Arquitectura y Humanidades
Propuesta académica

Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.


Espacio Sagrado y mística desde la Hermenéutica Analógica

Mauricio Beuchot Puente,
IIFI, UNAM Ciudad de México, 2020

Introducción

Me gustaría hacer aquí una reflexión sobre el arte sacro, eso que la estética relega un poco, que deja de lado sutilmente, para no comprometerse. Porque se están tocando regiones acaso prohibidas, o, por lo menos, poco transitadas, y que dan miedo. El arte sacro tiene que ver con la representación del misterio, y ése es por esencia inefable; de ahí la dificultad y complejidad que el asunto encierra. Se ve de manera especial en el templo.

Sin embargo, es una realidad innegable, es un fenómeno demasiado saturado como para que lo podamos rechazar. Podremos minimizarlo, pero él rebrota y se impone, sale al paso de nuestra consideración. Lo veremos en ese arte tan complejo que es la arquitectura; y, más precisamente, en la arquitectura sagrada, la cual tiene que ver principalmente con el templo, que es una construcción demasiado sutil, porque es simbólica, porque está edificada con símbolos. Cada una de sus piedras. Tratemos de afrontarlo con entereza y valentía, que eso nos reportará un mayor conocimiento del ser humano.

La arquitectura de los templos

Podemos hacer una interesante aplicación de la hermenéutica analógica al ámbito de la arquitectura y, de manera más específica, a la arquitectura sagrada, que está llena de signos, símbolos, así como de íconos, los cuales representan el misterio que nos trasciende. Tal se ve, de manera singular, en el templo.

Para eso necesitamos una hermenéutica, ya que los símbolos son los signos que más requieren de interpretación; pero, en concreto, una que sea analógica, porque el símbolo es una de las formas de la analogía. Como bien ha señalado Paul Ricoeur, el símbolo tiene la estructura de la metáfora, un significado literal y otro metafórico, es decir, un doble sentido; y la metáfora es una de las formas de la analogía, cosa que se ha reconocido desde Aristóteles. Por ello, no es de extrañar su adopción de ese instrumento interpretativo.

De hecho, comenzamos con algunas nociones fundamentales de la arquitectura. Cómo llena de formas el espacio, al igual que de luz y de color. Eso es imprescindible para entender la manera en que se estructuran los elementos de la arquitectura sagrada. Son los elementos con los que habrá de trabajar el arquitecto que pretenda abordar la construcción del espacio sagrado. Es la construcción del templo, de manera principal, que es el lugar sacro por excelencia, el punto en el que se pensaba que se juntan el cielo y la tierra.

Pero, además, la arquitectura es expresión y comunicación de algo, y quiere ser de lo sagrado. De ahí que la arquitectura religiosa necesite echar mano de conceptos filosóficos y teológicos para tener sentido. Es una expresión artística, pero no sólo eso. En el caso del arte sacro, tiene una presencia sin igual el deseo de hacer una morada de Dios y de los hombres adornada con la perspectiva artística.

Por lo anterior, se nos presemta la cuestión del lenguaje, pues la expresión, cuando pasa a ser comunicación, se vale del lenguaje, es un lenguaje. Así, la arquitectura tiene carácter de lenguaje, ella también; no solamente como obra de arte, sino como símbolo que es, inclusive de lo inefable, pues trata de decir lo totalmente otro, dar lugar a la meditación y al sentimiento de la presencia del Absoluto. Y el lenguaje nos conecta con la semiótica y con la hermenéutica, sobre todo por ese signo suyo tan especial que es el símbolo.

Eso nos lleva a un acucioso estudio del símbolo, ya que el arte mismo es simbólico, según decían Heidegger y Gadamer; pero, mucho más, lo es el arte religioso. Desde la semiótica y la lingüística se estudia el símbolo, y más aún desde la perspectiva de la hermenéutica, ya que el símbolo es el signo que requiere más que ningún otro de la interpretación. Es el experimentum crucis, el problema crucial, de la hermenéutica y de la semiótica. En el sentido de que si queremos saber si una semiótica funciona y si una hermenéutica es adecuada, hay que pedirles que den cuenta del símbolo y de la metáfora, que los interpreten, que expliquen su mecanismo.

