Arquitectura y Humanidades
Propuesta académica

Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.

 

La Habana es una ciudad bien grande.

La Habana es una ciudad bien grande. Eso dice mi mamá que sabe mucho de esas cosas. Cuentan que un niño se puede perder en ella para siempre. Que dos personas se pueden datar buscando durante años y no encontrarse nunca. Pero me gusta mi ciudad. Aunque un día me pueda ver solo y no volver a dar con mi casa ni con mis amigos. Cuando sea grande voy a hacer un mapa para no perderme. Debe ser muy triste perderse en una ciudad. Por eso nunca me alejo mucho de mi casa. Mi casa es una casa que se cae de vieja. Está llena de rincones para esconderse y en cualquier lugar que uno esté puede oír los ruidos de la calle. Me gusta mucho bajar a la calle y cazar gusarapos en el charco que se forma en el salidero de la esquina, donde la acera se hunde y el agua se estanca durante meses, o escarbar en los ladrillos del muro con mi cuchilla y descubrir los escondites de las hormigas, o jugar a las postalitas con los otros niños. Pero mi mamá ya no me deja bajar a la calle. Dice que es peligroso y entonces me paso los días encerrado en mi casa, sin salir. Mi casa es larga como una lagartija y todos los cuartos se comunican unos con otros. Para separar mi cuarto del suyo, abuelita atravesó un escaparate. Entre el escaparate y la pared se forma una especie de cueva donde tengo mis juguetes y donde juego a ser explorador, o general, o médico. Antes que se fuera mi papá, él también jugaba conmigo detrás del escaparate. Ahora él no está y mi mamá escucha el radio por las noches, escondida debajo de una colcha para que nadie la oiga, y me dice que es peligrosos bajar a la calle. Que si algún día regresa mi papá de donde está, vamos a poder salir los tres juntos como antes. Y vamos a tener dinero para pintar la casa que mira cómo está que se cae a pedazos. Las paredes de la sala se están descascarando y a mí me gusta arrancar los pedacitos de cal y formar figuras corno elefantes, barcos, leones. Yo quiero mucho a los animales, pero mi abuelita no. Le molesta ver las paredes sin pintura. Por eso solamente puedo romper las paredes cuando abuelita se va a pasear o a hacer los mandados, y me quedo solo con mi mamá, a quien ya no le importa ver las manchas blancas y que hasta se alegra si el elefante se parece realmente a un elefante. Cuando llega, abuelita se pone tan brava que parece que se quiere comer al mundo, pero no se come nada porque mi mamá siempre me defiende. Pobrecito, si se pasa el día solo, qué va a hacer el niño si se aburre, bastante bueno es, todo el tiempo encerrado dentro de la casa. No me dejan bajar a jugar y ya tengo ganas de que se acaben las vacaciones de diciembre y volver al colegio. El colegio también se está cayendo de viejo. Los pupitres están llenos de arañazos, nombres y dibujos, que parece que ya no cabe ni uno más. Y siempre aparece uno nuevo sobre los otros que los tapa por un tiempo, hasta que llega otro dibujo, otro nombre o una cuchilla mejor afilada. Las láminas de das paredes están tan descoloridas que apenas se sabe que ese manchón rosado fue antes una gran bandada de flamencos, y el manchón azul, un gran pez azul con la boca abierta. Aunque todos los niños sabemos de memoria que el manchón rosado son los flamencos, y el manchón azul el gran pez azul, y hablamos de ellos como de los flamencos y el pez azul, y todos saben que nos referimos a las láminas descoloridas que cuelgan en la pared izquierda del aula. En la pared derecha están las ventanas. Tres ventanas. Dos abiertas y una cerrada, porque si se abre esta ventana, le da el sol en la cara a la maestra. Las dos ventanas abiertas dan al patio del colegio, y cuando nos quedamos sin recreo, castigados por haber hablado en clase o por cualquier otra cosa, como cuando