El
hundimiento de la Casa Usher
Durante un día
entero de otoño, oscuro, sombrío, silencioso, en que las
nubes se cernían pesadas y opresoras en los cielos, había
yo cruzado solo, a caballo, a través de una extensión singularmente
monótona de campiña, y al final me encontré, cuando
las sombras de la noche se extendían, a la vista de la melancólica
Casa de Usher. No sé cómo sucedió; pero, a la primera
ojeada sobre el edificio, una sensación de insufrible tristeza
penetró en mi espíritu. Digo insufrible, pues aquel sentimiento
no estaba mitigado por esa emoción semiagradable, por ser poético,
con que acoge en general el ánimo hasta la severidad de las naturales
imágenes de la desolación o del terror. Contemplaba yo la
escena ante mí la simple casa, el simple paisaje característico
de la posesión, los helados muros, las ventanas parecidas a ojos
vacíos, algunos juncos alineados y unos cuantos troncos blancos
y enfermizos, con una completa depresión de alma que no puede compararse
apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese
ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a
la vida diaria, a la atroz caída del velo. Era una sensación
glacial, un abatimiento, una náusea en el corazón, una irremediable
tristeza de pensamiento que ningún estímulo de la imaginación
podía impulsar a lo sublime. ¿Qué era aquello -me
detuve a pensarlo-, qué era aquello que me desalentaba así
al contemplar la Casa de Usher? Era un misterio de todo punto insoluble;
no podía luchar contra las sombrías visiones que se amontonaban
sobre mí mientras reflexionaba en ello. Me vi forzado a recurrir
a la conclusión insatisfactoria de que existen, sin lugar a dudas,
combinaciones de objetos naturales muy simples que tienen el poder de
afectarnos de este modo, aunque el análisis de ese poder se base
sobre consideraciones en que perderíamos pie. Era posible, pensé,
que una simple diferencia en la disposición de los detalles de
la decoración, de los pormenores del cuadro, sea suficiente para
modificar, para aniquilar quizá, esa capacidad de impresión
dolorosa. Obrando conforme a esa idea, guié mi caballo hacia la
orilla escarpada de un negro y lúgubre estanque que se extendía
con tranquilo brillo ante la casa, y miré con fijeza hacia abajo
- pero con un estremecimiento más aterrador aún que antes
- las imágenes recompuestas e invertidas de los juncos grisáceos,
de los lívidos troncos y de las ventanas parecidas a ojos vacíos.
Sin embargo, en aquella mansión lóbrega me proponía
residir unas semanas. Su propietario, Roderick Usher, fue uno de mis joviales
compañeros de infancia; pero habían transcurrido muchos
años desde nuestro último encuentro. Una carta, empero,
habíame llegado recientemente a una alejada parte de la comarca
-una carta de él-, cuyo carácter de vehemente apremio no
admitía otra respuesta que mi presencia. La letra mostraba una
evidente agitación nerviosa. El autor de la carta me hablaba de
una dolencia física aguda -de un trastorno mental que le oprimía,
y de un ardiente deseo de verme, como a su mejor y en realidad su único
amigo, pensando hallar en el gozo de mi compañía algún
alivio a su mal. Era la manera como decía todas estas cosas y muchas
más, era la forma suplicante de abrirme su pecho, lo que no me
permitía vacilación, y, por tanto, obedecí desde
luego, lo que consideraba yo, pese a todo, como un requerimiento muy extraño.
Aunque de niños hubiéramos sido camaradas íntimos,
bien mirado, sabía yo muy poco de mi amigo. Su reserva fue siempre
excesiva y habitual. Sabía, no obstante, que pertenecía
a una familia muy antañona que se había distinguido desde
tiempo inmemorial por una peculiar sensibilidad de temperamento, desplegada
a través de los siglos en muchas obras de un arte elevado, y que
se manifestaba desde antiguo en actos repetidos de una generosa aunque
recatada caridad, así como por una apasionada devoción a
las dificultades, quizá más bien que a las bellezas ortodoxas
y sin esfuerzo reconocibles de la ciencia musical. Tuve también
noticia del hecho muy notable de que del tronco de la estirpe de los Usher,
por gloriosamente antiguo que fuese, no había brotado nunca, en
ninguna época, rama duradera; en otras palabras: que la familia
entera se había perpetuado siempre en línea directa, salvo
muy insignificantes y pasajeras excepciones. Semejante deficiencia pensé
- mientras revisaba en mi imaginación la perfecta concordancia
de aquellas aserciones con el carácter proverbial de la raza, y
mientras reflexionaba en la posible influencia que una de ellas podía
haber ejercido, en una larga serie de siglos, sobre la otra -, era acaso
aquella ausencia de rama colateral y de consiguiente transmisión
directa, de padre a hijo, del patrimonio del nombre, lo que había,
a la larga, identificado tan bien a los dos, uniendo el título
originario de la posesión a la arcaica y equívoca denominación
de "Casa de Usher", denominación empleada por los lugareños,
y que parecía juntar en su espíritu la familia y la casa
solariega.
