El
sillón
Mariano Silva y Aceves
Ce fut une de ces cruelles
petites choses qu´on sent si vivement
a la cour.
Gaston Boisser, Madame de Sévigné.
No todo ha de vivir
y vivir sin jamás contar. Esto que cuento es cuento viejo, como
viejos son los tiempos del excelentísimo virrey marqués
de las amarillas.
La colonia gozaba de paz, y los habitantes de la Nueva España partían
su vida entre sus quietos oficios, sus piadosas prácticas y su
obediencia fácil y diligente a las templadas órdenes del
brazo secular, no menos que a las morigeradas del brazo secular de la
Santa Iglesia. Tiempo era el más a propósito para que la
colmena del estudio alzara su rumor sobre todos los que salían
de la noble ciudad; se vivía en una de esas épocas en que,
apartada toda violencia del trato de las gentes, ganaban uso los ademanes
corteses y las discretas galanterías. Se afinaban los espíritus;
los hombres gustaban mucho de su aseo y compustura, y las mujeres se volvían
más bellas y ponían muy buena miel en sus conversaciones.
De aquella gente cortesana era el conde de Santiago; un hermoso mancebo
y bien nacido, venido a la Nueva España a recoger los cuantiosos
bienes que de su padre había heredado. Encontró que la colonia
era próspera y la vida de la ciudad lo suficiente culta para no
apagar sus luces adquiridas y también lo relativamente modesta
y sencilla para poder desarrollar él sus pensamientos y tendencias
con mayores facilidades que en la metrópoli. Pero más que
todo eso encontró, a poco de llegado a la ciudad, una hermosa mujer
y un excelente amigo; doña Isabel de Ocoz y el malicioso abate
don Julio Montemayor. Los haberes del conde le permitían vivir
con liberalidad y hasta con lujo, de que mucho se preciaba entonces la
gente. Y como había sido el único heredero, ya tenía
para no ceder en nada a los mayores refinamientos de la vida que hacían
los más exquisitos indianos.
Entre éstos debe contarse al coronel Caballero de Barros, secretario
de su Excelencia el señor virrey, que con su alba peluca ondulante
y perfumada, sus dulces ojos que se animaban hasta fulgurar cuando disertaba
de historia o de política, enclavados en el gesto desdeñoso
de su cara, se le verá pasar lentamente en su litera, de elegante
factura,, servida por cuatro criados de roja librea. Consigo llevaba el
coronel de ordinario un libro y, un fino bastón en el que brillaba
con limpieza el puño de oro, que rara vez por cierto se ocultaba
en el hueco de la mano.
Por inocente afición quizá o por cómodo descanso,
era costumbre del virrey visitar diariamente la casa del coronel, mientras
éste se entendía con los asuntos del gobierno. La casa era
cercana del palacio de su excelencia, y no faltaba a recibir al noble
personaje, ya compuesta y presumida, la esposa del coronel, mujer que
aunque hermosa no tan recatada que las gentes la libraran de su impuro
y negro diente. Su descanso hacía el virrey en la espaciosa biblioteca
del coronel, muy rica en libros de historia y navegación, y en
cuyo centro, por todo mueble, había una gran mesa labrada y un
cómodo sillón.
Allí iba el virrey y sentábase largas horas a hojear libros
de estampas. Roída y mermada traían las gentecillas la honra
del coronel que, si bien sospechoso, no convencido, no encontró
medio más sutil para acabar con las visitas de su excelencia que
vender el vasto y cómodo sillón poniendo en su lugar una
fea y pequeña silla. El virrey, que era indolente y grande amigo
de su holgura, apenas notó el cambio,, prescindió de la
dama y la visita y dejó en quietud la honra del coronel. El sillón
vino a dar en poder del inquieto conde de Santiago.
Por amor de doña Isabel de Ocoz metióse el conde a reclamar
unos dineros que le debía el tribunal de la Santa Cruzada. El coronel
secretario que era tan celoso de la Real Hacienda como de su propia casa
y honra, muy mal recibió y trató la reclamación presentada,
y en las discusiones que tuvo con el conde (que también era doctor
en ambos derechos) se agriaron bastante los ánimos sin resultado
alguno. El conde, herido en su amor, pensó en la venganza y la
meditó con ayuda de su dama, que era mujer de tono y muy dueña
de su regalo y hecha para soplar la malicia de los hombres.
