La
Buena Compañía. Cuento de Inquieta Compañía
A Enrique Creel de la Barra, For old time's sake
1
Antes de morir, la madre de Alejandro de la Guardia le advirtió dos cosas.
La primera, que el padre del muchacho, Sebastián de la Guardia, no había
dejado más herencia que este apartamento délabré en la Rue de Lille. Era
algo. Pero no bastaba para vivir. Podía seguir alquilándolo. Ser rentista
era vieja ocupación de la familia. Nada grave u ofensivo en ello.
El problema era las tías. Las hermanas de la mamá de Alejandro. Losabuelos
De la Guardia habían huido de México a los primeros estallidos de la Revolución,
confiados en que expropiadas sus haciendas pulqueras por la reforma agraria
zapatista, de todos modos vivirían bienen Europa gracias a sus oportunas
inversiones allí. Propiedades inmobiliarias, valores financieros, objetos...
Cosas.
-Tu padre era un botarate. Fue uno de esos niños aristócratas que se asimilaron
a Francia aunque nunca perdieron el temor de ser vistos como metecos,
extranjeros indeseables en el fondo, sólo aceptados porque tenían -y gastaban-
dinero.
La ruina empezó con el abuelo, decidido a que los europeos lo aceptaran
si ofrecía grandes saraos, extravagantes fiestas de disfraces, noches
de ballet ruso, vacaciones en yate... Disipó la mitad de la fortuna pulquera
en veinte años locos y alegres.
El padre de Alejandro se encargó de tirar al aire la otra mitad. Llegó
un momento en que sólo tenía un montoncito de centenarios de oro. La señora
De la Guardia, madre de Alejandro, veía con resignación cómo el altero
de monedas, cual fichas de casino en manos de un croupier deshonesto,
iba disminuyendo.
-El día que se acabaron las monedas, tu padre ambuló desesperado por las
calles. Lo encontraron muerto en la mañana. Al menos, tuvo esa decencia...
Doña Lucía Escandón de De la Guardia puso en arrendamiento la casa de
la Rue de Lille, vecina al Palacio de Beauharnais, y encontró una mansarda
de tres piezas detrás de la Place St. Sulpice. Dio cursos decocina exótica
y crió a Alejandro, huérfano de padre a los nueve años de edad. Ahora,
agotada, ensimismada, casi siempre silente como si la tristeza le hubiese
secuestrado las palabras, doña Lucía recibió el aviso mortal -un mes,
dos a lo sumo- y decidió hablar para decírselo y dar instrucciones finales
a su hijo Alejandro, producto casi heroico del sacrificio materno, aprobado
con lauros en el implacable examen de bachillerato, impedido de seguir
una carrera, empleado secundario de la Oficina de Turismo del gobierno
mexicano, dueño de un castellano perfecto que su disciplinada madre le
había enseñado con rigor -"la letra con sangre entra"-, resignada de tiempo
atrás a adaptarse y trabajar con los representantes de la Revolución aunque
negándoles trato social y menos, íntimo.
Fue su segunda advertencia.
-En México viven tus viejas tías, mis hermanas mayores. Ellas se las arreglaron
para salvar propiedades, tener divisas en bancos norteamericanos y, me
sospecho, esconder joyas en su casa. Siempre vieron con irritación y desprecio
los despilfarros de tu padre. Jamás me ayudaron. "¿Para qué te casaste
con ese manirroto?", me recriminaron. La señora suspiró como si contara
las gotas de aire que le quedaban en los pulmones condenados.
-¿Qué me propones, madre? ¿Qué viaje a México y seduzca a las tías para
que me hereden?
-Exactamente. No tienen a nadie más en la vida. Se quedaron a vestir santos.
Engráciate con ellas.
Doña Lucía hizo una pausa en la que no se distinguía la necesidad de reposo
de la atención instructiva. -Son unas solteronas rencorosas.
-¿Cómo se llaman?
-María Serena y María Zenaida. No te dejes engañar por los nombres, hijo.
Zenaida es la buena y Serena la mala.
-Quizás con el tiempo han cambiado, mamá.
-Sería un milagro. Las recuerdo de niña. Me torturaban, me ataban de pies
y manos, me acercaban cerillos encendidos a los pies desnudos, me encerraban
en el clóset...
Alejandro sonrió.
-Quizás la edad las ha pacificado.
-Árbol que crece torcido -murmuró doña Lucila. Alejandro volvió a sonreír.
Una sonrisa "moderna", natural en él, ajeno a los agravios propios del
Nuevo Mundo.
-Trataré de caerles bien a las dos.
-Inténtalo, Alejandro. Con la renta de la casa y el sueldito de la oficina,
nunca pasarás de perico perro...
Ella le acarició la mejilla. -Mon petit choux. Te voy a extrañar.
Alejandro sonrió aunque estas fueron las últimas palabras de su madre.
2
Es que él era un hombre joven y simpático. Se lo decía la gente. Se lo
decía el espejo. Cabellera cobriza y rizada. Tez canela. Nariz recta.
Ojos amarillentos. Boca inquieta. Mentón sereno. 1.79 de estatura. Setenta
kilos de peso. Un guardarropa reducido pero selecto. Manos de pianista,
le decían. Dedos largos pero no ávidos. Novias de ocasión. Más invitado
que disparador. El primo de América, sí. El meteco aceptado con una cordial
sonrisa de patronazgo.
Muerta doña Lucila, Alex pensó que nada lo detenía en Francia. El empleo
le disgustaba, la renta de la Rue de Lille era modesta, las novias, pasajeras
sentimentales... México, las tías, la fortuna. Ese era el horizonte que
le excitaba.
Escribió a las tías. Había muerto doña Lucila. Era lo único que lo retenía
en Francia. Quería, después de tantos años de destierro hereditario, regresar
a México. ¿Podía vivir con ellas mientras se ubicaba?
Incluyó en la carta una fotografía de cuerpo entero, para que no hubiera
sorpresas. Recibió dos cartas por separado. Una de María Serena Escandón
y otra de María Zenaida del mismo apellido. Pero ambas lo recibirían con
gusto. Ambas cartas eran idénticas. "Querido sobrino. Te esperamos con
gusto."
¿Por qué no firmaban las dos la misma y única carta? ¿Por qué dos cartas?
Alejandro decidió no perturbarse por este misterio. Ni por otro cualquiera
que lo esperase. Las tías eran dos ancianas excéntricas. Alex decidió
inmunizarse de antemano ante cualquier capricho de las señoritas.
En el aeropuerto lo esperaba un taxista portando un letrero con el nombre
"Escandón".
-¿Es usted? Me dijeron por teléfono que viniera a recibirlo.
El taxi del aeropuerto lo dejó frente a una vieja casa de la Ribera de
San Cosme. Acostumbrado a la perfecta simetría del trazo parisino, el
caos urbano del Distrito Federal lo confundió primero, lo disgustó enseguida,
lo fascinó al cabo. México le pareció una ciudad sin rumbo, entregada
a su propia velocidad, perdidos los frenos, dispuesta a hacerle la competencia
al infinito mismo, llenando todos los espacios vacíos con lo que fuese,
bardas, chozas, rascacielos, techos de lámina, paredes de cartón, basureros
pródigos, callejuelas escuálidas, anuncio tras anuncio tras anuncio...
Las puntuaciones de la belleza -una iglesia barroca aquí, un palacio de
tezontle allá, algún jardín entrevisto- daban cuenta de la profundidad,
opuesta a la extensión, de la Ciudad de México. Esta era también -Alejandro
de la Guardia lo sabía gracias a su hermosa, inolvidable madre- una urbe
de capas superpuestas, ciudad azteca, virreinal, neoclásica, moderna...