Ya he dicho que el único efecto de mi experiencia un tanto pueril
-contemplar abajo el estanque- fue hacer más profunda aquella primera
impresión. No puedo dudar que la conciencia de mi acrecida superstición
-¿por qué no definirla así?- sirvió para acelerar
aquel crecimiento. Tal es, lo sabía desde larga fecha, la paradójica
ley de todos los sentimientos basados en el terror. Y aquélla fue
tal vez la única razón que hizo, cuando mis ojos desde la
imagen del estanque se alzaron hacia la casa misma, que brotase en mi
mente una extraña visión, una visión tan ridícula,
en verdad, que si hago mención de ella es para demostrar la viva
fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación
había trabajado tanto, que creía realmente que en torno
a la casa y la posesión enteras flotaba una atmósfera peculiar,
así como en las cercanías más inmediatas; una atmósfera
que no tenía afinidad con el aire del cielo, sino que emanaba de
los enfermizos árboles, de los muros grisáceos y del estanque
silencioso; un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas
discernible, de tono plomizo.
Sacudí de mi espíritu lo que no podía ser más
que un sueño, y examiné más minuciosamente el aspecto
real del edificio. Su principal característica parecía ser
la de una excesiva antigüedad. La decoloración ocasionada
por los siglos era grande. Menudos hongos se esparcían por toda
la fachada, tapizándola con la fina trama de un tejido, desde los
tejados. Por cierto que todo aquello no implicaba ningún deterioro
extraordinario. No se había desprendido ningún trozo de
la mampostería, y parecía existir una violenta contradicción
entre aquella todavía perfecta adaptación de las partes
y el estado especial de las piedras desmenuzadas. Aquello me recordaba
mucho la espaciosa integridad de esas viejas maderas labradas que han
dejado pudrir durante largos años en alguna olvidada cueva, sin
contacto con el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina
extensiva, el edificio no presentaba el menor síntoma de inestabilidad.
Acaso la mirada de un observador minucioso hubiera descubierto una grieta
apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado, de la fachada,
se abría paso, bajando en zigzag por el muro, e iba a perderse
en las tétricas aguas del estanque.
Observando estas cosas, seguí a caballo un corto terraplén
hacia la casa. Un lacayo que esperaba cogió mi caballo, y entré
por el arco gótico del vestíbulo. Un criado de furtivo andar
me condujo desde allí, en silencio, a través de muchos corredores
oscuros e intrincados, hacia el estudio de su amo. Muchas de las cosas
que encontré en mi camino contribuyeron, no sé por qué,
a exaltar esas vagas sensaciones de que he hablado antes. Los objetos
que me rodeaban -las molduras de los techos, los sombríos tapices
de las paredes, la negrura de ébano de los pisos y los fantasmagóricos
trofeos de armas que tintineaban con mis zancadas- eran cosas muy conocidas
para mí, a las que estaba acostumbrado desde mi infancia, y aunque
no vacilase en reconocerlas todas como familiares, me sorprendió
lo insólito que eran las visiones que aquellas imágenes
ordinarias despertaban en mí. En una de las escaleras me encontré
al médico de la familia. Su semblante, pensé, mostraba una
expresión mezcla de baja astucia y de perplejidad. Me saludó
con azoramiento, y pasó. El criado abrió entonces una puerta
y me condujo a presencia de su señor.
La habitación en que me hallaba era muy amplia y alta; las ventanas,
largas, estrechas y ojivales, estaban a tanta distancia del negro piso
de roble, que eran en absoluto inaccesibles desde dentro. Débiles
rayos de una luz roja abríanse paso a través de los cristales
enrejados, dejando lo bastante en claro los principales objetos de alrededor;
la mirada, empero, luchaba en vano por alcanzar los rincones lejanos de
la estancia, o los entrantes del techo abovedado y con artesones. Oscuros
tapices colgaban de las paredes. El mobiliario general era excesivo, incómodo,
antiguo y deslucido. Numerosos libros e instrumentos de música
yacían esparcidos en tomo, pero no bastaban a dar vitalidad alguna
a la escena. Sentía yo que respiraba una atmósfera penosa.
Un aire de severa, profunda e irremisible melancolía se cernía
y lo penetraba todo.
A mi entrada, Usher se levantó de un sofá sobre el cual
estaba tendido por completo, y me saludó con una calurosa viveza
que se asemejaba mucho, tal vez fue mi primer pensamiento, a una exagerada
cordialidad, al obligado esfuerzo de un hombre de mundo ennuyé
(1). Con todo, la ojeada que lancé sobre su cara me convenció
de su perfecta sinceridad. Nos sentamos, y durante unos momentos, mientras
él callaba, le miré con un sentimiento mitad de piedad y
mitad de pavor. ¡De seguro, jamás hombre alguno había
cambiado de tan terrible modo y en tan breve tiempo como Roderick Usher!
A duras penas podía yo mismo persuadirme a admitir la identidad
del que estaba frente a mí con el compañero de mis primeros
años. Aun así, el carácter de su fisonomía
había sido siempre notable. Un cutis cadavérico, unos ojos
grandes, líquidos y luminosos sobre toda comparación; unos
labios algo finos y muy pálidos, pero de una curva incomparablemente
bella; una nariz de un delicado tipo hebraico, pero de una anchura desacostumbrada
en semejante forma; una barbilla moldeada con finura, en la que la falta
de prominencia revelaba una falta de energía; el cabello, que por
su tenuidad suave parecía tela de araña; estos rasgos, unidos
a un desarrollo frontal excesivo, componían en conjunto una fisonomía
que no era fácil olvidar. Y al presente, en la simple exageración
del carácter predominante de aquellas facciones, y en la expresión
que mostraban, se notaba un cambio tal, que dudaba yo del hombre a quien
hablaba. La espectral palidez de la piel y el brillo ahora milagroso de
los ojos me sobrecogían sobre toda ponderación, y hasta
me aterraban. Además, había él dejado crecer su sedoso
cabello sin preocuparse, y como aquel tejido arácneo flotaba más
que caía en torno a la cara, no podía yo, ni haciendo un
esfuerzo, relacionar a aquella expresión arabesca con idea alguna
de simple humanidad.
