinas (no es literal): nos igualaría a la abeja y la hormiga, simples constructoras que no necesitan anticipar nada para crear el panal y el hormiguero, pues proceden por mero instinto con un infalible y matemático resultado donde señorea la invariante. Por otro lado, el hecho arquitectónico no puede concluirse a sí mismo en el proyecto, que siempre es un medio, nunca un fin; porque si lo hiciera, la propia arquitectura, nonata, claudicaría en favor del dibujo, la pintura, el collage, la fotografía, la escultura… Y en tal caso estaríamos hablando de otra cosa, claro; como mucho, de un escapista y engañoso sucedáneo.
Entonces tenemos un objeto, el arquitectónico, que se fragua en dos fases: anticipación y concreción. En la primera fase hay bastante margen para que la imaginación pugne con la inteligencia, para que defienda a la idea cuanto sea posible de su inevitable caída al concepto. En los primeros estadios de esta fase, que son los más intuitivos y creativos, el arquitecto, sobre todo cuando aborda temas sacros o de marcado carácter simbólico, pudiera (y debiera) sentirse impelido por un espíritu renuente a los movimientos estrictamente razonantes y calculadores; un espíritu abierto, digo, que permita la aparición de una actividad más apegada a la parte irracional (que no sólo sensorial) del alma. Si el arquitecto tuviese tendencia a lo místico, la idea generatriz de su proyecto pudiera quedar marcada por ello. Y aun si no la tuviera, pero de oídas se acercara a lo que se entiende por mística, tal vez fuera capaz, por qué no, de impregnar algo de su inefable no-sustancia en esa primera idea informe. Informe, digo, porque no hablo de imágenes visuales que llegan in-formadas, es decir, con el certificado de defunción redactado, a falta, sólo, de que firme el forense. Hablo de imágenes-idea que llegan de no se sabe dónde en busca de forma mental primero, de airosa representación luego. Claro, cualquier impulso de este tipo que implique a la mística, muy poco frecuente en la historia de la arquitectura occidental, quedará en última instancia mediatizado por la fatal reducción de las ideas a los conceptos. Porque la arquitectura es una disciplina de marcado carácter conceptual, donde lo material, lo útil y lo económico siempre tienen voz y voto, y por eso, aunque nos pese a algunos arquitectos, el resultado de nuestro trabajo nunca se podrá considerar como arte puro. El Schiller esteta dijo en este sentido:
Decimos que un edificio es perfecto, cuando todas sus partes se rigen según el concepto y la finalidad del conjunto, y su forma ha sido determinada puramente por su idea. Decimos, sin embargo, que es bello, cuando no necesitamos la ayuda de esa idea para reconocer la forma, cuando parece que ésta surge, espontáneamente y sin intención, de sí misma, y que todas las partes se delimitan a sí mismas. Por ello un edificio (dicho sea de paso) no podrá ser jamás una obra de arte completamente libre, ni alcanzar nunca un ideal de belleza, porque es materialmente imposible en el caso de un edificio, que necesita de escaleras, puertas, chimeneas, ventanas y calefacción, pasarse sin la ayuda de un concepto y, por lo tanto, ocultar la heteronomía.
Si nos atuviésemos, sólo, a lo dicho hasta aquí, mucho nos costaría creer que la mística pueda tener plena cabida en la concepción arquitectónica; y mucho menos creeríamos que pueda tenerla en la concreción de la cosa arquitectónica, donde el margen para ello es muy menor; donde, por enconado que haya sido y sea el pugilato entre la inteligencia y la imaginación, las cartas están echadas. La inteligencia pretenderá racionalizar al máximo un proceso intervenido por cálculos y mediciones de todo tipo. La imaginación hará lo contario: defenderá la idea genitora (que como es lógico, ansía una representación fiel, por cándida) de una muerte segura a manos del concepto-asesino-de símbolos. Podrá haber desencuentros y hasta bronca entre ambas, pero insisto, en arquitectura, si exceptuamos algunos tipos de ejercicio muy concretos que la hacen caer a la escultura, la balanza se inclinará siempre a favor de la inteligencia; que si es fina, podrá suscitar, cuando más y en el mejor de los casos, emociones inteligentes, nunca emociones ingenuas y libres del todo que surjan de un completo desasimiento del alma frente lo que no sea en puridad Amor.