Por todo ello dio gracias de que la casa donde lo depositó el taxi fuese
antigua. Indefinidamente antigua. Dos pisos y una fachada de piedra gris,
elegante, descuidada -elegantemente descuidada, se dijo Alex- en la que
faltaba una que otra loseta, el todo coronado por una azotea plana ya
que los techos, se dio cuenta, no existían, en el sentido europeo, en
la Ciudad de México. Lo vio desde el aire. Azoteas y más azoteas sin relieve,
muchos tinacos de agua, ningún techo inclinado, ninguna mansarda, ni siquiera
las tejas coloradas del lugar común hollywoodense...
Una casa de piedra gris, severa. Tres escalones para llegar a una puerta
de fierro negro. Dos ventanas enrejadas a los lados de la puerta. Y dos
rostros asomados entre las cortinas de cada una de las ventanas. Alejandro
tomó las maletas. El taxista le advirtió:
-Me dejaron dicho que por favor entrara por la puerta de atrás.
-¿Por qué?
El taxista se encogió de hombros y partió. María Serena y María Zenaida.
Nunca vio fotografías actualizadas de las dos hermanas de su madre. Sólo
fotos de niñas. No podía saber, en consecuencia, cuál de las dos era la
señora vieja, bajita y regordeta que le abrió la puerta trasera.
-Tía -dijo Alex.
-¡Alejandro!
-exclamó la señora-. ¡Cómo no te iba a reconocer! ¡Si eres el vivo retrato
de tu madre! ¡Jesús me ampare! ¡Benditos los ojos! Alex se inclinó a darle
a la mujer un beso en la mejilla coquetamente coloreada. Ella le murmuró
al oído como si se tratara de un secreto:
-Soy tu tía Zenaida.
Su pelo era completamente blanco, pero la piel permanecía fresca y perfumada.
En verdad, olía a jabón de rosas. Usaba un vestido floreado, con cuello
blanco de piqué, como de colegiala. Falda larga hasta los tobillos. Zapatos
blancos con tacón bajo, como si temiese caerse de algo más elevado. Y
lucía tobilleras, blancas también, como de colegiala.
-Entra, entra, muchacho -le dijo con risa cantarina al joven-. Estás en
tu casa. ¿Quieres descansar? ¿Prefieres ir a tu recámara? ¿Te preparo
un chocolatito? La señorita hizo un gesto de invitación. Estaban en la
cocina.
-Gracias, tía. El viaje desde París es pesado. Quizás puedo descansar
un rato. Conocer a la tía María Serena. Quisiera invitarlas a cenar fuera...
Alejandro prodigaba sus sonrisas.
La tía iba perdiendo las suyas.
-Nunca salimos de la casa.
-¡Ah! Entonces saludaré a su hermana y luego...
-No nos hablamos -dijo María Zenaida con facciones de inminente puchero.
-Entonces...
-Alex extendió las manos, resignado.
-Nos dividimos la sala -dijo cabizbaja la tía María Zenaida-. Ella recibe
de noche. Yo de día. Déjame mostrarte tu recámara. Volvió a sonreír.
-¡Niño de mis amores! Siéntete en tu casa. ¡Jesús nos guarde!
3
La habitación que le reservaron en la parte trasera de la planta baja
daba a ese parquecillo público descuidado donde algunos niños de nueve
a trece años jugaban fútbol. Más allá divisó el paso de un tren y escuchó
el largo pitido de la locomotora.
Echó un vistazo a la recámara. Lujosa no era. La cama era más bien un
catre. Las paredes estaban desnudas, con excepción de un viejo calendario
con fecha de quince años atrás y la reproducción de los volcanes, Popocatépetl
e Iztaccíhuatl, encarnados en una mujer dormida y un guerrero que la vigila.
La silla era de asiento de madera y formaba un todo con el pupitre escolar
que Alex abrió para encontrarlo vacío.
El baño adyacente tenía lo indispensable, tina, retrete, lavabo, espejo...
En la recámara, una cortina se corría para revelar un improvisado clóset
de donde colgaban media docena de ganchos de alambre.
Alex hubiese querido deshacer cuanto antes su maleta. El cansancio lo
venció.
Eran las seis de la tarde y cayó rendido en el catre. No sabía dormir
en los aviones y jamás había hecho un viaje tan largo como este, trasatlántico.
Despertó alarmado dos horas más tarde. Acudió al bañito contiguo a la
recámara, se echó agua en la cara, se peinó, se ajustó la corbata y se
puso el saco.
Salió a saludar a la tía María Serena, consciente de que ella recibía
a esta hora.
La señora estaba rígidamente sentada en el centro de un sofá igualmente
tieso que ocupaba como si fuese un trono. La sala era iluminada por velas.
La tía lo esperaba -esa impresión le dio- inmóvil, apoyando ambas manos
sobre la cabeza de marfil -era un lobo- de su bastón. Vestida toda de
negro, con una falda tan larga como la de su hermana María Zenaida, que
le cubría hasta las puntas los botines negros. Usaba una blusa de olanes
negros también, un camafeo como único adorno sobre el pecho y un sofocante
negro alrededor del cuello.
El rostro blanco rechazaba cualquier maquillaje: el ceño entero lo decía
a voces, las frivolidades no son para mí. Sin embargo, usaba una peluca
color caoba, sin una sola cana y mal acomodada a su cabeza. Su única coquetería
-pensó Alex reprimiendo la sonrisa- eran unos anticuados pince-nez -quevedos
en castellano, tradujo, obedeciendo a su madre muerta, Alejandro-, esos
lentes sin aro plantados con desafío sobre el caballete de la nariz. Alejandro,
abonado a la Cinemateca Francesa de la Rue d'Ulm, los asoció con los lentes
rotos y sangrantes de la mujer herida en los escalones de Odessa del Acorazado
Potemkin...
-Buenas noches, tía.
Ella no contestó. Sólo movió imperialmente una mano indicando el asiento
apropiado a Alex.
-Voy al grano, sobrino, como es mi costumbre. Nos distanció de tu madre
su errada decisión de casarse con un manirroto como tu padre. Cuando la
Providencia te da los bienes de su cornucopia afrentas a Dios dilapidándolos.
Sufrimos por tu madre, déjame decirte. Nos dio gusto saber que venías
a vernos.
-El gusto es todo mío, tía Serena.
-Desconozco tus proyectos...
-Quiero trabajar, quiero...
-No te apresures. Toma tu tiempo. Estás en tu casa.
-Gracias.
-Pero observa nuestras reglas. Te soy franca. Mi hermana y yo no nos llevamos
bien. Caracteres demasiado opuestos. Horarios distintos. Entiende y respeta.
-Pierda usted cuidado.
-Segunda regla. Nunca entres o salgas por la puerta principal. Usa sólo
la puerta trasera al lado de tu recámara, sobre el jardincillo público.
Sal de la cocina al jardín.
-Sí, ya lo noté.
-Que nadie te vea entrar o salir.
-¿Horarios de comida? -dijo Alex para cambiar un tema que le resultaba
enojoso.
-Comida a las dos. Tú y mi hermana. Merienda a las ocho. Tú y yo.
-¿Y el desayuno? Digo, no se preocupe. Estoy acostumbrado a hacérmelo
yo mismo.
-Tú no te preocupes, niño -ella sonrió por vez primera-. Panchita viene
a las seis de la mañana a hacer el aseo y preparar las comidas. Te advierto.
Es sordomuda.
Me miró, realmente, con cuatro ojos, como si los lentes tuvieran vida
aparte de la mirada miope. Se levantó.