Me chocó primero cierta incoherencia, una contradicción
en las maneras de mi amigo, y pronto descubrí que aquello procedía
de una serie de pequeños y fútiles esfuerzos por vencer
un azoramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa. Estaba
yo preparado para algo de ese género, no sólo por su carta,
sino por los recuerdos de ciertos rasgos de su infancia, y por las conclusiones
deducidas de su peculiar conformación física y de su temperamento.
Sus actos eran tan pronto vivos como insolentes. Su voz variaba rápidamente
de una indecisión trémula (cuando su ardor parecía
caer en completa inacción) a esa especie de concisión enérgica
a esa enunciación abrupta, pesada, lenta -una enunciación
hueca-, a ese habla gutural, plúmbea, muy bien modulada y equilibrada,
que puede observarse en el borracho perdido o en el incorregible comedor
de opio, durante los períodos de su más intensa excitación.
Así, pues, habló del objeto de mi visita, de su ardiente
deseo de verme, y de la alegría que esperaba de mí. Se extendió
bastante rato sobre lo que pensaba acerca del carácter de su dolencia.
Era, dijo, un mal constitucional, de familia, para el cual desesperaba
de encontrar un remedio; una simple afección nerviosa, añadió
acto seguido, que, sin duda, desaparecería pronto. Se manifestaba
en una multitud de sensaciones extranaturales... Algunas, mientras me
las detallaba, me interesaron y confundieron, aunque quizá los
términos y gestos de su relato influyeron bastante en ello. Sufría
él mucho de una agudeza morbosa de los sentidos; sólo toleraba
los alimentos más insípidos; podía usar no más
que prendas de cierto tejido; los aromas de todas las flores le sofocaban;
una luz, incluso débil, atormentaba sus ojos, y exclusivamente
algunos sonidos peculiares, los de los instrumentos de cuerda no le inspiraban
horror.
Vi que era el esclavo forzado de una especie de terror anómalo.
-Moriré -dijo-, debo morir de esta lamentable locura. Así,
así y no de otra manera, debo morir. Temo los acontecimientos futuros,
no en sí mismos, sino en sus consecuencias. Tiemblo al pensamiento
de cualquier cosa, del más trivial incidente que pueden actuar
sobre esta intolerable agitación de mi alma. Siento verdadera aversión
al peligro, excepto en su efecto absoluto: el terror. En tal estado de
excitación, en tal estado lamentable, presiento que antes o después
llegará un momento en que han de abandonarme a la vez la vida y
la razón, en alguna lucha con el horrendo fantasma, con el miedo.
Supe también a intervalos, por insinuaciones interrumpidas y ambiguas,
otra particularidad de su estado mental. Estaba él encadenado por
ciertas impresiones supersticiosas, relativas a la mansión donde
habitaba, de la que no se había atrevido a salir desde hacía
muchos años, relativas a una influencia cuya supuesta fuerza expresaba
en términos demasiado sombríos para ser repetidos aquí,
una influencia que algunas particularidades en la simple forma y materia
de su casa solariega habían, a costa, de un largo sufrimiento,
decía él, logrado sobre su espíritu un efecto que
lo físico de los muros y de las torres grises, y del oscuro estanque
en que todo se reflejaba, había al final creado sobre lo moral
de su existencia. Admitía él, no obstante, aunque con vacilación,
que gran parte de la especial tristeza que le afligía podía
atribuirse a un origen más natural y mucho más palpable,
a la cruel y ya antigua dolencia, a la muerte -sin duda cercana- de una
hermana tiernamente amada, su sola compañera durante largos años,
su última y única parienta en la tierra.
-Su fallecimiento -dijo él con una amargura que no podré
nunca olvidar- me dejará (a mí, el desesperanzado, el débil)
como el último de la antigua raza de los Usher.
Mientras hablaba, lady Madeline (así se llamaba) pasó por
la parte más distante de la habitación, y sin fijarse en
mi presencia, desapareció. La miré con un enorme asombro
no desprovisto de terror, y, sin embargo, me pareció imposible
darme cuenta de tales sentimientos. Una sensación de estupor me
oprimía conforme mis ojos seguían sus pasos que se alejaban.
Cuando al fin se cerró una puerta tras ella, mi mirada buscó
instintiva y ansiosamente la cara de su hermano, pero él había
hundido el rostro en sus manos, y sólo pude observar que una palidez
mayor que la habitual se había extendido sobre los descarnados
dedos, a través de los cuales goteaban abundantes lágrimas
apasionadas.
La enfermedad de lady Madeline había desconcertado largo tiempo
la ciencia de sus médicos. Una apatía constante, un agotamiento
gradual de su persona, y frecuentes, aunque pasajeros ataques de carácter
cataléptico parcial, eran el singular diagnóstico. Hasta
entonces había ella soportado con firmeza la carga de su enfermedad,
sin resignarse, por fin, a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi
llegada a la casa, sucumbió (como su hermano me dijo por la noche
con una inexpresable agitación) al poder postrador del mal, y supe
que la mirada que yo le había dirigido sería, probablemente,
la última, que no vería ya nunca más a aquella dama,
viva al menos.
