Economía doméstica
He aquí la regla de oro, el secreto
del orden:
tener un sitio para cada cosa
y tener
cada cosa en su sitio. Así arreglé mi casa.
Impecable anaquel de los libros:
un apartado para las novelas,
otro para el ensayo
y la poesía en todo lo demás.
Si abres una alacena huele a espliego
y no confundirás los manteles de lino
con los que se usan cotidianamente.
Y hay también la vajilla de la
gran ocasión
y la otra que se usa, se rompe, se repone
y nunca está completa.
La ropa en su cajón correspondiente
y los muebles guardando las distancias
y la composición que los hace armoniosos.
Naturalmente que
la superficie
(de lo que sea) está pulida y limpia.
Y es también natural
que el polvo no se esconda en los rincones.
Pero hay algunas cosas
que provisionalmente coloqué aquí y allá
o que eché en el lugar de los trebejos.
Algunas cosas. Por ejemplo, un llanto
que no selloró nunca;
una nostalgia de que me distraje,
un dolor, un dolor del que se borrró el nombre,
un juramento no cumplido, un ansia
que se desvaneció como el perfume
de un frasco mal cerrado.
Y retazos de tiempo perdido en cualquier
parte.
Esto me desazona. Siempre digo: mañana...
y luego olvido. Y muestro a las visitas,
orgullosa, una sala en la que resplandece
la regla de oro que me dio mi madre.