Arquitectura y Humanidades
Propuesta académica

Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.


EL PALACIO DE LA ALHAMBRA.

Para el viajero poseído de sentimiento por lo histórico y por lo poético, tan inseparablemente entrelazados en los anales de la España romántica, la Alhambra es objeto de tanta veneración como la Caaba para los musulmanes. ¡Qué de leyendas y tradiciones, cuántas canciones y trovas, árabes y españolas, de amor, de guerra y de aventuras, asociadas a este monumento oriental! Fue mansión de los monarcas moriscos, y desde ella, rodeados de los esplendores y de los refinamientos del lujo asiático, dominaron sobre territorios que se vanagloriaban de considerar como paraíso terrenal, esforzándose en su final predestinación para ensanchar con España su imperio. El palacio real, que sólo forma una parte de la fortaleza, cuyas murallas, tachonadas de torres, se extienden irregularmente rodeando toda la cresta de una eminencia, estribación de Sierra Nevada que mira a la ciudad, es exteriormente informe y desigual agregación de ciudadelas y de almenas, sin regularidad en el plan y sin gracia en la arquitectura, no dejando adivinar la belleza y los primores que el interior encierra.

En tiempo de los moros era capaz la fortaleza de albergar en su recinto exterior un ejército de cuarenta mil hombres, y sirvió como plaza fuerte a los soberanos contra sus súbditos rebeldes. Cuando el reino pasó a poder de los cristianos, continuó siendo la Alhambra morada real, habitándola los monarcas castellanos: dentro de sus murallas comenzó el emperador Carlos V a edificar un suntuoso palacio, desalentándole el deseo de terminarlo los continuados terremotos que conmovieron Andalucía. Los últimos residentes regios de la Alhambra fueron Felipe V y su hermosa reina Isabel de Parma, a principios de la decimoctava centuria. Para alojarles debidamente se hicieron grandes obras, cultivándose los jardines y erigiéndose nuevas habitaciones, que decoraron artistas enviados de Italia. La estancia, únicamente temporal, de estos monarcas en la Alhambra determinó que, a su partida, volviera a quedar desolado el palacio. Todavía se mantuvo la fortaleza en estado militar: regíala su castellano como patrimonio de la Corona, extendiendo la jurisdicción hasta los arrabales de la ciudad, con independencia del capitán general; guarnecíanla número considerable de tropas, teniendo el gobernador sus habitaciones frente al antiguo palacio moro, y estando dotado de tal rango y ceremonia, que nunca bajaba de Granada sin que dejara de rendirle armas la guardia. En realidad, la fortaleza era en sí una pequeña ciudad, con calles, edificada de casas, dentro de sus muros, un convento franciscano y una iglesia parroquial.

La marcha de la corte significó para la Alhambra golpe fatal. Quedaron abandonados sus magníficos salones, algunos de los cuales se vieron en ruinas; resultaron destruidos los jardines y cesaron de correr las fuentes. Gradualmente fue ocupando los pabellones una población vaga y relajada: contrabandistas, que se valían de la independencia de jurisdicción del lugar para matutear atrevidamente en gran escala, y ladrones y pícaros y holgazanes, que convirtieron la fortaleza en refugio, dentro de cuyo asilo tramaban despojos y organizaban robos contra Granada y su vecindad. Al fin intervino la mano fuerte del Gobierno: hízose una selección cuidadosa de los que debían continuar en leas moradas; se arrojó a los indeseables; sólo se permitió que gozaran los pabellones las familias que tuvieran legítimo derecho a habitarlos; de honradez probada tenía que ser la ejecutoria de los residentes, y se ordenó la demolición de la mayor parte de las casas, quedando reducido todo a una población corta, un agregado de viviendas, con su parroquia, y el convento de los frailes franciscanos.

Durante las guerras napoleónicas, en que Granada cayó en manos de las tropas invasoras, habitó el palacio el general de esas fuerzas. Con ese exquisito discernimiento del gusto que siempre pusieron los galos en la labor que desarrollaron en los países donde se establecieron, libraron los franceses del abandono y de la ruina esta gloriosa reliquia de la bizarría y del poderío morisco. Repararon los techos, protegiendo así los salones y las galerías contra las inclemencias y la acción del tiempo; pusieron en orden los jardines; atendieron al cuidado de los ríos y los arroyos, lanzando otra vez las fuentes sus esplendorosos hilos de agua. En verdad, bien puede España agradecer a sus últimos invasores que trataran de preservar el más bello e interesante de sus monumentos históricos.

