La
fiesta brava
La tierra parece ascender,
los arrozales flotan en el aire, se agrandan los árboles comidos por el
defoliador, bajo el estruendo concéntrico de las aspas el helicóptero
hace su aterrizaje vertical, otros quince se posan en los alrededores,
usted salta a tierra metralleta en mano, dispara y ordena disparar contra
todo lo que se mueva y aun lo inmóvil, no quedará bambú sobre bambú, no
habrá ningún sobreviviente en lo que fue una aldea a orillas del río de
sangre, bala, cuchillo, bayoneta, granada, lanzallamas, culata, todo se
vuelve instrumento de muerte, al terminar con los habitantes incendian
las chozas y vuelven a los helicópteros, usted, capitán Keller, siente
la paz del deber cumplido, arden entre las ruinas cadáveres de mujeres,
niños, ancianos, no queda nadie porque, como usted dice, todos los pobladores
pueden ser del Vietcong, sus hombres regresan sin una baja y con un sentimiento
opuesto a la compasión, el asco y el horror que les causaron los primeros
combates, ahora, capitán Keller, se encuentra a miles de kilómetros de
aquel infierno que envenena de violencia y de droga al mundo entero y
usted contribuyó a desatar, la guerra aún no termina pero usted no volverá
a la tierra arrasada por el napalm, porque, pensión de veterano, camisa
verde, Rolleiflex, de pie en la Sala Maya del Museo de Antropología, atiende
las explicaciones de una muchacha que describe en inglés cómo fue hallada
la tumba en el Templo de las Inscripciones en Palenque, usted ha llegado
aquí sólo para aplazar el momento en que deberá conseguir un trabajo civil
y olvidarse para siempre de Vietnam, entre todos los países del mundo
escogió México porque en la agencia de viajes le informaron que era lo
más barato y lo más próximo, así pues no le queda más remedio que observar
con fugaz admiración esta parte de un itinerario inevitable, en realidad
nada le ha impresionado, las mejores piezas las había visto en reproducciones,
desde luego en su presencia real se ven muy distintas, pero de cualquier
modo no le producen mayor emoción los vestigios de un mundo aniquilado
por un imperio que fue tan poderoso como el suyo, capitán Keller, salen,
cruzan el patio, el viento arroja gotas de la fuente, entran en la Sala
Mexica, vamos a ver, dice la guía, apenas una mínima parte de lo que se
calcula produjeron los artistas aztecas sin instrumentos de metal ni ruedas
para transportar los grandes bloques de piedra, aquí está casi todo lo
que sobrevivió a la destrucción de México-Tenochtitlan, la gran ciudad
enterrada bajo el mismo suelo que, señoras y señores, pisan ustedes, la
violencia inmóvil de la escultura azteca provoca en usted una respuesta
que ninguna obra de arte le había suscitado, cuando menos lo esperaba
se ve ante el acre monolito en que un escultor sin nombre fijó como quien
petrifica una obsesión la imagen implacable de Coatlicue, madre de todas
las deidades, del sol, la luna y las estrellas, diosa que crea la vida
en este planeta y recibe a los muertos en su cuerpo, usted queda imantado
por ella, imantado, no hay otra palabra, suspenderá los tours a Teotihuacan,
Taxco y Xochimilco para volver al Museo jueves, viernes y sábado, sentarse
frente a Coatlicue y reconocer en ella algo que usted ha intuido siempre,
capitán, su insistencia provoca sospechas entre los cuidadores, para justificarse,
para disimular esa fascinación aberrante, usted se compra un block y empieza
a dibujar en todos sus detalles a Coatlicue, el domingo le parecerá absurdo
su interés en una escultura que le resulta ajena, y en vez de volver al
Museo se inscribirá en la excursión fiesta brava, los amigos que ha hecho
en este viaje le preguntarán por qué no estuvo con ellos en Taxco, en
Cuernavaca, en las pirámides y en los jardines flotantes de Xochimilco,
en dónde se ha metido durante estos días, ¿acaso no leyó a D. H. Lawrence,
no sabe que la ciudad de México es siniestra y en cada esquina acecha
un peligro mortal?, no, no, jamás salga solo, capitán Keller, con estos
mexicanos nunca se sabe, no se preocupen, me sé cuidar, si no me han visto
es porque me paso todos los días en Chapultepec dibujando las mejores
piezas, y ellos, para qué pierde su tiempo, puede comprar libros, postales,
slides, reproducciones en miniatura, cuando termina la conversación, en
la plaza México suena el clarín, se escucha un pasodoble, aparecen en
el ruedo los matadores y sus cuadrillas, sale el primer toro, lo capotean,
pican, banderillean y matan, usted se horroriza ante el espectáculo, no
resiste ver lo que le hacen al toro, y dice a sus compatriotas, salvajes
mexicanos, cómo se puede torturar así a los animales, que país, esta maldita
fiesta brava explica su atraso, su miseria, su servilismo, su agresividad,
no tienen ningún futuro, habría que fusilarlos a todos, usted se levanta,
abandona la plaza, toma un taxi, vuelve al Museo a contemplar a la diosa,
a seguir dibujándola en el poco tiempo en que aún estará abierta la sala,
después cruza el Paseo de la Reforma, llega a la acera sobre el lago,
ve iluminarse el Castillo de Chapultepec en el cerro, un hombre que vende
helados empuja su carrito de metal, se le acerca y dice, buenas tardes,
señor, dispense usted, le interesa mucho todo lo azteca ¿no es verdad?,
antes de irse ¿no le gustaría conocer algo que nadie ha visto y usted
no olvidará nunca?, puede confiar en mí, señor, no trato de venderle nada,
no soy un estafador de turistas, lo que le ofrezco no le costará un solo
centavo, usted en su difícil español responde, bueno, qué es, de qué se
trata, no puedo decirle ahora, señor, pero estoy seguro de que le interesará,
sólo tiene que subirse al último carro del último metro el viernes 13
de agosto en la estación Insurgentes, cuando el tren se detenga en el
túnel entre Isabel la Católica y Pino Suárez y las puertas se abran por
un instante, baje usted y camine hacia el oriente por el lado derecho
de la vía hasta encontrar una luz verde, si tiene la bondad de aceptar
mi invitación lo estaré esperando, puedo jurarle que no se arrepentirá,
como le he dicho es algo muy especial, once in a lifetime, pronuncia en
perfecto inglés para asombro de usted, capitán Keller, el vendedor detendrá
un taxi, le dará el nombre de su hotel, cómo es posible que lo supiera,
y casi lo empujará al interior del vehículo, en el camino pensará, fue
una broma, un estúpido juego mexicano para tomar el pelo a los turistas,
más tarde modificará su opinión, y por la noche del viernes señalado,
camisa verde, Rolleiflex, descenderá a la estación Insurgentes y cuando
los magnavoces anuncien que el tren subterráneo se halla a punto de iniciar