En varios días consecutivos no fue mencionado su nombre ni por
Usher ni por mí, y durante ese período hice esfuerzos ardorosos
para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintamos y leímos
juntos, o si no, escuchaba yo, como un sueño, sus fogosas improvisaciones
en su elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada
vez más estrecha me admitía con mayor franqueza en las reconditeces
de su alma, percibía yo más amargamente la inutilidad de
todo esfuerzo para alegrar un espíritu cuya negrura, como una cualidad
positiva que le fuese inherente, derramaba sobre todos los objetos del
universo moral y físico una irradiación incesante de tristeza.
Conservaré siempre el recuerdo de muchas horas solemnes que pasé
solo con el dueño de la Casa de Usher. A pesar de todo, intentaría
en balde expresar el carácter exacto de los estudios o de las ocupaciones
en que me complicaba o cuyo camino me mostraba. Una idealidad ardiente,
elevada, enfermiza, arrojaba su luz sulfúrea por doquier. Sus largas
improvisaciones fúnebres resonarán siempre en mis oídos.
Entre otras cosas, recuerdo dolorosamente cierta singular perversión,
amplificada, del aria impetuosa del último vals de Weber. En cuanto
a las pinturas que incubaba su laboriosa fantasía -que llegaba,
trazo a trazo, a una vaguedad que me hacía estremecer con mayor
conmoción, pues temblaba sin saber por qué-, en cuanto a
aquellas pinturas (de imágenes tan vivas, que las tengo aún
ante mí), en vano intentaría yo extraer de ellas la más
pequeña parte que pudiese estar contenida en el ámbito de
las simples palabras escritas. Por la completa sencillez, por la desnudez
de sus dibujos, inmovilizaba y sobrecogía la atención. Si
alguna vez un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher.
Para mí, al menos, en las circunstancias que me rodeaban, de las
puras abstracciones que el hipocondríaco se ingeniaba en lanzar
sobre su lienzo, se alzaba un terror intenso, intolerable, cuya sombra
no he sentido nunca en la contemplación de los sueños, sin
duda, refulgentes, aunque demasiado concretos, de Fuseli.
Una de las concepciones fantasmagóricas de mi amigo, en que el
espíritu de abstracción no participaba con tanta rigidez,
puede ser esbozada, aunque apenas, con palabras. Era un cuadrito que representaba
el interior de una cueva o túnel intensamente largo y rectangular,
de muros bajos, lisos, blancos y sin interrupción ni adorno. Ciertos
detalles accesorios del dibujo servían para hacer comprender la
idea de que aquella excavación estaba a una profundidad excesiva
bajo la superficie de la tierra. No se veía ninguna salida a lo
largo de su vasta extensión, ni se divisaba antorcha u otra fuente
artificial de luz, y, sin embargo, una oleada de rayos intensos, rodaba
de parte a parte, bañándolo todo en un lívido e inadecuado
esplendor.
Acabo de hablar de ese estado morboso del nervio auditivo que hacía
toda música intolerable para el paciente, excepto ciertos efectos
de los instrumentos de cuerda. Eran, quizá, los límites
estrechos en los cuales se había confinado él mismo al tocar
la guitarra los que habían dado en gran parte aquel carácter
fantástico a sus interpretaciones. Pero en cuanto a la férvida
facilidad de sus impromptus, no podía uno darse cuenta así.
Tenían que ser, y lo eran, en las notas lo mismo que en las palabras
de sus fogosas fantasías (pues él las acompañaba
a menudo con improvisaciones verbales rimadas), el resultado de ese intenso
recogimiento, de esa concentración mental a los que he aludido
antes, y que se observan sólo en los momentos especiales de la
más alta excitación artificial. Recuerdo bien las palabras
de una de aquellas rapsodias. Me impresionó acaso más fuertemente
cuando él me la dio, porque bajo su sentido interior o místico
me pareció percibir por primera vez que Usher tenía plena
conciencia de su estado, que sentía cómo su sublime razón
se tambaleaba sobre su trono. Aquellos versos, titulados "El Palacio
Hechizado", eran, poco más o menos, si no al pie de la letra,
los siguientes:
I
En el más verde de nuestros valles,
habitado por los ángeles buenos,
antaño un bello y majestuoso palacio
-un radiante palacio- alzaba su frente.
En los dominios del rey Pensamiento,
¡allí se elevaba!
jamás un serafín desplegó el ala
sobre un edificio la mitad de bello.
II
Banderas amarillas, gloriosas, doradas,
sobre su remate flotaban y ondeaban
(esto, todo esto, sucedía hace mucho,
muchísimo tiempo);
y a cada suave brisa que retozaba,
en aquellos gratos días,
a lo largo de los muros pálidos y empenachados
se elevaba un aroma alado.
III
Los que vagaban por ese alegre valle,
a través de dos ventanas iluminadas, veían
espíritus moviéndose musicalmente
a los sones de un laúd bien templado,
en torno a un trono donde, sentado
(¡íporfirogénito!)
con un fausto digno de su gloria,
aparecía el señor del reino.
IV
Y refulgente de perlas y rubíes
era la puerta del bello palacio,
por la que salía a oleadas, a oleadas, a oleadas,
y centelleaba sin cesar,
una turba de Ecos cuya grata misión
era sólo cantar,
con voces de magnífica belleza,
el talento y el saber de su rey.