-Y ahora vamos a cenar tú y yo. Cuéntamelo todo.
Era una cena fría dispuesta en la mesa de un comedor sombrío iluminado,
como la sala, sólo por candelabros. La tía iba a servirse las carnes -jamón,
rosbif, pechugas de pollo- cuando Alex se le adelantó y le sirvió el plato.
-Vaya con el caballerito -volvió a sonreír María Serena-. Y ahora, cuéntame
tu vida.
4
Alex durmió profundamente y se levantó temprano. Se aseó y fue a la cocina.
Panchita ya tenía hervido el café de olla y listo un plato de pan dulce.
Alex la saludó con una inclinación de la cabeza. Panchita no le respondió.
Era una india seca, de edad indeterminada, con el pelo resueltamente negro,
jalado hasta formar un chongo en la nuca. Alex sorprendió una sonrisa
cuando la sirvienta se acercó a calentar tortillas en un viejo brasero.
Panchita no tenía dientes y quizás por eso y por ser muda mantenía la
boca cerrada. Era baja, igual que sus patronas, pero enteca, correosa.
Alex la miró con ojos sonrientes. Ella le contestó con una mirada de tristeza
y resignación. Se lavó las manos. Se quitó el delantal. Se cruzó el pecho
con el rebozo. Abrió la puerta trasera. Se volteó y miró al hombre joven
con una insondable cara de alarma y advertencia. Salió. Alex se quedó
bebiendo el café y mirando hacia el parque público donde los niños jugaban
fútbol.
De las tías, ni señas. Alex salió al parque, dio la vuelta a la casa y
encontró la calle principal, la Ribera de San Cosme.
Notó un gran abandono. Ya no había casas viejas, como la de las tías.
Lo llamativo era que los edificios que podían suponerse "modernos" mostraban
ventanas sin vidrios o con vidrios rotos, paredes cuarteadas, puertas
obstruidas por bolsas negras llenas de basura, puertas que invitaban a
penetrar largos patios flanqueados por dos pisos de habitaciones. Entró
a una de ellas. Las mujeres recargadas en los pasillos con barandales
de fierro lo miraron con indiferencia. O quizás no lo miraron.
Otra vez afuera, comenzó a distinguir el ajetreo citadino, el paso de
transeúntes y de automóviles, los comercios baratos -ferreterías, lencerías,
misceláneas, dulcerías, tiendas perfumadas de queso y leche. Gente ocupada.
Nadie volteaba a verlo. Intentó saludar.
-Buenos días.
Nadie le respondió. Miradas esquivas.
Regresó a la casa por la parte indicada. La puerta trasera.
María Zenaida estaba en la cocina, preparando el almuerzo.
-Niño de mis ojos -le plantó un beso en la frente-. ¿Qué vas a hacer hoy?
-Bueno -caviló Alejandro-. No conozco la ciudad. Quizás empiece por hacer
turismo.
Sonrió. Ella no le devolvió la sonrisa.
-La ciudad se ha vuelto muy peligrosa, Alejandro. No camines. Puede pasarte
alguna desgracia.
-Tomaré un autobús. Un taxi. -Te pueden secuestrar -Zenaida cortaba minuciosamente
los tomates, las cebollas, las zanahorias en una tablita.
Rió. -Nadie pagaría el rescate.
-Eres muy distinguido. Bien vestido. Guapo. Pareces riquillo.
-¿Quiere usted que me ponga jeans y una sudadera para disimular?
-Seguirías siendo bello. De raza le viene al galgo.
-No exagere, tía.
-Deseable -dijo con los ojos llenos de lágrimas.
-¿Me deja ayudarla? Las cebollas...
-Ya sé -sonrió la tía y negó con la cabeza.
Alex esperó sin nada que hacer, recostado en la cama, hasta las dos de
la tarde, cuando bajó a comer con la tía María Zenaida.
Esta vez, el plato único estaba servido. Una sopa de verduras abundante.
-Alex. Cuando termines de comer, sal a darte una vuelta.
-Ya salí en la mañana. No vi nada de interés, tía. Además, usted misma
me advirtió que...
-No me hagas caso. Soy una vieja collona.
-Bueno, con mucho gusto me daré una vuelta.
-¿Sabes? -la tía levantó la mirada del plato-.
Los vecinos creen que nadie vive aquí. Como nosotras nunca salimos...
-Querida tía. Yo soy su huésped -dijo Alex cortésmente-. Dispongan de
mí. Usted y su hermana.
-Ay chiquilín, no sabes lo que dices...
-¿Perdón?
-Muéstrate en la calle. Que crean que alguien... que nosotras... seguimos
vivas...
Alex hizo cara de sorpresa.
-Siguen, tía? ¿Alguien cree que están muertas?
-Perdón, Alejandro. Quise decir, que estamos vivas...
-No la entiendo. ¿Quiere que salga para que la gente crea que usted y
su hermana están -o siguen-vivas?
-Sí.
-Entonces, ¿por qué me obligan a salir por la puerta de la cocina? Así,
nadie se va a enterar...
Zenaida bajó la cabeza y se soltó llorando.
-Todo esto me confunde terriblemente -sollozó-. Serena es más inteligente
que yo. Que te lo explique ella. Se levantó intempestivamente y se fue
dando saltitos, como una conejita.
Alex leyó toda la tarde. Este inesperado arribo a un país y a una casa
nuevos y sin exigencias inmediatas de trabajo era oportunidad delectable
para leer y él traía consigo, como un cordón umbilical que lo ligaba a
París, las Confesiones de un hijo del siglo de Alfred de Musset.
La educación francesa le permitía, gracias a Musset, entrar a una época
romántica, postnapoleónica, que Alejandro de la Guardia, en secreto, hubiese
querido vivir. Fantasiosamente se imaginaba vestido, peinado, ajuareado
como un dandy de la época. Leía: Quand la passion emporte l'homme,
la raison le suit en pleurant et en l'avertissant du danger: mais des
que l'homme s'est arrété... la passion lui crie: "Et moi, je vais donc
mourir?"
Esa excitación pasional ya no existía en Francia. Seguramente, en México
tampoco. Alejandro de la Guardia reiteró su única certidumbre juvenil:
la resignación.
Sí, en Musset se encontraba la mejor recreación de una época. Pero Alex
también traía, para alternar lecturas -era costumbre suya- una edición
de bolsillo de La vérite sur Bébé Donge de Simenon. Musset le daba
el pecho a su tiempo, para el amor y para la guerra. Simenon miraba por
una cerradura al suyo. Alex se sintió un poco hijo de ambos.
Salió a las ocho a cenar con la tía Serena. Es decir, pasó de la recámara
junto a la cocina al comedor donde lo esperaba ya, sentada a la cabecera,
la vieja tía. Le sirvió a Alejandro, apenas tomó asiento el sobrino, una
taza de chocolate espeso y humeante. Un platón de pan dulce completaba
la merienda. Quizás el joven esperaba una cena más abundante y su mirada
decepcionada no escapó a la atención de la tía. -Esto es lo que en México
llamamos una merienda, sobrino. Una cena ligera para dormir ligero. Estamos
a más de dos mil metros de altura y una cena pesada te daría, perdón,
pesadillas.
Alex sonrió cortésmente. -Seguiré la costumbre del país, comme il le
faut.
Serena lo miró severamente, como si esperase una pregunta que no llegaba.
-¿Nada más? -dijo la tía.
Alex leyó la mirada y recordó.
-Ah sí, doña Zenaida me repitió que debía entrar y salir por la puerta
trasera, nunca por la principal.