Esto nos conduce al ámbito de la comunicación, pues las artes, y entre ellas la arquitectura, pretenden comunicar algo. No sólo expresar, sino también, y de manera especial, comunicar. En el caso de la arquitectura religiosa se trata de comunicar el respeto que se siente ante el misterio y ofrecer espacios adecuados para la meditación, que inviten a la reflexión profunda.

Para eso tenemos que echar mano de la semiótica, la disciplina de los signos en general, y allí encontramos la conducción de Peirce, con su tríada de índice, ícono y símbolo. De hecho, allí se tiene que combinar el ícono con el símbolo, o dar al ícono una mediación simbólica, para que la imagen arquitectónica pueda ser metáfora del misterio. Ya la misma semiótica es interpretación, pues busca los códigos que nos revelan el sentido de las expresiones que usamos para comunicarnos. Pero esto se da especialmente en la hermenéutica.

Así, entramos de lleno en la hermenéutica, la cual es, precisamente, la disciplina de la interpretación de textos, y la obra de arte, en este caso arquitectónica, puede ser vista como un texto. No por nada la hermenéutica se deriva del diosecillo Hermes, el cual era el patrono de los intérpretes, ya fueran traductores u oradores, sobre todo los que llevaban las ciudades a la paz y la armonía.

Y, dado que vemos la arquitectura como llena de iconicidad y simbolismo, se nos presenta la hermenéutica analógico-icónica como la más apta para ser para aplicada a nuestro estudio. Nos pone de relieve el carácter expresivo y comunicativo de la arquitectura religiosa, la cual es sumamente compleja y difícil. No nos sirve una hermenéutica unívoca, que empobrecería el símbolo haciéndolo meramente signo, ni una hermenéutica equívoca, que diluye el símbolo en múltiples significados irreductibles. En cambio, la hermenéutica analógica nos enseña a tener la apertura suficiente, a la vez que la seriedad necesaria, para captar el significado de lo religioso.

Por eso necesitamos aquí una hermenéutica de la arquitectura, especialmente de la sacra, que analice los elementos de la religión, como el rito, el altar, las luces, las sombras y el silencio, así como otros signos y símbolos religiosos. Esto nos capacita para alcanzar una comprensión aceptable del fenómeno religioso y, por ende, del signo arquitectónico correspondiente.

También requerimos de la teología para la arquitectura sagrada católica, pues de otra manera no se puede entender su significado. Bastarán los conceptos teológicos necesarios y suficientes para lograr esa comprensión. Y es lo que entra en nuestro instrumento conceptual interpretativo.

En efecto, la hermenéutica analógica es muy analítica y seria; mas, sin embargo, con la apertura que alcanza para tener comprensión de cosas que van más allá de la razón, que superan ese cientificismo moderno en el que frecuentemente nos encerramos; pero lo hace sin caer en la desmesurada apertura del posmodernismo, que a veces no conduce a ninguna parte. Nos da, pues, un estudio serio, llevado con adecuada metodología, y que usa inmejorablemente esa herramienta interpretativa que es la hermenéutica, una hermenéutica analógica e icónica.

En efecto, este instrumento hermenéutico tiene la facilidad de abrirse a la metonimia y la metáfora, y es muy compatible con la semiótica de Peirce, ya que éste divide, como hemos visto, el signo en índice, ícono y símbolo, donde el ícono es el signo analógico. Y éste se divide, a su vez, en imagen, diagrama y metáfora, con lo cual tenemos el polo metonímico y el polo metafórico, como bien lo supo ver Roman Jakobson. La imagen es analogía que se acerca más a la univocidad, pero nunca es unívoca; y la metáfora es analogía que se acerca más a la equivocidad, pero nunca incurre en ella. Y lo más analógico sería el diagrama, por lo que una hermenéutica analógica sería una especie de diagramatología (y no meramente una gramatología, como la de Jacques Derrida). Pero esto, aplicado a la arquitectura sagrada, nos dará una interpretación diagramática, según la cual la construcción arquitectónica sacra tendría que ser un diagrama del misterio, un ícono de lo inefable y trascendente.

