Remembranzas
de Boabdil
Con el pensamiento
todavía puesto en el desdichado Boabdil me dediqué a buscar
los recuerdos de él que se conservan en este teatro de su soberanía
y de sus infortunios.
Tiene la Torre de Comares dos habitaciones abovedadas, separadas por un
pasillo, que sirvieron de prisión al rey moro y a su madre, la
virtuosa Ayxa la Horra. Ninguna otra parte del castillo hubiera valido
mejor para el propósito: las paredes exteriores son de enorme espesor,
presentando ventanillo que parecen taladrados en ellas, cruzados con barras
de hierro. A los tres lados de la torre, precisamente debajo de esos ventanillos,
extiéndese estrecha galería de piedras con un parapeto,
de poca altura, pero a considerable distancia de tierra. Presúmese
que desde esta galería salvara la reina a su hijo valiéndose
de los chales de su séquito femenino atados unos a otros, y envolviendo
en el suyo propio el pequeñuelo: con esa cadena de seda lo bajaría
en la oscuridad de la noche al suelo, donde esperarían sus leales
partidarios, que en veloces corceles lo llevarían a las montañas.
Cerca de cuatrocientos años han pasado, y apenas ha sufrido alteración
el lugar. Mi imaginación reproduce la escena y adivina a la reina,
inclinada sobre el parapeto, atisbando, con el corazón anhelante
de madre, y queriendo dar alas a los caballos que cruzaban el valle del
Darro con la preciosa carga.
Busqué después la puerta bajo cuyo dintel pasó por
última vez Boabdil al salir de la Alhambra para rendir su capital
y su reino a los monarcas cristianos. Alentando melancólico capricho
de un ánimo destrozado, o quizás bajo el influjo de impresión
supersticiosa, el soberano musulmán solicitó de los Reyes
Católicos que no consintieran que nadie pasara después aquella
puerta. Recogen las crónicas que Isabel I de España, acogiendo
con simpatía la petición, mandó tapiar la puerta.
Por esto, seguramente resultó difícil encontrarla. Tuve
que acudir a Mateo Ximénez, quien me insinuó que debía
ser una abertura, ahora cerrada con piedras, que, según había
oído a su abuelo y a su padre, fue la salida que utilizó
el rey Chico para abandonar la fortaleza.
- Rodea gran misterio el lugar -añadió mi cicerone-, y en
todos los habitantes que por generaciones hemos ido viviendo en la Alhambra,
no se ha guardado memoria de que la puerta haya sido abierta.
Condújome muy luego a ella. Está en el centro de lo que
fue Torre de los Siete Pisos, mole elevada, inmensa, que entre la vecindad
de la fortaleza ha adquirido fama como teatro de extrañas apariciones
y hechizos moriscos. Swinburne, viajero que corrió y recorrió
estos parajes asegura que fue la gran puerta de entrada al castillo; los
que han buceado en los documentos granadinos afirman que sirvió
de acceso a esa parte de las habitaciones reales y que en ella prestó
guardia la escolta personal del rey moro. Pudo servir muy bien de entrada
y de salida del palacio, en tanto que la soberbia. Puerta de la justicia
fuera la admisión principal a la fortaleza. Cuando Boabdil cruzó
los umbrales del palacio para descender a la vega donde hizo entrega de
las llaves de la ciudad a los soberanos españoles, comisionó
a su visir Aben Comixa que tributase honores a la guarnición cristiana
que subía para posesionarse de la Alhambra.
La Torre de los Siete Pisos, un tiempo inexpugnable, está hoy totalmente
destruida: la volaron los franceses cuando, fracasada la invasión
napoleónica, abandonaron la fortaleza; desparramadas por el suelo
aparecen sus ruinas ocultas entre vides y chumberas o cubiertas por lujuriosa
vegetación. Consérvase el arco de la puerta, aunque agrietado
por los terremotos; pero sigue carrado, ahora por piedras y restos de
las ruinas, y de esta manera no ha dejado de cumplirse el deseo de Boabdil.
Monté mi caballo para seguir la ruta del monarca musulmán
desde el palacio de Granada. Crucé la colina de los Mártires,
y marchando a lo largo de las tapias del jardín de un convento
que lleva ese nombre, descendí áspera quebrada, sembrada
espesamente de áloes y de higos chumbos y con un enjambre de cuevas
y de cabañas llenas de gitanos. El descenso era tan escabroso y
difícil que me vi obligado a apearme del caballo y conducirlo de
la mano. Fue esta vía dolorosa la que eligió el infeliz
Boabdil en los tristes momentos de su derrota, acaso para evitar que sus
súbditos presenciaran la humillación de su altivez, pero
muy probablemente para no dar lugar a que se produjera agitación
popular al verle en el camino fatal de la sumisión del imperio.
