Arquitectura y Humanidades
Propuesta académica

Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.

Arquitectura Hechizada

... Fantasía hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible.

Alfonso Reyes, "La cena "

Tu ciudad, ésa donde naciste a la razón junto con las televisiones que en la tienda de regalos Nieto daban fe del nuevo milagro, cabía en la palma de la mano y todos sus caminos podían leerse en ella, con una veracidad mayor que la de las gitanas con faldas de amplio vuelo y arracadas de oro tan falso como las profecías que te vaticinaron. Vivir en el centro no sólo era vivir en el corazón de la ciudad, sino latir en el centro del mundo. Enterarse, antes que nadie, de lo nuevo. Sus mitologías se forjaban en consonancia con las vivencias. Ahora, el centro es el viejo combatiente al que se acude para engalanar desfiles o presidir ceremonias. Es el gran olvidado, el sobreviviente de una catástrofe que cada día se consuma y dispersa los signos de lo que un día fue el espacio urbano concebido como eterno. De un tiempo a esta parte, la llana, profunda y simbólica palabra Centro ha sido sustituida por la de Centro histórico cono para disculparnos ante la posteridad por la ceguera que arrasa con la memoria. Centrícolas llama José Joaquín Blanco a los habitantes de la vieja ciudad, esos que al vivirla la modifican y adaptan sus mitologías. Centrícola es eminentemente la Gente de la ciudad que en los textos de Guillermo Samperio pasa del fervor lírico a la caricatura, de la piedad a la violencia. Centrícolas son los empeñados en defender los oficios perdidos, que reúne como curiosidades arqueológicas René Avilés Fabila. Centrícola era Arturo Ramírez Juárez, que no concebía otro espacio para vivir que su calle de Artículo 123. con sus olores de gasolina y café de barrio. Porque aunque otros espacios también la Ciudad de México o sus zonas conurbadas, ella vive y palpita más intensamente en su viejo casco, en su perímetro original, como si se negara a aceptar territorios añadidos. Concentración de tiempo y espacio del ejercicio ciudadano, el centro de la Megalópolis finisecular es el escenario de todas las representaciones. Amenazada pero invencible, la vieja ciudad es nutrida por las resurrecciones de sus habitantes permanentes o sus amantes de paso. En sus calles y plazas, hoteles y, vecindades, sastrerías y accesorias, museos y escuelas, el corazón del país palpita con tal intensidad que envía sus poderosas señales a los afluentes que precisan de su sangre. Entregar el pedido en bicicleta, sujetarse del tubo en el tren subterráneo. atravesar una calle, estrechar la mano de la relación momentánea de quien no veremos más, se transforman en fragmentos de una gesta donde las acciones más humildes adquieren dimensiones épicas. No hay ciudad deshumanizada. Mientras un caminante sacralice con su paso el Centro, el hombre como especie será el alma de la ciudad y las acciones ciudadanas se transformarán en rituales celebratorios: quien sale a la calle vive una aventura, descifra el mapa de un tesoro, se enfrenta a los horrores del Apocalipsis o descubre la indomable fraternidad de su prójimo en la cotidiana travesía. Sólo así perdemos nuestra condición de humillados y ofendidos y hacemos de cada día una batalla donde sentimos que los dioses observan de qué modo enfrentamos su desafío.

En cuanto pones el pie en San Juan de Letrán, redescubres que ésta fue la calle por antonomasia. Por San Juan de Letrán caminó todo México, cuando la calle era la arteria inagotable de la urbe, fuente para la sed vampírica de sus exploradores. Caminó todo México, porque al contrario de otras calles que permiten ser ejercidas desde el autobús o el automóvil, San Juan de Letrán es el espacio por excelencia del peatón. Río Amazonas de tu orografía urbana, la Ciudad de México se llamaba San Juan de Letrán, delimitada al norte por la Plaza Garibaldi y al sur por el Cine Teresa. Al norte se hallaban los alquiladores de cuentos de La familia Burrón y Los supersabios; al sur, las prostitutas prófugas del pincel de Orozco en los alrededores del callejón de Meave. Tarde supiste el significado del "¿No vas?"dicho invitadoramente por aquella sirena venenosa. Más temprano. viste tu ciudad en los personajes y dibujos de Gabriel Vargas y Germán Butze. Los primeros luchaban por sobrevivir en la vecindad del Callejón del Cuajo, tan parecida a aquella que habitabas y donde eras, sin saberlo el niño Luis de "Estos fueron los palacios"; los segundos modificaban la urbe con sus inventos prodigiosos e imprimían un sello mágico a la existencia cotidiana.

Las calles, como las mujeres, vuelven parte de nuestra existencia y aunque dejemos de mirarlas, de transitar por ellas, siempre quedarán sus perfumes secretos, sus lugares de encuentro. Ramón López Velarde hablaba de su adicción -casi patológica- por la calle Madero y afirmaba orgullosamente: "No hay una de las veinticuatro horas en que la Avenida no conozca mi pisada". Fuera para protestar, para verse y dejarse ver, para perderse y reencontrarse en los escaparates en los cines y centros nocturnos diseminados a lo largo de su extensión, San Juan de Letrán era la calle por excelencia. Para los ávidos sentidos infantiles era escalar la torre Latinoamericana cada víspera de Navidad, las brillantes tiendas de herramientas, los olores de churro y chocolate en El Moro, el pleonásmico Hotel Avenida donde llegaba el tío Leandro de Guadalajara. También sus cafés de chinos y el tintinear de platos desde los ventanales del Restaurante Rosalía.