Esto es algo que la hermenéutica analógica brinda a las investigaciones de este tipo. Es lo que nos puede llevar a la experiencia de lo icónico y simbólico de la arquitectura sacra, del arte religioso, la cual tiene que ser, forzosamente, mediada por la analogía, por una que tenga potencia analógica e icónica. La razón es que así es la naturaleza de lo simbólico.

El simbolismo del arte religioso

Ya desde su origen, pero sobre todo en la dilatada Edad Media, el arte religioso ha tenido un carácter simbólico. El hombre medieval piensa que las cosas son signos, palabras que el Creador ha dejado en sus obras. En el siglo XII, los monjes y los canónigos, como los de Chartres y de San Víctor, en Francia, dejaron claves para esta laboriosa hermenéutica.

Por ejemplo, el gran Hugo de San Víctor sabe descifrar en una paloma el símbolo de la Iglesia. Sus dos alas son la vida contemplativa y la activa, que ofrece como cauces para la salvación. Pero también el color de sus plumas, que es azulado, nos habla del cielo. Lo amarillo de sus ojos es el color dorado de los frutos maduros, por lo que habla de la madurez con la que afronta el futuro. Y lo rojo de sus patas es reflejo de la sangre, pues avanza en su historia sobre la sangre de los mártires.

Se ha señalado al dominico Vicente de Beauvais (1190-1264) como el que más ha trabajado ese simbolismo. En efecto, en su obra enciclopédica Speculum Maius (Espejo Mayor), recoge y encierra el saber de su tiempo, que incluye el semiótico-hermenéutico. Así, utiliza la imagen del espejo para hablar de las cosas como símbolos. Los entes reflejan al Ser, que es Dios. Habla de cuatro espejos, en los que divide su obra: el espejo de la naturaleza, el de la ciencia, el de la moral y el de la historia.

Esto es importante, porque los artesanos reproducían en la piedra estos símbolos, que aprendían en esos tratados, como el de Vicente de Beauvais. En la primera parte, el libelo apologético, este autor explica la finalidad de su obra, pero en la segunda, que es el espejo de la naturaleza, hace ver cómo Dios escribió el universo para dejar su rastro. Esto encontrará, en el siglo XIII, continuación en el Itinerario de la mente hacia Dios, de San Buenaventura, donde todas las creaturas conducen al Creador, o en el libro de Lulio intitulado Félix de las maravillas, donde este personaje se va encantando con las cosas que observa en el mundo que recorre, y todas lo llevan hacia Dios.

De manera semejante, las iglesias, sobre todo las catedrales, eran libros, que se abrían a los fieles, para que en ellas aprendieran cosas de la religión y también de la vida. Puesto que pocos sabían leer, las iglesias eran una de las fuentes de conocimiento. Las catedrales, haciendo honor a su nombre, pretendían ser cátedras de teología y filosofía. Enseñaban, sobre todo, moral, pero también las ciencias humanas. Por eso la tercera parte del libro de Beauvais se llama “Espejo de la ciencia”. Es muy notable la representación que en algunas catedrales se hace de las siete artes liberales: el trívium, con la gramática, la lógica y la retórica, y el quadrivium, con la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. En la catedral de Laon se añade la filosofía. Para las artes se inspiraban en Marciano Capella y para la filosofía en Boecio. Están representados en la piedra tal como los describieron esos dos autores.

El “Espejo doctrinal o moral”, de la obra de Beauvais, era una síntesis de la parte correspondiente en la Suma teológica de Santo Tomás. Se representaban con fuertes rasgos las virtudes y los vicios, para que la gente aprendiera lo que debía hacer y lo que tenía que evitar. Un amigo mío, gallego, ya finado, me habló de una iglesia en la que estaba representado el diablo, con rostro horrendo, y me decía que de niños los llevaban “a conocer al diablo”, es decir, a que le tuvieran miedo para que se portaran bien. Tal era el poder del simbolismo. Sobre todo se representaba a la Prudencia y a su contraria, la Locura.