-Así es -Serena sopeó una campechana en el chocolate.
-Me dijo también que debía mostrarme en la calle.
La imitó. Pan y chocolate.
-Para que crean que ustedes están vivas. Las palabras le salieron con
dificultad. Doña Serena tragó con energía el pedazo de bizcocho.
-Mi hermana se expresa mal. Pobrecita. Cuando dice "para que crean" que
estamos vivas, sólo quiere decir "vivas" en el sentido de "la casa no
está deshabitada". Es todo.
Alex insistió. El bachillerato francés es racional y metódico.
-Entonces, ¿para qué quieren que entre y salga a escondidas, por atrás,
evitando la puerta principal?
La vieja le miró multiplicadamente. Es decir, le observó con sus anticuados
quevedos y detrás de ellos nadaba su mirada miope, pero detrás de ésta
se asomaba otra más, la mirada de su alma, se dijo el joven, aunque era
de tal modo una mirada sombría e insondable que él hubiese querido asomarse,
por un segundo, al espíritu de esta mujer.
-Es un enigma -dijo Serena cuando deglutió la campechana.
Alex sonrió socialmente. -Los enigmas suelen ser tres en los cuentos,
doña Serena. Y el que los resuelva, al cabo recibe un premio.
-Tú tendrás el tuyo -dijo con una sonrisa desagradable la vieja.
Alex no durmió bien esa noche, a pesar de la "ligera merienda". Le bastó
un día en la casa de la Ribera de San Cosme para que la imaginación diera
el paso de más que nos obliga a preguntarnos ¿dónde estoy?, ¿qué hay en
esta casa?, ¿normalidad, secreto, miedo, misterio, alucinaciones mías,
razones que escapan a las mías?
Era como si cada una de las tías, cada una por su lado, le hubiese susurrado
al oído "¿Qué prefieres en nuestra casa? ¿Normalidad, secreto, miedo,
misterio?"
Cerró los ojos y regresó a su mente la palabra "pesadilla". Se le quedó
en la cabeza más que nada por fea. Cauchemar es una bella palabra, también
nightmare. Pesadilla indicaba indigestión, malos humores, enfermedad...
Palabra malsana.
-¿Qué prefieres en nuestra casa? Normalidad, secreto, miedo, misterio...Alex
cerró los ojos.
-Que suceda lo que suceda.
Y añadió, casi como en un sueño:
-Escoger es una trampa. Zenaida se presentó a la hora del desayuno en
la cocina, minutos después de que Pancha la india se fuese... Alex no
oyó ni a la una ni a la otra. Sonrió saboreando los huevos rancheros.
Aquí todas se movían de puntitas, casi como en el aire. Él, como para
corroborar su idea, pegó duro con los tacones sobre las baldosas de la
cocina. Algo se quebró. Este piso de frágiles baldosas no resistió. El
fino ladrillo se había roto. Alex sintió culpa y se agachó para unir las
mitades quebradas.
Fue cuando entró doña Zenaida sin hacer ruido. -Chamaquito de mi corazón,
¿qué haces allí en cuatro patas?
Alex levantó, sonrojado, la mirada.
-Creo que cometí un estropicio.
Zenaida sonrió -Todos los niños rompen cosas. Es normal. No te preocupes.
Señaló con la mano hacia el jardín polvoso, donde los muchachos jugaban
fútbol.
-Míralos. Qué felices. Qué inocentes. Pero no los miraba a ellos. Miraba
al sobrino. -¿No se te antoja salir a jugar con ellos?
-¡Tía! -exclamó Alex con fingida sorpresa-. Ya estoy muy grandecito. -¿Los
niños grandes no juegan fútbol?
-Bueno -Alex recobró la calma-. Sí. Claro que sí. Pero generalmente son
profesionales.
-¡Ay, santo mío! -suspiró la vieja-. ¿Nunca sientes ganas de salir a jugar
con los niños?
Alex reprimió la respuesta irónica que ella no hubiera entendido. En esta
época de pedófilos... La inocente mirada de la tía Zenaida le vedaba al
sobrino bromas e ironías.
-Creo que debo pensar seriamente en encontrar trabajo. Ella acercó la
cabecita blanca al hombro de Alex.
-No hay prisa, mocosito. Toma tu tiempo. Acostúmbrate a la altura... Alex
casi rió al escuchar esta razón. La siguiente le borró la sonrisa.
-Estamos tan solas, tu tía Serena y yo... Alex le acarició la mano. No
se atrevió a tocarle le cabeza.
-No se preocupe, tía Zenaida. Todo a su debido tiempo.
-Sí, tienes razón. Hay tiempo para todo.
-Tiempo para vivir y tiempo para morir -citó Alex con una sonrisa. -Y
tiempo para amar -suspiró la tía, acariciando la cabeza de Alex.
La tía se retiró. Se volteó antes de cruzar la puerta y le dijo al sobrino
"adiós" con los dedos de una mano, juguetona y regordeta.
Alejandro de la Guardia se quedó cavilando. ¿Qué iba a hacer el día entero?
No podía alegar más la excusa del jet-lag. Y las palabras de la tía Zenaida
-"tiempo para amar"-, lejos de tranquilizarlo, le producían una leve inquietud.
Casi la zozobra. Después de todo, él era un extraño -para las tías, para
la casa, para la ciudad- y acaso ellas tenían razón, él debía salir a
la calle, ambientarse, saludar a la gente, jugar fútbol con los niños
del parque...
Pero sólo debía salir por la puerta de atrás para que la gente supiera
que las señoritas Escandón "seguían vivas", es decir, enmendando a doña
Zenaida y acudiendo a las razones de doña Serena, "para que crean que
la casa no está deshabitada".
La mente cartesiana de este antiguo alumno de liceo no conseguía conciliar
la contradicción. Si querían que la gente supiera que ellas estaban vivas,
que la casa no estaba deshabitada, lo natural es que él saliese por la
puerta principal. No a hurtadillas, por detrás, como Panchita la criada
sordomuda. Decidió poner la contradicción a prueba. Abrió la puerta trasera
y salió al polvoso parque público donde un grupo de niños jugaba fútbol.
Apenas pisó campo, los muchachos detuvieron el juego y miraron fijamente
a Alex. El recién llegado les sonrió. Uno de los chicos le aventó la pelota.
Alex, instintivamente, le dio una patada al balón. Lo recibió uno de los
chicos. Se lo devolvió. Alex distinguió los endebles postes de la meta.
Con un fuerte puntapié, dirigió la pelota a la portería. -¡Gol! -gritaron
al unísono los chicos.
Alex se dio cuenta de que no había portero en el arco. Su triunfo había
sido demasiado fácil. Pero este simple acto lo unió sin remedio al juego
infantil del barrio. Incluso se sintió contento, recompensado, como si
esta situación imprevista le diese una ocupación inmediata, lo salvase
de la abulia que parecía dominar la casa de las señoritas Escandón, le
diese -se sorprendió pensándolo- una misión en la vida. Jugar fútbol.
O simplemente, jugar.
Cuando recibió la pelota con un cabezazo, tuvo que levantar la vista.
La tía Serena lo observaba, con la cara adusta desde una ventana del segundo
piso.
Desde otra ventana, también lo miraba la tía Zenaida. Pero ella sonreía
beatíficamente.
Más tarde, cuando se disponía a almorzar con doña Zenaida, llegó al vestíbulo
y escuchó el terrible rumor que venía del segundo piso. Se detuvo al pie
de la escalera. No entendió lo que pasaba. Sí, las dos ancianas disputaban,
pero sus voces eran como un eco lejano o las del fondo de un túnel. Alex
escuchó dos portazos, un lejano sollozo. Supo que la tía Zenaida, esta
vez, no lo acompañaría a almorzar.
