Viaje
a la semilla
I
-¿Qué quieres, viejo?...
Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero
el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando,
sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles.
Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos
con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras
de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera,
con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que
iban desdentando las murallas aparecían -despojados de su secreto-
cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos,
astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como
viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición,
una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro
el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente
de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces
grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el
ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando
la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el
cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el
subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse,
en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban,
sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y
pechugonas.
Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo
quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente.
El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos
de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos.
Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se
vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada
superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de
sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían
sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.
Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las
hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal.
Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica,
atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la
casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía
aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras
desorientadas.
II
Entonces el negro
viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando
su cayado sobre un cementerio de baldosas.
Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos,
vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar
los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron
en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían
a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.
En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las
tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro,
para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció,
traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida.
La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo
del agua llamó begonias olvidadas.
El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y
comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió
los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo
de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas
las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras
de chocolate.
Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en
su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro
cirios con largas barbas de cera derretida.
III
Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron
su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las
mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes
y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado
invisible y abrió los ojos.
Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar.
Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera,
los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando
el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el
enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó
bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada,
poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena
de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo,
aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró,
de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes,
se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se
desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños,
llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada
y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento,
había un sobre con monedas de oro.
Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente
a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho
donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para
disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil.
Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás
de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba
en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan
y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y
desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones,
apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras;
maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas
del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón
al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las
palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse
en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía
hombre de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar
la seis de la tarde.
IV
Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada
vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se
le hacía casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un
cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que
llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las
carnes con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración.
Fue entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo
a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían
en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante
todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra,
irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.
Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el
baño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque.
Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama,
que andaba por el patio murmurando: "¡Desconfía de los
ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!"
No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero
esa presencia acabó por no ser más que una jícara
derramada sobre el vestido traído de París, al regreso del
baile aniversario dado por el Capitán General de la Colonia.
Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban,
muy claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la
fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las
palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa.
Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién
tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras
abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños
y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de
pintura fresca llenó la casa.
V
Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más
las hojas de los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados
y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las
lámparas. Sólo él habló en la oscuridad. Partieron
para el ingenio, en gran tren de calesas -relumbrante de grupas alazanas,
bocados de plata y charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de
Pascua que enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron
que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores
de Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes
a perfumes de Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas,
y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre
las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con
el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias
reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por
tejas tan secas que tenían diapasón de cobre. Después
de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos
y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó
su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los
esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron
presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de
jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió
visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta
el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre
para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa
de las rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones
de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía
encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.
VI
Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco
frío, dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación
extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las
cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la
percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa,
en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con
el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas
del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor
huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.
Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día
en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar
que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los registros
y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba
al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen
una carne desestimada por los códigos. Luego de achisparse con
vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra
incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien
dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de
los Lagos de Escocia.
Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su
cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta
traversera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando
atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando
en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala.
Y subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá,
bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas
de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de
alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador,
varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la
Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad
en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto,
miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo.
Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada
de carnaval, levantó aplausos.
La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo
de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes
decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Síndico
de Clarisas.
Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música.
Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó tres bastonazos
en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban
terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar
por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset
que todas se habían hecho según el reciente patrón
de "El Jardín de las Modas". Las puertas se obscurecieron
de fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas
dependencias y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta
de tanto alboroto. Luego se jugó a la gallina ciega y al escondite.
Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino,
le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo
perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote.
Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo,
hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar,
los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban
las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca -así fuera de
movida una guaracha- sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba
en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno
de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados.
Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de
una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable,
cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de
reto.
VII
Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más
frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial,
dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo
antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca,
cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos
y rentas. Al fin sólo quedó una pensión razonable,
calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso
ingresar en el Real Seminario de San Carlos.
Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros,
comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dómines.
El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al
principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas,
controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras
de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica
de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto.
"León", "Avestruz", Ballena", "Jaguar",
leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del
mismo modo, "Aristóteles", "Santo Tomás",
Bacon", "Descartes", encabezaban páginas negras,
en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo,
al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de
estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se
hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo
de las cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz
clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una
manzana que cae del árbol sólo es incitación para
los dientes. Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una
bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó
los libros. El gnomon recobró su categoría de duende: el
espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado,
con púas en el lomo.
Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había
ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas
azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas
bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes
de calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera
y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó
por última vez en las sábanas del infierno, renunciando
para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías
de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa,
luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando
andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por
hollar el umbral de los perfumes.
Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos
pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste,
estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne,
el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía
en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar
vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial
despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las
mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes
que recobraban su color primero.
VIII
Los muebles crecían. Se hacía más difícil
sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios
de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros
de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las
butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia
a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al
recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.
Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo
ganas, súbitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormían
en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina
del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas.
La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente.
Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por
filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado.
Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y
botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta
de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía
lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.
-¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...
Caían caballos, caían abanderados, caían tambores.
Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse
las manos y bajar al comedor.
Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse
en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre,
se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo
de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a
notario -como Don Abundio- por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad
del mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse
totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación.
Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de
sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial
se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la
caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían
los rayos para construir aquella bóveda de calderones -órgano,
pinar al viento, mandolina de grillos.
IX
Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos
en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento
para un día de semana. Había seis pasteles de la confitería
de la Alameda -cuando sólo dos podían comerse, los domingos,
después de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta
que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar
entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja
con agarraderas de bronce.
Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero
Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras.
Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey.
Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en
una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado,
o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá
del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.
Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su
cama de enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló
a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los "Sí,
padre" y los "No, padre", se encajaban entre cuenta y cuenta
del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa.
Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera
acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salía,
en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque
le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque,
en Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y
pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo
de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la
rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial,
oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después,
llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que
siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.
El padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse
después de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque
sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería el Dios del
cielo, porque fastidiaba menos.
X
Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie
lo que había debajo de las camas, armarios y vargueños,
ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto
fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el
obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como
Melchor.
Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos.
En su reino había elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas.
Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones
obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que
los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul,
ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce
ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender,
porque las palabras no tenían significado y se repetían
mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta
de los cuadrerizos, y, cierta vez, había apedreado a los de la
guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.
En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al
fogón de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran
tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La izquierda, Calambán.
Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles
dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas,
que lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco
que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los
muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al
Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un
depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el "Urí,
urí, urá", con entendidas carcajadas. Ambos habían
explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que
existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses,
debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de
los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder
las alas en caja de cristales rotos.
XI
Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó
a Melchor para acercarse a los perros. Había varios en la casa.
El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado
viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en
épocas determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.
Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones
y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o
cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba
sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando,
también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina
al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo.
Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía
triunfante, moviendo la cola, después de haber sido abandonado
más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto
que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la
guardia, nunca ocuparían.
Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra
persa del salón, para dibujar en su lana formas de nubes pardas
que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.
Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas
mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes
de aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la
bizca del tejadillo calificaba a su padre de "bárbaro",
Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco más,
para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían
tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces,
buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor,
los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la
gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo
de culo pelado; la lagartija que decía "urí, urá",
sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido
en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una
semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.
-¡Guau, guau! -dijo.
Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya
quería alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance
de sus manos.
XII
Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción
a la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le
era accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable,
no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos
rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil.
El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los
ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en
un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría.
El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló
hacia la vida.
Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus
últimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el
pulgar de un jugador.
Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron
la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las
palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos
cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo
lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían
pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían,
redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los
vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas,
salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie
de las selvas.
Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado
no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia
los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes,
las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían,
engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban
hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición
primera. El barro volvió al barro, dejando un yermo en lugar de
la casa.
XIII
Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición,
encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua
de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de
quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de
un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada,
de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre
las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato,
porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a
la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las
que más seguramente llevan a la muerte.
Alejo
Carpentier
|