A análogo motivo obedeció, sin duda, que las tropas españolas
enviadas por el rey Fernando para tomar posesión de la Alhambra
subieran por la misma ruta.
Saliendo de esta tosca quebrada, que tan melancólicos recuerdos
envuelve, y pasando por la Puerta de los Molinos, salí al Prado,
y por el curso del Genil llegué a una capilla, mezquita de antaño,
hoy ermita de San Sebastián. Aquí, según la tradición,
rindió Boabdil las llaves de granada al rey Católico. A
paso corto de mi corcel crucé la vega hasta una aldehuela, donde
hace siglos esperaron al monarca moro su familia y sus más leales
servidores, enviados la noche anterior desde la Alhambra a fin de librar
de la pesadumbre de la vergüenza a la esposa y a la madre del Rey
Chico y para no exponerlas a la curiosidad de los vencedores.
Empezaba aquí el verdadero calvario del destierro. Abordándolo,
llegué a una cadena de colinas, estériles y solitarias,
que forman la falda de las Alpujarras. Desde una de estas cumbres, bautizada
con el expresivo nombre de la "Cuesta de las lágrimas",
dirigió Boabdil una mirada a la ciudad. Más allá,
un camino arenoso de enreda y desenreda entre un desierto, visión
que pondría ciertamente mayor congoja en el debilitado espíritu
del Rey Chico.
Espoleé mi caballo para subir la cima de una roca y llegar a una
peña, en la que Boabdil hizo honda expresión de su tristeza
al poner los ojos en despedida final a la Alhambra, al alentar "el
último suspiro del Moro", como se ha denominado el sentimiento
mezcla de pena, ansia y deseo que lanzó el soberano musulmán.
¿Habrá quien crea insólita aquella pesadumbre y aquella
angustia al verse el monarca expulsado de su palacio? Con la Alhambra
hacía sumisión de todos los honores de su linaje y de todas
las glorias y delicias de la vida.
En este mismo lugar aumentó la amargura del derrotado el reproche
de la reina Ayxa: "Haces bien en llorar como mujer al separarte de
lo que no supiste defender como hombre", frase que manifiesta más
el orgullo y la altivez de la princesa que la ternura y le efusión
de la madre.
Cuando el obispo Guevara relataba este recuerdo a Carlos V, sumóse
el emperador al desdén que merecía la debilidad del vacilante
Boabdil: "Si yo hubiese estado en su lugar, si yo hubiera sido él
-recalcó el poderoso magnate-, habría preferido hacer de
la Alhambra mi sepulcro que seguir viviendo, desposeído de mi reino,
en un rincón de las Alpujarras." ¡Cuán fácil
es para los que gozan poderío y prosperidad predicar heroísmo
a los vencidos! ¿Qué poco comprenden que la vida gana en
apreciación y en vigor para el acosado por la desgracia, cuando
de su fortuna perdida o de su gloria desaparecida no le queda otra cosa
que esa vida, sola y huérfana de todo goce!
Descendía ya lentamente la Cuesta de las Lágrimas y decidí,
para volver a granada, dejar que mi potro salvara como quisiera la distancia,
mientras seguía ocupando mi imaginación con remembranzas
de Boabdil. Puse en la balanza los hachos adversos y los sucesos favorables,
inclinándose el fiel de este lado. En todo su reinado, que preciso
es reconocer que fue desastroso y turbulento, a pesar de lo breve de su
duración, dio pruebas de carácter dúctil y amable:
apenas subió al trono ganó el corazón del pueblo
por sus afectuosos modales y su afable cordialidad, siempre se le encontró
fácil al perdón y nunca infligió duro castigo a nadie,
ni aun a quienes por motivos circunstanciales se mostraron rebeldes a
sus dictados. Dotado de bravura personal, únicamente adoleció
de valor moral, apareciendo veleidoso, irresoluto y perplejo cuando la
dificultad le obligaba a una decisión firme y resuelta. Precipitó
la caída de Boabdil su apocamiento de espíritu, que no sólo
le privó de esa influencia heroica que circunda a los hombres elevados
a las alturas del poder por la fuerza de atracción que ejercen
sobre las multitudes, sino que esfumó la aureola de grandeza y
de honor que le rodeara y que hubiese hecho menos miserable su aciago
destino considerándole digno de haber cerrado con áurea
llave el grandioso drama de la dominación muslímica en España.
Washington
Irving
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