Se dirigió al comedor. El servicio estaba puesto. Un caldo de hongos bajo
la tapadera de metal de la sopera más el habitual platón de carnes frías,
amén de otro lleno de las deliciosas frutas, que él nunca había probado
antes, del trópico mexicano.
Regresó a la recámara después de comer, leyó a Musset y sintió la tentación
de escribir algo, inspirado por las Confesiones de un hijo del siglo.
Se sentó en el pupitre. Sabía que estaba vacío. Pero un movimiento normal
en el asiento le bastó para darse cuenta de que algo se movía bajo la
tapa del escritorio.
La levantó. Había allí unos cuadernos. Los revisó rápidamente. Eran libros
infantiles para colorear. Es más, los crayones estaban, sueltos, dentro
del pupitre.
Alex sonrió. Qué ocurrencia. Y qué nuevo misterio. ¿Se había equivocado
ayer, agobiado por el jet-lag, cuando revisó el pupitre? ¿Una de las hermanas
-seguramente Zenaida- había devuelto a su lugar estos cuadernos y lápices?
¿Para qué? En esta casa nunca habían vivido niños.
Y los cuadernos -los hojeó- eran modernos, impresos hace apenas quince
años, lo vio en la página de edición.
El autor era él.
Aventuras de un niño francés en México por Alejandro de la Guardia. Las
hojas estaban en blanco.
La razón lo abandonó por completo. Es más, sin razón, sintió miedo. Se
recostó en el catre. Se cubrió los ojos con la almohada. Se tranquilizó.
Esperó la hora de la cena. Todo se aclararía.
La tía Serena no acudió a la cena. Alex esperó diez minutos. Quince...
Sentado a la mesa, sólo vio los restos de la comida del mediodía. La sopa
estaba fría. Las carnes también, pero tenían el aspecto desagradable de
ser sobras, comidas a medias, pedazos de grasa arrancados con garras al
lomo de algún animal y desechados con asco.
Se sintió alarmado. Un grave silencio embargaba la casa. El joven se encaminó
a la escalera con pasos tímidos. Nunca había subido al segundo piso. Ellas
no lo habían invitado. Él era un chico bien educado. -Los niños deben
ser vistos pero no oídos -le había enseñado su mamá- . Children should
be seen but not heard.
Subió con paso lento e inseguro al segundo piso. Se detuvo entre las dos
puertas únicas, enfrentadas, del corto pasillo.
Al pie de cada puerta, sendas bandejas esperaban ser recogidas.
Los platillos se enfriaban.
-Es que ellas comen carnes frías -se dijo Alejandro razonablemente. ¿Cuándo
las comen? ¿Para qué las comen arriba si hasta ahora me han acompañado
abajo? ¿Y quién les ha traído las bandejas, si la Pancha se va muy de
mañana? ¿Cada una le trajo la cena a la otra? ¿No que se detestaban entre
sí? ¿De cuándo acá tan serviciales?
Bajó la mirada.
Levantó la tapa del platón frente al cuarto de Zenaida. Los insectos devoraban
las carnes. ¿Qué eran? Arañas, cucarachas, alimañas, simples hormigas...
Se movían.
Tapó apresuradamente el platillo.
Se deslizó al levantar la tapadera de la otra comida.
Sólo había una sopa servida. ¿Sopa de tomate? ¿Sopa de betabel, borsch...?
No resistió meter el dedo en la sopa y luego chuparlo.
Sopa de sangre. Estuvo a punto de gritar.
Chupó sangre.
No gritó porque lo detuvo el sollozo, mínimo pero pertinaz, del otro lado
de la puerta de Serena. Levantó el brazo. Iba a tocar. Iba a preguntar.
-Tía, ¿qué pasa?
Se detuvo a tiempo. No tenía derecho. Una razón absurda le cruzó por la
mente. ¿Por qué iba a tocar en esta puerta, la del sollozo de Serena?
¿Por qué no en la otra, la del silencio de Zenaida?
Se sintió confundido, quizás amedrentado. Lo salvó su buena educación.
Sí, no tenía derecho a entrometerse en la vida privada de unas viejas
solteronas, excéntricas, al cabo un poco locas, pero sangre de su sangre.
Y que le ofrecían hospitalidad.
Bajó como subió, en silencio, sin hacerse sentir, a la recámara. Sobre
la almohada descansaba un chocolate envuelto en papel plateado, como en
los hoteles.
Alejandro no lo desenvolvió. Admitió que sintió miedo. En un arranque
de violencia poco acostumbrada en él, debida acaso a las tensiones acumuladas
y sujetas a rienda como un perro enojado, abrió la ventana y arrojó el
dulce al parque.
Eran las diez de la noche.
Volvió a vencerlo el sueño, más que la imaginación.
6
Sólo al despertar, metiendo la mano debajo de la almohada con un gesto
matutino que le era habitual, Alejandro de la Guardia tocó un paño que
desconocía.
Apartó la almohada y encontró un pijama que no era suyo.
Desconcertado, lo extendió sobre la cama. La prenda era muy pequeña. Como
para un enano. O un niño. Alex miró la etiqueta en el cuello de la camisa.
Claramente indicaba S, small.
No supo qué hacer con el pijama entre las manos. ¿También este regalo
inútil de las tías (pues nadie más tenía acceso a la recámara) lo arrojaría
al parque, para que lo recogiera uno de los niños pobres que allí se reunían
a jugar después de la escuela?
Pensó que lo más sutil sería dejar el pijamita donde lo encontró, debajo
de la almohada. Eso sí que desconcertaría a las tías. Lo frenó el uso
del plural. Las hermanas no se hablaban, salvo para pelearse como ayer.
Entonces, ¿cuál de las dos estaba haciendo estas bromas? Empezó a creer
que una de ellas, más que excéntrica, estaba loca.
Pasó al baño para el aseo de la mañana. Usó la incomoda bañera y añoró
una buena ducha. Se secó con una toalla, incómoda también, ya que era
de tela como la que se emplea para limpiar y secar platos, sin el confort
de la moderna toalla absorbente. Claro, las tías se habían quedado detenidas
en otra época.
Tomó la crema de rasurar y empezó a untarla en el mentón y las mejillas,
como todas las mañanas desde que tenía quince años. Automáticamente buscó
el reflejo del espejo.
Ya no había espejo.
Había sido retirado.
Quedaba la sombra del espejo, el cuadro lívido del espacio ocupado por
ese nuestro extraño y entrañable doble al cual ningún misterio le atribuimos.
Un objeto de uso cotidiano. Recordó con cierta emoción poética los espejos
del Orfeo de Cocteau, una película vista y revista por el joven Alex en
la Cinemateca Francesa. Espejos que podíamos atravesar como si fuesen
agua. Un líquido vertical, penetrable para pasar de una realidad a otra.
En verdad, de la vida a la muerte. Esa mañana, Panchita no estaba en la
cocina. Con delantal bien puesto, era doña Zenaida quien lo atendía.
-Dormiste bien, angelito de mi alma? -preguntó la solícita señorita. Alejandro
asintió y recibió con sospecha el plato de huevos rancheros, la taza de
barro de café con canela, la campechana...
-Gracias por el chocolate que me dejaron -dijo con cara de expresa normalidad
Alejandro...
-Te gustó ? -preguntó Zenaida sin levantar la cara hacendosa.
-Claro -dijo Alex con un tono neutro.