En su afán por incorporarse al mundo, la ciudad moderna manifestó, a partir de los años 30, su fisonomía francesa en el Paseo de la Reforma, con casonas llenas de prestigios pretéritos, como el visitado por la niña del relato de Beatriz Espejo; algunos rincones de Viena eran emulados en calles de la Colonia Juárez. En cambio, San Juan de Letrán era el emblema de la ciudad yanqui, vertiginosa y cambiante: calle del comercio, ancha vía -Broad - way. No obstante el fervor manifestado en uno de sus poemas más célebres sobre la quinta avenida de Nueva York, José Juan Tablada no era un devoto de nuestra gran arteria:

"Prueba de nuestra inferioridad es esa calle de San Juan de Letrán cuyas bellezas pretéritas cargadas de fuerza espiritual por la religión y el arte, hemos sustituido con arquitecturas mestizas y miserables, pues no las norma la belleza, ni siquiera la utilidad, y dentro de las cuales hemos puesto cosas desnaturalizadas y copiadas del extranjero, donde refugiamos nuestra vida, también copiada y mediocre: cines que huelen mal; tabernas degradantes; peores casas de juego y hoteles que de los excelentes norteamericanos, sólo tienen el nombre exótico".

En cambio, José Emilio Pacheco deja testimonio de su admiración por la avenida donde la ciudad palpitaba, polifónica y fecunda:

San Juan de Letrán... huele a tacos de canasto y de carnitas, a tortas compuestas, tepache, jugo de caña, aguas frescas, lámparas de kerosén, perfume barato, líquido para encendedores, dulces garapiñados, papel de periódico y revista, de librito de versos de Antonio Plaza y novelita pornográfica. Es imposible caminar rápido porque la acera se encuentra atestada por los que (ya desde entonces) no tienen trabajo o acaban de llegar del campo y toman fotos instantáneas, pregonan billetes de lotería, venden toques eléctricos para probar la resistencia, huevos duros, charales, chupamirtos para la suerte en el amor, barajas españolas, lotos tic estrellas cinematográficas, puñales con inscripciones retadoras, pañuelos bordados en que se imprime
al instante el nombre de la persona amada, perros, pájaro, gatos, callicidas, lombricidas, pliegos de versos contra la policía, bandas pegajosas atrapamoscas, flores, ganzúas para forzar puertas y ventanas, juguetes populares de madera y hueso, agujetas, hojas de afeitar, corridos sobre la última huelga, navajas con destapador, sacacorchos y limas de uñas, imágenes del Sagrado Corazón y de la Virgen de Guadalupe, folletos de Stalin, condones, reverberos, lápices, distintivos metálicos, cuadernos con las canciones de moda, discos usados, macetas de pedacería.

Antes de que Juan O'Gorman pintara al fondo de su retrato de la ciudad de México una avenida ocupada por una multitud peatonal y de automóviles, Efraín Huerta la llamó, en su "Declaración de odio", " la viva y venenosa calle de San Juan de Letrán". Con el discurso amoroso del ardido, que dice lo contrario de lo que afirma, logró el poema más fervoroso a nuestra ciudad, acaso porque el poeta canta el amor imposible, el único que se puede sentir por las grandes ciudades. Nadie antes que Huerta le dijo a la ciudad muchacha ebria, ni curó sus heridas ni la acostó en su cama sin tocarla. Si Thomas de Quince y consagra la actuación angelical de Ana, la adolescente que rescata al opiómano perdido en las calles de Londres, Efraín salda la deuda convirtiendo la ciudad de México en su muchacha. Al amanecer, tras el combate, tiene lugar la plegaria conciliatoria en la "Declaración de amor":

Ciudad que llevas dentro
mi corazón, mi pena,
la desgracia verdosa
de los hombres del alba,
mil voces descompuestas
por el frío y el hambre.
Ciudad que lloras. mía,
Maternal, dolorosa,
bella como camelia
o triste congo lágrima.
mírame con tus ojos
de tezontle y granito,
caminar por tus calles
como sombra o neblina.

Mientras cruzas la Alameda recuerdas cómo tus primeros paseos en ella fueron marcados por las escrituras que aprendiste a descifrar en los muros de la ciudad: Libertad a Demetrio Vallejo rezaban los grafiti de los años 50. Tú los mirabas sin saber que el movimiento ferrocarrilero nutría la imaginación de un joven que trabajaba en una agencia de publicidad y respondía al nombre de Fernando del Paso. Volabas papalotes en Nonoalco y no comprendiste entonces que ese hombre que carga un ataúd infantil se llamaba José Trigo, y que con su personal tragedia públicamente enmarcaba los límites entre la ciudad de los campamentos ferrocarrileros y la que intentaba, contra viento y marea, proteger los avances provocados por el desarrollo estabilizador.

La Alameda era uno de los espacios donde se escenificaban infierno y paraíso. En la ciudad, los jardines son reproducciones a escala del Paraíso, pero también espacios proclives a la Caída. En Chapultepec se desarrolla la acción de "Tenga para que se entretenga". Además del valor simbólico del peso ineludible de la historia en la vida presente, el texto es un puro relato de horror, donde los fantasmas regresan a ofrecer rosas negras y periódicos de otro siglo. como pasaporte al reino de los muertos, Mariano Silva y Aceves trata de hallar en su libro Animula una explicación a este nivel de comunicación que los niños establecen con la ciudad:

Un niño, por el hecho de perderse se asoma al porvenir y se convierte en el único personaje con quien la calle puede enviar sus mensajes a los hombres; por eso le encontramos algo de superior en su semblante, lo insistido cuando está varias lloras contra un poste, mirando los juegos divertidos de las nubes en el cielo o la fuga desenvuelta de la luz en el crepúsculo, que cuando se extraña del paso silencioso de un cortejo fúnebre o
aplaude el de una banda de tambores.