Al verse obligados a abandonar la Alhambra, los franceses volaron varios torreones de la muralla exterior y dejaron las fortificaciones en situación de que no pudieran defenderse, quizá pensando en que, si volvían, no se les hiciera gran resistencia y no estuvieran obligados, para dominarla, a destruir sin igual joya. Desde entonces, puede decirse que la Alhambra carece de importancia militar. Su guarnición actual fórmala un puñado de soldados, inválidos del servicio de las armas, cuya misión principal es vigilar algunas de las torres exteriores, habitadas como prisiones, sin que tenga ya la Alambra su castellano gobernante propio, en el verdadero sentido de la palabra.


* * *

No es necesario decir que, al despertar en la mañana siguiente a nuestra llegada, el primer deseo que acariciamos fue visitar este maravilloso edificio que los siglos han sabido respetar. Descrito muchas veces, y muy detalladamente, por los viajeros que lo han admirado antes que nosotros, no he de detenerme a hacer un relato comprensivo y minucioso de la Alhambra, y me contentaré con bosquejos circunstanciales de los rincones y de las partes relacionadas con los episodios que este viaje trajo a mi conocimiento y con los recuerdos históricos y legendarios que me despertó en mi memoria.
Saliendo de nuestra posada atravesamos la afamada plaza de la Bibarrambla, teatro un día de las justas y de los troncos de la morisma, mercado populoso y animado hoy, y seguimos por el Zacatín, cuya calle principal fue de antaño Gran Bazar, y en el cual las estrechas callejuelas y las reducidas tiendas conservan carácter oriental. Cruzando un espacio abierto enfrente del palacio de la Capitanía General subimos por un sitio estrecho y tortuoso, llamado la cuesta de Gomeres, por la familia morisca de ese nombre que la habitó, celebrados todos sus individuos en la crónica de las hazañas y de las canciones. Esta calle conduce a la Puerta de las Granadas, construcción maciza de arquitectura griega, ordenada por Carlos V, que sirve de entrada a los terrenos de la Alhambra. Dos o tres soldados, jubilados ya de toda prestación por su avanzada edad, sucesores de los zegríes y abencerrajes, cabeceaban en un banco de piedra, mientras un taravilla alto y enjuto, que con la deslustrada capa colgada de los hombros quería ocultar lo roto y harapiento de su traje, holgazaneaba tomando el sol y hablando con el viejo centinela que hacía la guardia. Se nos unió, tan pronto salvamos la puerta, y nos ofreció su compañía para enseñarnos la fortaleza. He de decir que siento aversión por los cicerones oficiosos; pero en este caso me disgustaba, además, el pelaje de echacantos que se nos acercó.

-¿Es que conoces bien el lugar? -le pregunté.

-Nadie mejor que yo, señor, porque soy hijo de la Alhambra -fue su respuesta.

¡Singular y poético modo de expresión éste de los españoles más necesitados! ¡Hijo de la Alhambra! La frase se adueñó de mí al instante, y ya no me parecía despreciable la miserable apariencia de nuestro hombre, que adquirió repentinamente a mis ojos cierto aire de elevación; parecía emblemático de la varia fortuna del lugar, y se acomodaba bien a la progenie de una ruina como parecía ser el tal haragán. Le dirigí tres o cuatro preguntas y vimos cuán legítimo era el derecho que ostentaba a llamarse "hijo de la Alhambra": desde los días de la conquista, sus antecesores habían vivido en la fortaleza, y él respondía al nombre de Mateo Ximénez.

-Quizá sois entonces descendiente del gran cardenal Ximénez de Cisneros… -repuse.

-¡Dios lo sabe, señor! Acaso sea así. Sé que descendemos de un gran linaje, pero he olvidado de cuál porque no pongo atención a esto. Mi padre es quien está al tanto de todo: de su sala, allá arriba, en la fortaleza, cuelga el escudo de armas… Somos la familia más antigua de la Alhambra; cristianos viejos, sin mácula mora ni judía: es lo único que me importa.

Contados son los españoles que no reclaman para sí genealogía ilustre; pero la primera que alegó este andrajoso parlerón me cautivó por completo, ya lo he dicho, y gozosamente acepté los servicios que me ofreció el "hijo de Alhambra".

Encontrémonos en esto, porque no cesamos de andar, en una quebrada llena de hermoso boscaje, con empinada avenida, de la que bifurcaban serpeando varios senderos bordeados de sillares de piedra y adornada con fuentes. A la izquierda contemplábamos las torres de la Alhambra, sobresaliendo y colgando sobre nosotros; a la derecha, en la parte opuesta de la quebrada, también se alzaban torres encima de la rocosa eminencia. Eran las Torres Bermejas, denominadas de ese modo por su matiz encarnado; nadie conoce su origen, y son de fecha muy anterior a la Alhambra, suponiendo algunas opiniones que las construyeron los romanos, y afirmando otras que fue una colonia errante de fenicios quien las levantó.