V
Pero seres malvados, con ropajes de luto,
asaltaron la elevada posición del monarca;
(¡ah, lloremos, pues nunca el alba
despuntará sobre él, el desolado!).
Y en torno a su mansión, la gloria
que rodeaba y florecía
es sólo una historia oscuramente recordada
de las viejas edades sepultadas.
VI
Y ahora los viajeros, en ese valle,
a través de las ventanas rojizas, ven
amplias formas moviéndose fantásticamente
en una desacorde melodía;
mientras, cual un rápido y horrible río,
a través de la pálida puerta
una horrenda turba se precipita eternamente,
riendo, mas sin sonreír nunca más.
Recuerdo muy bien que
las sugestiones. suscitadas por esta balada nos sumieron en una serie
de pensamientos en la que se manifestó una opinión de Usher
que mencionó aquí, no tanto en razón de su novedad
(pues otros hombres han pensado lo mismo)(2), sino a causa de la tenacidad
con que él la mantuvo. Esta opinión, en su forma general,
era la de la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su trastornada
imaginación la idea había asumido un carácter más
atrevido aún, e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino
inorgánico. Me faltan palabras para expresar toda la extensión
o el serio abandono de su convencimiento. Esta creencia, empero, se relacionaba
(como ya antes he sugerido) con las piedras grises de la mansión
de sus antepasados. Aquí las condiciones de la sensibilidad estaban
cumplidas, según él imaginaba, por el método de colocación
de aquellas piedras, por su disposición, así como por los
numerosos hongos que las cubrían y los árboles enfermizos
que se alzaban alrededor, pero sobre todo por la inmutabilidad de aquella
disposición y por su desdoblamiento en las quietas aguas del estanque.
La prueba -la prueba de aquella sensibilidad- estaba, decía él
(y yo le oía hablar, sobresaltado), en la gradual, pero evidente
condensación, por encima de las aguas y alrededor de los muros,
de una atmósfera que les era propia. El resultado se descubría,
añadía él, en aquella influencia muda, aunque importuna
y terrible, que desde hacía siglos había moldeado los destinos
de su familia, y que le hacía a él tal como le veía
yo ahora, tal como era. Semejantes opiniones no necesitan comentarios,
y no lo haré.
Nuestros libros -los libros que desde hacía años formaban
una parte no pequeña de la existencia espiritual del enfermo- estaban,
como puede suponerse, de estricto acuerdo con aquel carácter fantasmal.
Estudiábamos minuciosamente obras como el Vertvert et Chartreuse
de Gresset; el Belphegor de Maquiavelo; El cielo y el infierno de Swedenborg;
el viaje subterráneo de Nicolás Klimm de Holberg; la Quiromancia
de Roberto Flaud de Jean d'Indaginé y de De la Chambre; el Viaje
por el espacio azul de Tieck, y la Ciudad del Sol, de Campanella. Uno
de sus volúmenes favoritos era una pequeña edición
in octavo del Directorium Inquisitorium, por el domínico Eymeric
de Gironne; y había pasajes, en Pomponius Mela, acerca de los antiguos
sátiros africanos o egipanes, sobre los cuales Usher soñaba
durante horas enteras. Su principal delicia, con todo, la encontraba en
la lectura atenta de un raro y curioso libro gótico in quarto -el
manual de una iglesia olvidada-, las Vigiliae Mortuorum Secundum Chorum
Ecclesiae Maguntinae.
Pensaba a mi pesar en el extraño ritual de aquel libro, y en su
probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando, una noche,
habiéndome informado bruscamente de que lady Madeline ya no existía,
anunció su intención de conservar el cuerpo durante una
quincena (antes de su enterramiento final) en una de las numerosas criptas
situadas bajo los gruesos muros del edificio. La razón profana
que daba sobre aquella singular manera de proceder era de esas que no
me sentía yo con libertad para discutir. Como hermano, había
adoptado aquella resolución (me dijo él) en consideración
al carácter insólito de la enfermedad de la difunta, a cierta
curiosidad importuna e indiscreta por parte de los hombres de ciencia,
y a la alejada y expuesta situación del panteón familiar.
Confieso que, cuando recordé el siniestro semblante del hombre
con quien me había encontrado en la escalera el día de mi
llegada a la casa, no sentí deseo de oponerme a lo que consideraba
todo lo más como una precaución inocente, pero muy natural.
A ruego de Usher, le ayudé personalmente en los preparativos de
aquel entierro temporal. Pusimos el cuerpo en el féretro, y entre
los dos lo transportamos a su lugar de reposo. La cripta en la que lo
dejamos (y que estaba cerrada hacía tanto tiempo, que nuestras
antorchas, semiapagadas en aquella atmósfera sofocante, no nos
permitían ninguna investigación) era pequeña, húmeda
y no dejaba penetrar la luz; estaba situada a una gran profundidad, justo
debajo de aquella parte de la casa donde se encontraba mi dormitorio.
Había sido utilizada, al parecer, en los lejanos tiempos feudales,
como mazmorra, y en días posteriores, como depósito de pólvora
o de alguna otra materia inflamable, pues una parte del suelo y todo el
interior de una larga bóveda que cruzamos para llegar hasta allí
estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo,
estaba también protegida de igual modo. Cuando aquel inmenso peso
giraba sobre sus goznes producía un ruido singular, agudo y chirriante.