En cuanto al “Espejo historial o histórico”, del libro de Beauvais, en él se representaba la historia de la salvación, esto es, los pasos del Antiguo y del Nuevo Testamentos. Desde Adán y Eva, pasando por Caín y Abel, por los patriarcas y los profetas, hasta llegar a los apóstoles. En efecto, se cumplía el sentido alegórico de la hermenéutica bíblica, que consistía en ver en los hechos del Antiguo Testamento figuras del Nuevo. Por ejemplo, Abel y José eran vistos como prefiguración de Jesucristo. El primero porque fue asesinado por su hermano Caín, y el segundo porque fue vendido por sus hermanos, pero después fue salvación para todos ellos, cuando en Egipto y llegó a ser el administrador del faraón y los ayudó en una hambruna.

También se representaban las generaciones de los personajes bíblicos. Incluso se ve cómo prefiguran a Jesucristo. Tal sucede en la catedral de Chartres: “Al mismo tiempo, cada una de las grandes estatuas de Chartres lleva un símbolo que anuncia a Jesucristo, que es en sí el mismo Jesucristo. Melquisedec tiene el cáliz, Abraham coloca su mano sobre la cabeza de Isaac, Moisés lleva la serpiente de metal, Samuel conduce el cordero del sacrificio, David la corona de espinas, Isaías el árbol de Jesé, Jeremías la cruz, Simeón tiene en sus brazos al niño divino, Juan Bautista, el cordero y, en fin, San Pedro el cáliz. El misterioso cáliz que aparece al principio de la historia en manos de Melquisedec, se vuelve a encontrar en las de San Pedro. Así se cierra el ciclo. Cada uno de estos personajes es, pues, una especie de cristóforo, y ellos se transmiten de generación en generación el signo misterioso”. Así, en los personajes que antecedieron a Jesús se supo encontrarlo a él, prefigurado simbólicamente.

Por supuesto que también se representaban en las iglesias escenas del Nuevo Testamento, desde el nacimiento, con tierna devoción, señalando el pesebre tan pobre, con el asno y el buey, que calentaban con su aliento al niño recién nacido; además, se representaba a los pastores, los reyes magos, etc. Igualmente, las obras milagrosas de Jesús, manifestando su bondad excelsa. Inclusive se indicaba su belleza física, como en la escultura de la catedral de Amiens, que se llama Le beau Dieu, el bello Dios, con el divino rostro de Jesús. Es la fuerza de la iconicidad.

Inclusive, se representaban pasajes de los Evangelios apócrifos. Asimismo, aspectos de las vidas de los santos, según la Leyenda dorada, de Santiago de la Vorágine. Su función era instruir al pueblo con los ejemplos de aquellos que habían llevado a cabalidad la vida cristiana. También con ello se ilustraba los templos, sobre todo los que estaban dedicados a alguno de los santos. Era, pues, el uso del paradigma o ejemplo, para guiar a las personas a la perfección religiosa, esto es, a la santidad. Se trataba de individuos que habían tenido un grado heroico de la virtud, y por eso era difícil seguirlos, pero constituían un modelo para los demás.

De manera semejante, se usaban motivos de la historia profana, como la de aquellos nobles que habían vencido a los infieles, en este caso a los sarracenos. El tema de las cruzadas fue favorito. Godofredo de Bouillon y San Luis rey de Francia fueron plasmados en algunas piedras. Lugar de excepción tuvo el juicio final, que remataba el espejo de la historia. Se usaba según el esquema del Apocalipsis, y se ponía como el triunfo de Jesucristo, cuando había de juzgar a vivos y muertos. Los doce apóstoles y los mártires lo circundarían, junto con los ángeles. La Virgen tenía a su lado a San Juan, porque fue el que cuidó de ella, cuando le fue confiada por el mismo Cristo. Los buenos son separados de los malos, y los gloriosos van al paraíso, mientras que los otros al infierno. En la catedral de Chartres se trató de retratar a los bienaventurados en el paraíso, teniendo los dones del cuerpo, que serán, entre otros, la belleza, la ligereza, la libertad, la salud; y los del alma, que son todos los que significan armonía, paz y felicidad.