Subiendo la pendiente y umbosa avenida llegamos al pie de enorme torre cuadrada, que forma una especie de barbacana, por donde pasaba la entrada principal a la fortaleza. Dentro de la barbacana había otro grupo de veteranos inválidos, uno de ellos montando guardia en el portal, mientras los demás, envueltos en mugrientas capas, dormían sobre los bancos de piedra. El lugar se llama la Puerta de la Justicia, porque en su pórtico se reunía, durante la dominación muslímica, un tribunal de paz que juzgaba las faltas menores; costumbre común a los pueblos orientales y que se encuentra ordenada en leas Escrituras: "Establecerás jueces y esbirros en todas tus puertas, y oirán y juzgarán a las gentes con justo juicio".

El gran vestíbulo o pórtico de la puerta es un arco árabe de extraordinarias dimensiones, en forma de herradura, que se eleva hasta la mitad de la torre. La piedra angular de este arco aparece esculpida con una mano gigantesca. Dentro ya del vestíbulo, en la piedra angular del pórtico se ha grabado, también en desusadas proporciones, una llave. Quienes pretenden conocer los símbolos mahometanos afirman que la mano es el emblema de la doctrina, significando los cinco dedos de los cinco principales mandamientos del credo islámico, esto es, el ayuno, la peregrinación, la limosna, la ablución y la guerra contra los infieles. La llave, dicen, es el símbolo de la fe o del poder, la llave de David transmitida al profeta: "Y colocaré sobre tus hombros la llave de la casa de David, para que seas tú quien la abra y ningún otro haya de cerrarla, y para que seas tú quien la cierre y nadie haya de abrirla (Isaías, XXII, 22). Se nos ha asegurado que los musulmanes bordaron en sus estandartes la llave como blasón de sus guerras con Andalucía y con España, en oposición al emblema de la cruz que esmaltaba los feudos cristianos; anunciaba el poderío conquistador de que se hallaba investido el profeta: "Aquel que posea la llave de David será quien abra las puertas, y nadie las cierre, y cuando aquél las cierre, ningún otro hombre las abrirá" (Revelación, III, 7.)
El "hijo de la Alhambra" nos explicó el significado de estos símbolos de muy distinta manera, más en consonancia con las nociones del vulgo, que pone algo de misterio y de fantasía en todo lo morisco y que alberga supersticiones sin fin en relación con la fortaleza. Nos dijo:

- Una tradición que ha ido llegando a los años que vivimos desde los días de los habitantes más antiguos de Granada, y que mi padre oyó del suyo y de su abuelo, cuenta que la mano y la llave son símbolos mágicos de los que depende el sino de la Alhambra. El rey moro que la edificó fue un gran mago que vendió su alma al diablo, según recoge la leyenda, y bajo esos auspicios demoníacos construyó, por arte de encantamiento, toda la fortaleza. Por eso permanece en pie y ha resistido tempestades y terremotos, en tanto que los demás monumentos moriscos se han derrumbado y han desaparecido entre sus propias ruinas. Sigue diciendo la tradición que el hechizo que anima la Alhambra durará hasta que la mano gigantesca del arco exterior -que cada día crece y sigue creciendo, aunque nosotros no lo notemos, ¡pero antes no era tan grande!-, hasta que esa mano, digo, llegue a alcanzar la llave y de ella se apodere. Entonces todo el monumento caerá al suelo hecho trizas, darán una voltereta sus profundidades y quedará revelado al descubierto el inmenso tesoro enterrado allí por los moros… ¡Quién lo pudiera ver, señores¡
-terminó Mateo Ximénez su historia.

No obstante este siniestro agüero, nos aventuramos a pasar la hechizada puerta, sintiéndonos amparados contra el arte mágico por la protección de la Virgen, cuya imagen se ostentaba encima del pórtico.

Después que hubimos dejado atrás la barbacana subimos estrecho callejón, revolviéndose entre muros, y salimos a una explanada abierta dentro de la fortaleza, llamada plaza de los Aljibes, por las grandes cisternas que minan sus cimientos, perforadas y picadas en la roca misma para recibir el agua traída desde el Darro para abastecer la fortaleza. Además, aquí hay un pozo, inmensamente hondo, que procura agua purísima, muy fría: es un nuevo monumento de la delicadeza en el gusto de los moros, infatigables en sus esfuerzos para obtener aquel elemento en su limpidez cristalina.
En esta explanada se levanta la grandiosa construcción comenzada por Carlos V con la intención de eclipsar la residencia de los reyes moriscos. Para hacer hueco a la maciza mole fue demolida parte del ala destinada a habitaciones de invierno en el edificio musulmán; se tapió la majestuosa entrada, de modo que el acceso tiene lugar hoy por sencillo y modesto portal en una esquina abierto. Con toda la grandiosidad y todo el mérito arquitectónico del palacio de Carlos V, lo consideramos como intruso arrogante y presuntuosos entre tanta y tanta belleza, y dándolo de lado con desdeñoso olvido, llamamos a la puerta muslímica.

