Horas
penosas
Se levantó
del escritorio, un mueble pequeño y frágil; se levantó como un desesperado
y se dirigió con la cabeza colgante al ángulo opuesto de la habitación,
donde estaba la estufa, alta y alargada como una columna. Puso las manos
en los azulejos, pero se habían enfriado casi del todo, pues era ya muy
pasada la medianoche, por lo que se arrimó de espaldas a la estufa, buscando
un bienestar que no encontró; recogió los faldones de su bata, de cuyas
solapas sobresalía colgando una descolorida pechera de encaje, y resopló
con todas sus fuerzas por la nariz, para proporcionarse un poco de aire,
pues, como de costumbre, estaba acatarrado.
Era un catarro realmente
singular y fatídico, que casi nunca lo abandonaba totalmente. Tenía los
párpados inflamados y los bordes de las narices completamente escocidos,
y en su cabeza y en todo su cuerpo este catarro le producía el efecto
de una borrachera pesada y dolorosa. ¿O era que la culpa de toda esta
laxitud y pesadez la tenía la enojosa permanencia en la habitación que
el médico había vuelto a imponerle, hacía unas semanas? Sólo Dios sabe
si hizo bien en mandárselo. El catarro crónico y los calambres de pecho
y abdomen podían tal vez hacerlo necesario. Además, en Jena reinaba un
tiempo muy malo desde hacía varias semanas -sí, esto era cierto-, un tiempo
miserable y abominable, que atacaba los nervios, un tiempo cruel, caliginoso
y frío; y el viento de diciembre bramaba por el tubo de la estufa resonando
como un eco del desierto nocturno en la tormenta, extravío y aflicción
desesperada del alma. Sí, todo esto era cierto. Pero no era bueno este
angosto cautiverio; no era bueno para las ideas ni para el ritmo de la
sangre, del que manaban las ideas...
Aquella habitación
hexagonal, desnuda, sobria e incómoda, con su techo blanqueado, bajo el
que flotaba el humo del tabaco, con sus paredes empapeladas de cuadriláteros
en diagonal, de las que colgaban siluetas encuadradas en marcos ovalados,
y sus cuatro o cinco muebles de patas delgadas, estaba iluminada por la
luz de dos velas, que ardían en el escritorio, a la cabecera del manuscrito.
Cortinas rojas colgaban por encima del bastidor superior de la ventana;
no eran más que trapos, retazos de indiana aprovechados y combinados simétricamente;
pero eran rojos, de un rojo cálido y sonoro, y a él le gustaban y quería
conservarlas siempre, porque aportaban un poco de lujuria y voluptuosidad
en medio de la pobreza y austeridad absurdas de su habitación... Estaba
junto a la estufa y miraba, con un parpadeo acelerado y dolorosamente
forzado, hacia el otro lado de la habitación, la obra de la que había
huido: este peso, este agobio, este tormento de la conciencia, este mar
que había que apurar, esta misión terrible, que era su orgullo y su miseria,
su cielo y su condenación. Esta obra se arrastraba, se paraba, se atascaba...
¡una y otra vez! El tiempo tenía la culpa, y su catarro y su fatiga. ¿O
quizás era la obra la culpable? ¿O acaso el trabajo en sí, era una concepción
desgraciada y destinada a la desesperación?
Se había levantado para poner un poco de distancia entre la obra y él,
pues a menudo la lejanía física del manuscrito hacía que uno se formara
una idea de conjunto, una nueva visión del asunto, y pudiera tomar nuevas
providencias. Sí, había casos en que, si uno se apartaba del lugar de
la lucha, el sentimiento de desahogo producía un efecto entusiasmador.
Y era éste un entusiasmo más inocente que el que provocaba el licor o
el café negro y cargado... La jícara estaba sobre la mesita. ¿Y si ella
le ayudara a salvar este obstáculo? ¡No, no, nunca más! No era únicamente
el médico; hubo otra persona, un hombre de prestigio, que le había disuadido
también de la bebida por prudencia: era el otro, el de allí, de Weimar,
al que él quería con una amistad nostálgica. Éste era sabio. Sabía vivir
y crear; no se maltrataba a sí mismo; tenía mucha consideración con su
propia persona...