-Sobrino -Zenaida siguió ocupada-. Quiero que sepas una cosa. Cuando éramos
jovencitas, Serena y yo nos adorábamos. Nos mimábamos, nos acariciábamos,
sabes, era una costumbre romántica que las mujeres se mimaran y acariciaran.
Una costumbre que ella y yo heredamos...
Alex se animó. -Sí, lo sé. He leído novelas inglesas del siglo XIX. Era
propio de mujeres mimarse y acariciarse entre sí -rió-. Hoy causaría escándalo
Se detuvo. Una sombra había descendido sobre los ojos de la tía.
-De vieja, la vida se ve distinta. Una ya no busca compañía. Se la imponen
a una. Queda una en manos ajenas. Manos extrañas. Todo por el pecado de
ser vieja.
Alejandro dejó que pasara como una sombra la asociación indeseada. El
estaba aquí porque se lo pidió a las tías y ellas escribieron encantadas
de recibirlo.
Pero cada una escribió por separado. No fue una respuesta común como naturalmente
debió ser. Y doña Zenaida continuaba hablando con tranquilidad.
-Quiero que sepas una cosa, m'hijito. A pesar de las apariencias yo amo
a tu tía Serena. Mientras la tenga a ella, nadie ocupará su lugar.
-Me da gusto saberlo, tía Zenaida.
-Yo diría -prosiguió ella con un tono desacostumbrado para Alex- que nuestra
crueldad es parte de nuestro amor.
Se limpió las manos con el delantal y Alex sintió un brote de compasión
hacia estas dos solitarias mujeres.
-Tía Zenaida... Me gustaría acompañarla. ¿No quiere darse una vuelta por
la calle conmigo? ¿Que la lleve a un cine? ¿O a un restorán?
-¿No te he dicho que es peligroso caminar por las calles de México? -
dijo ella con alarma-. Asaltantes, secuestradores, mirones, léperos. Una
señorita no está a salvo...
-La protejo yo -dijo Alex, decidido a ser un huésped simpático. -No, no
-agitó la cabeza blanca doña Zenaida-. Nadie protege a nadie... Mira por
la ventana.
Alex se asomó al parque público en el momento en que un policía detenía
a un hombre viejo, andrajoso, con alarde de fuerza.
-¿Ves? -murmuró Zenaida.
-Cómo no, tía. Ya ve. La ciudad no es tan insegura como usted dice. La
señorita dio la espalda al parque e hizo una bola con el delantal. -Si
no la ven a una, entonces sí, es segura...
-¿No cree que usted... y su hermana... bueno, exageran esto del encierro?
Zenaida abrió tremendos ojos. -Chamaquito de mi vida, ¿no te das cuenta?
Nosotras no estamos encerradas. Ellos, los que andan por la calle, ellos
son los que están encerrados...
-¿Perdón? -Alex casi soltó la taza.
-Sí, amorcito corazón, ¿no te has dado cuenta? Toda esa gente que va y
viene por la calle, pues... bueno... Esa gente no existe, Alex. Son fantasmas.
Pero no lo saben.
Seguramente, pensó Alejandro, toma mucho tiempo -y mucho aislamiento-
llegar a hablar de esta manera y crear metáforas, a la vez, tan simples
y tan misteriosas. Intentó regresar a la normalidad. Se dio cuenta, en
el acto, de que en esta casa la normalidad estaba exiliada.
-Tía, en todo caso, puedo quedarme a acompañarla aquí, esta mañana...
-No. Perdería las horas.
-Pero podríamos compartirlas, tiíta.
-Tonto. Ya no serían las horas del abandono...
Salió de la cocina y Alex no tuvo mejor ocurrencia, impulsado acaso por
cuanto había sucedido durante el desayuno, que salir a darse un paseo
para exorcizar el encierro de la casa. Eran las diez de la mañana. Dudaba
que a él lo atacaran a pleno sol.
Apenas puso un pie en el parque, se topó con el cadáver de un perro muerto.
Era uno de esos canes sin dueño, sarnosos y despistados, como si temiesen
revertir al lobo. Un perro muerto.
Y al lado del perro, la envoltura inconfundible del chocolatito que Alex,
esa mañana, arrojó por la ventana. La envoltura vacía. Una baba negra
corría por el hocico del animal.
Reprimió el asco. Sofocó el miedo y la angustia. Él pudo haber comido
ese dulce. Lo habrían encontrado muerto en la cama. Era inconcebible.
¿Por qué, por qué? Un relámpago le cruzó la mente. Por más peligrosas
que fuesen las calles de México, más peligrosa era la casa de las tías.
Dio la vuelta al parque, cavilando pero incapaz de darle concierto a sus
ideas. Encontró la avenida de la Ribera de San Cosme. Aparte de la fealdad
de las construcciones y la mediocridad de los comercios, no vio nada fuera
de lo común. La gente iba y venía, entraba a tiendas, compraba periódicos,
se sentaba a comer en restoranes modestos...
Súbitamente, una construcción milagrosa apareció ante la mirada de Alex.
Era un edificio colonial de gran portada barroca. Una larga fachada de
piedra cuya sobriedad elegante hablaba muy alto del arte del barroco,
de su otra faz, la de un sigilo sorpresivo que no entrega la belleza que
atesora de un solo golpe, sino que demanda atención y cariño. Algo había
en el edificio que consignaba seguridad y belleza.
Alex leyó la placa inscrita a la entrada. Aquí había funcionado la Escuela
de Filosofía y Letras de la Universidad de México hasta 1955. El edificio
- decía la placa- era conocido como "Mascarones". Alex subió los tres
o cuatro peldaños de la entrada y se detuvo admirado ante un patio amplio,
armónico, de proporciones preciosas, con dos pisos comunicados por una
gran escalera de piedra.
Se detuvo en el centro del patio del colegio. Poco a poco, con suma cautela,
el espacio se fue llenando de voces y las voces, de tonos variados, reían,
discutían, recitaban, murmuraban, siempre en aumento, pero siempre claras,
distintas, tan claras que en medio del coro rumoroso Alejandro de la Guardia
distinguió su propia voz, inconfundible, riendo, viva pero invisible,
terrible por invisible y también porque estando seguro de que era su voz,
no era su voz, atrayéndole hacia un misterio que no le pertenecía pero
que lo amenazaba, lo amenazaba terriblemente...
Salió apresurado del patio, del edificio, corrió hacia la calle sin mirar
al tranvía que se le vino encima y lo mató instantáneamente.
Abrió los ojos. No había tranvías en la Ribera de San Cosme. Alejandro
estaba allí, de pie, aturdido, a media calle. Bajó la mirada. Allí estaba
la huella inconfundible de antiguos rieles de tranvía, desaparecidos,
que el paso de miles y miles de automóviles no había logrado borrar del
todo... Sudó frío. Como si hubiese resucitado. Miró su reloj. Ya eran
las dos de la tarde. La tía Zenaida lo esperaría para comer. Alex se rebeló.
Quería comer solo. Quería comer fuera.
La hora del almuerzo iba convocando a la gente que salía de oficinas,
tiendas, escuelas... Fondas, loncherías, puestos de carnitas, taquerías...
La aglomeración de la larga avenida fue empujando a Alex hacia las calles
laterales, devolviéndolo, a su pesar, a la única morada que tenía en esta
hidra de ciudad. La casa de las tías.
Sólo que ahora, después del incidente del perro muerto, sentía miedo de
sentarse a comer con Zenaida o con Serena. Metió las manos en los bolsillos
y se dio cuenta de algo más. Atenido a la hospitalidad de las señoritas
Escandón, no traía dinero mexicano. Regresó al parque e hizo algo insólito,
algo que estremeció su alma porque era un acto imposible, un acto que
su espíritu rechazaba con horror. Quizás por eso lo cometió. Porque lo
consideró no un acto espantoso, sino un acto fatal, dictado por algo o
alguien que no era él.
