El
castillo en la aguja
Por la noche, antes
de quedarse dormido, escuchaba el galope del viento sobre el campo de
espigas. En la mañana desayunaba con su madre. Salía de
la cocina a pasear por los jardines de la casa. Le gustaba ver los juegos
del sol en el plumaje de los pavos reales y su propia cara reflejada en
el fondo del pozo. Subía al muro que los aislaba de la carretera
y durante horas contaba los vehículos que iban al puerto o regresaban
de él.
A las dos su madre le servía el almuerzo en la mesa con mantel
de hule. Después Pablo se dirigía a la huerta y, si don
Felipe y Matilde no lo vigilaban, sus diversiones eran violentas: destruir
hormigueros, cazar mariposas y arrancarles las alas. Luego, al oscurecer,
tomaban café con leche y pan dulce. Y mientras su madre escuchaba
en la radio las trasmisiones más populares de 1948, Pablo leía
El Corsario Negro y Vicie al centro de la tierra, libros prestados por
Gilberto. En eso consistían sus vacaciones y representaban algo
parecido a la felicidad. Cuando terminaran volvería al internado
y a las obligaciones, regaños, burlas, golpes.
A fines de 1946 ocupó la presidencia Miguel Alemán y el
señor y la señora Aragón se fueron a vivir a la capital.
Mantuvieron la casa de campo aunque nada más la visitaban una o
dos veces al año. Quedó al cuidado de gente de confianza:
don Felipe, su arraigo de infancia, cuando nadie hubiera predicho que
Aragón se iba a enriquecer en la política y el otro jamás
saldría de pobre; Matilde con la que don Felipe llevaba más
de treinta años, y Catalina, la muchacha que desde pequeña
había servido a la familia. En un mal momento Catalina resultó
embarazada, nunca dijo por quién, y en la Navidad de 1936 nació
Pablo. Matrimonio sin hijos, los Aragón se compadecieron de él
y le pagaban el internado en el puerto.
Desde el autobús Pablo miraba la vegetación implacable crecida
entre las ciénagas. A la distancia apareció el campo de
espigas. Pablo se levantó para indicar al chofer el sitio en que
se bajaría. Cuando el vehículo sea detuvo, el niño
dio las gracias y atravesó la carretera. Deslumbrado por el sol,
avanzó por el sendero de grava. Su madre salió a abrirle
la reja y Pablo entró en su casa, la casa ajena, el castillo en
la aguja.
Las ventanas del gran salón daban al mar. Terminadas las clases
Pablo se quedaba de pie y observaba las olas que no descansan. En el internado
tenía un solo amigo, Gilberto. Nunca entendió por qué
estaba en en sitia que no era el suyo. Gilberto aseguraba que sus padres
se propusieron templar su carácter, disciplinarlo para que al crecer
no fuera un inútil, como tantos hijos de ricos, y preparar su ingreso
en la Culver Military Academy de Indiana.
"O nos hacemos como ellos o vamos a ser eternamente sus criados",
aseguró el ingeniero Benavides padre de Gilberto en una conferencia
que dio a los internos. "Si con Miguel Alemán los mexicanas
no nos ponemos al día ya no lo vamos a hacer jamás. Ahora
o nunca. Es tiempo de acabar con tanta in
juria, con tanta corrupción, con tanta ignorancia, can tanta pereza,
con tanta irresponsabilidad. Me niego a pensar que este país nació
así y ya no tiene: remedio."
A pesar de la amistad Gilberto nunca lo había invitado a su casa.
Un domingo lo hizo por fin y entonces Pablo conoció a Yolanda.
Gilberto los presentó, su hermana retuvo por un instante la mano
de Pablo y lo miró a los ojos. Se despidió, subió
las escaleras y se perdió en el fardo del corredor.
Otro domingo fueron a un pueblo a orillas del ría. En un restaurante
hecho de tablas comieron mojarras y camarones y escucharon música
de arpas y guitarras. Algunas parejas salieron a bailar. La señora
Benavides animó a Yolanda a hacerlo también.
?Participa en todos los festivales de la escuela. Es la mejor en bailes
regionales y nadie le gana en flamenco y hawaiano. Tiene un gran talento
de bailarina pero nosotros queremos verla con un tìtulo profesional
?dijo como para ser escuchada y envidiada en todo el restaurante.
