La
máquina de coser
Todo se había
empeñado o vendido. En aquella pobre casa no quedaban más
que las camas de doña Juana y de su hija Marta; algunas sillas
tan desvencijadas que nadie las habría comprado; una mesita, coja
por cierto, y la máquina de coser.
Eso sí, una hermosa máquina que el padre de Marta había
regalado a su hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla
era el armado combate de las dos pobres mujeres en la lucha terrible por
la existencia que sostenían con un valor y una energía heroicos;
era como la tabla en un naufragio, de todo se habían desprendido;
nada les quedaba que empeñar; pero la máquina, limpia, brillante,
adornaba aquel cuarto, para ellas como el más lujoso de los ajuares.
Cuando quedó viuda doña Juana, comenzó a dedicarse
al trabajo; cosía, y cosía con su hija, sin descanso, sin
desalentarse jamás; pero aquel trabajo era poco productivo; cada
semana había que vender algún mueble, alguna prenda de ropa.
La madre y la hija eran la admiración de las vecinas. En su pobre
guardilla parecía haberse descubierto el movimiento perpetuo, porque
a ninguna hora dejaba de oirse el zumbido monótono de la máquina
de coser.
Don Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a la
casa a las dos de la mañana, al pasar por la puerta de la guardilla
de Marta, veía siempre luz y oía el ruido de la máquina;
lo mismo contaba Mariano, que era acomodador del teatro de Apolo, y Pepita
la lavandera, una moza por cierto guapísima, decía que en
verano cuando el sol bañaba su cuarto y el calor era insoportable
a mediodía, se levantaba a las tres a planchar, para aprovechar
el fresco de la mañana, y siempre sentía que sus vecinas
estaban cosiendo.
¿A qué hora dormían aquellas pobres mujeres? Ni ellas
lo sabían. Cuando una se sentía rendida se echaba vestida
sobre la cama, y mientras, la otra seguía en el trabajo.
Pero al fin llegó un día en que fue preciso desprenderse
de aquella fiel amiga: el casero cobraba tres meses; doña Juana
no tenía ni para pagar uno; era el verano, y las señoras
que podían protegerla no se hallaban en Madrid; estaban unas en
Biarritz, otras en San Sebastián, otras en el Sardinero de Santander;
y el administrador se mostraba inflexible.
No había medio; empeñar la máquina o salir con ella
a pedir limosna en mitad de la calle.
Cuando Marta vió que don Pablo el portero cargaba con aquel mueble,
esperanza y compañía de su juventud, sintió como
si fuera a ver expirar una persona de su familia.
Salió el portero; Marta volvió los ojos al lugar que había
ocupado la máquina, miró el polvo en el piso, dibujando
la base de la pequeña cómoda, y le pareció como si
se hubiera quedado huérfana en ese momento. Todo lo por venir apareció
ante sus ojos.
Pan y habitación para un mes, ¿y luego? ... Se cubrió
la cabeza, se arrojó sobre su cama y comenzó a llorar silenciosamente,
y como les pasa a los niños, se quedó dormida.
Muchos meses después, una mañana, al sentarse a la mesa
para almorzar, el General Cáceres, recibió una carta, que
en una preciosa bandeja de plata le presentó su camarista.
El General la abrió, y a medida que iba leyéndola se acentuaba
una sonrisa en sus labios que vino a terminar casi en una carcajada.
- Son ocurrencias preciosas las de mi hermana -dijo a sus invitados-,
ni al demonio se le ocurre encargar a un soldado viejo y solterón
la compra de una máquina de coser.
- ¿La Marquesa va a dedicarse a la costura? -preguntó sonriendo
uno de los amigos.
- Buena está ella para eso, que ya no ve -dijo el General-, pero
quiere regalar una máquina a una chica muy trabajadora de Segovia,
y quiere que yo se la busque. Esta Susana un día inventa un nuevo
toque de ordenanza: ¡llamada de pobres y rancho! ... Zapata, ¡dí
a Pedrosa que venga en seguida!
Zapata era el camarista, y Pedrosa el mayordomo, y los dos sabían
que el General tenía el genio más dulce de la tierra con
tal de que no le contradijeran y que le sirviesen al pensamiento.
Los otros criados comenzaron a servir el almuerzo, y pocos momentos después
se presentó Pedrosa.
- Oiga usted -dijo el General al verle- vea usted esta carta de mi hermana;
que se le compre de los lotes del Monte de Piedad una máquina de
coser; va usted a comprarla en seguida.
- Mi General, no sé si habrá hoy un lote de máquina.
- Yo no entiendo de eso. Va usted por ese chisme para enviarlo a la Marquesa.
Que esté listo para todo servicio, ¿entiende usted de máquinas?
- Sí, mi General.
- Pues en marcha.
Aún tomaban café cuando regresó Pedrosa sudando y
rojo de fatiga.
- Ahí está ya la máquina.
- Bien; arréglela usted para que pueda ir esta tarde por el tren;
pero no, tráigala usted aquí, quiero ver cómo es
una de esas máquinas, que no las conozco.
- Pero, mi General -dijo uno de los convidados- ¿querrá
usted hacernos ver que nunca ha tenido que ver con una modista?