En la casa reinaba el silencio. Sólo se oía al viento roncar allá abajo,
en las callejuelas de la ciudadela, y la lluvia al repicar en las ventanas,
impulsada por el viento. Todos dormían: el hostelero y los suyos, Lotte
y los niños. Sólo él velaba junto a la estufa fría, mirando con angustiosos
parpadeos la obra en que su insaciabilidad enfermiza no le permitía creer...
Su cuello blanco sobresalía larguirucho de la camisa, y por entre el faldón
de su bata aparecían sus piernas, torcidas hacia dentro. Su pelo rojizo
estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente alta y delicada
-formaba sobre las sienes dos entradas, cruzadas por venas incoloras-
y cubría las orejas de delgados rizos. Junto al arranque de la nariz,
gruesa y aguileña, que terminaba bruscamente en una punta blanquecina,
se reunían unas cejas recias, más oscuras que el pelo de la cabeza, lo
cual confería a la mirada de sus ojos hundidos e irritados una expresión
trágica. Obligado a respirar por la boca, abría sus delgados labios, y
sus mejillas, pecosas y descoloridas por el aire enrarecido, enflaquecían
y se hundían...
¡No, era un fracaso, y todo era inútil! ¡El ejército! ¡El ejército hubiera
tenido que ser expuesto en su obra! ¡El ejército era la base de todo!
Puesto que no podía tenerlo a la vista, ¿se podía concebir un arte tan
fantástico que lo impusiera a la imaginación? Y el héroe no era héroe,
¡era innoble y frío! La inspiración era falsa, la lengua era falsa, y
no era más que un curso de historia árido, sin entusiasmo, prolijo y sobrio
y perdido para el teatro.
Bien, se acabó. Una derrota. Una empresa malograda. Bancarrota. Quería
explicárselo a Korner, al bueno de Korner, que creía en él, que tenía
una confianza casi infantil en su genio. Se mofaría, suplicaría, pondría
el grito en el cielo... su amigo le recordaría al Don Carlos, que había
surgido también de dudas, fatigas y transformaciones, y que, al fin, tras
toda clase de tormentos, como algo insigne a partir de entonces, demostró
ser una obra gloriosa. Pero aquello fue distinto. Entonces era todavía
el hombre capaz de agarrar una cosa con mano venturosa y forjarse la victoria.
¿Escrúpulos o luchas? ¡Oh, sí! Y había estado enfermo, mucho más enfermo
que ahora, hambriento, prófugo. Desmembrado del mundo, oprimido y pobrísimo
en lo humano. ¡Pero joven todavía, muy joven! Cada vez que se hallaba
desfallecido, su espíritu se había sentido impulsado ágilmente hacia lo
alto, y tras las horas de pesadumbre habían venido las de la fe y el triunfo
interior. Pero éstas ya no habían vuelto, apenas si habían aparecido una
vez más. Una noche de espíritu inflamado, en que uno se sentía envuelto
de repente en una luz y llegaba a ser genialmente apasionado; cualquiera
que fuese la noche, en que a uno le era dado disfrutar siempre de tal
merced, una sola de estas noches tenía que ser pagada con una semana de
tinieblas y entumecimiento. Era un hombre fatigado; aún no tenía treinta
y siete años y ya estaba acabado. Ya no tenía aquella fe en el futuro,
que había sido su estrella en la miseria. Así era, ésta era la verdad
desesperada: los años de estrechez y nulidad, que él había tenido por
años de sufrimiento y prueba, en realidad habían sido ricos y fructuosos;
y ahora que gozaba de un poco de felicidad, que había salido de la piratería
del espíritu y entrado en una justa legalidad y en la sociedad civil (tenía
un cargo y una reputación, mujer e hijos) ahora estaba exhausto y acabado.
Fracaso y descorazonamiento: era todo lo que le quedaba.
Gimió, apretó las manos ante los ojos y echó a andar por la habitación
como un animal acosado. Lo que pensó en aquellos precisos instantes era
tan terrible, que no pudo permanecer en el lugar donde le vino aquel pensamiento.
