Un
nuevo huésped
Cerca de tres meses
duraba ya el sueño de mi reinado en la Alhambra, y no aparecía
inquietado por ningún suceso desagradable. Ciertamente, he gozado
en este palacio mayor tranquilidad que muchos de los monarcas moros que
en él se asentaron. Durante ese tiempo, se ha ido imponiendo el
cambio natural que el correr de los días trae consigo. Cuando llegué,
en mayo, lo encontré todo en la frescura primaveral; era blando
y transparente el follaje de los árboles, el granado no se había
desprendido de sus galas carmesíes, lucían esplendentes
los vergeles del Genil y del Darro, de las peñas colgaban flores
silvestres. Granada, en fin, parecía estar rodeada de una fronda
de rosales entre los que lanzaban sus trinos incesantemente, no sólo
de noche, también de día, incontables ruiseñores.
El estío, ahora en su apogeo, ha marchitado la rosa y apagado la
voz del ruiseñor, y el paisaje empieza a mostrarse seco y abrasado
por el sol; pero no deja de reinar verdor perenne en derredor de la ciudad
y en los estrechos valles profundos abiertos al pie de las montañas
cubiertas de nieve.
Posee la Alhambra retiros protegidos contra el calor de la estación,
siendo los más típicos sus baños casi subterráneos.
Conservan el carácter oriental, aunque señalados con huellas
de ruina. A la entrada, abriéndose en un reducido patio antiguamente
adornado de flores, hay un salón, de no muy grandes dimensiones,
esbelto y delicado en su arquitectura. Domínalo una galería,
sustentada en columnas de mármol y arcos moriscos. En el centro,
una fuente de alabastro arroja todavía un chorro de agua que refresca
el lugar. A cada lado, hondas glorietas que ofrecen tribunas o plataformas
donde los bañistas, después de sus abluciones, se recrean,
reclinados sobre cojines en voluptuoso reposo, embalsamados por la fragancia
del perfumado céfiro y acariciados por las notas de melodiosa música
que llegan de la galería.
Alejados de este salón están los aposentos interiores, más
retirados todavía, el sanctum sanctorum, lugar recóndito
reservado a las mujeres, donde las bellezas del harén se entregaban
indolentemente a sus baños. Presta tenue claridad a este rincón
una luz misteriosa que entra por lumbreras abiertas en el techo abovedado.
Vense aún restos de la antigua elegancia que eran aquí característica
y de los baños en que las sultanas reclinaban su pereza. La penumbra
y el silencio que prevalecen han convertido estas bóvedas en paseo
favorito de los murciélagos, que anidan durante el día en
los rincones y en las esquinas, y al verse molestados con inoportuna visita
humana revolotean rápidamente por los aposentos, realzando con
ese vuelo el decaimiento y la soledad imperantes.
En este agradable retiro, que hace pensar en la frescura y en el apartamiento
de una gruta, idea que lleva a la mente, he pasado durante el verano las
horas más calurosas del día, abandonándolo a la puesta
del sol, para bañarme, o mejor nadar, por las noches en el gran
estanque del patio principal. De esta manera contrarrestaba la enervadora
influencia del clima.
* *
*
Mi sueño de
soberanía absoluta en la Alhambra tocó un día su
fin. Al despertarme y asomarme a la ventana, vi reverberar entre las torres
el brillo de armas de fuego, que me produjo la misma impresión
que si el castillo hubiera sido tomado por sorpresa. Cuando salí
de mis habitaciones, me encontré con un caballero, entrado en edad,
acompañado de varios servidores suyos, que se habían posesionado
del Salón de Embajadores. Era un conde, que venía de su
palacio de Granada para pasar corta temporada en la Alhambra, persiguiendo
el propósito de gozar aire más puro. Cazador inveterado,
por lo que después supe, abría aquella mañana, y
lo hacía diariamente, apetito a su desayuno disparando sobre las
golondrinas desde los balcones. Lo bueno fue que esta diversión
favorita del recién llegado no produjo daño ninguno en las
golondrinas; ni una sola pieza logró cobrar el cazador, a pesar
de lo alerta que estaban sus servidores ofreciéndole constantemente
las escopetas cargadas para que no cesara de hacer juego activo. Hasta
las mismas aves parecían regocijarse con el ajetreo a que se les
obligaba para burlar la poca destreza de aquel tirador, gorjeando y revoloteando
en círculos muy cerca de los balcones.