Depositamos nuestro lúgubre fardo sobre unos soportes en aquella
región de horror, apartamos un poco la tapa del féretro,
que no estaba aún atornillada, y miramos la cara del cadáver.
Un parecido chocante entre el hermano y la hermana atrajo en seguida mi
atención, y Usher, adivinando tal vez mis pensamientos, murmuró
unas palabras, por las cuales supe que la difunta y él eran gemelos,
y que habían existido siempre entre ellos unas simpatías
de naturaleza casi inexplicable. Nuestras miradas, entretanto, no permanecieron
fijas mucho tiempo sobre la muerta, pues no podíamos contemplarla
sin espanto. El mal que había llevado a la tumba a lady Madeline
en la plenitud de su juventud había dejado, como suele suceder
en las enfermedades de carácter estrictamente cataléptico,
la burla de una débil coloración sobre el seno y el rostro,
y en los labios, esa sonrisa equívoca y morosa que es tan terrible
en la muerte. Volvimos a colocar y atornillamos la tapa, y después
de haber asegurado la puerta de hierro, emprendimos de nuevo nuestro camino
hacia las habitaciones superiores de la casa, que no eran menos tristes.
Y entonces, después de un lapso de varios días de amarga
pena, tuvo lugar un cambio visible en los síntomas de la enfermedad
mental de mi amigo. Sus maneras corrientes desaparecieron. Sus ocupaciones
ordinarias eran descuidadas u olvidadas. Vagaba de estancia en estancia
con un paso precipitado, desigual y sin objeto. La palidez de su fisonomía
había adquirido, si es posible, un color más lívido;
pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo.
No oía ya aquel tono de voz áspero que tenía antes
en ocasiones, y un temblor que se hubiera dicho causado por un terror
sumo, caracterizaba de ordinario su habla. Me ocurría a veces,
en realidad, pensar que su mente, agitada sin tregua, estaba torturada
por algún secreto opresor, cuya divulgación no tenía
el valor para efectuar. Otras veces me veía yo obligado a pensar,
en suma, que se trataba de rarezas inexplicables de -la demencia, pues
le veía mirando al vacío durante largas horas en una actitud
de profunda atención, como si escuchase un ruido imaginario. No
es de extrañar que su estado me aterrase, que incluso sufriese
yo su contagio. Sentía deslizarse dentro de mí, en una gradación
lenta, pero segura, la violenta influencia de sus fantásticas,
aunque impresionantes supersticiones. Fue en especial una noche, la séptima
o la octava desde que depositamos a lady Madeline en la mazmorra, antes
de retirarnos a nuestros lechos, cuando experimenté toda la potencia
de tales sensaciones. El sueño no quería acercarse a mi
lecho, mientras pasaban y pasaban las horas. Intenté buscar un
motivo al nerviosismo que me dominaba. Me esforcé por persuadirme
de que lo que sentía era debido, en parte al menos, a la influencia
trastornadora del mobiliario opresor de la habitación, a los sombríos
tapices desgarrados que, atormentados por las ráfagas de una tormenta
que se iniciaba, vacilaban de un lado a otro sobre los muros y crujían
penosamente en torno a los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos fueron
inútiles. Un irreprimible temblor invadió poco a poco mi
ánimo, y a la larga una verdadera pesadilla vino a apoderarse por
completo de mí corazón. Respiré con violencia, hice
un esfuerzo, logré sacudirla, e incorporándome sobre las
almohadas, y clavando una ardiente mirada en la densa oscuridad de la
habitación, presté oído -no sabría decir por
qué me impulsó una fuerza instintiva- a ciertos ruidos vagos,
apagados e indefinidos que llegaban hasta mí a través de
las pausas de la tormenta. Dominado por una intensa sensación de
horror, inexplicable e insufrible, me vestí de prisa (pues sentía
que no iba a serme posible dormir en toda la noche) y procuré,
andando a grandes pasos por la habitación, salir del estado lamentable
en que estaba sumido. Apenas había dado así unas vueltas,
cuando un paso ligero por una escalera cercana atrajo mi atención.
Reconocí muy pronto que era el paso de Usher. Un instante después
llamó suavemente en mi puerta, y entró, llevando una lámpara.
Su cara era, como de costumbre, de una palidez cadavérica; pero
había, además, en sus ojos una especie de loca hilaridad,
y en todo su porte, una histeria evidentemente contenida. Su aspecto me
aterró; pero todo era preferible a la soledad que había
yo soportado tanto tiempo, y acogí su presencia como un alivio.
-¿Y usted no ha visto esto? -dijo él bruscamente, después
de permanecer algunos momentos en silencio, mirándome-. ¿No
ha visto usted esto? ¡Pues espere! Lo verá.
Mientras hablaba así, y habiendo resguardado cuidadosamente su
lámpara, se precipitó hacia una de las ventanas y la abrió
de par en par a la tormenta. La impetuosa furia de la ráfaga nos
levantó casi del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa;
pero espantosamente bella, de una rareza singular en su terror y en su
belleza. Un remolino había concentrado su fuerza en nuestra proximidad,
pues había cambios frecuentes y violentos en la dirección
del viento, y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas, que pesaban
sobré las torrecillas de la casa) no nos impedía apreciar
la viva velocidad con la cual acudían unas contra otras desde todos
los puntos, en vez de perderse a distancia. Digo que su excesiva densidad
no nos impedía percibir aquello, y aun así, no divisábamos
ni la luna ni las estrellas, ni relámpago alguno proyectaba su
resplandor. Pero las superficies inferiores de aquellas vastas masas de
agitado vapor, lo mismo que todos los objetos terrestres muy cerca alrededor
nuestro, reflejaban la claridad sobrenatural de una emanación gaseosa
que se cernía sobre la casa y la envolvía en una mortaja
luminosa y bien visible.