Contemporáneo de Silva y Aceves Manuel Toussaint escribe Las aventuras de Pipiolo en el Bosque de Chapultepec, texto doblemente extraño en nuestra literatura, tanto por ser una narración fantástica, como porque se ubica ?y aquí la eficacia de la narración? en un paraje localizable de nuestra metrópoli. El niño Pipiolo despierta convertido en un ser minúsculo que tiene que hacer frente a todos los insectos, para él convertidos en monstruos. Aunque el texto no persigue la alegoría que hace alcanzar a Fuentes y Pacheco las alturas de la poesía, la lectura de Toussaint no deja de ser simbólica: el niño enfrentado a la jungla del parque que es el paraíso pero también el purgatorio, el sitio de la prueba y del obstáculo.

Si desde Caín hasta Jacinto Cenobio el parque es metáfora del Paraíso en medio del infierno de la ciudad, el cementerio es el espacio lejos del mundanal ruido, propicio al pensamiento pero también a la transgresión. A unos pasos de donde te encuentras se tralla el Panteón de San Fernando, último de los románticos. Un recorrido por la poesía a través de los cementerios parisinos puede realizarse en un lapso relativamente corto. En las cuidades silenciosas de Montparnasse y Père Lachaise se reestablece el diálogo con quienes amaron, escribieron y amaron. Charles Baudelaire pregunta a Porfirio Díaz por los modernistas mexicanos que se dicen sus discípulos, mientras César Vallejo explica a Julio Cortázar la metafísica de sus momentáneos pantalones dentro de los cuales el peruano dice "tanta vida y jamás me falla la tonada". En cambio, para establecer el directorio domiciliario de la poesía mexicana en nuestra capital, es necesaria una arqueología más elaborada.

La Rotonda de los Hombres Ilustres en el Panteón Civil de Dolores cubre parte considerable de la poesía mexicana. Un hombre muere en la misma forma en que ha vivido y la muerte repite los actos de la vida. El honorable suicida Jaime Torres Bodet llega con todos los honores a la Rotonda ?donde también están Gorostiza y Pellicer; no tuvo la misma suerte el suicida explotado por las páginas policíacas de nuestros periódicos: en el Panteón Francés de la Piedad, Jorge Cuesta tiene una lápida donde; sólo puede leerse su nombre, y donde nadie ha grabado el epitafio que Villaurrutia concibió para él:

Agucé la razón
tanta, que oscura
fue para los demás mi vida,
mi pasión y mil locura.
Dicen que he muerto.
No moriré jamás:
¡estoy despierto!

"Sabrán de mi vida poro mi muerte", profetizó Gilberto Owen. Yace en una fosa de Filadelfia, sin palabras que testimonien, su paso por la tierra. No se le concedió ser sepultado en México, al lado de la tumba de Villaurrutia. La fidelidad a su epitafio se halla en aquellos versos de Sindbad el varado: "Un poco de humo se retorcía en cada gota de su sangre". En el pequeño cementerio del Tepeyac, a unos pasos del sepulcro de Antonio López de Santa Anna, se encuentra Xavier Villaurrutia acompañado de su propio epitafio:


Duerme aquí, silencioso e ignorado,
el que en vida vivió una y mil muertes.
Nada quieras saber de mi pasado.
Desertar es morir. ¡No me despiertes!


En la crónica "Necrópolis" Ramón López Velarde revela su predilección de pasear por esas ciudades donde el vivo se siente más cerca de la vida. El antiguo Pantéon de la Piedad era uno de los lugares donde el jerezano se citaba con Margarita Quejona. A ese sitio volvió años más tarde, en un funeral que conmocionó a la ciudad, como antes lo hicieron los servicios fúnebres de Manuel Acuña y Amado Nervo.

En la tradición secular decimonónica, la muerte del poeta alcanza proporciones monumentales: sólo la magnificencia del Arco del Triunfo fue capaz de velar toda la noche a Víctor Hugo, en unos funerales cuya fastuosidad repitió nuestra ciudad con Nervo. Entre las uniformes y doblemente grises tumbas de varios poetas mexicanos en la Rotonda, resalta el monumento art nouveau de Nervo, donado por Uruguay. Popularidad continuada, pues tanto en su tumba como en la de Agustín Lara nunca faltan las flores frescas.

El joven Luis Cernuda escribió su poema "Cementerio en la ciudad" bajo el recuerdo de la Guerra Civil: el cementerio es España en la gran ciudad de la Tierra. Más adelante, ya maduro, Cernuda escribirá "El cementerio" y "Otro cementerio". Paradójicamente, mientras más se acerca al instante de la partida, la relación del poeta con el último jardín se vuelve más suave y resignada. De ahí la serenidad que provoca visitar la tumba de Luis Cernuda en el Panteón Jardín. Para hacerlo, es conveniente ir acompañado de un ejemplar de La realidad y el deseo. A cada momento nos asaltará la clarividencia del poeta, la certeza de que la muerte es la "única realidad clara del mundo". Como si adivinara que sus restos iban a quedar en esta ciudad donde conoció el amor en su más alta expresión y que su tumba iba a estar junto a la de su amigo y paisano Emilio Prados, Cernuda hizo la pintura de su propio sitio de descanso. Antes de trasponer el gran portal del cementerio, es necesaria detenerse a mirar las vías del ferrocarril y las casas de lámina y cartón nacidas con el tren, aguzar los sentidos y entender. Entonces, al leer "Cementerio en la ciudad", será posible confimar de nuevo que la naturaleza imita al arte:


Cuando la sombra cae desde el cielo nublado
Y el humo de las fábricas se aquieta
En polvo gris, vienen de la taberna voces,
Y luego un tren que pasa
Agita largos ecos como bronce iracundo.
No es el juicio aún, muertos anónimos.
Sosegaos, dormid; dormid si es que podéis.
Acaso también Dios se olvida de vosotros.