su recorrido final, usted subirá al último vagón, en él sólo hallará a
unos cuantos trabajadores que vuelven a su casa en Ciudad Nezahualcóyotl,
al arrancar el convoy usted verá en el andén opuesto a un hombre de baja
estatura que lleva un portafolios bajo el brazo y grita algo que usted
no alcanzará a escuchar, ante sus ojos pasarán las estaciones Cuauhtémoc,
Bal-deras, Salto del Agua, Isabel la Católica, de pronto se apagarán la
iluminación externa y la interna, el metro se detendrá, bajará usted a
la mitad del túnel, caminará sobre el balasto hacia la única luz aún encendida
cuando el tren se haya alejado, la luz verde, la camisa brillando fantasmal
bajo la luz verde, entonces saldrá a su encuentro el hombre que vende
helados enfrente del Museo, ahora los dos se adentran por una galería
de piedra, abierta a juzgar por las filtraciones y el olor a cieno en
el lecho del lago muerto sobre el que se levanta la ciudad, usted pone
un flash en su cámara, el hombre lo detiene, no, capitán, no gaste sus
fotos, pronto tendrá mucho que retratar, habla en un inglés que asombra
por su naturalidad, ¿en dónde aprendió?, le pregunta, nací en Buffalo,
vine por decisión propia a la tierra de mis antepasados, el pasadizo se
alumbra con hachones de una madera aromática, le dice que es ocote, una
especie de pino, crece en las montañas que rodean la capital, usted no
quiere confesarse, tengo miedo, cómo va a asaltarme aquí, el miedo que
no sentí en Vietnam, ¿para qué me ha traído?, para ver la Piedra Pintada,
la más grande escultura azteca, la que conmemora los triunfos del emperador
Ahuizotl y no pudieron encontrar durante las excavaciones del Metro, usted,
capitán Keller, fue elegido, usted será el primer blanco que la vea desde
que los españoles la sepultaron en el lodo para que los vencidos perdieran
la memoria de su pasada grandeza y pudieran ser despojados de todo, marcados
a hierro, convertidos en bestias de trabajo y de carga, el habla de este
hombre lo sorprende por su vehemencia, capitán Keller, y todo se agrava
porque los ojos de su interlocutor parecen resplandecer en la penumbra,
usted los ha visto antes, ¿en dónde?, ojos oblicuos pero en otra forma,
los que llamamos indios llegaron por el Estrecho de Bering, ¿no es así?
México también es asiático, podría decirse, pero no temo a nada, pertenecí
al mejor ejército del mundo, invicto siempre, soy un veterano de guerra,
ya que ha aceptado meterse en todo esto, confía en que la aventura valga
la pena, puesto que ha descendido a otro infierno espera el premio de
encontrar una ciudad subterránea que reproduzca al detalle la México-Tenochtitlan
con sus lagos y sus canales como la representan las maquetas del Museo,
pero, capitán Keller, no hay nada semejante, sólo de trecho en trecho
aparecen ruinas, fragmentos de adoratorios y palacios aztecas, cuatro
siglos atrás sus piedras se emplearon como base, cimiento y relleno de
la ciudad española, el olor a fango se hace más fuerte, usted tose, se
ha resfriado por la humedad intolerable, todo huele a encierro y a tumba,
el pasadizo es un inmenso sepulcro, abajo está el lago muerto, arriba
la ciudad moderna, ignorante de lo que lleva en sus entrañas, por la distancia
recorrida, supone usted, deben de estar muy cerca de la gran plaza, la
catedral y el palacio, quiero salir, sáqueme de aquí, le pago lo que sea,
dice a su acompañante, espere, capitán, no se preocupe, todo está bajo
control, ya vamos a llegar, pero usted insiste, quiero irme ahora mismo
le digo, usted no sabe quién soy yo, lo sé muy bien, capitán, en qué lío
puede meterse si no me obedece, usted no ruega, no pide, manda, impone,
humilla, está acostumbrado a dar órdenes, los inferiores tienen que obedecerlas,
la firmeza siempre da resultado, el vendedor contesta en efecto, no se
preocupe, estamos a punto de llegar a una salida, a unos cincuenta metros
le muestra una puerta oxidada, la abre y le dice con la mayor suavidad,
pase usted, capitán, si es tan amable, y entra usted sin pensarlo dos
veces, seguro de que saldrá a la superficie, y un segundo más tarde se
halla encerrado en una cámara de tezontle sin más luz ni ventilación que
las producidas por una abertura de forma indescifrable, ¿el glifo del
viento, el glifo de la muerte?, a diferencia del pasadizo allí el suelo
es firme y parejo, ladrillo antiquísimo o tierra apisonada, en un rincón
hay una estera que los mexicanos llaman petate, usted se tiende en ella,
está cansado y temeroso pero no duerme, todo es tan irreal, parece tan
ilógico y tan absurdo que usted no alcanza a ordenar las impresiones recibidas,
qué vine a hacer aquí, quién demonios me mandó venir a este maldito país,
cómo pude ser tan idiota de aceptar una invitación a ser asaltado, pronto
llegarán a quitarme la cámara, los cheques de viajero y el pasaporte,
son simples ladrones, no se atreverán a matarme, la fatiga vence a la
ansiedad, lo adormecen el olor a légamo, el rumor de conversaciones lejanas
en un idioma desconocido, los pasos en el corredor subterráneo, cuando
por fin abre los ojos comprende, anoche no debió haber cenado esa atroz
comida mexicana, por su culpa ha tenido una pesadilla, de qué manera el
inconsciente saquea la realidad, el Museo, la escultura azteca, el vendedor
de helados, el Metro, los túneles extraños y amenazantes del ferrocarril
subterráneo, y cuando cerramos los ojos le da un orden o un desorden distintos,
qué descanso despertar de ese horror en un cuarto limpio y seguro del
Holiday Inn, ¿habrá gritado en el sueño?, menos mal que no fue el otro,
el de los vietnamitas que salen de la fosa común en las mismas condiciones
en que usted los dejó pero agravadas por los años de corrupción, menos
mal, qué hora es, se pregunta, extiende la mano que se mueve en el vacío
y trata en vano de alcanzar la lámpara, la lámpara no está, se llevaron
la mesa de noche, usted se levanta para encender la luz central de su
habitación, en ese instante irrumpen en la celda del subsuelo los hombres
que lo llevan a la Piedra de Ahuizotl, la gran mesa circular acanalada,
en una de las pirámides gemelas que forman el Templo Mayor de México-Tenochtitlan,
lo aseguran contra la superficie de basalto, le abren el pecho con un
cuchillo de obsidiana, le arran-can el corazón, abajo danzan, abajo tocan
su música tristísima, y lo levantan para ofrecerlo como alimento sagrado
al dios-jaguar, al sol que viajó por las selvas de la noche, y ahora,
mientras su cuerpo, capitán Keller, su cuerpo deshilvanado rueda por la
escalinata de la pirámide, con la fuerza de la sangre que acaban de ofrendarle
el sol renace en forma de águila sobre México-Tenochtitlan, el sol eterno
entre los dos volcanes.