Tal era la fuerza del simbolismo estampado en las iglesias, libros abiertos para el pueblo fiel. Por eso es importante acompañar a la estética que los alumbra la teología que los llena. Es toda una visión del hombre y de la vida la que está retratada en esas piedras. Cada figura es un símbolo, una alegoría, un ícono de algo y, en definitiva, todo confluye a ser un vestigio de Dios, así como el hombre es su imagen y semejanza.

Carácter simbólico del templo

Veremos ahora el carácter simbólico que posee el templo. Ya que la arquitectura es una de las bellas artes, aprovecharemos lo que del arte decía el filósofo alemán Martin Heidegger. Él nos llevará a la condición de símbolo de la obra artística y, por lo mismo, del templo. Este autor aprovecha los conceptos tradicionales de cosa, y el usual de materia y forma para hablar de la obra de arte. Pero no para ir de la cosa a la obra, sino de la obra a la cosa.

Según Heidegger, la obra de arte se establece como obra (por ejemplo un templo, la estatua de un dios), pero también establece algo. Establece un mundo. La obra, además, tiene una hechura. En ella se da una materia (piedra, madera, color, palabra, sonido) que es como su tierra. Esta noción de tierra es peculiar. Es uno de los elementos de lo artístico, los cuales tienen que ser dispuestos armoniosamente por el hombre.

La obra de arte usa la tierra como útil, pero es más. Captamos su unidad, su movimiento y su reposo. “El mundo se funda en la tierra y la tierra irrumpe en el mundo”. Con ello la obra pone en lucha la materia y la forma, vive de esa lucha. En ella reposa. Y en ella acontece su verdad. Pero, ¿qué es la verdad? Se busca no la verdad de la esencia, sino la esencia de la verdad. Es aletheia, desocultación del ente. En el centro del ente hay un claro, tiene una luz que al mismo tiempo presenta y oculta. Pero hay una doble ocultación. Por eso la verdad, en su esencia íntima, es no verdad. Implica decisiones, y a veces no conducen a la verdad. Pero la obra de arte logra la desocultación total del ente. Se alumbra el ser que se auto-oculta. “La luz de esta clase pone su brillo en la obra. El brillo puesto en la obra es lo bello. La belleza es un modo de ser de la verdad”. Por eso la belleza tiene que ser recuperada como categoría de la estética.

En la realización de la obra de arte interviene una techne. Sin embargo, no es una técnica en el sentido actual. No es tampoco la artesanía, aunque igual se le llamaba al zapatero y al pintor technítes. Y no es artesanía, aunque haya también un saber hacer de la confección de algo. Es mucho más. Es un crear, más que un producir; es un poner el ente en el ser, un dar la verdad al ente, de modo que se vuelva patente y se muestre. Pero se muestra como obra de arte, porque la forma impera sobre la materia o tierra. Esa verdad del ser que resplandece en la obra de arte es la forma de la materia.

En el útil la forma domeña la tierra para tener un uso. En el objeto artístico, u obra de arte, no. De alguna manera, la obra de artesanía nos deja en lo cotidiano, mientras que la obra de arte nos saca de lo habitual. Nos llama a la contemplación. La contemplación, que tiene algo de éxtasis, nos lleva a una referencia distinta. Nos hace demorarnos en ella, en la verdad que acontece en la obra. Contempla una verdad, la de la obra, que la manifiesta como obra, y como algo más: como algo que se muestra por ser contemplado; es, otra vez, el ente que se hace patente en ella. Es la contemplación un cierto saber, pero es sobre todo un saber lo que se quiere en medio del ente. Este saber que es un querer y este querer que es un saber es un extático abandonarse a la desocultación del ser. De estar encerrado en el ente se pasa a estar abierto al Ser. De hecho, el contemplar es en sí mismo un participar en la lucha que la obra ha encajado en la desgarradura del ente. La obra de arte sólo es fecunda donde se contempla la verdad que ella hace brillar.