Pero hoy no irás al Panteón de San Fernando. Aunque el traslado de tu cuerpo por la ciudad te hará ejercerla en varios de sus espacios, muchos de tus viajes los harás alrededor de ti mismo, con el recuerdo de las ciudades que en esta ?la tuya? te han vivido. Desde una mesa del café Trevi puedes mirar lo que permanece de aquella ciudad de la infancia, tan lejana y tan próxima. Como las estaciones de los trenes, los superviviente cafés del centro son refugio de memoriosos, cuartel de los guerreros en su primer colación de la jornada. Viejos restaurantes populares del centro, bastiones devastados sólo por la furia de la tierra, como el SuperLeche ?vasto desde el nombre? hundido por el edificio que lo alojaba en su planta baja. Heroicos y resistentes, ostentan en sus anaqueles, a la vista, cajas de cereal, refrescos y cervezas de casi todas las marcas, el colorido de las enormes papayas, sandías y racimos de plátanos, como si al mostrar la mercancía crearan para los clientes la idea de una patria generosa y sin carencias. En el Café Trevi, las sillas de vinil rojo parecieran las mismas de hace cuatro décadas. Las enormes ventanas están ornadas por un laurel, la planta que nunca deja de reverdecer, del mismo modo en que el Café se enorgullece de estar siempre abierto, inclusive los días posteriores al terremoto del 85. Rodeado por el desastre y la muerte, el Café Trevi se convirtió en emblema de la ciudad heroica. Sus enormes ventanales dan a la Alameda y a los restos de aquella ciudad orgullosa y bollante descrita por Efraín Huerta en su poema "Avenida Juárez", también escenario de personajes de Carlos Fuentes y Luis Spota en La región más transparente y Casi el paraíso. Región de los grandes hoteles Del Prado y Alameda, espacio de un Regis que en un minuto y medio vio derrumbarse su cuerpo nutrido por los años.

Iniciar el viaje por la ciudad ante la bebida concreta que otorga nombre al lugar, no es mal augurio. El café, néctar oscuro de los sueños blancos, como lo llamaba Manuel M. Flores. En la mesa de un café tiene lugar el primer paso en la iniciación de Felipe Montero. Ahí, en las páginas de un periódico, esa manera que el hombre tiene para pasme la ilusión de que detiene al tiempo, descubre la primera señal que la ciudad hechizada le depara exclusivamente a él.

La mañana puede ser hora de fantasmas. Aquí, al lado de este café se halla el templo de San Diego, afuera del cual eran quemados los herejes ante los ojos implacables de la Santa Inquisición. A nuestros antecesores decimonónicos los espantaban los espectros de la ciudad colonial. Las apariciones de la Llorona o del temible Don Juan Manuel, quien concedía a sus víctimas el consuelo de saber la hora en que iban a morir, nutrían los temores y las delicias de los lectores que consumían las novela, de tema colonialista salidas de las plumas de José Tomás de Cuéllar y Vicente Riva Palacio. Los autores del siglo XX registran la emergencia de los fantasmas bajo la luz del Sol. La ciudad antigua vuelve por sus fueros para recordarnos nuestra limitada y frágil condición humana, ante la autoridad omnipotente de los dioses. En el cuento "Chac-Mol", contenido en su libro Los días enmascarados, Carlos Fuentes escribe uno de los mejoras cuentos de fantasmas de nuestra literatura. El carácter siniestro del Chac Mol que pasa de ser piedra a ser carne, y que causa la muerte a su comprador, no debe su carácter siniestro a la amenaza que representa, sino a la supervivencia del pensamiento mágico en las labores cotidianas e inútiles de nuestra duración profana.

Para el verdadero caballero andante, para el auténtico hombre de la calle, todo objeto es misterio; todo misterio, puerta. A partir de la contemplación de una ventana en una casa de Peralvillo, Manuel Gutiérrez Nájera fragua la historia de los senderos bifurcados de dos hermanas. Detenerse ante la boca de uno de los pasajes que subsisten en esta parte vieja de la urbe equivale a plantarse en el umbral de la selva oscura donde Dante inicia, en mitad del camino de la vida, su Comedia.

Recuerda, por ejemplo, la tarde precisa cuando descubriste por primera vez, tras haberlo mirado y haber transitado por él innumerables veces, el pasaje América, al lado del Sanborns de los Azulejos, ése que comunica Madero con Cinco de Mayo. La luz cegadora sobre la fachada del convento de San Francisco al fondo de la calle era invitación a penetrar misterios a la mitad del día. Fue en ese pasaje donde, bajo el reloj del elevador, como él detenido en un tiempo sin transcurso, leíste la inscripción en el muro: "En el sentido más inmediato, el misterio es aquello de lo que no se puede hablar, aquello sobre lo que conviene guardar silencio, o lo que está prohibido revelar a los extraños. El segundo sentido de la palabra misterio designa a lo que se debe recibir en silencio, aquello sobre lo que no conviene discutir... Finalmente, el sentido más profundo de todos, dice que el misterio es propiamente lo indecible, que no es posible contemplar sino en silencio". Todo es iniciación cuando aceptamos entregarnos al enigma. Lo sabe Jesús Vizcaya, personaje de La noche oculta de Sergio González Rodríguez, con su afición por los cafés del centro, su vida en un austero hotel de la calle de Uruguay, su debilidad por las tiendas decadentes las librerías esotéricas y los bares anclados en una ciudad inexistente de nor ser para los iniciados.