Andrés Quintana escribió entre guiones el número 78 en la hoja de papel
revolución que acababa de introducir en la máquina eléctrica Smith-Corona
y se volvió hacia la izquierda para leer la página de The Population Bomb.
En ese instante un grito lo apartó de su trabajo: -FBI. Arriba las manos.
No se mueva-. Desde las cuatro de la tarde el televisor había sonado a
todo volumen en el departamento contiguo. Enfrente los jóvenes que formaban
un conjunto de rock atacaron el mismo pasaje ensayado desde el mediodía:
Where's your momma gone?
Where's your momma gone?
Little baby don
Little baby don
Where's your momma gone?
Where's your momma gone?
Far, far away.
Se puso de pie, cerró la ventana abierta sobre el lúgubre patio interior,
volvió a sentarse al escritorio y releyó:
SCENARIO II. En 1979 the last non-Communist Government in Latin America,
that of Mexico, is replaced by a Chinese supported military junta. The
change occurs at the end of a decade of frustration and failure for the
United States.
Famine has swept repeatedly across Africa and South America. Food riots
have often became anti-American riots.
Meditó sobre el término que traduciría mejor la palabra scenario. Consultó
la sección English/Spanish del New World. "Libreto, guión, argumento."
No en el contexto. ¿Tal vez "posibilidad, hipótesis"? Releyó la primera
frase y con el índice de la mano izquierda (un accidente infantil le había
paralizado la derecha) escribió a gran velocidad:
En 1979 el gobierno de México (¿el gobierno mexicano?), último no-comunista
que quedaba en América Latina (¿Latinoamérica, Hispanoamérica, Iberoamérica,
la América española?), es reemplazado (¿derrocado?) por una junta militar
apoyada por China (¿con respaldo chino?)
Al terminar Andrés leyó el párrafo en voz alta: -"que quedaba", suena
horrible. Hay dos "pores" seguidos. E "ina-ina". Qué prosa. Cada vez traduzco
peor-. Sacó la hoja y bajo el antebrazo derecho la prensó contra la mesa
para romperla con la mano izquierda. Sonó el teléfono.
-Diga.
-Buenas tardes. ¿Puedo hablar con el señor Quintana?
-Sí, soy yo.
-Ah, quihúbole, Andrés, como estás, qué me cuentas.
-Perdón... ¿quién habla?
-¿Ya no me reconoces? Claro, hace siglos que no conversamos. Soy Arbeláez
y te voy a dar lata como siempre.
-Ricardo, hombre, qué gusto, qué sorpresa. Llevaba años sin saber de ti.
-Es increíble todo lo que me ha pasado. Ya te contaré cuando nos reunamos.
Pero antes déjame decirte que me embarqué en un proyecto sensacional y
quiero ver si cuento contigo.
-Sí, cómo no. ¿De qué se trata?
-Mira, es cuestión de reunimos y conversar. Pero te adelanto algo a ver
si te animas. Vamos a sacar una revista como no hay otra en Mexiquito.
Aunque es difícil calcular estas cosas, creo que va a salir algo muy especial.
-¿Una revista literaria?
-Bueno, en parte. Se trata de hacer una especie de Esquire en español.
Mejor dicho, una mezcla de Esquire, Playboy, Penthouse y The New Yorker
-¿no te parece una locura?
- pero desde luego con una proyección latina.
-Ah, pues muy bien
-dijo Andrés en el tono más desganado.
-¿Verdad que es buena onda el proyecto? Hay dinero, anunciantes, distribución,
equipo: todo. Meteremos publicidad distinta según los países y vamos a
imprimir en Panamá. Queremos que en cada número haya reportajes, crónicas,
entrevistas, caricaturas, críticas, humor, secciones fijas, un "desnudo
del mes" y otras dos encueradas, por supuesto, y también un cuento inédito
escrito en español.
-Me parece estupendo.
-Para el primero se había pensado en comprarle uno a Gabo... No estuve
de acuerdo: insistí en que debíamos lanzar con proyección continental
a un autor mexicano, ya que la revista se hace aquí en Mexiquito, tiene
ese defecto, ni modo. Desde luego, pensé en ti, a ver si nos haces el
honor.
-Muchas gracias, Ricardo. No sabes cuánto te agradezco.
-Entonces ¿aceptas?
-Sí, claro... Lo que pasa es que no tengo ningún cuento nuevo... En realidad
hace mucho que no escribo. -¡No me digas! ¿Yeso?
-Pues... problemas, chamba, desaliento... En fin, lo de siempre.
-Mira, olvídate de todo y siéntate a pensar en tu relato ahora mismo.
En cuanto esté me lo traes. Supongo que no tardarás mucho. Queremos sacar
el primer número en diciembre para salir con todos los anuncios de fin
de año... A ver: ¿a qué estamos...? 12 de agosto... Sería perfecto que
me lo entregaras... el día primero no se trabaja, es el informe presidencial...
el 2 de septiembre ¿te parece bien?
-Pero, Ricardo, sabes que me tardo siglos con un cuento... Hago diez o
doce versiones... Mejor dicho: me tardaba, hacía.
-Oye, debo decirte que por primera vez en este pinche país se trata de
pagar bien, como se merece, un texto literario. A nivel internacional
no es gran cosa, pero con base en lo que suelen darte en Mexiquito es
una fortuna... He pedido para ti mil quinientos dólares.