Se sentó en una silla junto a la pared, dejó caer sus manos juntas entre
las rodillas y miró tristemente los maderos del suelo.
La conciencia... ¡Qué gritos tan agudos profería su conciencia! Había
faltado, había pecado contra sí mismo durante todos aquellos años, contra
el delicado instrumento de su cuerpo. Los excesos de su ardor juvenil,
las noches pasadas en vela, los días entre el aire viciado por el humo
del tabaco, excesivamente preocupado del espíritu y despreocupado del
cuerpo, las borracheras con las que se estimulaba para trabajar..., todo,
todo esto tomaba ahora su desquite. Y puesto que todo se vengaba, quería
él porfiar con los dioses, que inculpaban e infligían luego el castigo.
Había vivido como había podido, no había tenido tiempo de ser juicioso,
no había tenido tiempo de ser prudente. Aquí, en este lugar del pecho,
cuando respiraba, tosía, bostezaba, este dolor siempre en el mismo punto,
este pequeño aviso diabólico, punzante, perforador, que no enmudecía desde
que, cinco años atrás, en Erfurt, cogió aquella fiebre catarral, aquella
tuberculosis pulmonar abrasadora..., ¿qué quería decir? En realidad, sabía
muy bien lo que significaba... indiferente a lo que el médico pudiese
o quisiese decir. No había tenido tiempo para tratarse con prudencia y
miramiento, para economizar moralidad e indulgencia. Lo que quería hacer,
debía hacerlo inmediatamente, hoy mismo, con rapidez... ¿Moralidad? Pero,
¿cómo fue que precisamente el pecado, la entrega a lo nocivo y consuntivo
le pareciera, en último término, más moral que cualquier sabiduría y fría
continencia? ¡No, no era eso lo moral: el cultivo despreciable de la buena
conciencia, sino la lucha y la necesidad, la pasión y el dolor!
Dolor... ¡Cómo ensanchaba su pecho esta palabra! Se desperezó, cruzó los
brazos, y su mirada, bajo las cejas rojizas, muy juntas una de la otra,
se animó con una hermosa lamentación. No se era todavía desdichado, no
se era totalmente desdichado en tanto existía la posibilidad de dar un
nombre orgulloso y noble a su desdicha. Una cosa faltaba: ¡el valor necesario
para dar a su vida un nombre grande y hermoso! ¡No reducir la aflicción
a aire viciado y a estreñimiento! ¡Ser lo suficiente sano como para ser
patético..., para poder sobreponerse a lo corporal y no sentirlo! ¡Ser
ingenuo sólo en eso, y sabio en todo lo demás! Creer, poder creer en el
dolor... Pero él creía realmente en el dolor, tan intensamente, tan entrañablemente,
que nada de lo que sucedía entre dolores podía ser, a consecuencia de
esta fe, ni inútil ni malo... Su mirada vaciló por encima del manuscrito,
y sus brazos se estrecharon con más fuerza sobre el pecho... El talento
mismo, ¿no era dolor? Y si el talento que estaba allí, aquella obra fatal,
le hacía sufrir, ¿no era, pues, que estaba en regla?, ¿no era ya casi
una buena señal? El talento nunca había brotado todavía a borbotones,
y hasta que no lo hiciera, no surgiría realmente su recelo. Sólo brotaba
en ignorantes y aficionados, en los contentadizos e indoctos, que no vivían
bajo el apremio y la continencia del talento. Pues el talento, señoras
y señores que se sientan allá abajo en las plateas, el talento no es una
cosa fácil, juguetona, no es un poder sin más ni más. En sus raíces es
necesidad, un conocimiento crítico del ideal, una insaciabilidad, que
no se labra su poder y no se acrecienta sin pasar por el martirio. Y para
los más grandes, para los más insaciables, el talento es la disciplina
más rigurosa. ¡Nada de lamentaciones! ¡Nada de vanaglorias! ¡Pensar humildemente,
pacientemente, en todo lo que hay que sufrir! Y si ni un solo día de la
semana, ni una sola hora del día estaba libre de sufrimiento.... ¿qué
había que hacer? Menospreciar, desdeñar los agobios y los trabajos, las
exigencias, las molestias, las fatigas... ¡esto era lo que hacía grande!