La llegada de este nuevo huésped cambió esencialmente el
aspecto de la vida en el palacio, pero no causó motivo ninguno
de disgusto ni desconfianza entre nosotros; tácitamente, nos dividimos
el imperio, exactamente como lo tenían dividido los últimos
reyes de Granada, con la excepción, a nuestro favor en el presente
caso, de que mantuvimos alianza por entero amistosa: el conde reinó
en absoluto en el Patio de los Leones y en sus salones contiguos, y yo
seguí en posesión pacífica de la región de
los baños y del jardín de Lindaraja. Comíamos en
compañía bajo las arcadas del patio, donde las fuentes refrescaban
el ambiente y desaguaban en arroyuelos por las atarjeas abiertas en el
pavimento de mármol.
Por las noches, formábase la tertulia del conde. La condesa, segunda
esposa del ilustre caballero, subía desde la ciudad, acompañada
de una jovencita, todavía en sus díes púberes, llamada
Carmen, hija del primer matrimonio del conde, y casi al tiempo que ellas,
llegaba siempre alguno de los empleados de la casa, el capellán,
el abogado, el secretario, el mayordomo y otros dependientes de las extensas
propiedades del anciano, que le traían noticias y cuentos y enredos
de Granada, y formaban partidas de "tresillo" y de "hombre".
De este modo se reunía en torno de aquel señor una especie
de corte doméstica, en la que todos le tributaban deferencias y
contribuían a hacerle más pasajeras las horas, sin que nadie
mostrara servilismo ni sacrificara su dignidad personal. No podía
decirse, tampoco, que el conde exigiera, por el trato que daba a sus contertulios
ni por las opiniones que expresaba en la conversación, algunas
veces no muy conformes con las de su corte, ese rebajamiento; porque,
dígase lo que se quiera de la altivez española, no podrá
afirmarse con verdad que coarta o que abate el trato social; no existen
, en efecto, en ningún país del mundo relaciones tan cordiales
y francas entre parientes, ni tan abiertas entre sus superiores e inferiores,
libres éstos de oficiosidad obsequiosa y desprovistos aquéllos
de orgullo y de soberbia. En este aspecto, aun guarda la vida española,
especialmente en las provincias, buena parte de la sencillez de los tiempos
viejos.
En mi opinión, la persona más interesante de este grupo
familiar era la hija del conde, la dulce y afable Carmen. Contaba dieciséis
años, pero se la trataba como si todavía tuviera menos edad;
la Niña, le llamaban todos cariñosamente, y era el ídolo
de la familia. No alcanzaba su cuerpo desarrollo completo, pero ya señalaba
la simetría exquisita y la flexible esbeltez que tan características
son en este país en la mujer. Sus ojos azules, tez blanca y cabello
castaño, tipo poco común en Andalucía, daban a su
apostura un agrado y una gentileza que contrastaban con la típica
arrogancia de la belleza femenina española, pero que estaba en
consonancia con la inocencia y el candor de sus modales y actitudes. No
dejaba de poseer la innata aptitud que demuestra la mujer andaluza; cuanto
hacía lo desempeñaba bien y con desembarazo. Cantaba, tocaba
la guitarra y otros instrumentos y bailaba admirablemente las pintorescas
danzas de esta región; todo en ella era espontáneo, estimulado
por la alegría que le retozaba en el cuerpo y por su carácter
jovial, sin que nunca buscara la alabanza ni el aplauso por lo que hiciera.
La presencia de la primorosa Niña en la Alhambra llevó nueva
fascinación al palacio; parecía creada a propósito
para el lugar. Mientras el conde y la condesa, con el capellán
y el secretario, jugaban al "tresillo" bajo el vestíbulo
del Patio de los Leones, sentábase Carmen, y a su lado Dolores,
que la servía como de dama de honor, muy cerca de una de las fuentes,
y acompañándose ella misma a la guitarra entonaba esas sugestivas
tonadas que tanto abundan en España, y, a veces, lo que armonizaba
más con mi temperamento, alguna vieja serenata morisca.
Siempre que en el curso de mi vida se asomen mis pensamientos a la Alhambra
he de recordar esta muchacha singular, que ponía vivacidad y encanto
en estos salones de mármol bailando al son de las castañuelas
y mezclando la argentina música de su voz y de sus canciones con
el murmurio de las fuentes.
Washington
Irving
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