-¿Mil quinientos dólares por un cuento?
-No está nada mal ¿verdad? Ya es hora de que se nos quite lo subdesarrollados
y aprendamos a cobrar nuestro trabajo... De manera, mi querido Ricardo,
que te me vas poniendo a escribir en este instante. Toma mis datos, por
favor. Andrés apuntó la dirección y el teléfono en la esquina superior
derecha de un periódico en el que se leía: HAY QUE FORTALECER LA SITUACIÓN
PRIVILEGIADA QUE TIENE MÉXICO DENTRO DEL TURISMO MUNDIAL. Abundó en expresiones
de gratitud hacia Ricardo. No quiso continuar la traducción. Ansiaba la
llegada de su esposa para contarle del milagro.
Hilda se asombró: Andrés no estaba quejumbroso y desesperado como siempre.
Al ver su entusiasmo no quiso disuadirlo, por más que la tentativa de
empezar y terminar el cuento en una sola noche le parecía condenada al
fracaso. Cuando Hilda se fue a dormir Andrés escribió el título, LA FIESTA
BRAVA, y las primeras palabras: "La tierra parece ascender". Llevaba años
sin trabajar de noche con el pretexto de que el ruido de la máquina molestaba
a sus vecinos. En realidad tenía mucho sin hacer más que traducciones
y prosas burocráticas. Andrés halló de niño su vocación de cuentista y
quiso dedicarse sólo a este género. De adolescente su biblioteca estaba
formada sobre todo por colecciones de cuentos. Contra la dispersión de
sus amigos él se enorgullecía de casi no leer poemas, novelas, ensayos,
dramas, filosofía, historia, libros políticos, y frecuentar en cambio
los cuentos de los grandes narradores vivos y muertos.
Durante algunos años Andrés cursó la carrera de arquitectura, obligado
como hijo único a seguir la profesión de su padre. Por las tardes iba
como oyente a los cursos de Filosofía y Letras que pudieran ser útiles
para su formación como escritor. En la Ciudad Universitaria recién inaugurada
Andrés conoció al grupo de la revista Trinchera, impresa en papel sobrante
de un diario de nota roja, y a su director Ricardo Arbeláez, que sin decirlo
actuaba como maestro de esos jóvenes.
Ya cumplidos los treinta y varios años después de haberse titulado en
Derecho, Arbeláez quería doctorarse en literatura y convertirse en el
gran crítico que iba a establecer un nuevo orden en las letras mexicanas.
En la Facultad y en el Café de las Américas hablaba sin cesar de sus proyectos:
una nueva historia literaria a partir de la estética marxista, y una gran
novela capaz de representar para el México de aquellos años lo que En
busca del tiempo perdido significó para Francia. Él insinuaba que había
roto con su familia aristocrática, una mentira a todas luces, y por tanto
haría su libro con verdadero conocimiento de causa. Hasta entonces su
obra se limitaba a reseñas siempre adversas y a textos contra el PRI y
el gobierno de Ruiz Cortines.
Ricardo era un misterio aun para sus más cercanos amigos. Se murmuraba
que tenía esposa e hijos y, contra sus ideas, trabajaba por las mañanas
en el bufete de un abogángster, defensor de los indefendibles y famoso
por sus escándalos. Nadie lo visitó nunca en su oficina ni en su casa.
La vida pública de Arbeláez empezaba a las cuatro de la tarde en la Ciudad
Universitaria y terminaba a las diez de la noche en el Café de las Américas.
Andrés siguió las enseñanzas del maestro y publicó sus primeros cuentos
en Trinchera. Sin renunciar a su actitud crítica ni a la exigencia de
que sus discípulos escribieran la mejor prosa y el mejor verso posibles,
Ricardo consideraba a Andrés "el cuentista más prometedor de la nueva
generación". En su balance literario de 1958 hizo el elogio definitivo:
"Para narrar, nadie como Quintana".
Su preferencia causó estragos en el grupo. A partir de entonces Hilda
se fijó en Andrés. Entre todos los de Trinchera sólo él sabía escucharla
y apreciar sus poemas.
Sin embargo, no había intimado con ella porque Hilda estaba siempre al
lado de Ricardo. Su relación jamás quedó clara. A veces parecía la intocada
discípula y admiradora de quien les indicaba qué leer, qué opinar, cómo
escribir, a quién admirar o detestar. En ocasiones, a pesar de la diferencia
de edades, Ricardo la trataba como a una novia de aquella época y de cuando
en cuando todo indicaba que tenían una relación mucho más íntima. Arbeláez
pasó unas semanas en Cuba para hacer un libro, que no llegó a escribir,
sobre los primeros meses de la revolución. Insinuó que él había presentado
a Ernesto Guevara y a Fidel Castro y en agradecimiento ambos lo invitaban
a celebrar el triunfo. Esta mentira, pensó Andrés, comprobaba que Arbeláez
era un mitómano. Durante su ausencia Hilda y Quintana se vieron todos
los días y a toda hora. Convencidos de que no podrían separarse, decidieron
hablar con Ricardo en cuanto volviera del Alba.
La misma tarde de la conversación en el café Palermo, el 28 de marzo de
1959, las fuerzas armadas rompieron la huelga ferroviaria y detuvieron
a su líder Demetrio Vallejo. Arbeláez no objetó la unión de sus amigos
pero se apartó de ellos y no volvió a Filosofía y Letras. Los amores de
Hilda y Andrés marcaron el fin del grupo y la muerte de Trinchera. En
febrero de 1960 Hilda quedó embarazada. Andrés no dudó un instante en
casarse con ella. La madre (a quien el marido había abandonado con dos
hijas pequeñas) aceptó el matrimonio como un mal menor. Los señores Quintana
lo consideraron una equivocación: a punto de cumplir veinticinco años
Andrés dejaba los estudios cuando ya sólo le faltaba presentar la tesis
y no podría sobrevivir como escritor. Ambos eran católicos y miembros
del Movimiento Familiar Cristiano. Se estremecían al pensar en un aborto,
una madre soltera, un hijo sin padre. Resignados, obsequiaron a los nuevos
esposos algún dinero y una casita seudocolonial de las que el arquitecto
había construido en Coyoacán con materiales de las demoliciones en la
ciudad antigua.