Mediante sus mensajes intermitentes, el pasado retorna por sus fueros. Si en la ciudad es donde mejor podemos atestiguar la intervención del hombre en la naturaleza, desde e1 muro donde se fija un cartel publicitario hasta la apertura de una nueva avenida, la arquitectura es también el continente donde el tiempo fortalece sus poderes. Arquitectura hechizada, espacio consagratorio, la flota de pétreos navíos en la ciudad antigua permite el encuentro del tiempo presente con la energía acumulada, y el escritor es detective que lo investiga y sacerdote que propicia su culto y la iniciación de nuevos adeptos. Como Tiempo cautivo define Gonzalo Celorio a la comunión que realiza con el cuerpo de 1a Catedral de México. Merced a los edificios, el tiempo no permite la desbandada de sus ángeles: los guarda en sus nichos a la espera del héroe que habrá de descifrar el mensaje destinado exclusivamente a él y consumar de tal nudo el eterno retorno.

Con la publicación de El castillo de Otranto en 1764, Horace Walpole forja una metáfora posteriormente consagrada por la literatura gótica: la casa vetusta como escenario para una historia donde se trenzan lo grotesco y lo arabesco el sentimentalismo exacerbado y el sadismo de personajes que amenazan las virtudes cardinales de los protagonistas. Entre los muros de la casona prestigiada y ajada por el tiempo, se cumplen la condiciones propicias para que los presencias que lo han habitado no se marchen y reincidan en compartir el tiempo y espacio de los vivos.

No todos los que saben leer saben leer, asentaba nuestro Pensador Mexicano. Del mismo modo, no todos los que caminan tienen el don para descifrar los mensajes de los viejos edificios. Al fijarlos, el escritor aspira a iniciarte en una ceremonia mediante la cual nos convertimos en parte de la zona más antigua de la ciudad. Ingresar primeramente en la región que de manera simbólica y concreta se denomina centro, obliga a una ceremonia cuca consumación no es posible ignorar. Hacer posteriormente al cuerpo parte de un inmueble antiguo es explorar con mayor profundidad la zona en que el edificio navega. Lo que podría ser una metáfora es una realidad palpable en nuestra ciudad de fin de milenio: con las excavaciones del Templo Mayor, los grandes leones pétreos que duermen en la traza original de la Ciudad de México se hallan expuestos a los oleajes de un lecho acuífero que duerme pero cuya cólera despierta sin previo aviso. Si la arquitectura es la piel de la ciudad y los habitantes que pueblan y recorren sus arterias constituyen su sangre, las diversas lecturas de la capital equivalen en su conjunto a un gran tratado de anatomía urbana, a un inventario donde no pueden ser ignorados los fantasmas que justifican al presente.

La Ciudad de México como gran espacio hechizado, con un tratamiento donde lo fantástico alcanza alturas poéticas, tiene lugar en nuestro siglo. "El sueño de los guantes negros" de Ramón López Velarle, inspirado, de acuerdo con Luis Miguel Aguilar, en el poema "The City under the Sea" de Edgar Allan Poe, nos lleva a recorrer una ciudad lejana de la reconstrucción histórica realizada por sus coetáneos. ¿Qué pretenden nuestros escritores del siglo XX al azuzar a los fantasmas de una ciudad que ya forma parte de la historia? Fundamentalmente, enseñarnos a no dejar de creer en el milagro, pues experimentar el estremecimiento es por lo menos un síntoma de estar viva y que en una ciudad sin cambiar de piel -subraya Fuentes-, la imaginación logra provocar una violenta alteración del tiempo y del espacio.

El texto de Guillermo Samperio "Algo sobre las tinieblas" constituye una poética del sentimiento de fascinación y extrañeza que provoca develar los misterios de la urbe. Al personaje narrador de ese texto no le basta expresar su fervor hacia los rincones misteriosos de la ciudad. Como personaje de la gran representación, sabe que su deber es sumergirse hasta resolver los enigmas. Al penetrar en el ruinoso portón de un edificio en la calle de Bolivia, el personaje narrador descubre:
"Subo hacia el segundo piso y me doy cuenta de que la tiniebla está untada a las paredes, carne de los muros, como si éstos fueran ella misma y yo pudiera transponerlo, como se horada la neblina y, de esa forma, atravesar todos los edificios del Centro, mirando sus vergüenza y sus orgullos, sus amores y sus melancolías, sus crímenes y sus nacimientos. Necesidad imperiosa de que la tiniebla anciana explique, diga, cuente cada historia, que resuenen en este silencio los estallidos y las voces poderosas, que se escuche el llanto de una mujer, las canciones de una serenata, la agonía de los viejos. Entonces comprendo que la principal vocación de 1a tiniebla es la sugerencia".

No existen fórmulas precisas para determinar el tiempo que debe transcurrir para que un inmueble forme parte de nuestro patrimonio espiritual. Como unidad de significación de un texto mayor llamado ciudad. la vida imaginativa de un espacio urbano depende de la tradición que sus usuarios le otorguen, pero también de que el escritor sepa transmitir los mensajes en clave de ese espacio. En la novela Amor propio de Gonzalo Celorio, la Catedral Metropolitana y el Bar León, espacios en principio
antagónicos, unen sus caminos al convertirse ambos en lugares donde se accede a la eternidad, ya a través del ascenso espiritual, ya a través del rapto erótico, en su más amplio sentido, cuando el cuerpo es consagrado por las aguas espirituosas del Caribe y el aire dorado por las trompetas de la orquesta tropical. En otra vertiente de su escritura, Gonzalo Celorio, al mismo tiempo personaje y narrador en "El velorio de mi casa", hace el avalúo de los significados personales de su entrañable casa de Mixcoac.