Llamó ésta a un indio criado suyo que conocía muchas
propiedades de las hierbas y curaba de ordinario con ellas. Pidiéronle
un veneno que fuera el más disimulado, y él presentó
un polvo rojizo de flores, que a través de un paño de seda
y con algún calor, según explicó, se convertía
en fuertes y sutiles vapores que a poco de absorbidos causaban la muerte.
Inventaron atraer al secretario a la biblioteca del conde, donde había
buen número de manuscritos y crónicas de los conquistadores,
que siempre habían tentado la codicia del coronel, y un archivo
numeroso de todos los autos acordados y leyes expedidas por aquel Consejo
de Indias; no menos que preciosas cartas de varones ilustres, con pretexto
de discutir una última vez sobre tan variados textos el pleito
consabido.
El secretario aviso al virrey de la tenacidad de la reclamación,
y le demandó su venia para concurrir, aunque estaba seguro de que
no había de convencerle la entrevista. El virrey, que era indolente,
tuvo el capricho de ir en su lugar, pensando que su presencia obligaría
a los reclamantes en beneficio de las arcas reales, y que su secretario
no le obligaba en los ayudaba del gobierno. Fuese su excelencia, pasada
la siesta, a la casa del conde de Santiago, y sintiéndose con fatiga
no quiso subir a los salones que le hubieran convenido, y llamado también
de la noble arquitectura y extremado aseo del corredor que tenía
enfrente, prefirió pasar allí, curioso de las comodidades
del conde. Así entró en la rica biblioteca que daba a un
bello jardín cuya frescura aliviaba el calor de aquella tarde.
Doña Isabel y el conde todo lo habían preparado en espera
del coronel, disponiendo en el centro del gran salón, que decoraban
lucidas estanterías y alfombraba un rojo tapete de oriente, una
mesa de nogal de fina labor y tres sillones: uno en el puesto de honor,
que era cómodo y tanto invitaba al cansado a la plática
o al sueño, como al descansado a la lectura o al estudio; y los
otros de mejor estilo aunque menos cualidades, en sendas cabeceras. El
virrey fue recibido en vez de su secretario, y pudo ver con el placer
de encontrar un familiar amigo que se nos había perdido, al viejo
sillón que de biblioteca en biblioteca le traía el resabio
de sus buenas horas de placer y de aventura. Tomó desde luego por
suyo aquel asiento y se arrealanó muellamente en él, como
quien ya conoce los secretos de su comodidad, mientras el conde y doña
Isabel se veían desde las cabeceras con temor.
Su excelencia conversó muy largo rato con animación y agrado,
y estornudó después. Se hizo de noche, y al tomar su litera,
su excelencia sintió frío. Al día siguiente, sin
esperar la luz del sol, su excelencia expiró sin alcanzar a saber
como había sidot an rápida su muerte.
Justo será decir que al día siguiente, cuando la noticia
circuló por toda la noble ciudad, la gente ni se alarmó
ni se entristeció; y por ahí se oía sonar el retintín
de las viejas murmuradoras diciendo a hurtadillas que Dios manejaba bien
a su Providencia, cuando tan poco tiempo había dejado gobernar
a su excelencia y muerte tan oscura le había dado; que en sus altos
juicios para más diligente gobernante tendría reservado
el puesto. El secretario tampoco lo sintió, pues desde que supo
la muerte de su excelencia, no soltó la esperanza de encontrarse
nombrado sucesor en el pliego de mortaja, que el difunto alcanzó
a dejar. La mujer del secretario tampoco lloró la muerte del virrey,
recordando quizá cómo sobre las buenas prendas de amor que
ella le tenía ofrecidas y aún con las mil molestias del
recato dadas, había puesto aquél su comodidad y disciplencia.
El conde y doña Isabel deploraron la inexplicable muerte del virrey
mientras temieron que fuera notada; pero después que vieron que
nadie paraba mientes, acataron también los altos designios de la
Providencia. Los médicos, como de costumbre, no supieron de la
enfermedad, y por decir algo dijeron que un ataque de apoplejía
había dado cuenta de su excelencia. Pero yo que con mi biblioteca
he heredado un sillón antiguo de ancho respaldo todo labrado y
torcidos brazos y blando asiento de cuero sujetado por dorados clavos,
lo diré tal y como lo encontré registrando el asiento de
mi sillón en busca de algún tesoro que aquellos señores
solían dejar a los afortunados, ya en el suelo, ya en un muro,
ya en un mueble, según la agudeza de su espíritu. Lo que
encontré fue un tenue lienzo de la China con estas terribles palabras,
escritas de muy buena escritura: Este sillón tan cómodo,
causó la muerte a un virrey indolente, por equivocación.
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