Andrés, que aún seguía trabajando cada noche en sus cuentos y se negaba
a publicar un libro, nunca escribió notas ni reseñas. Ya que no podía
dedicarse al periodismo, mientras intentaba abrirse paso como guionista
de cine tuvo que redactar las memorias de un general revolucionario. Ningún
script satisfizo a los productores. Por su parte Arbeláez empezó a colaborar
cada semana en México en la Cultura. Durante un tiempo sus críticas feroces
fueron muy comentadas.
Hilda perdió al niño en el sexto mes de embarazo. Quedó incapacitada para
concebir, abandonó la Universidad y nunca más volvió a hacer poemas. El
general murió cuando Andrés iba a la mitad del segundo volumen. Los herederos
cancelaron el proyecto. En 1901 Hilda y Andrés se mudaron a un sombrío
departamento interior de la colonia Roma. El alquiler de su casa en Coyoacán
completaría lo que ganaba Andrés traduciendo libros para una empresa que
fomentaba el panamericanismo, la Alianza para el Progreso y la imagen
de John Fiztgerald Kennedy. En el Suplemento por excelencia de aquellos
años Arbeláez (sin mencionar a Andrés) denunció a la casa editorial como
tentáculo de la CIA. Cuando la inflación pulverizó su presupuesto, las
amistades familiares obtuvieron para Andrés la plaza de corrector ele
estilo en la Secretaría de Obras Públicas. Hilda quedó empleada, como
su hermana, en la boutique Madame Marnat en la Zona Rosa.
En 1962 Sergio Galindo, en la serie Ficción de la Universidad Veracruzana,
publicó Fabulaciones, el primer y último libro de Andres Quintana. Fabulaciones
tuvo la mala suerte de salir al mismo tiempo y en la misma colección que
la segunda obra de Gabriel García Márquez, Los funerales de la Mamá Grande,
y en los meses de Aura y La muerte de Artemio Cruz. Se vendieron ciento
treinta y cuatro de sus dos mil ejemplares y Andrés compró otros setenta
y cinco. Hubo una sola reseña escrita por Ricardo en el nuevo suplemento
La Cultura en México. Andrés le mandó una carta de agradecimiento. Nunca
supo si había llegado a manos de Arbeláez.
Después las revistas mexicanas dejaron durante mucho tiempo de publicar
narraciones breves y el auge de la novela hizo que ya muy pocos se interesaran
por escribirlas. Edmundo Valadés inició El Cuento en 1964 y reprodujo
a lo largo de varios años algunos textos de Fabulaciones. Joaquín Díez-Canedo
le pidió una nueva colección para la Serie del Volador de su editorial
Joaquín Mortiz. Andrés le prometió al subdirector, Bernardo Giner de los
Ríos, que en marzo de 1966 iba a entregarle el nuevo libro. Concursó en
vano por la beca del Centro Mexicano de Escritores. Se desalentó), pospuso
el volver a escribir para una época en que todos sus problemas se hubieran
resuelto e Hilda y su hermana pudiesen independizarse de Madame Marnat
y establecer su propia tienda.
Ricardo había visto interrumpida su labor cuando se suicidó un escritor
víctima de un comentario. No hubo en el medio nadie que lo defendiera
del escándalo. En cambio el abogángster salió a los periódicos y argumentó:
Nadie se quita la vida por una nota de mala fe; el señor padecía suficientes
problemas y enfermedades como para negarse a seguir viviendo. El suicidio
y el resentimiento acumulado hicieron que la ciudad se le volviera irrespirable
a Ricardo. Al no hallar editor para lo que iba a ser su tesis, tuvo que
humillarse a imprimirla por su cuenta. El gran esfuerzo de revisar la
novela mexicana halló un solo eco: Rubén Salazar Mallén, uno de los más
antiguos críticos, lamentó como finalmente reaccionaria la aplicación
dogmática de las teorías de Georg Lucáks. El rechazo de su modelo a cuanto
significara vanguardismo, fragmentación, alienación, condenaba a Arbeláez
a no entender los libros de aquel momento y destruía sus pretensiones
de novedad y originalidad. Hasta entonces Ricardo había sido el juez y
no el juzgado. Se deprimió pero tuvo la nobleza de admitir que Salazar
Mallén acertaba en sus objeciones.
Como tantos que prometieron todo, Ricardo se estrelló contra el muro de
México. Volvió por algún tiempo a La Habana y luego obtuvo un puesto como
profesor de español en Checoslovaquia. Estaba en Praga cuando sobrevino
la invasión soviética de 1968. Lo último que supieron Hilda y Andrés fue
que había emigrado a Washington y trabajaba para la OEA. En un segundo
pasaron los sesenta, cambió el mundo, Andrés cumplió treinta años en 1966,
México era distinto y otros jóvenes llenaban los sitios donde entre 1955
y 1960 ellos escribieron, leyeron, discutieron, aprendieron, publicaron
Trinchera, se amaron, se apartaron, siguieron su camino o se frustraron.
Sea como fuere, Andrés le decía a Hilda por las noches, mi vocación era
escribir y de un modo o de otro la estoy cumpliendo. / Al fin y al cabo
las traducciones, los folletos y aun los oficios burocráticos pueden estar
tan bien escritos como un cuento ¿no crees? / Sólo por un concepto elitista
y arcaico puede creerse que lo único válido es la llamada "literatura
de creación" ¿no te parece? / Además no quiero competir con los escritorzuelos
mexicanos inflados por la publicidad; noveluchas como las que ahora tanto
elogian los seudocríticos que padecemos, yo podría hacerlas de a diez
por año ¿verdad? / Hilda, cuando estén hechos polvo todos los libros que
hoy tienen éxito en México, alguien leerá Fabulaciones y entonces... /
Y ahora por un cuento -el primero en una década, el único posterior a
Fabulaciones- estaba a punto de recibir lo que ganaba en meses de tardes
enteras ante la máquina traduciendo lo que definía como ilegibros. Iba
a pagar sus deudas de oficina, a comprarse las cosas que le faltaban,
a comer en restaurantes, a irse de vacaciones con Hilda. Gracias a Ricardo
había recuperado su impulso literario y dejaba atrás los pretextos para
ocultarse su fracaso esencial:
En el subdesarrollo no se puede ser escritor. / Estamos en 1971: el libro
ha muerto: nadie volverá a leer nunca: ahora lo que me interesa son los
mass media. / Bueno, cuando se trata de escribir todo sirve, no hay trabajo
perdido: de mi experiencia burocrática, ya verás, saldrán cosas. /
Con el índice de la mano izquierda escribió "los arrozales flotan en el
aire" y prosiguió sin detenerse. Nunca antes lo había hecho con tanta
fluidez. A las cinco de la mañana puso el punto final en "entre los dos
volcanes". Levó sus páginas v sintió una plenitud desconocida. Cuando
se fue a dormir se había fumado una cajetilla de Viceroy y bebido cuatro
coca colas pero acababa de terminar LA FIESTA BRAVA.