Se levantó, abrió la cajita y tomó rapé ávidamente; cruzó las manos a
la espalda y se puso a andar por la habitación con unos pasos tan impetuosos,
que las llamas de las velas oscilaron con la corriente de aire que levantó...
¡Grandeza! ¡Conquista secular e inmortalidad del nombre! ¡Qué vale toda
la felicidad de lo eternamente desconocidos frente a este destino? ¡Ser
conocido..., conocido y amado por todos los pueblos de la tierra! ¡Charlen
de egoísmo, los que no saben de la dulzura de este sueño y de esta premura!
Egoísta es todo lo extraordinario en tanto sufre. ¡Tal vez ustedes mismos
lo ven, ustedes que no tienen ninguna misión, que les es tan fácil estar
en el mundo! Y la ambición habla: ¿ha de existir en vano el sufrimiento?
¡Él debe hacerme grande...!
Las aletas de su nariz estaban distendidas, su mirada era amenazadora
y vaga. Su diestra había caído violenta y pesadamente en el revés de la
bata, mientras que la izquierda colgaba cerrada. En sus enjutas mejillas
había aparecido un rubor pasajero, una llamarada, emergida de la brasa
de su egoísmo de artista, de aquella pasión por su propio Yo, que ardía
inextinguiblemente en las profundidades de su ser. Conocía bien la embriaguez
secreta de esta pasión. A veces necesitaba sólo contemplar su mano para
llenarse de una dulzura exaltada por su propia persona, a cuyo servicio
resolviera poner todas las armas del talento y del arte que le habían
sido dadas. Tenía derecho a ello, nada era innoble. Pues, más profundo
que este egoísmo anidaba en la conciencia el saber que estaba consumiéndose
e inmolándose enteramente, a pesar de todo, al servicio de algo sublime,
sin beneficio, ¡qué duda cabe!, pero obligado por una necesidad. Y en
esto radicaba su ansia de emulación: en que nadie llegara a ser más grande
que él, en que nadie sufriera más intensamente que él por este ideal.
¡Nadie...! Seguía de pie, con la mano sobre los ojos y el cuerpo vuelto
un poco hacia un lado, evasivo, huidizo. Pero en su corazón sentía ya
el aguijón de este pensamiento inevitable, de este pensamiento hacia el
otro, el luminoso, el beatífico, el sensual, el divinamente inconsciente,
aquel de Weimar, al que quería con una amistad nostálgica... Y ahora de
nuevo, como siempre, en profundo desasosiego, con premura y porfía, sentía
nacer en sí la labor que seguía a estos pensamientos: afirmar y delimitar
el propio ser y el propio arte frente a los del otro... ¿Era, entonces,
él el más grande? ¿En qué? ¿Por qué? ¿Habría un sangriento "a pesar de
todo" si él vencía? ¿Sería incluso su rendición una tragedia? Un dios,
tal vez lo era..., un héroe, no. ¡Pero era más fácil ser un dios que un
héroe...! Más fácil... ¡Para el otro era más fácil! Separar con mano sabia
y afortunada el conocer y el crear: esto quería hacerlo serenamente, sin
congoja, de modo pletóricamente fructuoso. Pero, si el crear era de dioses,
el conocer era de héroes, ¡y era ambas cosas, dios y héroe, aquel que
creaba conociendo!
La voluntad de lo difícil... ¿Podía tan sólo sospecharse cuánta continencia,
cuánto vencimiento de sí mismo le costaba una sola frase, un simple pensamiento?
Pues, en resumidas cuentas, era ignorante y poco ilustrado, un soñador
abúlico y delirante. Era más difícil escribir una carta de Julio que componer
la mejor de las escenas..., ¿y no era, también por esto, casi lo más sublime...?