Si la lectura de la ciudad en el texto literario es un viaje sedentario -otra ver Gonzalo Celorio-, siempre habrá gente que no merece viajar y otros que en la idea del viaje encuentran una idea más apasionante que la comprobación. Manuel Gutiérrez Nájera, que nunca estuvo en París, conocía la geografía física y sentimental de la ciudad soñada, y quien ignore el hecho no podrá negar el modo tan vivo como el Duque Job describe las calles de París. El íntimo ritual del solitario que en el café abre un periódico para enfrentar el mundo puede transformarse en un viaje de consecuencias incalculables, sobre todo para quien se asoma a las páginas de Aura y se convierte inmediatamente en cautivo de una ciudad fantástica, a fuerza de ser tan verdadera. En ese periódico aparecerá un anuncio escrito exclusivamente para ti, Felipe Montero; a partir de ese instante tú, lector, serás ese personaje y ya no podrás volver a caminar del mismo modo indiferentemente, por la calle de Donceles. Ya no podrás mirar los balcones de las viejas casonas sin estremecerte al pensar que tras esos visillos se encuentra un mar para perderte, suspenso en los ojos oceánicos de Aura. Ya no podrás trasponer ningún umbral marcado por el tiempo sin antes ponerte en guardia contra los fantasmas. Pensarás dos veces antes de comprar esa reproducción de un Chac-Mol, en cuyo vientre sueña el Dios de las Tempestades, azote permanente de la capital a través de su historia. Ya no podrás recorrer las calles de Puente de Alvarado sin pensar en que en alguno de esos palacios una anciana Carlota de Bélgica ?para siempre loca, para siempre niña? corta flores de nomeolvides en un jardín que atrae la lluvia de otras latitudes, mientras afuera el Sol contempla y regula el ciclo de los otros. Tampoco podrás volver impunemente a los lugares de tu infancia sin que el esperpento viviente de tu propia Amilamia te obligue a guardar tu culto por la Muñeca Reina, presa en su ataúd de vidrio, venerada en la memoria.

En los relatos puramente fantásticos de Carlos Fuentes. y en aquellos que entran en la categoría de lo extraño, para utilizar la diferencia establecida por Tzvetan Todorov, la Ciudad de México se convierte en Suprema Hechicera que propicia los ritos de paso para la iniciación del héroe. Una frase de Fuentes, puesta en labios del personaje narrador de "La muñeca reina", ilustra este carácter particular de sus relatos: "la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y por ser real es más dolorosa". Pero la fantasía es un hada peligrosa que puede volverse contra nosotros y ejercer sus hechicerías.
La identificación de la bruja con la ciudad de México y su relación con tres inmuebles específicos ocurre en una tríada de relatos de Carlos Fuentes, a los que corresponden como espacios una mansión en Puente de Alvarado, una casa de un piso en un barrio tradicional que podría ser Mixcoac o la Colonia Roma, un viejo palacio en la calle de Donceles. En los tres casos, la arquitectura ha sido elegida cuidadosamente para permitir las apariciones o las transformaciones y cada uno de los edilicios cumple una función específica: el fantasma de Carlota debe preparar a su pupilo entre los muros de una casa del Segundo Imperio, del mismo modo en que Consuelo, la hechicera transfigurada en Aura, desde su casa en la antigua calle de Donceles convoca a la flora y la fauna que sirven a la bruja para iniciar a Felipe Montero en su proceso de reintegración al tiempo cíclico. El reencuentro de Carlos con Amilamia en "La muñeca reina" tiene un sentido menos fantástico, pero igualmente abre las compuertas a la pesadilla: el pasado es el dominio más cercano al Paraíso, pero su reconquista no puede realizarse de manera impune. El parque donde en la adolescencia nacieron los personajes de Verne y Salgari no es el infinito bosque que pensábamos, y la niña de ojos grises cuyo aliento se unía al del muchacho para iniciarlo en los futuros misterios amorosos, se ha convertido en un monstruo que mueve a la compasión o al horror.

José Emilio Pacheco prolonga la exploración y la sobrecarga de electricidad en los relatos de El viento distante dando la ciudad es una gran arquitectura donde alternan el horror y la belleza, el sueño y la pesadilla. Un parque de diversiones o una casa pueden ser lugares donde las presencias creadas por los temores de sus usuarios o de sus habitantes terminan por aniquilarlos Como Henry James u William Golding, Pacheco explora la ciudad secreta de los niños.

Gracias a la literatura, los espacios arquitectónicos y otros hitos urbanos llegan a ser más males que la fantasía. El portón de la casa utilizada por Sergio Olhóvich en su versión cinematográfica de Muñeca reina, pertenece a una casa existente en la calle de Querétaro de la Colonia Roma. Tus hermanos y tú no podían pasar frente a ella sin experimentar terror, pues estaban seguros de que tras ella amenazaban un viejo con rostro de caucho ceniciento, o una muchacha deforme en su silla de ruedas, con ojos grises y labios pintados de color naranja. Igualmente, aumentabas tus terrores adolescentes al entrar en la capilla del Panteón Francés de la Piedad, o al vislumbrar su aguja gótica desde la avenida Cuauhtémoc, sobre todo a la caída de la tarde, pues estabas seguro de que en su interior merodeaban las criaturas amorfas y siniestras nacidas de la lúcida imaginación de Howard Phillips Lovecraft.