Andrés se levantó a las once. Se bañó, se afeitó y llamó por teléfono
a Ricardo.
-No puede ser. Ya lo tenías escrito.
-Te juro que no. Lo hice anoche. Voy a corregirlo y a pasarlo en limpio.
A ver qué te parece. Ojalá funcione. ¿Cuándo te lo llevo?
-Esta misma noche si quieres. Te espero a las nueve en mi oficina.
-Muy bien. Allí estaré a las nueve en punto. Ricardo, de verdad, no sabes
cuánto te lo agradezco.
-No tienes nada que agradecerme, Andrés. Te mando un abrazo. Habló a Obras
Públicas para disculparse por su ausencia ante el jefe del departamento.
Hizo cambios a mano y reescribió el cuento a máquina. Comió un sándwich
de mortadela casi verdosa. A las cuatro emprendió una última versión en
papel bond de Kimberly Clark. Llamó a Hilda a la boutique de Madame Marnat.
Le dijo que había terminado el cuento e iba a entregárselo a Arbeláez.
Ella le contestó:
-De seguro vas a llegar tarde. Para no quedarme sola iré al cine con mi
hermana.
-Ojalá pudieran ver Ceremonia secreta. Es de Joseph Losey.
-Sí, me gustaría. ¿No sabes en qué cine la pasan?
Bueno, te felicito por haber vuelto a escribir. Que te vaya bien con Ricardo.
A las ocho v media Andrés subió al metro en la estación Insurgentes. Hizo
el cambio en Balderas, descendió en Juárez y llegó puntual a la oficina.
La secretaria era tan hermosa que él se avergonzó de su delgadez, su baja
estatura, su ropa gastada, su mano tullida. A los pocos minutos la joven
le abrió las puertas de un despacho iluminado en exceso. Ricardo Arbeláez
se levantó del escritorio y fue a su encuentro para abrazarlo.
Doce años habían pasado desde aquel 28 de marzo de 1959. Arbeláez le pareció
irreconocible con el traje de Shantung azul-turquesa, las patillas, el
bigote, los anteojos sin aro, el pelo entrecano. Andrés volvió a sentirse
fuera de lugar en aquella oficina de ventanas sobre la Alameda y paredes
cubiertas de fotomurales con viejas litografías de la ciudad.
Se escrutaron por unos cuantos segundos. Andrés sintió forzada la actitud
antinostálgica, de como decíamos ayer, que adoptaba Ricardo. Ni una palabra
acerca de la vieja época, ninguna pregunta sobre Hílela, ni el menor intento
de ponerse al corriente y hablar de sus vidas durante el largo tiempo
en que dejaron de verse. Creyó que la cordialidad telefónica no tardaría
en romperse.
Me trajo a su terreno. / Va a demostrarme su poder. / El ha cambiado.
/ Yo también. / Ninguno de los dos es lo que quisiera haber sido. / Ambos
nos traicionamos a nosotros mismos. / ¿A quién le fue peor?
Para romper la tensión Arbeláez lo invitó a sentarse en el sofá de cuero
negro. Se colocó frente a él y le ofreció) un Benson & Hedges (antes fumaba
Delicados).
Andrés sacó del portafolios LA FIESTA BRAVA. Ricardo apreció la mecanografía
sin una sola corrección manuscrita. Siempre lo admiraron los originales
impecables de Andrés, tanto más asombrosos porque estaban hechos a toda
velocidad y con un solo dedo.
-Te quedó de un tamaño perfecto. Ahora, si me permites un instante, voy
a leerlo con Mr. Hardwick, el editor-in-chief la revista. Es de una onda
muy padre. Trabajó en Time Magazine. ¿Quieres que te presente con él?
-No, gracias. Me da pena.
-¿Pena por qué? Sabe de ti. Te está esperando.
-No hablo inglés.
-¡Cómo! Pero si has traducido miles de libros.
-Quizá por eso mismo.
-Sigues tan raro como siempre. ¿Te ofrezco un whisky, un café? Pídele
a Viviana lo que desees.
Al quedarse solo Andrés hojeó las publicaciones que estaban en la mesa
frente al sofá y se detuvo en un anuncio:
Located on 150 000 feel of Revolcadero Beach and rising 16 stones like
an Aztec Pyramid, the $40 million Acapulco Princess Hotel and Club de
Golf opened as this jet-set resort's largest and most lavish yet... One
of the most spectacular hotels you will ever see, it has a lobby modeled
like an Aztec temple with sunlight and moonlight filtering through the
translucent roof. The 20 000 feet lobby's atrium is complemented by 60
feet palm-trees, a flowing lagoon and Mayan sculpture.
Pero estaba inquieto, no podía concentrarse. Miró por la ventana la Alameda
sombría, la misteriosa ciudad, sus luces indescifrables. Sin que él se
lo pidiera Viviana entró a servirle café y luego a despedirse y a desearle
suerte con una amabilidad que lo aturdió aún más. Se puso de pie, le estrechó
la mano, hubiera querido decirle algo pero sólo acertó a darle las gracias.
Se había tardado en reconocer lo más evidente: la muchacha se parecía
a Hilda, a Hilda en 1959, a Hilda con ropa como la que vendía en la boutique
de Madame Marnat pero no alcanzaba a comprarse. Alguien, se dijo Andrés,
con toda seguridad la espera en la entrada del edificio. / Adiós, Viviana,
no volveré a verte.
Dejó enfriarse el café y volvió a observar los fotomurales. Lamentó la
muerte de aquella ciudad de México. Imaginó el relato de un hombre que
de tanto mirar una litografía termina en su interior, entre personajes
de otro mundo. Incapaz de salir, ve desde 1855 a sus contemporáneos que
lo miran inmóvil y unidimensional una noche de septiembre de 1971.