Y no hay que reducir la obra a un objeto que nos tiene que producir un estado de ánimo, sino dejarla ser obra; no quedarse en lo cósico de la obra, sino avanzar a su ser de obra. Lo que es gracias a la forma. Es la que lucha con la “tierra” (o materia). La tierra o naturaleza es sin medida, y el arte le da medida. La obra es creatura, pertenece a la creación; pero, como fue creada para ser contemplada, también pertenece a la contemplación. Para eso la originó el arte.

Se expulsa lo habitual y se instala lo extraordinario. La instauración es, por eso, una sobreabundancia, una ofrenda. Es un pro-yecto hacia las contemplaciones. Ahí está lo que un pueblo es, a ver si se le oculta a él mismo. Precisamente, “la instauración de la verdad no es sólo instauración en el sentido del libre ofrecimiento, sino a la vez instauración en el sentido de fundamento que funda”. Nos habla de un comienzo, el cual contiene ya oculto el final. Por eso abre el fundamento de lo manifiesto, justamente como algo oculto. Así, el arte hunde sus raíces en el ser, en la ontología; y la estética muestra su profundidad metafísica, en lo más granado de la filosofía.

Heidegger, pues, dice que la obra de arte es cosa y es artística. Su carácter de obra la hace ser una cosa, un ente; pero su carácter de artística la hace ser algo más: devela el Ser, la verdad del Ser brillando en el ente. De esta manera, el arte remite a algo distinto y más rico u oculto; es alegoría, en cuanto revela algo otro; y, más propiamente, es símbolo, pues el oficio de éste es juntar, a la obra de arte se junta algo distinto. “Juntar se dice en griego symbállein. La obra es símbolo”. La obra de arte junta al artista con el espectador, y a ambos con la belleza, al ente con su ser.

Se puede hablar, entonces, de un carácter alegórico o simbólico de la obra de arte; es lo que la hace superar su carácter de cosa. Gadamer comenta: “Desde el modelo ontológico que viene dado por la primacía sistemática del conocimiento científico, el modo de ser de la obra de arte describe que ésta es también una cosa y que sólo a través y más allá de su ser-cosa significa aún algo más; como símbolo remite a algo diferente o como alegoría da a entender algo distinto”. Lo propio y característico de la obra de arte es ser símbolo de algo, no quedarse en ser cosa; pero, indudablemente, es cosa antes que símbolo. Heidegger quiere reflexionar sobre ambas cosas. Es cierto que lo que hace a la cosa ser obra de arte es una significación distinta, que es lo que Heidegger denomina carácter de símbolo. Y esto es lo que hace el arte sacro, en concreto el templo: ser símbolo para los hombres.

Análisis desde la hermenéutica analógico-icónica

Por otra parte, así como el símbolo está muy necesitado de interpretación y, por lo tanto, de hermenéutica, así el arte sacro, que es eminentemente simbólico, precisa de una hermenéutica analógica. Añado lo de “icónica”, porque se trata de la imagen, de las imágenes que son metáfora y metonimia de la Trascendencia, íconos del misterio.

El lenguaje del afecto es simbólico, por eso es el más adecuado para el arte, en general, pero más para el arte sacro. La Trascendencia, el misterio, no nos deja impasibles; viene a nosotros con fascinación a la vez que con temor, es lo numinoso. Es lo que se opone a lo ominoso. Pero lo uno es tan difícil de representar como lo otro. Ricoeur señaló que ambas cosas se dicen de manera indirecta, a través de símbolos, y de esta manera el arte tiene que representarlos.

La Escritura nos dice que Jacob soñó una escala por la que se iba al cielo y se descendía de él. Al despertar, dijo que ese lugar era sagrado, admirable y terrible a la vez, casa de Dios, puerta del cielo, punto en el que se tocan el cielo y la tierra. Tal es el significado del templo. Es punto de unión, de intersección, como es lo propio del símbolo, que en un límite reúne dos mitades o varias partes. Es lo que reúne los fragmentos formando un todo. Es, incluso, lo que nos hace ver en los fragmentos la totalidad. Por eso el templo y su arquitectura son tan difíciles. Hay que comprender no solamente, como en las demás casas, a quiénes va a albergar, sino qué significa, qué les va a decir.

