Rayuela, capítulo 54
Desde la ventana de su cuarto en el segundo piso Oliveira veía el patio con la fuente, el chorrito de agua, la rayuela del 8, los tres árboles que daban sombra al cantero de malvones y césped, y la altísima tapia que le ocultaba las casas de la calle. El 8 jugaba casi toda la tarde a la rayuela, era imbatible, el 4 y la 19 hubieran querido arrebatarle el Cielo pero era inútil, el pie del 8 era un arma de precisión, un tiro por cuadro, el tejo se situaba siempre en la posición más favorable, era extraordinario. Por la noche la rayuela tenía como una débil fosforescencia y a Oliveira le gustaba mirarla desde la ventana. En la cama, cediendo a los efectos de un centímetro cúbico de hipnosal, el 8 se estaría durmiendo como las cigüeñas, parado mentalmente en una sola pierna, impulsando el tejo con golpes secos e infalibles, a la conquista de un cielo que parecía desencantarlo apenas ganado. «Sos de un romanticismo inaguantable» se pensaba Oliveira, cebando mate. «¿Para cuándo el piyama rosa?» Tenía sobre la mesa una cartita de Gekrepten inconsolable, de modo que no te dejan salir más que los sábado, pero esto no va a ser una vida, querido, yo no me resigno a estar sola tanto tiempo, si vieras nuestra piecita. Apoyando el mate en el antepecho de la ventana, Oliveira sacó una Birome del bolsillo y contestó la carta. Primero, había teléfono (seguía el número), segundo, estaban muy ocupados, pero la reorganización no llevaría más de dos semanas y entonces podrían verse por lo menos los miércoles, sábados y domingos. Tercero, se le estaba acabando la yerba. «Escribo como si me hubieran encerrado», pensó echando una firma. Eran casi las once, pronto le tocaría relevar a Traveler que hacia guardia en el tercer piso. Cebando otro mate, releyó la carta y pegó el sobre. Prefería escribir, al teléfono era un instrumento confuso en manos de Gekrepten, no entendía nada de lo que se le explicaba.
En el pabellón de la izquierda se apagó la luz de la farmacia. Talita salió al patio, cerró con llave (se la veía muy bien a la luz del cielo estrellado y caliente) y se acercó indecisa a la fuente. Oliveira le silbó bajito, pero Talita siguió mirando el chorro de agua, y hasta acercó un dedo experimental y lo mantuvo un momento en el agua. Después cruzó el patio, pisoteando sin orden la rayuela, y desapareció debajo de la ventana de Oliveira. Todo había sido un poco como en las pinturas de Leonora Carrington, la noche con Talita y la rayuela, un entrecruzamiento de líneas ignorándose, un chorrito de agua en una fuente. Cuando la figura de rosa salió de alguna parte y se acercó lentamente a la rayuela, sin atreverse a pisarla, Oliveira comprendió que todo volvía al orden, que necesariamente la figura de rosa elegiría una piedra plana de las muchas que el 8 amontonaba al borde del cantero, y que la Maga, porque era la Maga, doblaría la pierna izquierda y con la punta del zapato proyectaría el tejo a la primera casilla de la rayuela. Desde lo alto veía el pelo de la Maga, la curva de los hombros y cómo levantaba a medias los brazos para mantener el equilibrio, mientras con pequeños saltos entraba en la primera casilla, impulsaba el tejo hasta la segunda (y Oliveira tembló un poco porque el tejo había estado a punto de salirse de la rayuela, una irregularidad de las baldosas lo detuvo exactamente en el límite de la segunda casilla), entraba livianamente y se quedaba un segundo inmóvil, como un flamenco rosa en la penumbra, antes de acercar poco a poco el pie al tejo, calculando la distancia para hacerlo pasar a la tercera casilla.
Talita alzó la cabeza y vio a Oliveira en la ventana. Tardó en reconocerlo, y entretanto se balanceaba en una pierna, como sosteniéndose en el aire con las manos. Mirándola con un desencanto irónico, Oliveira reconoció su error, vio que el rosa no era rosa, que Talita llevaba una blusa de un gris ceniciento y una pollera probablemente blanca. Todo se (por así decirlo) explicaba: Talita había entrado y vuelto a salir, atraída por la rayuela, y esa ruptura de un segundo entre el pasaje y la reaparición había bastado para engañarlo como aquella otra noche en la proa del barco, como a lo mejor tantas otras noches. Contesto apenas al ademán de Talita, que ahora bajaba la cabeza concentrándose, calculaba, y el tejo salía con fuerza de la segunda casilla y entraba en la tercera, enderezándose, echando a rodar de perfil, saliéndose de la rayuela, una o dos baldosas fuera de la rayuela
Cortázar, Julio; Rayuela; Ed. Punto de Lectura; México, D.F., 2011 ; pp728
Capítulo 54, pág. 416-418
Julio
Cortázar
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