Así que tenemos una arquitectura con suerte imaginada en sus inicios, pero en última instancia razonada, limitada a sí misma en sí misma, hecha cosa, y más o menos cargada de cosas que facilitan su aprehensión y su uso; frente a una actividad espiritual que desprecia las cosas. El alma de San Juan de la Cruz pide a Dios que aparte sus semblantes plateados: las cosas y sus representaciones, para que le sea posible volar hacia Él: ¡Apártalos, amado, / que voy de vuelo!, le dice. Este místico no quiere cosas que medien (estorben) en su movimiento ascendente de estirpe contemplativa, amorosa y volitiva. Para su ímpetu trascendente, las cosas pueden ser medios, pero siempre son obstáculos. Y cuando son medios, lo son en los limitados términos que establece Wittgenstein incluso para las palabras en mística. Para el pensador vienés, lo místico es lo indecible, pues aquello que no se puede hablar hay que silenciarlo. Quizás las palabras carezcan aquí de sentido, quizás constituyan, como mucho, una escalera que hay que tirar tras haberla escalado. Es la escalera que hecha cosa nos devuelve a San Juan de la Cruz, a su secreta escala disfrazada; y que hecha palabra nos aboca a la gran frustración del santo frente a los mensajeros: no saben decirme lo que quiero, se queja. ¿Será la arquitectura cuando toca la tecla buena, o sea, cuando desaparece en el trance crucial y definitivo, eso, una suerte de escalera por la que sólo se sube, uno de los medios para? Ah…
El caso es que cuando el místico logra unir su alma individual con el principio divino, se supone que se encuentra fuera del tiempo y el espacio, que se funde con la divinidad, y haciéndolo, participa de lo eterno y ubicuo. ¿Cómo podría aceptar entonces el coserío humano plagado de limitaciones? Volvamos a Schiller:
Para determinar una forma en el espacio, hemos de poner límites al espacio infinito; para imaginarnos una variación en el tiempo hemos de fraccionar la totalidad del tiempo. Así pues, llegamos a la realidad sólo mediante limitaciones, a la posición o situación real, sólo mediante negación o exclusión, y a la determinación, únicamente suprimiendo nuestra libre determinabilidad.
En un espacio arquitectónico determinado y determinante, que de alguna manera pauta el tiempo (porque la arquitectura no es sólo espacio, sino también tiempo comprimido, que diría Bachelard; tiempo invitado a la pausa, sometido al tempo espacial, digo yo), la mística puede encontrar serias dificultades para desarrollar en plenitud sus potencias, si no logra el desasimiento total que anule a la propia arquitectura que le sirve de escenario terrenal, por mucho que se haya valido de ella en un sentido u otro. La arquitectura determina un lote espacio-temporal que el místico debe amortizar o saldar, si no batir, en su huida del espectáculo mundano en aras de alcanzar el objetivo último: conocer, aunque sea incapaz de expresar, la esencia y la existencia (el ser) de la realidad divina. A esa lucha contra el espacio y el tiempo humanos (históricos o psicológicos) que de alguna manera acota, también, la arquitectura, se refiere Silesius cuando dice:
1. No eres tú quien está en el espacio, el espacio está en ti: recházalo, he aquí ya la eternidad. 2. Tú mismo haces el tiempo: su reloj son los sentidos; detén la inquietud y se acabó el tiempo.
Todo lo dicho hasta el momento nos invita a relacionar mística con ascetismo, y por esa vía nos invita también a relacionar mística con arquitectura de gran espiritualidad y mínima materialidad. Repito, sé lo que son la arquitectura y el ascetismo, pero no sé lo que es la mística, empotrada toda ella en el más oscuro misterio, por más que el alma que experimenta con éxito el trance místico, soldada finalmente a la divinidad, logre iluminar la oscuridad, transfigurarla. Porque esa oscuridad iluminada y transfigurada queda presa en un inteligible íntimo (cosa de Dios y del alma que entra en contacto directo con Él), que al resultar inefable, se convierte en ininteligible para los demás. No sé nada sobre misticismo, pero resulta obvio que donde la pulsión mística es contenido principal, el continente arquitectónico que le atañe apunta siempre al logro de una alta tensión espiritual con la menor cantidad de materia posible. ¿Por qué? Puede que la contención material de la arquitectura propicia y propensa a la mística, su levedad y su distanciamiento de las cosas, dificulte su propia cosificación; y de esa manera facilite que el alma que en ella mora, si en pleno movimiento trascendente, llegue al desasimiento total necesario de las cosas con menor esfuerzo. Con relación a esto nos dice Jiménez Lozano utilizando a San Juan de la Cruz como ejemplo:
Es obvio que Juan de la Cruz está fascinado por la belleza, y lleno de temor a la vez de que esta belleza de las formas embeba los sentidos y cautive la memoria y el amor de la Belleza infinita. Es el mismo drama de Bernardo de Claraval […] agravado si cabe. Dice Juan de la Cruz: «Mucho derogan a la fe las cosas que se experimentan con los sentidos», y pone esta cautela para el hombre espiritual: «En todas las cosas que oyere, viere, oliere, gustare o tocare, no haga archivo ni presa de ellas en la memoria, sino que las deje luego olvidar, y lo procure con eficacia […]; de manera que no le quede en la memoria alguna noticia ni figura de ellas, como si en el mundo no fuesen».
Si como dije al comienzo, la mística y la arquitectura parecen colisionar a priori, tal vez sea porque la radical vena contemplativa y poética de algunos místicos así lo sugiere. Es el caso de San Juan de la Cruz, sin dudas. Pero hay otros místicos más complejos (o acaso más simples, no sé bien) que asientan la contemplación sobre una actividad fundante, edificante, incluso constructora. Ahí están, por ejemplo, Santa Teresa de Ávila y, sobre todo, Bernardo de Claraval.