En seguida pensó: Ese cuento no es mío, / otro lo ha escrito, / acabo
de leerlo en alguna parte. / O tal vez no: lo he inventado aquí en esta
extraña oficina, situada en el lugar menos idóneo para una revista con
tales pretensiones. / En realidad me estoy evadiendo: aún no asimilo el
encuentro con Ricardo.
¿Habrá dejado de pensar en Hilda? / ¿Le seguiría gustando si la viera
tras once años de matrimonio con el fiasco más grande de su generación?
/ "Para fracasar, nadie como Quintana", escribiría ahora si hiciera un
balance de la narrativa actual. / ¿Cuáles fueron sus verdaderas relaciones
con Hilda? / ¿Por qué ella sólo ha querido contarme vaguedades acerca
de la época que pasó con Ricardo? / ¿Me tendieron una trampa, me cazaron
para casarme a fin de que él, en teoría, pudiera seguir libre de obligaciones
domésticas, irse de México, realizarse como escritor en vez de terminar
como un burócrata que traduce ilegibros pagados a trasmano por la CIA?
/ ¿No es vil y canalla desconfiar de la esposa que ha resistido a todas
mis frustraciones y depresiones para seguir a mi lado? ¿No es un crimen
calumniar a Ricardo, mi maestro, el amigo que por simple generosidad me
tiende la mano cuando más falta me hace? / Y ¿habrá escrito su novela
Ricardo? / ¿La llegará a escribir algún día? / ¿Por que el director de
Trinchera, el crítico implacable de todas las corrupciones literarias
y humanas, se halla en esta oficina y se dispone a hacer una revista que
ejemplifica todo aquello contra lo que luchamos en nuestra juventud? /
¿Por qué yo mismo respondí con tal entusiasmo a una oferta sin explicación
lógica posible? / ¿Tan terrible es el país, tan terrible es el mundo,
que en él todas las cosas son corruptas o corruptoras y nadie puede salvarse?
/ ¿Qué pensará de mí Ricardo? / ¿Me aborrece, me envidia, me desprecia?
/ ¿Habrá alguien capaz de envidiarme en mis humillaciones y fracasos?
/ Cuando menos tuve la fuerza necesaria para hacer un libro de cuentos.
Ricardo no. / Su elogio de Fabulaciones y ahora su oferta, desmedida para
un escritor que ya no existe, ¿fueron gentilezas, insultos, manifestaciones
de culpabilidad o mensajes cifrados para Hilda? / El dinero prometido
¿paga el talento de un narrador a quien ya nadie recuerda? / ¿O es una
forma de ayudar a Hilda al saber (¿Por quién? ¿Tal vez por ella misma?)
de la rancia convivencia, las dificultades conyugales, el malhumor del
fracasado, la burocracia devastadora, las ineptas traducciones de lo que
no se leerá nunca, el horario mortal de Hilda en la boutique de Madame
Marnat?
Dejó de hacerse preguntas sin respuesta, de dar vueltas por el despacho
alfombrado, de fumar un Viceroy tras otro. Miró su reloj: Han pasado casi
dos horas. / La tardanza es el peor augurio. / ¿Por que este procedimiento
insólito cuando lo habitual es dejarle el texto al editor y esperar sus
noticias para dentro de quince días o un mes? / ¿Cómo es posible que permanezcan
hasta medianoche con el único objeto de decidir ahora mismo sobre una
colaboración más entre las muchas solicitadas para una revista que va
a salir en diciembre? Cuando se abrió de nuevo la puerta por la que había
salido Viviana y apareció Ricardo con el cuento en las manos, Andrés se
dijo: / Ya viví este momento. / Puedo recitar la continuación. /
-Andrés, perdóname. Nos tardamos siglos. Es que estuvimos dándole vueltas
y vueltas a tu historia. También en el recuerdo imposible de Andrés, Ricardo
había dicho historia, no cuento. Un anglicismo, desde luego. / No importa.
/ Una traducción mental de story, de short story. / Sin esperanza, seguro
de la respuesta, se atrevió a preguntar:
-¿Y qué les pareció?
-Mira, no sé cómo decírtelo. Tu narración me gusta, es interesante, está
bien escrita... Sólo que, como en Mexiquito no somos profesionales, no
estamos habituados a hacer cosas sobre pedido, sin darte cuenta bajaste
el nivel, te echaste algo como para otra revista, no para la nuestra.
¿Me explico? LA FIESTA BRAVA resulta un maquinazo, tienes que reconocerlo.
Muy digno, como siempre fueron tus cuentos, y a pesar de todo un maquinazo.
Sólo Chejov y Maupassant pudieron hacer un gran cuento en tan poco tiempo.
Andrés hubiera querido decirle: / Lo escribí en unas horas, lo pensé años
enteros. / Sin embargo no contestó. Miró azorado a Ricardo y en silencio
se reprochó: / Me duele menos perder el dinero que el fracaso literario
y la humillación ante Arbeláez. / Pero ya Ricardo continuaba:
-De verdad créemelo, no sabes cuánto lamento esta situación. Me hubiera
encantado que Mr. Hardwick aceptara LA FIESTA BRAVA. Ya ves, fuiste el
primero a quien le hablé.
-Ricardo, las excusas salen sobrando: di que no sirve y se acabó. No hay
ningún problema. El tono ofendió a Arbeláez. Hizo un gesto para controlarse
y añadió: Sí hay problemas. Te falta precisión. No se ve al personaje.
Tienes párrafos confusos
-el último, por ejemplo- gracias a tu capricho de sustituir por comas
los demás signos de puntuación. ¿Vanguardismo a estas alturas? Por favor,
Andrés, estamos en 1971, Joyce escribió hace medio siglo. Bueno, si te
parece poco, tu anécdota es irreal en el peor sentido. Además eso del
"sustrato prehispánico enterrado pero vivo" ya no aguanta, en serio ya
no aguanta. Carlos Fuentes agotó el tema. Desde luego tú lo ves desde
un ángulo distinto, pero de todos modos... El asunto se complica porque
empleas la segunda persona, un recurso que hace mucho perdió su novedad
y acentúa el parecido con Aura y La muerte de Artemio Cruz. Sigues en
1962, tal parece.
-Ya todo se ha escrito. Cada cuento sale de otro cuento. Pero, en fin,
tus objeciones son irrebatibles excepto en lo de Fuentes. Jamás he leído
un libro suyo. No leo literatura mexicana... Por higiene mental.
-Andrés comprendió tarde que su arrogancia de perdedor sonaba a hueco.