María Zambrano logró captar la importancia de esto, y habló del templo como ese lugar de encuentro entre lo sagrado y lo profano y, sin embargo, como el límite que los distinguía, que los separaba. “En la proporción entre lo sagrado y lo divino realizada por el templo, el lugar ofrece ya lo sagrado indispensable, indestructible. Y así la función del templo, el logro esencial del arte en él empleado, es la revelación del lugar. El lugar sagrado se revela como divino y como humano, a la par y conjuntamente. Y de este modo se hace visible, como si se desplegara tal como procesión ?o progresión? geométrica y geomántica”. Debe tener, pues, alguna magia para poder develar o desentrañar lo sagrado o lo divino en el lugar donde se construye.

El templo mismo es, en su totalidad, un símbolo. Es un signo de lo divino, por eso es sagrado. Lo sacro es señal de la divinidad. Hay lugares y tiempos sagrados. Por lo general, los tiempos sacros se celebran en los lugares de ese tipo, es lo coherente. En el tiempo sagrado, el tiempo profano se detiene en un instante, así como en el lugar sacro todos los lugares convergen en un punto. Es la maravilla, la magia de la situación en la que el todo se refleja en el fragmento.

De esta manera, el tiempo sagrado da sentido a la historia toda, es una teología histórica. Y así también el lugar sagrado es el que da sentido a nuestro estar en el mundo. Tiempo y espacio, sobre-elevados por el misterio que se celebra, por la presencia divina que se experimenta.

Al templo se va a orar, y la oración puede ser de petición, de agradecimiento o de simple alabanza. Asimismo, la actitud en el templo puede ser de alegría o de tristeza, celebra nuestro gozo en la vida o es bálsamo para los dolores de este valle de lágrimas. Prácticamente todas las cosas, todos los aspectos de la vida humana, se pueden incorporar a la oración que se realiza en el templo. No en balde dijo San Pablo: “Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios”.

De hecho, el templo sirve para consagrar todos los elementos de la vida humana: el nacimiento, con el bautizo; la fecundidad, con el matrimonio; el avance en la vida con la confirmación, la penitencia y la eucaristía; la consagración a Dios con el orden sacerdotal; y la muerte con la misa de exequias después de la extremaunción. Sirve para consagrar a Dios las cosas y las personas.

De esta manera, el arte sacro tiene, además del carácter simbólico que contiene el arte como tal, según Heidegger y Gadamer, un simbolismo mayor, a otro nivel, pues también debe apuntar a lo divino. Para que en los templos las personas sean piedras vivas.

En el caso de las iglesias, son símbolos por sus piedras y sus imágenes. Las piedras son el cerco que cierra el sitio sagrado; las imágenes son la expresión de los misterios que se celebran. Los templos parecen tener una necesidad de expresión, pero es, más bien, la del hombre mismo. Debe manifestarse en lo que hace, y el templo es una de sus obras. Pero es para lo divino, y por eso es una hechura tan compleja.

Es que el hombre tiene una necesidad de expresarse, y para muchos eso incluye la manifestación de la religiosidad, el culto. Éste se desarrolla a base de ritos, que se contienen en el espacio sagrado del templo. Son acciones simbólicas, que completan los objetos simbólicos que ya se dan en su ámbito.

Por eso el arte que se aplica en la construcción del templo es sumamente semiótico. Está sumamente cargado de simbolismo. No puede sufrir una reducción, como lo ha mostrado Jean-Luc Marion, porque eso no solamente sería empobrecerlo, sino destruirlo. El fenómeno sagrado está demasiado saturado.

Y tal es la función del símbolo: unir, conectar. Hace pasar de lo material a lo espiritual. Por eso el templo, con sus imágenes simbólicas, conduce de lo que está en la piedra a las realidades espirituales que representa. Es un mistagogo. Conduce hacia los misterios, pasea por ellos, y desemboca en el Supremo. Qué difícil expresar lo mistérico, que es inefable. Por ejemplo, la Santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Un hombre viejo es el Padre, un hombre joven, el Hijo, y una paloma el Espíritu Santo. La ancianidad del primero refleja su carácter de origen y fundamento; la juventud del segundo, su filiación; y el tercero como un ave trata de decir la sutilidad del espíritu y la velocidad del pensamiento. Pero solamente eso.