Metió la mano en un gran bote de basura. Hurgar allí en busca de comida.
Lo hizo. Lo hacía cuando otra mano tocó la suya. Alejandro retiró la mano
con miedo. Levantó la mirada para encontrar la del viejo clochard detenido
esa mañana por un policía. Cuando las manos se tocaron, cada uno retiró
la suya. Alejandro miró al viejo. El viejo no podía mirarlo a él. Era
un ciego, uno de esos ciegos enfermos con la mirada borrada como por una
nube interna que sólo le ofrece al mundo un par de ojos disueltos en un
espeso esperma legañoso.
-Mataron a mi perro -dijo el viejo-. Me detuvieron. Creen que yo lo maté.
¿Cómo voy a matar a mi única compañía?, el perro que me guiaba por las
calles en busca de comida, dígame nomás... Mi perro Miramón.
Buscó a Alex con la mirada perdida.
-¿Usted nunca ha comido carne de perro, compañero? Viera que nosabe mal.
Rió sin dientes.
-L'hambre mata. L'hambre manda.
Alex no dijo palabra. Tuvo un temor. Si se manifestaba ante el pepenador
ciego, éste se espantaría. Si era ciego, que creyese haber encontrado
a un mudo.
-Nadie más que yo sabe de este basurero. Es el mejor del barrio. Esta
gente no ha de comer nada. Lo tiran todo a la basura.
Señaló, con la certeza de la costumbre, a la casa de las tías.
-Han de vivir de aire -cacareó el anciano antes de sumirse en la melancolía-.
Voy a extrañar a Miramón. ¡Guau, guau! -ladró alejándose. Alex pasó la
tarde leyendo y preparándose para la cena con la tía Serena. Algo le decía
que esta vez la señorita no faltaría al rendezvous. Y en efecto, allí
lo esperaba, con las acostumbradas viandas que Alejandro había decidido
comer sin temores, seguro de que su único recurso era comportarse normalmente,
como si no pasara nada, sin asociarse a la bruma creciente del misterio
propiciado, se daba cuenta, por las hermanas enemigas. Eso tenían en común:
la capacidad de trastocar la normalidad. El encierro -decidió Alejandro-
las había trastornado.
-Siéntate, Alejandro -le dijo con suma formalidad doña Serena-. Perdona
las inquietudes de anoche.
Suspiró.
-Sabes, cuando dos viejas solteronas viven juntas y sin compañía tantos
años, se vuelven un poco maniáticas...
-¿Un poco? -dijo con sorna domeñada el sobrino.
-Es muy extraño, muchacho. Salvo Panchita, que es sordomuda, nadie entra
en la casa. Eso tiene que provocar inquietudes públicas, ¿sabes? Al principio
le dije a mi hermana, vamos saliendo a la calle de vez en cuando. Ella
me dijo, no podemos abandonar la casa. Alguien tiene que estar siempre
aquí, cuidándola.
Masticó unos segundos. Deglutió. Se limpió los labios con la servilleta.
Es el acto que Alejandro esperaba para comer del mismo platón de carne,
sin temor de morir envenenado...
-Entonces -prosiguió la anciana- le dije a Zenaida que podíamos alternar
los paseos. A veces saldría ella y yo me quedaría aquí a guardar la casa.
Otras veces sería al revés. ¿Sabes lo que me contestó?
Alejandro negó suavemente.
-Que si veían a una sola, iban a creer que la otra se había muerto.
-Pero si veían a ambas, así fuese por separado, sabrían que eso no era
cierto, tía.
-En cuanto nos vieran separadas, creerían que una había matado a la otra.
-No es posible, tía, No es razonable. ¿Qué motivo habría?
-Para quedarse con la herencia.
Alejandro no dio crédito a una respuesta a la vez tan inesperada y tan
convencional. Decidió seguir el juego.
-¿Qué, es mucho dinero?
-Es algo que no tiene precio.
-Ah -alcanzó a emitir el sobrino.
-¿Sabes por qué te prohibimos usar la puerta principal?
-Lo ignoro y me intriga, sí.
-Nadie debe saber si mi hermana y yo estamos vivas o muertas. La presencia
de un huésped...
-¿Por qué? -la interrumpió Alex bruscamente.
-No te adelantes. La curiosidad es una pasión demasiado inquieta, muchacho.
-No hago más que seguir sus palabras, tía Serena.
La tía lo miró con unos ojos hermanados tanto a la locura como al orgullo.
-Afuera creen que somos fantasmas... La presencia de un huésped los hubiese
desengañado.
Alejandro suprimió una sonrisa, temiendo ofender a la tía.
-He oído decir que cada habitante de una casa tiene su pareja fantasma,
tía.
-Así es. Pero el precio es muy alto y más vale no averiguarlo. Se apoderó
de ella una risa convulsiva. Agitó los brazos. Una mano sin gobierno chocó
contra la copa de vino tinto. El vino se derramó. No dejó mancha sobre
el blanco mantel.
Ella miró al sobrino con ojos de súplica.
-Por favor. Créeme. Nuestra crueldad es parte de nuestro amor.
-¿Quiere usted decir, el amor entre usted y su hermana, a pesar de las
desavenencias ocasionales?
-No, no -dijo con la cabeza reclinada hacia atrás, como si se ahogara-.
Nuestro amor por ti...
Alex se levantó a socorrerla.
-¿Se siente mal doña Serena? ¿Puedo ayudarla? ¿Llamo a un médico? La mirada
de Serena se volvió con furia contra Alejandro.
-¿Un doctor? ¿Estás loco? Regresa inmediatamente a tu cuarto. Estás castigado.
Anda. Vete. Quédate sin cena.
-Tía Serena -Alex trató de sonreír.
-¡Madre! -gritó la vieja-. ¡Madre, no tía!
Alejandro iba a contestar con firmeza, "mi madre Lucila acaba de morir
en París, le ruego que respete su memoria". No valía la pena. Se retiró
perturbado a la recámara, saboreando, a pesar de él mismo, la calidad,
a la vez etérea y corpórea, del vino servido.
¿Qué nueva locura aquejaba a doña Serena? ¿Se creía, virgen y estéril
como era, madre putativa de Alejandro de la Guardia? ¿No sabía perfectamente
que Alex nació en París veintisiete años atrás, cuando las señoritas Escandón
ya estaban encerradas en su casa de la Ribera de San Cosme en México?
Alejandro imaginó escenas de novela decimonónica. Él, parido por la tía
Serena en México. Él, enviado secretamente a París al cuidado de su supuesta
madre, Lucila Escandón de De la Guardia. Él, niño abandonado a la puerta
de un hospicio o de una iglesia, bajo la nieve.
El novelista, pensó Alex, podía volverse loco ante el repertorio de razones
y desenlaces que se le ofrecían a una acción dramática cualquiera. En
el liceo era obligatorio leer un libro maravilloso, Jacques el fatalista
de Diderot, donde los personajes -Jacques y su amo- al llegar a un cruce
de caminos deben escoger entre un repertorio de posibilidades para continuar
no sólo la ruta, sino la narración. Separarse, seguir unidos, visitar
un monasterio, emborracharse con un prelado, dormir en un albergue...
Algo así le pasaba esta noche a él. Podía excusarse con las tías, abandonarlas,
buscar un cuarto de hotel, cambiar sus cheques de viajero por pesos mexicanos,
olvidarse de la casa de la Ribera de San Cosme y sus excéntricas inquilinas.