-Pues te equivocas. Deberías leer a los que escriben junto a ti... Mira,
LA FIESTA BRAVA me recuerda también un cuento de Cortázar.
-¿"La noche boca arriba"?
-Exacto. -Puede ser.
-Y ya que hablamos de antecedentes, hay un texto de Rubén Darío: "Huitzilopochtli".
Es de lo último que escribió. Un relato muy curioso de un gringo en la
revolución mexicana y de unos ritos prehispánicos.
-¿Escribió cuentos Darío? Creí que sólo había sido poeta... Bueno, pues
me retiro, desaparezco.
-Un momento: falta el colofón. A Mr. Hardwick la trama le pareció burda
y tercermundista, de un antiyanquismo barato. Puro lugar común. Encontró
no sé cuántos símbolos.
-No hay ningún símbolo. Todo es directo.
-El final sugiere algo que no está en el texto y que, si me perdonas,
considero estúpido.
-No entiendo.
-Es como si quisieras ganarte a los acelerados de la Universidad o tuvieras
nostalgia de nuestros ingenuos tiempos en Trinchera: "México será la tumba
del imperialismo norteamericano, del mismo modo que en el siglo XIX hundió
las aspiraciones de Luis Bonaparte, Napoleón III". ¿No es así? Discúlpame,
Andrés, te equivocaste. Mr. Hardwick también está contra la guerra de
Vietnam, por supuesto, y sabes que en el fondo mi posición no ha variado:
cambió el mundo ¿no es cierto? Pero, Andrés, en qué cabeza cabe, a quién
se le ocurre traer a una revista con fondos de allá arriba un cuento en
que proyectas deseos
-conscientes, inconscientes o subconscientes- de ahuyentar el turismo
y de chingarte a los gringos. ¿Prefieres a los rusos? Yo los vi entrar
en Praga para acabar con el único socialismo que hubiera valido la pena.
-Quizá tengas razón. A lo mejor yo solo me puse la trampa.
-Puede ser, who knows. Pero mejor no psicoanalicemos porque vamos a concluir
que tal vez tu cuento es una agresión disfrazada en contra mía.
-No, cómo crees
-Andrés fingió reír con Ricardo, hizo una pausa y añadió-: Bueno, muchas
gracias de cualquier modo.
-Por favor, no lo tomes así, no seas absurdo. Espero otra cosa tuya aunque
no sea para el primer número. Andrés, esta revista no trabaja a la mexicana:
lo que se encarga se paga. Aquí tienes: son doscientos dólares nada más,
pero algo es algo. Ricardo tomó de su cartera diez billetes de veinte
dólares. Andrés pensó que el gesto lo humillaba y no extendió la mano
para recibirlos.
-No te sientas mal aceptándolos. Es la costumbre en Estados Unidos. Ah,
si no te molesta, fírmame este recibo y déjame unos días tu original para
mostrárselo al administrador y justificar el pago. Después te lo mando
con un office boy, porque el correo en este país...
-Muy bien. Gracias de nuevo. Intentaré traerte alguna otra cosa.
-Tómate tu tiempo y verás como al segundo intento habrá suerte. Los gringos
son muy profesionales, muy perfeccionistas. Si mandan rehacer tres veces
una nota de libros, imagínate lo que exigen de un cuento. Oye, el pago
no te compromete a nada: puedes meter tu historia en cualquier revista
local.
-Para qué. No sirvió. Mejor nos olvidamos del asunto... ¿Te quedas? -Sí,
tengo que hacer unas llamadas.
-¿A esta hora? Ya es muy tarde ¿no?
-Tardísimo, pero mientras orbitamos la revista hay que trabajar a marchas
forzadas... Andrés, te agradezco mucho que hayas cumplido el encargo y
por favor salúdame a Hilda.
-Gracias, Ricardo. Buenas noches.
Salió al pasillo en tinieblas en donde sólo ardían las luces en el tablero
del elevador. Tocó el timbre y poco después se abrió la jaula luminosa.
Al llegar al vestíbulo le abrió la puerta de la calle un velador soñoliento,
la cara oculta tras una bufanda. Andrés regresé) a la noche de México.
Fue hasta la estación Juárez y bajé) a los andenes solitarios.
Abrió el portafolios en busca de algo para leer mientras llegaba el metro.
Encontró la única copia al carbón de LA FIESTA BRAVA. La rompió y la arrojó
al basurero. Hacía calor en el túnel. De pronto lo bañé) el aire desplazado
por el convoy que se detuvo sin ruido. Subió, hizo otra vez el cambio
en Balderas y tomó asiento en una banca individual. Sólo había tres pasajeros
adormilados. Andrés sacó del bolsillo el fajo de dólares, lo contemplé)
un instante y lo guardó en el portafolios. En el cristal de la puerta
miré) su reflejo impreso por el juego entre la luz del interior y las
tinieblas del túnel.
/ Cara de imbécil. / Si en la calle me topara conmigo mismo sentiría un
infinito desprecio. / Cómo pude exponerme a una humillación de esta naturaleza.
/ Cómo voy a explicársela a Hilda. / Todo es siniestro. / Por qué no chocará
el metro. / Quisiera morirme. / Al ver que los tres hombres lo observaban
Andrés se dio cuenta de que había hablado casi en voz alta. Desvió la
mirada y para ocuparse en algo descorrió el cierre del portafolios y cambió
de lugar los dólares.
Bajó en la estación Insurgentes. Los magnavoces anunciaban el último viaje
de esa noche. Todas las puertas iban a cerrarse. De paso leyó una inscripción
grabada a punta de compás sobre un anuncio de Coca Cola: ASESINOS, NO
OLVIDAMOS TLATELOLCO Y SAN COSME. / Debe decir: "ni San Cosme", / corrigió
Andrés mientras avanzaba hacia la salida. Arrancó el tren que iba en dirección
de Zaragoza. Antes de que el convoy adquiriera velocidad, Andrés advirtió
entre los pasajeros del último vagón a un hombre de camisa verde y aspecto
norteamericano.
El capitán Keller ya no alcanzó a escuchar el grito que se perdió en la
boca del túnel. Andrés Quintana se apresuró a subir las escaleras en busca
de aire libre. Al llegar a la superficie, con su única mano hábil empujó
la puerta giratoria. No pudo ni siquiera abrir la boca cuando lo capturaron
los tres hombres que estaban al acecho.
José
Emilio Pacheco
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