-¡No debe usted, no contemplará usted esto! dije, temblando,
a Usher, y le llevé con suave violencia desde la ventana a una
silla-. Esas apariciones que le trastornan son simples fenómenos
eléctricos, nada raros, o puede que tengan su horrible origen en
los fétidos miasmas del estanque. Cerremos esta ventana; el aire
es helado y peligroso para su organismo. Aquí tiene usted una de
sus novelas favoritas. Leeré, y usted escuchará: y así
pasaremos esta terrible noche, juntos.
El antiguo volumen que había yo cogido era el Mad Trist, de sir
Launcelot Canning; pero lo había llamado el libro favorito de Usher
por triste chanza, pues, en verdad, con su tosca y pobre prolijidad, poco
atractivo podía ofrecer para la elevada y espiritual idealidad
de mi amigo. Era, sin embargo, el único libro que tenía
inmediatamente a mano, y me entregué a la vaga esperanza de que
la excitación que agitaba al hipocondríaco podría
hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está
llena de anomalías semejantes) hasta en la exageración de
las locuras que iba yo a leerle. A juzgar por el gesto de predominante
y ardiente interés con que escuchaba o aparentaba escuchar las
frases de la narración, hubiese podido congratularme del éxito
de mi propósito.
Había llegado a esa parte tan conocida de la historia en que Ethelredo,
el héroe del Trist, habiendo intentado en vano penetrar pacíficamente
en la morada del ermitaño, se decide a entrar por la fuerza. Aquí,
como se recordará, dice lo siguiente la narración:
"Y Ethelredo, que era por naturaleza de valeroso corazón,
y que ahora sentíase, además, muy fuerte, gracias a la potencia
del vino que había bebido, no esperó más tiempo para
hablar con el ermitaño, quien tenía de veras el ánimo
propenso a la obstinación y a la malicia: pero, sintiendo la lluvia
sobre sus hombros y temiendo el desencadenamiento de la tempestad, levantó
su maza, y con unos golpes abrió pronto un camino, a través
de las tablas de la puerta, a su mano enguantada de hierro; y entonces,
tirando con ella vigorosamente hacia sí, hizo crujir, hundirse
y saltar todo en pedazos, de tal modo, que el ruido de la madera seca
y sonando a hueco repercutió de una parte a otra de la selva."
Al final de esta frase me estremecí e hice una pausa, pues me había
parecido (aunque pensé en seguida que mi exaltada imaginación
me engañaba) que de una parte muy alejada de la mansión
llegaba confuso a mis oídos un ruido que se hubiera dicho, a causa
de su exacta semejanza de tono, el eco (pero sofocado y sordo, ciertamente)
de aquel ruido real de crujido y de arrancamiento descrito con tanto detalle
por sir Launcelot. Era, sin duda, la única coincidencia lo que
había atraído tan sólo mi atención, pues entre
el golpeteo de las hojas de las ventanas y los ruidos mezclados de la
tempestad creciente, el sonido en sí mismo no tenía, de
seguro, nada que pudiera intrigarme o turbarme. Continué la narración:
"Pero el buen campeón Ethelredo, franqueando entonces la puerta,
se sintió dolorosamente furioso y asombrado al no percibir rastro
alguno del malicioso ermitaño, sino, en su lugar, un dragón
de una apariencia fenomenal y escamosa, con una lengua de fuego, y que
estaba de centinela ante un palacio de oro, con el suelo de plata, y sobre
el muro aparecía colgado un escudo brillante de bronce, con esta
leyenda encima:
El que entre aquí, vencedor será; el que mate al dragón,
el escudo ganará.
Y Ethelredo levantó su maza y golpeó sobre la cabeza del
dragón, que cayó ante él y exhaló su aliento
pestilente con un ruido tan horrendo, áspero y penetrante a la
vez, que Ethelredo tuvo que taparse los oídos con las manos para
resistir del terrible estruendo como no lo había él oído
nunca antes."
Aquí hice de súbito una nueva pausa, y ahora con una sensación
de violento asombro, pues no cabía duda de que había yo
oído esta vez (érame imposible decir de qué dirección
venía) un ruido débil y como lejano, pero áspero,
prolongado, singularmente agudo y chirriante, la contrapartida exacta
del grito sobrenatural del dragón descrito por el novelista y tal
cual mi imaginación se lo había ya figurado.
Oprimido como lo estaba, sin duda, por aquella segunda y muy extraordinaria
coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, entre las cuales predominaban
un asombro y un terror extremos, conservé, empero, la suficiente
presencia de ánimo para tener cuidado de no excitar con una observación
cualquiera la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No estaba
seguro en absoluto de que él hubiera notado los ruidos en cuestión,
siquiera, a no dudar, una extraña alteración habíase
manifestado, desde hacía unos minutos, en su actitud. De su posición
primera enfrente de mí había él hecho girar gradualmente
su silla de modo a encontrarse sentado con la cara vuelta hacia la puerta
de la habitación; así, sólo podía yo ver parte
de sus rasgos, aunque noté que sus labios temblaban como si dejasen
escapar un murmullo inaudible. Su cabeza estaba caída sobre su
pecho, y, no obstante, yo sabía que no estaba dormido, pues el
ojo que entreveía de perfil permanecía abierto y fijo. Además,
el movimiento de su cuerpo contradecía también aquella idea,
pues se balanceaba con suave, pero constante y uniforme oscilación.