Sin embargo, no bastó nombrar los nombres propios de un edificio, un jardín o una casa para que tenga en la literatura una actuación autónoma. Al tratar la geografía imaginaria de la urbe, un escritor no es exclusivamente un recopilador de datos; no le basta a él ni a sus lectores ser como el Carlos de "Muñeca Reina que pretende levantar el inventario de la casa de su amiga de infancia. El verdadero objetivo del escritor es llegar al fondo de su empresa, hallar los motivos por los cuales un fragmento de la urbe llega a convertirse en patrimonio de nuestra imaginación y de nuestra convivencia con la ciudad. El detective de El complot mongol de Rafael Bernal se obsesiona y nos obsesiona de tal modo con el ruinoso barrio chino en la calle de Dolores, que sus intuiciones terminan por hacer realidad lo que él solamente conjeturaba. En El disparo de argón, Juan Villoro propone una nueva lectura de la Ciudad de México, una nueva forma de arquitectura espiritual del barrio, no a través de la reconstrucción cartográfica, sino mediante la traducción de las ensoñaciones que la urbe provoca en sus habitantes.

Los edificios son los árboles que sí dejan ver el bosque: e1 viejo edilicio Mascota podría estar en Buenos Aires o Montevideo, pero su existencia en la Avenida Bucareli de la Ciudad de México otorga al barrio una identidad intransferible. Sergio Pitol escribió gran parte de su novela El desfile del amor en un departamento del cuarto piso del edificio Río de Janeiro, construido en la plaza del mismo nombre a principios de siglo. La particular estructura de la casa, el torreón que la preside ha llevado a los habitantes del barrio a bautizarla con el nombre de La Casa de las Brujas. Tan antiguo como la Colonia Roma, el edificio luce, flamante, en los álbumes fotográficos del porfirismo; testigo de las fiestas del Centenario de la Independencia, habitación provisional de algunos de los invitados, posteriormente fue modificado para convertirse en edilicio de departamentos, con una arquitectura y acabados art deco en los interiores. Antes de Pitol, Efrén Rebolledo en Salamandra y Carlos Fuentes en La cabeza de la hidra utilizaron el edificio- habría que decir más exactamente la imagen del mismo edificio-, para una escena de sus novelas. Sin embargo quien entre en el inmueble comprobará que no cumple exactamente con la descripción que de él hace Pitol en su novela. Penetrar en el edificio Río de Janeiro no propicia la narración de la historia. Nombrarlo tampoco provoca que esa escenografía adquiera existencia autónoma. Lo que ha hecho Pitol, al igual que Fuentes con la elle de Donceles y José Emilio Pacheco con el Parque Hundido -que incluso en su cuento cambia de nombre al más simbólico, disfrazado y rijo, de Parque Hondo-, es armar un edificio imaginario valiéndose de varios inmuebles de la colonia Roma donde se cumple la dicotomía entre la "lobreguez y la grandeza", como decía Edgar Alan Poe respecto a los escenarios arquitectónicos de Ann Radeliffe. La obertura de la novela de Pitol resulta más que elocuente:
"Un hombre se detuvo frente al portón de un edificio de ladrillo rojo situado en el corazón de la Colonia Roma una tarde de mediados de enero de 1973. Cuatro insólitos torreones, también de ladrillo, rematan las equinas del inmueble. Durante décadas, el edificio ha constituido uno extravagancia arquitectónica en ese barrio de apacibles residencias de otro estilo. A decir verdad, en los últimos años nada desentona, ya que el barrio entero ha perdido su armonía. Las pesadas moles de los nuevos edificios resquebrajan las casas graciosas de dos, a lo sumo de tres plantas, construidas según la moda de comienzos de siglo en Burdeos, en Biarritz, en Auteil. Hay algo triste y sucio en ese rumbo que hasta hacía poco lograba sostener aún ciertos alardes de elegancia, de antigua clase poderosa, maltratada pero no vencida...

Comenzó a anochecer. El hombre empujó la puerta de metal, caminó hasta el patio central, levantó la mirada y recorrió con ella el espectáculo escuálido que ofrecía el interior de aquella construcción al borde de la ruina. Así como el edificio no correspondía al barrio, y bien mirado, ni siquiera a la ciudad, su parte interna tampoco era coherente con el gótico falso de la fachada, con las mansardas, las ventanas en ojo de buey y los cuatro torreones. La mirada del hombre recorrió los corredores que circundaban cada planta del edificio, los oasis creados irregularmente por conjuntos de macetas y botes de hojalata de distintas formas y tamaños donde crecen palmas, lirios, rosales, buganvilias. Esa disposición de las flores rompe la monotonía del cemento, crea un juego asimétrico a fin de cuentas armonioso y recuerda el interior de las vecindades humildes de la ciudad".

Pitol acude a un edificio cuya sola contemplación provoca una particular inquietud en los lectores de la arquitectura o en los del texto mismo. Resulta imposible no imaginar las innumerables historias que se fraguan tras cada una de las ventanas del inmueble. Esa extravagancia arquitectónica, como la llama Pitol, es la que anima igualmente al viejo Museo del chopo, y lo ha llevado a ejercer una importante influencia sobre la imaginación literaria, como aquella que se cumple en la pura y a veces envidiable ensoñación.