los del sexto B empezaron a cantar yinguel bel yinguel bel, ya viene Fidel, y nosotros los seguimos en la canción, y la maestra se puso nerviosa y la directora les dijo que los iba a meter presos a todos y nosotros, sin saber por qué, empezamos a gritar huelga, huelga, huelga, y nos quedamos una semana sin recreo, podíamos ver a los otros niños corretear y tirarse pelotas hechas de papel y cajetillas de cigarros vacías y cortadas en tiras. Y a uno le entra un cosquilleo en las piernas y ganas también de salir corriendo. Todos quisiéramos que esas dos ventanas estuvieran cerradas como por la que entra el sol y le da a la maestra en la cara. En la pared de enfrente están la mesa de la maestra y el pizarrón negro. En la parte de atrás hay un armario donde se guardan los pomos de goma blanca De esos que tienen la brocha dentro y se saca la brocha con la tapa y siempre está sucia de goma, y se embarran los dedos. También hay muchos papeles de colores para el trabajo manual, y las tizas, y los libros de lectura. Ese armario nunca está abierto. Las clases se terminan a las cuatro. A esa hora mamá me está esperando a la salida de la escuela y regresamos a la casa. Antes mamá me dejaba quedarme un rato más en la calle. Ahora cuando yo digo mamá déjame salir a jugar, mamá no me contesta, pero cuando pasamos por la tienda me compra el carro de bomberos que vimos la semana pasada. Y yo no sé de dónde saca el dinero, porque abuelito dice que en esta casa no hay un quilo y que todo el dinero que gastamos lo tiene que buscar él, porque dice que mi papá es un desconsiderado, un inconsciente, al haberse ido sin pensar en su hijo y su mujer, por muchos ideales que tuviese. Yo no sé lo que son esos ideales que tiene mi papá, y le pregunto a mamá si mi papá esta enfermo o algo. Pero ella apenas me oye, pues se mete debajo de la colcha para oír el radio que suena muy mal con unos silbidos y ronquidos que parece que va a explotar. Y regresamos a mi casa con el carro de bomberos, y ya no me importa tanto que mamá no me deje bajar a la calle, aunque quisiera que mis amiguitos pudieran ver cómo suena la sirena cuando lo pongo a caminar por el suelo y sobre la cabina un foco dispara unas luces como si mi carro de bomberos fuera de verdad. Y cuando veníamos de regreso con mi carro de bomberos fue que vimos al hombre. El hombre era un viejo muy viejo, y cuando lo vimos estaba sentado en uno de los bancos del parque, y miraba muy fijo una hojita del árbol que le gustaba tanto la hoja del árbol, le iba a gustar también un grillito verde que yo llevaba en una caja de fósforos y fui y le enseñé mi grillito. Y no se asustó, sino que lo cogió en la mano y me dijo que los grillitos no viven en la hierba como dice la gente por ahí, sino en cajas de fósforos agujereadas para que les entre aire y es en las cajas de fósforos donde se sienten más felices porque saben que afuera de la caja de fósforos hay un niñito que a cada rato les va a meter comida y les va a pasar el dedo sobre el lomo, y es así que se sienten contentos. Y se quedó callado el viejo y después me dijo aunque nunca se sabe porque a veces lo grillos son muy bobos y puede ser que echen de menos los lugares donde h n nacido, las hierbas movidas por el viento, cantar en el fresco de la noche, y entonces tratan de escapar o mueren de tristeza. Aunque él no sabía qué hacer, dice el viejo, si fuera un grillo. Todo eso dijo y mi mamá le dio la última peseta que le quedaba en el monedero. Cuando llegamos a mi casa mi tía no estaba. Y ya era muy tarde cuando mi tía regresó. Abuelita se levantó de la mesa y sin decir ni una palabra empezó a llorar. Entonces abuelito también dejó de comer y se sacó el cinto del pantalón y dijo que no respetan ni el día que es, y fue para el cuarto de tía. Yo nunca he visto cómo le pegan a una persona mayor, pues aunque