Se detuvo cuando pasó junto a la sala y escuchó a las tías conversando.
Sorprendido, no se avergonzó de quedarse afuera, espiando.
-...debemos estar agradecidas, Serenita. Lucila pensó en nosotras antes
de morir. Nos envió a este niño encantador, un regalo para nuestra vejez,
una linda compañía, no lo niegues...
-Qué sabia fue nuestra hermana. Mira que mandarnos a un muerto para hacerle
compañía a dos muertas.
-No te adelantes, hermanita. Él todavía no lo sabe.
-Ella tampoco lo sabía. Llevábamos tantos años sin comunicarnos... Ahora
ella debe estar satisfecha...
-En el cielo, hermana...
-Desde luego. Desde allí debe vernos.
-Él no sabe que está muerto, pobrecito. -Ni lo recuerdes, Zenaida. Morir
así, atropellado por un tranvía en plena Ribera de San Cosme.
-¡Qué horror! Y tan jovencito. A los once años.
-Cálmate. Con nosotras va a recuperar la paz.
-Necesita compañía para jugar. -Tú lo sabes. De nosotras depende.
-Siempre y cuando tú y yo estemos en paz también, hermana.
-¿Crees que te voy a disputar un fantasma?
-De ti lo puedo esperar todo, envidiosa. Ya ves, la otra noche lo querías
para ti...
-¿Envidiosa yo? El comal le dijo a la olla.
-Sí, tú, Zenaida. Todo me lo has disputado. El amor, los novios, la maternidad.
Todo lo que me tocó a mí y a ti no, rencorosa.
-Cállate la boca, idiota.
-No, no me callo. No sé por qué he cargado contigo todos estos años. Me
he sacrificado por ti, por lo buena gente que soy, para ayudarte a sobrellevar
tu pecado.
Zenaida se soltó llorando.
-Eres una mujer muy cruel, Serena. Da gracias de que en compensación a
nuestra soledad el destino nos ha enviado a un muchacho compañero.
-¡No existe! -gruñó con amargura Serena-. ¡No es nuestro!
"No existo", se dijo a sí mismo, atónito, Alejandro de la Guardia.
"No existo" esbozó una sonrisa primero forzada, enseguida franca, al borde
de la carcajada.
-¡No existo! -rió y se encaminó a la recámara-. ¡Yo no existo!
No volteó a mirar, asomadas al dintel de la sala, a las señoritas Escandón
viéndole alejarse, Zenaida apoyada en Serena, Serena apoyada en su bastón
con cabeza de lobo. Ambas sonriendo, satisfechas de que Alex hubiese escuchado
lo que ellas acababan de decir...
7
Alejandro
entró a su recámara, dispuesto a marcharse al día siguiente. Cansado,
cómodo a pesar de todo, estúpidamente desprovisto de dinero, hubiese querido
largarse desde ya.
Entró a la recámara y prendió la luz.
Un pequeño pijama estaba tendido sobre la cama.
Y sobre la misma cama, sobre el armario, en el piso, se acumulaban los
objetos de una niñez. Osos felpudos, tigres rellenos de paja, títeres
y alcancías de cochinito, trenes de juguete sobre vías bien dispuestas,
autos de carrera miniatura, todo un ejército inglés de casacas rojas y
bayonetas caladas, patines, un globo terráqueo, trompos y baleros, nada
femenino, sólo juguetes de niño...
Abrió la puerta del baño. El agua corría en la tina, a punto de desbordarse.
Un pato de juguete flotaba en la bañera. Una sirena de plástico le hacía
compañía.
De la sirena emanó una música que se apoderó de Alejandro, lo inmovilizó,
lo sedujo, lo sometió a una atracción irresistible. Era un canto surgido
del fondo del mar, como si esta vieja bañera fuese en verdad una parcela
de océano salado, fresco, invitante, reposo de las fatigas del día, renovación
relajada, lo que él más necesitaba para
recuperar el orden mental, para que la locura de la casa no lo contagiase...
Se desvistió lentamente para introducirse en la bañera. Entró al agua
tibia, cerró los ojos, encontró el jabón sin perfume y comenzó a recorrer
con él su propio cuerpo.
Se sentó en la bañera con un sobresalto.
Al enjabonar las axilas, sintió que algo se iba. El pelo. Se enjabonó
el pubis. Quedó liso como un niño.
Iba a salir horrorizado del agua cuando las dos señoritas, Zenaida y Serena,
se asomaron sonriendo.
-¿Ya estás listo?
-¿Quieres que te sequemos?
Alex se incorporó automáticamente, temeroso de que si metía la cabeza
bajo el agua verdigris, ya nunca volvería a emerger. Pudoroso al incorporarse,
ocultando el sexo con las manos, atendido por las tías que lo cubrieron
con la toalla, lo secaron amorosamente, lo llenaron de mimos.
-Amorcito corazón...
-Niñito del alma mía...
-Lindo bebé...
-Vida de mi vida...
-Santito nuestro...
-Niñito travieso.
-Distraído, distraído...
-¿No te advertimos que tuvieras cuidado al cruzar la avenida?
-¡Cuidado, chamaco, cuidado con el tranvía!
Entonces condujeron a Alex fuera de la recámara, por los pasillos, hasta
la puerta del sótano. Alex sentía que perdía la razón pero que el resto
de razón que le quedaba le permitía entender que las tías reunidas no
sólo dejaban de pelear entre sí, no sólo dejaban de ser cariñosas con
él.
Se volvían amenazantes.
Abrieron la puerta que conducía al sótano.
Se dio cuenta de la razón de las prohibiciones. -No uses la puerta delantera.
-Que no sepan que estamos vivas.
No. Que no sepan que él estaba aquí. Que su presencia en la casa sea un
misterio, le dijo un rayo fulminante de razón.
Descendieron. El olor de musgo era insoportable, irrespirable. Se acumulaban
los baúles de otra época. Las cajas de madera arrumbadas. La tétrica luz
de esta hora de la noche. ¿Por qué no encendían la luz eléctrica? ¿Por
qué lo conducían a un espacio apartado pero descombrado del sótano?
-¿Para qué saliste? -dijo Zenaida.
-¿No te dijimos que las calles eran peligrosas? -repitió Serena.
-¿Que te podía atropellar un tranvía?
-¿Y matarte?
-Ahora vas a descansar -dijo Zenaida señalando hacia un féretro abierto,
acolchado de seda blanca.
-Ahora eres nuestro niño -susurró Serena.
-¿Nuestro? -alcanzó a decir Alejandro-. ¿De cuál de las dos?
-Ah -suspiró Serena-. Eso nadie lo sabrá nunca...
-Está bien -murmuró Alejandro-. Basta de bromas pesadas. Vamos arriba.
Mañana me marcho. No se preocupen.
-¿Mañana? -sonrió afablemente Zenaida-. ¿Por qué? ¿Acaso no somos buena
compañía?
-¿Mañana? -le hizo eco Serena, indicando un segundo cajón de muerto.
-Siempre. Alejandro, mañana no. Siempre. Nuestro angelito necesita compañía.
-Anda, Alejandro, ocupa tu lugar en la camita de al lado.
-Es cómoda, amorcito. Está acolchada de seda.
-Entra, Alex. Recuéstate, santito. Duerme, duerme para siempre. Acompaña
a nuestro hijito. Gracias, monada.
-Ay, Alex. Hubieras comido el chocolatito. Nos hubiéramos evitado esta
escena. Las luces se apagaron poco a poco.
Fuentes, Carlos. Inquieta Compañía, México,
2004. 1ª edición. Alfaguara. 287 págs.
Carlos
Fuentes
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