Yolanda se volvió a ver a Pablo y se negó. El ingeniero,
le recordó a su esposa que se hallaban en un lugar al que sólo
habían ido por la frescura de sus productos recién sacados
del agua. Allí cabía gente de otra clase: indios, negros,
obreros, estibadores, sirvientas, empleadas de almacén, personas
vulgares. Una niña como Yolanda no iba a servirles de espectáculo.
Benavides habló en un tono suave para que su esposa no se diera
por amonestada en presencia de un intruso y Pablo, a su vez, entendiese
el gran favor que le hacía una familia así a1 permitir que
los acompañara.
El ingeniero pidió la cuenta y dejó una mínima propina.
Volvieron al Buick y tomaron el camino de regreso. Pablo, que no había
abierto la boca en toda la tarde, habló al oído de Gilbertó.
El niño se inclinó hacia el asiento delantero:
-Dice Pablo que nos invita a conocer su casa.
-Dale las gracias ?contestó Benavides?, pero creo quo mejor vamos
otro día. Hoy ya es muy tarde y mañana hay que trabajar
desde temprano.
Gilberto se empeñò en conocer el sitio del que tácito
le había hablado su amigo. Ansiaba jugar en la huerta y observar,
a los pavos reales.
-Está bien pero sólo un momento. No conocemos a sus padres
y no es de buena educación, hacer visitas sin anunciarse ?concluyó
el ingeniero.
El automóvil siguió por la carretera arbolada. Hacía
calor y el aire estaba lleno de sal. En el asiento de atrás Pablo
ocupaba el lugar de en medio, el incomodo. Cuando el Buick tornó
una curva tendida sobre la ciénaga Pablo sintió que el cuerpo
de Yolanda rozaba su piel. Gilberto leía las aventuras de Mandrake.
Su madre estaba absorta en la sección de sociales. De vez en cuando
hacía comentarios despectivos que celebraba el ingeniero. Benavides
encendió la radio. Como del fondo de los tiempos llegó un
danzón. Al lado izquierdo apareció el campo de espigas.
Pablo se aproximó un centímetro más. Contra lo que
esperaba, Yolanda no rehusó la cercanía. Sus manos se tocaron
por un segundo. En ese instante apareció ante ellos el edificio
que imitaba un castillo del Rin en medio de la vegetación tropical.
-Esta es mi casa- dijo Pablo como si se dirigiera sólo a Yolanda.
Gilberto interrumpió la lectura de los cómics para corregir
a Pablo: ?No, no es así. Se dice: "Aquí tienen ustedes
su casa".
En vez de responder Pablo rozó de nuevo la mano de Yolanda. Benavídes
moderó la marcha y el Buick entró por el sendero de grava.
Don Felipe se apresuró a abrir el portón, se quitó
el sombrero de palma y saludó inclinando la cabeza.
Pablo se volvió hacia Yolanda: -¿Te gusta?
Yolanda no tuvo tiempo de contestar: la señora Aragón apareció
en el vestíbulo, bajó los escalones y se acercó a
la ventanilla:
-Ingeniero, Dorita, qué milagro. No saben cuánto gusto nos
da verlos. ¿Por qué nunca antes habían querido venir?
Pasen por favor. Están en su casa.
Pablo trató de ver los ojos de Yolanda. La niña enrojeció,
desvió la mirada, simuló interesarse en los pavos reales.
Gilberto quedó rígido y fijó la vista en las aventuras
de Mandrake. A1 descubrir a Pablo la señora Aragón le ordenó:
- Dile por favorcito a tu mamá que nos preparé café
y sirva helados para los niños.
Pablo se alejó a la carrera y en vez de ir a la cocina fue hacia
la veleta. Cerca del pozo rompió a llorar. Se asomó al fondo
oscuro y el agua no reflejó su cara. En ese instante empezó
a soplar el viento del norte. Levantó arena de la playa, dejó,
surcos en las acequias y arrojó flores al pantano. El viento se
adueñaba de todo mientras Pablo corría hacia un lugar en
que nadie nunca pudiera humillarlo otra vez ante Yolanda.
José
Emilio Pacheco
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