Noté, desde luego, todo eso, y reanudé el relato de sir
Launcelot, que continuaba así:
"Y ahora el campeón, habiendo escapado de la terrible furia
del dragón, y recordando el escudo de bronce, y que el encantamiento
que sobre él pesaba estaba roto, apartó la masa muerta de
delante de su camino y avanzó valientemente por el suelo de plata
del castillo hacia el sitio del muro de donde colgaba el escudo; el cual,
en verdad, no esperó a que estuviese él muy cerca, sino
que cayó a sus pies sobre el pavimento de plata, con un pesado
y terrible ruido."
Apenas habían pasado entre mis labios estas últimas sílabas,
y como si en realidad hubiera caído en aquel momento un escudo
de bronce pesadamente sobre un suelo de plata, oí el eco claro,
profundo, metálico, resonante, si bien sordo en apariencia. Excitado
a más no poder, salté sobre mis pies, en tanto que Usher
no había interrumpido su balanceo acompasado. Sus ojos estaban
fijos ante sí, y toda su fisonomía, contraída por
una pétrea rigidez. Pero cuando puse la mano sobre su hombro, un
fuerte estremecimiento recorrió todo su ser, una débil sonrisa
tembló sobre sus labios, y vi que hablaba con un murmullo apagado,
rápido y balbuciente, como si no se diera cuenta de mi presencia.
Inclinándome sobre él, absorbí al fin el horrendo
significado de sus palabras.
-¿No oye usted? Sí, yo oigo, y he oído. Durante mucho,
mucho tiempo, muchos minutos, muchas horas, muchos días, he oído,
pero no me atrevía. ¡Oh, piedad para mí, mísero
desdichado que soy!
¡No me atrevía, no me atrevía a hablar! ¡La
hemos metido viva en la tumba! ¿No le he dicho que mis sentidos
están agudizados? Le digo ahora que he oído sus primeros
débiles movimientos dentro del ataúd. Los he oído
hace muchos, muchos días, y, sin embargo, ¡no me atrevía
a hablar! Y 'ahora, esta noche, Ethelredo, ¡¡a, ¡a!
¡La puerta del ermitaño rota, el grito de muerte del dragón
y el estruendo del escudo, diga usted mejor el arrancamiento de su féretro,
y el chirrido de los goznes de hierro de su prisión, y su lucha
dentro de la bóveda de cobre! ¡Oh! ¿Adónde
huir? ¿No estará ella aquí en seguida? ¿No
va a aparecer para reprocharme mi precipitación? ¿No he
oído su paso en la escalera? ¿No percibo el pesado y horrible
latir de su corazón? ¡Insensato! -y en ese momento se alzó
furiosamente de puntillas y aulló sus sílabas como si en
aquel esfuerzo exhalase su alma-: Insensato. ¡Le digo a usted que
ella está ahora detrás de la puerta!
En el mismo instante, como si la energía sobrehumana de sus palabras
hubiese adquirido la potencia de un hechizo, las grandes y antiguas hojas
que él señalaba entreabrieron pausadamente sus pesadas mandíbulas
de ébano. Era aquello obra de una furiosa ráfaga, pero en
el marco de aquella puerta estaba entonces la alta y amortajada figura
de lady Madeline de Usher. Había sangre sobre su blanco ropaje,
y toda su demacrada persona mostraba las señales evidentes de una
enconada lucha. Durante un momento permaneció trémula y
vacilante sobre el umbral; luego, con un grito apagado y quejumbroso,
cayó a plomo hacia adelante sobre su hermano, y en su violenta
y ahora definitiva agonía le arrastró al suelo, ya cadáver
y víctima de sus terrores anticipados.
Huí de aquella habitación y de aquella mansión, horrorizado.
La tempestad se desencadenaba aún en toda su furia cuando franqueé
la vieja calzada. De pronto una luz intensa se proyectó sobre el
camino y me volví para ver de dónde podía brotar
claridad tan singular, pues sólo tenía a mi espalda la vasta
mansión y sus sombras. La irradiación provenía de
la luna llena, que se ponía entre un rojo de sangre, y que ahora
brillaba con viveza a través de aquella grieta antes apenas visible,
y que, como ya he dicho al principio, se extendía zigzagueando,
desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la examinaba, aquella
grieta se ensanchó con rapidez; hubo de nuevo una impetuosa ráfaga,
un remolino; el disco entero del satélite estalló de repente,
ante mi vista; mi cerebro se alteró cuando vi los pesados muros
desplomarse, partidos en dos; resonó un largo y tumultuoso estruendo,
como la voz de mil cataratas, y el estanque profundo y fétido,
situado a mis pies, se cerró tétrica y silenciosamente sobre
los restos de la Casa de Usher.
1. Hastiado. En francés
en el original
2. Watson, Percival, Spallanzani, y en particular el obispo de Landaff.
Véase Chemical Essays, volumen V. (Nota de E. A Poe)
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