Para los niños de varias generaciones, el Museo del Chopo fue un dinosaurio con edificio; una construcción erigida en torno a un museo de los horrores que al mismo tiempo causaba deleite, expectación y miedo. Paulatinamente se había convertido en un homenaje involuntario a la película Freaks de Tod Browning, pues en el interior del sitio -decía tu hermano mayor- podían observarse las creaciones de la Naturaleza y algunas de sus obras inconclusas o desviadas: un venado bicéfalo, fetos en frascos de formol, un asno con seis patas, los restos del hombre de Tepexpan. Aunque entonces no habías descubierto a Lovecraft y sus cofrades, la imaginación te llevaba a pensar no en un esqueleto sino en un hombre de las cavernas, íntegramente conservado. El día en que tu hermano decidió que tenías la edad para acompañarlo a ese lugar iniciático, hallaron la entrada?prohibida y el letrero "Cerrado por reparación". Se resignaron a mirar el enigmático edificio, inverosímil en la colonia mas antigua de la ciudad.

Más adelante, tus largas caminatas adolescentes te llevaron a los alrededores donde moraba el edificio. Entonces no habías leído a Kevin Lynch ni su Image of the City aunque ejercieras en la práctica su teoría de que los edificios son hitos fundamentales para la lectura y el uso que cada uno de los habitante hace de la ciudad. Te gustaba mirarlo a distancia y desde varios ángulos, prolongar el asedio y esperar la caída de la tarde para acercarte poco a poco a sus torres. En una ocasión brincaste la reja y pudiste darte cuenta de que el Museo era un refugio de vagabundos, que habían convertido en camas las flamantes vitrinas porfirianas.

En 1975, la Universidad Nacional Autónoma de México organizo un concurso de cuento con motivo de la reparación que la Universidad llevaba a cabo para hacer del edificio un museo interdisciplinario. Al igual que los numerosos concursantes ?llegaron más de 200 trabajos? sentías, como el personaje de Aura, que el anuncio era exclusivamente para ti. Guillermo Samperio obtuvo el primer premio con un cuento cuyo título, "Bodegón", ya constituye un hallazgo. Una atmósfera densa caracteriza las desventuras intelectuales y amorosas de Otto, su amor por la prima Lú y sus pesadillas en un espacio donde escucha música de Scarlartti y descubre las aberraciones de que es capaz la Naturaleza. En el cuento "El esqueleto de un dinosaurio", ingeniosamente concebido como una evocación conjetural, el chileno Poli Délano logra una greguería que define impecablemente al susodicho: "El magnífico Chopo con su fachada de gran estación que se quedó en el camino, sin trenes".

Fiel a sus maestros Arthur Mochen y Lord Dunsany, Emiliano González escribió un texto vecino al poema en prosa, donde el Museo aparece corno una metáfora: "Disfrazado de Museo el edificio pasa como tal, en el sueño y la vigilia, y un dios misericordioso ha querido que, por esta vez, la máscara sea la cara y que el museo sea el museo y no el Infierno. Pero nos ha legado el sueño, que los concilia, porque hay una región (que algunos llaman el Museo) donde el sueño y la muerte son la misma cosa". Por su parte, Livia Sedeño traza un texto cubista al que no tiene otro remedio que llamarlo, pues lo ha demostrado en el proceso de construcción, "No cabe duda que es un cuento". Tanto "Extraño concurso en el Chopo" de Ricardo Clark, como "Concurso de cuento" de Dionisio A. García hacen del proceso de escritura y de las circunstancias del premio temas de sus textos. El primero convierte al propio Don Porfirio en aliado para tomar a viva fuerza el Palacio de Cristal. Aun Diego Valadés aparece como personaje, lo cual es una fidelidad histórica, pues a su padre José C. Valadés se debe el trabajo pionero y señero sobre el periodo.

El Museo del Chopo es el poeta maldito de los edificios y un símbolo de la ciudad donde navega: posmoderno y antiguo, decadente y dinámico, vive del presente de sus memorias y del futuro otorgado por sus siempre jóvenes y renovados y fugaces pobladores; con sus vampiros dark que en sus noches de rock and roll y búsqueda mitad espiritual y mitad hedonista, otorgan una nueva dimensión al inmueble. Podría ser la cabeza de una geografía fantástica que incluyera a quienes no han dejado de inventarla: al Roberto de la Cruz que en el Ensayo de un crimen de Rodolfo Usigli ha dejado testimonio de una ciudad ya perdida, donde era posible caminar y soñar despierto; al Ulises de La leyenda escandinava de Nelson Oxmann, donde la diaria aventura por sobrevivir adquiere dimensiones epopéyicas; al Jesús Vizcaya que en La noche oculta de Sergio González Rodríguez lleva en una bolsa de su abriga deliberadamente anacrónico las contraseñas para entender los mensajes de los íntimos bastiones de una ciudad secreta: el pasaje Iturbide con su ya desaparecida librería de esoterismo, la tienda de pieles Kamchatka en la avenida Juárez, el cabaret Catacumbas, donde los monstruos juegan a disfrazarse de lo que son, el café donde se resumen todos los cafés del centro. En esa Geografía fantástica debería haber un capítulo entero para estudiar las metamorfosis de la Plaza de Santo Domingo explorada exhaustivamente por Manuel Capetillo en sus novelas; escenario donde Manuel Acuña preparó su última y estentórea representación, la de su muerte; donde Vicente Riva Palacio exhumó las presencias perturbadoras de la Santa Inquisición; donde Palinuro y Estefanía ensayan todas las formas posibles para consumar sus cuerpos antes de que los consuma la muerte o la ruptura. Porque en una ciudad de México donde el horror cotidiano es patrimonio de cada día, la arquitectura hechizada y sus vivos y luminosos fantasmas, no constituyen un escape de la realidad, sino el rescate de un mundo donde la ciudad es más digna y poderosa, más íntima y desafiante. La ciudad no caerá mientras tú, su lector, sostenga el reino de la imaginación y así defiendas tu espacio de los nuevos mandarines.

Vicente Quirarte