Antonio Piedra, en un magnífico ensayo titulado La Santa Espina, una morada luminosa, que recomiendo con ganas a todo el que quiera profundizar en el tema que aquí se trata, dice que Bernardo de Claraval es un místico constructor. Ya no sólo un arquitecto, sino también un constructor. Vaya golpe a la mística puramente contemplativa; golpe, sí, que Santa Teresa apoya cuando dice: Dios me libre de gente tan espiritual que todo lo quiere hacer contemplación perfecta. En un texto que escribí para celebrar lo que descubrí en el referido ensayo de Piedra, dije (las cursivas señalan citas del autor recogidas por mí, y las comillas tipográficas señalan citas del propio san Bernardo recogidas por él):
Bernardo de Claraval es un místico, no hay dudas (por un lado habla de «paraíso claustral», y por otro dice que «este mundo tiene sus noches y no pocas»), sin embargo, su misticismo aparece siempre contaminado de intención actual, de un tempranísimo empirismo que lo empuja a construir obsesivamente, a colonizar para dotar de casa apropiada a la común heredad. Aquí el impulso cultural aparece siempre acompañado de su contrario dialéctico, el civilizador. Sí, construye mirando a la Ciudad de Dios agustiniana, pero también atendiendo a su experiencia sensorial, con el cincel en una mano y la plomada en la otra. Tanto la forma de vida que escoge para sus monjes, como los lugares donde enclava sus monasterios, están impregnados de pragmatismo porque «la fuente no sube al lugar que sea más alto que el sitio donde nace». Esta dualidad místico-pragmática es algo muy novedoso para su época, para todas las épocas, diría yo.
[…]
Como venimos hablando de un vanguardista de pro, de un humanista adelantado a su tiempo, no debe sorprendernos a estas alturas que Bernardo nos hable en el XII de «la grandeza de la materia», ni que intente supeditarla a las necesidades del hombre. Nos dice Antonio: El primer sillar básico de este marco humanista consiste para Bernardo en instalar arquitectónicamente «la mole corpórea» del hombre biológico, según propia expresión, en su misma naturaleza: exactamente «en la forma humana» sin otros aditamentos que, aunque salida del barro para poblar una «vasta soledad» que es la tierra, sea pura fenomenología no «sólo perceptible al oído, sino también visible a los ojos, palpable a las manos, fácil de llevar en mis hombros». Ya lo dijimos, Bernardo es la conjunción perfecta entre el místico y el empírico: como un místico constructor que renueva la cimentación del humanismo trascendente, lo define Piedra.
Desde esta nueva perspectiva las cosas mejoran. La investigación cambia de signo y adquiere carga positiva. En nuestra ayuda llegan los místicos fundadores y constructores. Ellos nos permiten perseguir una posible relación entre su aliento trascendental y la arquitectura, sin tanto riesgo como el que encierra hacerlo a través de los místicos puramente contemplativos.
La vocación mística colisiona de entrada con la arquitectura obesa, adiposa, fofa, y más aún con la amanerada; pero no toda la una (la mística, sea lo que sea ésta) tropieza en toda la otra (la arquitectura). Como he dicho varias veces: para mí el lugar, incluido el arquitectónico, es cantidad espacial significada, también por el tiempo. El lugar así entendido es un concepto que trasciende en el plano semiótico a los conceptos de espacio, local, sitio y enclave. El alma mística necesita un Lugar donde su movimiento trascendente no encuentre trabas añadidas a la Gran Traba: el difícil acceso a la divinidad para poder participar de ella. Ese Lugar no puede ser grosero, ni siquiera ordinario. Debe ser capaz de acompañar a la potente imaginación del místico; debe ser un medio más en apoyo de su trasiego espiritual, debe poder ser primero captado y después batido por el alma en vuelo, sin interferencias nocivas. Y como bien dijo Bachelard: el espacio captado por la imaginación no puede seguir siendo el espacio indiferente entregado a la medida y a la reflexión del geómetra. Es vivido. Y es vivido, no en su positividad, sino con todas las parcialidades de la imaginación.
Claro, el espacio arquitectónico adecuado para el místico en acción no podría ser el mismo si hablamos de San Juan de la Cruz y Angelus Silesius, que si hablamos de San Bernardo y Santa Teresa. (No sé por qué me asalta ahora aquella observación tan aguda de Ortega: un mismo edificio sobre la larga estepa manchega presenta a Don Quijote rostro de castillo y hace a Sancho una mueca de venta). Pero en cualquiera de los casos, el espacio donde ejerce el místico tiene que ser… ¿qué?, ¿cómo?... Puede que la mejor forma de ensayar una respuesta sucinta esté en la reinterpretación interesada de dos versos contenidos en el Salmo 117. Donde el salmista hace una alusión alegórica a Israel, hagámosla nosotros a la imaginación del místico, y de paso, aguijemos la nuestra: La piedra que desecharon los arquitectos / es ahora la piedra angular.