- Si que he tenido, y con varias; pero doy a ustedes mi palabra de honor,
como militar, que si han tenido máquina de coser, era el aparato
que menos funcionaba durante mi visita.
Entraron la máquina al comedor; rodeáronla todos, y cada
uno de ellos daba su opinión sobre ruedas y palancas, y querían
moverla de un modo y de otro, todo con la más perfecta ignorancia.
- Está bien cuidada -dijo el General-, se conoce que trabajaba
la muchacha que la mandó empeñar ... ¡pobre mujer!
Quizá le costó un sacrificio el desprenderse de este mueble,
obligada por la necesidad.
- Quizá le sopló la fortuna y no quiso trabajar más
-replicó uno de los comensales.
- Doctor -dijo el General-, nadie empeña cuando sopla la fortuna.
Algo daría yo por saber de quién era esta máquina.
- ¿Y para qué?
- Toma, ¿y para qué? Para devolvérsela; que si no
la ha desempeñado y ha dejado venderla, será porque no tiene
todavía; yo compraría otra para mi hermana, si ella regala
una máquina, ¡por qué no he de regalar yo otra?
Pedrosa, que ya sabía que cuando el General inventaba algo lo había
de llevar adelante, se apresuró a decir:
- Sí mi General quiere, por los papeles que dan en el Monte de
Piedad puedo yo saber quién era la dueña.
- Pues en seguida tome usted un mozo de cuerda, y va usted con la máquina
hasta entregarla a la pobre mujer que la empeñó.
- Mi General, ¿y si me preguntan de parte de quien voy?
- Bueno, diga usted que de parte de un caballero, de parte de una señora;
invente usted un cuento; en fin, lo que a usted se le antoje; no más
que no suene mi nombre para nada.
Pedrosa salió apresuradamente, y todos volvieron a tomar sus respectivas
tazas de café.
En un alegre piso de la calle del Varquillo había habido un almuerzo
animadísimo: era la casa de Celeste, que era el nombre de guerra
de la hermosa propietaria de aquel nido de amores. Dos o tres amigas suyas
estaban allí, y con ellas otros tantos amigos del joven Marqués
que cubría los gastos de aquella casa.
La sobremesa se había prolongado; sonaban carcajadas y ruidos de
copas, y la madre de Celeste entraba y salía disponiéndolo
todo, que aunque nunca había tenido grandeza, había servido
en casas en donde la grandeza era el estado normal.
Repentinamente sonó la campanilla: alguien llamaba en la escalera,
cruzó la puerta, y pocos momentos después entró la
doncella, que era una francesita con humos de gitana, y dirigiéndose
a celeste le dijo;
- Señora, un hombre que trae una máquina de coser para la
señora.
- ¿Para mí? -dijo con gran admiración Celeste-. Se
habrán equivocado de cuarto.
- Ya se lo dije, pero insiste en que es para la señora.
- ¡Vaya una cosa curiosa! A ver esa máquina; que la traigan
aquí.
La doncella salió, y los chistes más picantes se cruzaron
entre los convidados a propósito de aquel regalo. La madre de Celeste,
al lado de la puerta, esperaba también con curiosidad.
El mozo de cuerda entró con la máquina, la colocó
en medio del comedor y se retiró inmediatamente. Celeste se levantó
sonriendo, se acercó al mueble y repentinamente una nube de tristeza
cubrió su rostro; abrió con mano trémula las puertecillas,
y exclamó como una especie de gemido, dirigiéndose a la
mujer que estaba en la puerta.
- ¡Madre, nuestra máquina!
Y se inclinó sobre el mueble silenciosamente.
Todos callaban, respetando aquel misterio; algunas lágrimas desprendidas
de los ojos de Celeste caían sobre los acerados resortes del aparato.
- ¿Quién ha traído esto? -dijo de repente- Que entre,
que me diga quién manda esto.
Pedrosa, penetró en la habitación, comprendió lo
que pasaba, y subyugado por el sentimiento de aquella mujer, conto todo,
todo, sin ocultar el nombre del General.
Celeste escuchó hasta el final, y después, irguiéndose,
le dijo a Pedrosa:
- Dígale usted al General que con toda mi alma le agradezco este
regalo; pero que no lo acepto porque ya es tarde, muy tarde, por desgracia;
llévese usted esa máquina, que no la quiero en mi casa,
que no la quiero ver, porque sería para mí como un remordimiento.
Que se la regalen a esa mujer honrada; que se la regalen, que muchas veces
la falta de una máquina de coser precipita a una joven en el camino
del vicio ... pero no, espere usted un momento.
Celeste, como si estuviera sola, salió precipitadamente del comedor,
llegó a su gabinete, abrió una pequeña gaveta, y
sacó de allí un carrete de hilo, ya comenzado, volvió
al comedor, hizo mover los resortes de la máquina, colocó
allí el carrete como si ya fuera a trabajar, y dirigiéndose
a Pedrosa le dijo:
- Dígale que yo misma he colocado ese carrete, el último
que tuvo la máquina, y que lo guardaba como un recuerdo: ese es
el regalo de la muchacha honrada para la joven de Segovia.
Vicente
Riva Palacio
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