Desde el primer impulso rítmico de arte interior hacia sustancia, materia,
posibilidad de efusión, hasta el pensamiento, la imagen, la palabra, la
línea..., ¡qué lucha!, ¡qué calvario! Milagros de anhelo eran sus obras:
anhelo de forma, figura, límite, corporeidad, anhelo de llegar más allá,
al mundo diáfano del otro, que, directamente y con boca divina, llamaba
por su nombre a las cosas, inundadas de sol.
Sin embargo, y a despecho de aquél, ¿dónde había un artista, un poeta
igual que él? ¿Quién creaba, como él, de la nada, de su propio seno? ¿O
había nacido en su alma una poesía que era como música, como arquetipo
puro del ser, mucho antes de que tomara prestados del mundo de las apariencias
el parecido y el ropaje? Historia, filosofía, pasión: medios y pretextos
-nada más que eso- para algo que poco tenía que ver con ellos, que tenía
su patria en profundidades arcanas. Palabras, ideas: sólo eran teclas
que su arte creaba para hacer vibrar una melodía secreta... ¿Se sabía
esto? La gente buena lo aplaudía por la fuerza de expresión con que él
pulsaba esta o aquella cuerda. Y su palabra predilecta, su énfasis postrero,
la gran campana con la que llamaba al alma a las fiestas más sublimes,
seducía a muchos de ellos... Libertad... Probablemente, él entendía por
libertad ni más ni menos lo mismo que ellos, cuando ellos se alborozaban.
Libertad... ¿Qué significaba? ¿No sería un poco de dignidad como ciudadanos
ante los tronos de los príncipes? ¿Pueden imaginarse todo lo que un espíritu
se expone a decir con esta palabra? ¿Libertad de qué? ¿Libertad de qué,
en último término? Tal vez, incluso de la felicidad, de la felicidad humana,
esta cadena de seda, esta carga suave y dulce...
Felicidad... Sus labios temblaban. Era como si su mirada se volviera hacia
dentro; y su rostro se hundió lentamente en las manos... Estaba en el
dormitorio. De la lámpara manaba una luz azulina, y la cortina floreada
ocultaba la ventana con sus quietos pliegues. Estaba de pie junto a la
cama, se inclinó sobre la dulce cabeza que se reclinaba en la almohada...
Un rizo negro se ensortijó en la mejilla, que brillaba con la palidez
de las perlas, y aquellos labios infantiles se abrieron en un sueño ligero...
¡Mi mujer! ¡Querida! ¿Seguiste mi deseo y viniste a mí para ser mi felicidad?
Eres tú, ¡calla! ¡Y duerme! ¡No abras ahora estas pestañas dulces, de
sombras alargadas, para contemplarme tan grande y oscuro cual fui otras
veces, cuando preguntabas y me buscabas! ¡Dios mío, Dios mío, cuánto te
amo! Sólo a veces no puedo hallar mis sentimientos, porque a menudo estoy
muy fatigado por el sufrimiento y la lucha con la tarea que mi propio
Yo me impone. Y no puedo ser demasiado tuyo, no puedo ser enteramente
feliz en ti, a causa de mi misión...
La besó, se separó del calor agradable de su somnolencia, miró en torno
a sí y se alejó. La campana le anunció cuán entrada era ya la noche, pero
era como si, a la vez, anunciara benévolamente el fin de una hora penosa.
Respiró, sus labios se cerraron con firmeza; echó a andar y empuñó la
pluma... ¡Nada de cavilaciones! ¡Era demasiado profundo para tener que
andar con cavilaciones! ¡No bajar al caos, o por lo menos no detenerse
en él! Antes bien, sacar del caos, que es la plenitud, a la luz del día
todo lo que está dispuesto y maduro para adquirir forma. No cavilar: ¡trabajar!
Separar, suprimir, configurar, acabar...
Y aquella obra de dolor se acabó. Tal vez no era buena, pero se acabó.
Y cuando estuvo acabada, he aquí que entonces también fue buena. Y de
su alma, cuajada de música y de idea, forcejearon por salir nuevas obras,
creaciones sonoras y rutilantes cuya forma divina permitía vislumbrar
la patria eterna, del mismo modo que en la concha marina silba el mar
del que ha sido extraída.
Disponible en: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ale/mann/horas.htm,
Thomas
Mann
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