tía es muy joven ya es una persona grande que trabaja en una oficina y sale sola a la calle y todas esas cosas. Pero así fue que abuelito se levantó de la mesa y se sacó el cinto. Tampoco yo he había caldo sobre la pierna. No sé por qué pensé que si visto nunca a abuelito tan serio como esa noche, y cuando yo estaba sentado comiendo oí los gritos de tía y los gritos de abuelito que decía una cosa muy cómica, fósforo vivo o fósforo que camina. Y yo me imaginaba un fosforito de esos que se usan para encender los cigarros con cabecita parada y dando brincos porque solamente tiene una patica. Y no sé por qué abuelito le prohíbe a tía que vuelva a andar con fósforo vivo, a lo mejor es una persona que se llama así y que a abuelito no le cae bien, porque grita mucho. Y abuelita lo manda callar y le dice que ten cuidado, y empieza a cerrar las ventanas y oigo todavía los sollozos de abuelita y también el ruido que hace cinto al caer y yo tenía ganas de pararme de la mesa agarrar a abuelito por el brazo y decirle no le pegues a tía. Qué pasa, mamá. Nada, hijito, sigue comiendo, siga comiendo. No pasa nada, tu abuelito está bravo con tía. Come, que la comida se te está enfriando. Pero yo no tenía ganas de comer y me quedé sentado tieso, esperando. Y mamá no se movía tampoco, ni comía. Hasta que después de mucho rato vino abuelito y nos miró, se pasó mano por la cara y se puso el cinto y se sentó a la mesa otra vez, y allí estuvo removiendo el arroz con el tenedor haciendo montañitas, valles, caminos, entre los frijoles pero tampoco comía. Y yo vi que tenía los ojos rojos, me dio pena por abuelito, pero también me dio pena mi tía. Y cuando estuve metido en la cama me puse pensar que cuando yo fuera una persona grande como la tía y trabajara en una oficina y un abuelito me pegara con cinto, yo guardaría todas mis cosas en una maleta y me iría de la casa a caminar por ahí, a recorrer el mundo buscando a mi papá. Y no sé por qué, pero empecé a llorar y estuve mucho rato llorando hasta que me quedé dormido. Y hoy por la mañana estaba seguro de que no iba volver a ver a mi tía, que se marcharía para siempre. Por eso fui a buscarla a su cuarto para despedirme y decidí que si ella quería yo la iba a defender. Y la estuve esperando mucho rato hasta que salió muy nerviosa y cuando fui a hablarle parecía que no había pasado nada el día anterior. Se reía mucho, me pasaba la mano por la cabeza y decía que el hombre se había ido, que el hombre se había ido, gritaba. Y yo pensé que hablaba del hombre del grillito, pero parece que era otro, alguien a quien mi tía no quería y le daba alegría que se fuese. Y yo pensé que no hay quien entienda a las personas mayores, y le pregunté si dolía mucho. Qué cosa. El cinto de abuelito, le digo, Entonces ella ríe en voz alta y me dice que un poquito nada más. Pero tú gritabas mucho. Pero yo no gritaba porque me doliera, sino porque estábamos discutiendo.

Discutiendo qué cosa. Pero en eso llegó un hombre de espejuelos que cogió a mi tía por los hombros. Y mamá dio un grito desde la cocina y vino a abrazarlo. Y yo no sé quién es este hombre sin afeitar, que me levanta por el aire. Es tu padre, dice mi tía. Es tu padre, repite. Y cuando me pone otra vez en el suelo corro al balcón y miro para la calle donde toda la gente parece estar en una fiesta. Se abrazan, corren. Algunos muchachos cogen unos hierros y le entran a batazos a los parquímetros. Todo eso se ve desde el balcón. Y cuando los parquímetros se rompen, ruedan las pesetas por la calle. Y entonces yo veo que el viejo del grillito está recogiendo las pesetas que quedaron botadas en la acera. Y yo bajo corriendo la escalera, y me pongo a ayudar al viejo a meterse las pesetas en el bolsillo y le digo que parece que La Habana no es tan grande como dicen, porque mi papá pudo regresar.

Gabriel García Márquez