Se hace esto a base de analogías. Lo representado en la piedra es alegoría, metáfora, parábola de aquello inefable que se quiere decir, y que sólo se acierta a mostrar. Si Ludwig Wittgenstein separaba demasiado el decir y el mostrar, aquí se trata de unirlos, analógicamente, en piedras simbólicas que muestran lo que quieren decir, son como balbuceos analógicos.

Es lo más que se puede hacer, pero no es poco. Juntar el decir y el mostrar es ir más allá de lo que este gran pensador austríaco imaginaba. Era muy místico él mismo, pero se olvidó (o tal vez no quiso pensarlo) que es lo que los místicos han hecho en toda la historia: decir el mostrar, o mostrar el decir, como se prefiera. Y lo hacían con el recurso de la analogía.

Conclusión

El arte imita la naturaleza, decían Aristóteles y los medievales. Y es verdad, porque, sobre todo, el arte refleja la naturaleza humana. Es la cultura expresando su natura. Es donde el hombre coloca sus símbolos, el armario de sus mejores armas, que son los signos en los que vive, los que le hacen habitable el mundo.

Por eso el arte sacro es donde se dan las producciones más sublimes del hombre. Pero es un arte muy sutil, muy complejo, como lo hemos visto en la arquitectura sagrada. Es algo que ha formado parte de la historia humana, de ahí que debamos investigarlo sin cesar.

Y de esta manera, el templo es arte sacro, es un espacio sagrado, un recinto místico, en el que se reza a Dios, se le dan gracias y se lo alaba. Es un lugar de meditación y contemplación divina.

Mauricio Beuchot Puente correo
Ciudad de México, México, mayo del 2020

J. Plazaola, El arte sacro actual. Estudio. Panorama. Documentos, Madrid: BAC, 1965, pp. 107 ss.; J. Anaya Duarte, El templo. Sentido teológico, tesis de Licenciatura en Ciencias Teológicas, México: Universidad Iberoamericana, 1982, pp. 17 ss.

P. Ricoeur, Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido, México: Siglo XXI - UIA, 1995, pp. 66 ss.

H.-G. Gadamer, Actualidad de lo bello. El arte como juego, símbolo y fiesta, Paidós: Barcelona, 1998, pp. 83 ss.

Ch. S. Peirce, La ciencia de la semiótica, Buenos Aires: Nueva Visión, 1974, pp. 45 ss.

J. Derrida, De la gramatología, México: Siglo XXI, 1978 (2a. ed.).

É. Mâle, El arte religioso del siglo XII al siglo XVIII, México: FCE, 1966 (2a. ed.).

Ibid., p. 53.

Ibid., p. 50.

Ibid., p. 57.

Ibid., p. 59.

Ibid., pp. 64-65.

Ver M. Beuchot, “Interpretación, analogía e iconicidad”, en D. Lizarazo Arias (coord.), Semántica de las imágenes. Figuración, fantasía e iconicidad, México: Siglo XXI, 2007, pp. 15 ss.

É. Mâle, op. cit., pp. 69 ss.

Ibid., pp. 78 ss.

M. Heidegger, “El origen de la obra de arte”, en el mismo, Arte y poesía, trad. S. Ramos, México: FCE, 1958, México: FCE, pp. 74-75.

A. de Waelhens, La philosophie de Martin Heidegger, Louvain: Publications Universitaires, 1969 (6a. ed.), p. 286.

M. Heidegger, op. cit., p. 80.

Ibid., p. 90.

Ibid., p. 100.

Ibid., p. 105.

Ibid., p. 116.

Ibid., pp. 117-118.

Ibid., p. 41.

H.-G. Gadamer, “La verdad de la obra de arte”, en el mismo, Los caminos de Heidegger, Barcelona: Herder, 2002, p. 101.

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J.-L. Marion, “Le phénomène saturé”, en Le visible et le révélé, Paris: Cerf, 2005, pp. 35 ss.

L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, 4.1212, Madrid: Alianza, 1973, p. 87.