Mientras esperábamos respuesta nos informó nuestro cicerone que el palacio real estaba encargado al ciudadano de una ilustre dama, soltera, ya de mucha edad, doña Antonia Molina, a quien todos llamaban cariñosamente Tía Antonia, la cual mantenía los salones, galerías y jardines en buen estado, para que no tuvieran nada que censurar los visitantes. Abriónos la puerta una damisela andaluza, rolliza, de ojos negros, Dolores, según Mateo la llamó, pero que por su viva mirada y alegre disposición merecía nombre no tan triste. Sobrina de doña Antonia, era la hada que nos había de conducir por el palacio encantado. Guiados por ella cruzamos el umbral, y no transcurrió un instante sin que nos viéramos transportados, como por conjuro de varita mágica, a un reino oriental de otros tiempos, siguiendo acaecimientos y escenas de sueños y de cuentos árabes.

¡Qué absoluto contraste entre el aspecto, nada prometedor, del exterior y la hermosura y los primores que ahora admirábamos! Nos encontramos en un vasto patio, largo cincuenta metros y ancho treinta, embaldosado de mármol blanco y decorado en todos sus extremos con peristilos moriscos, uno de los cuales sostenía elegantísima galería de calada arquitectura. A lo largo de las molduras de las cornisas y en diversas partes de las paredes osténtanse escudos de armas y cifras, y caracteres cúficos y arábigos en altorrelieve, que reproducen los lemas de los monarcas musulmanes que llevaron a cabo la construcción de la Alhambra, o que ensalzan su esplendor y su munificencia. En el centro del patio hay un gran estanque -cuarenta metros de longitud, nueve de anchura y dos de profundidad-, que recibe su agua de dos vasos de mármol. De este estanque le viene el nombre de Patio de la Alberca (de al beer-kah, palabra que en árabe quiere decir arca de aguas o estanque). Gran número de carpas fulguraban su rojo dorado en este vivero, rodeado de setos de rosales.

Pasamos bajo una bóveda morisca, bellamente arqueada, para salir al renombrado Patio de los Leones. Ninguna otra parte de la Alhambra da idea más completa de su belleza original que este patio, porque es el lugar que ha sufrido menos -casi nada, por cierto- los rigores de la fatal acción del tiempo. Alzase en el centro la fuente a que tanta celebridad han dado la fábula, la poesía y los cantares. Sus tazones de alabastro no han cesado de esparcir gotas diamantinas, y los doce leones que los sostienen, y que dan el nombre a este incomparable lugar, todavía arrojan chorros cristalinos, como en la edad de Boabdil. Estos leones no merecen positivamente la fama que han alcanzado: están pobremente esculpidos, acaso trabajo realizado bajo el peso de las cadenas por algún cautivo cristiano. El patio aparece sembrado de lechos de flores con los que sustituyeron los franceses -rara prueba del mal gusto en esa nación- las antiguas baldosas de ladrillo. Rodean los cuatro ángulos del patio esbeltas arcadas de labor afiligranada, apoyadas en sutiles columnas de mármol blanco, que se supone que estuvieron iluminadas con reflejos dorados. Caracteriza esta arquitectura, al igual que la de muchos lugares del interior de la Alhambra, una elegancia primorosa, más que un sello de grandeza, y hablan a la imaginación y a la fantasía de la gracia y de la delicadeza en el gusto de los moros y de su disposición al placer indolente y al deleite perezoso. Cuando nos fijamos en las líneas inconsútiles de las grecas, calados y adornos, aparentemente frágiles, de los peristilos, resulta difícil creer que esa labor haya sobrevivido al desgaste de los siglos, a la concusión de los terremotos, a la violencia de las guerras y al callado, aunque no menos funesto, ratear del viajero, que no se conforma con la admiración de lo que ve, sino que quiere llevarse recuerdo tangible de lo que su memoria jamás podría olvidar. Basta todo esto para vindicar la tradición popular de que la Alhambra está protegida por un ensalmo hechicero.

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En un lado del Patio de los Leones, un magnífico portal abre entrada a la Galería de los Abencerrajes, que debe el nombre al ilustre linaje de valientes caballeros que aquí sufrieron pérfida matanza. Aliéntense dudas acerca de la veracidad del suceso. Nuestro cicerone, Mateo, nos señaló el portillo por donde fueron llevados los abencerrajes, uno a uno, al Patio de los Leones, y la fuente de blanquísimo mármol que hay en el centro de la galería, a cuyo pie se les degolló. También nos mostró unas señales rojas en el suelo, manchas de sangre que, según creencia popular, no pueden borrarse a pesar de los esfuerzos desplegados para lograrlo.

Estimulado Mateo porque le prestábamos buena fe, añadió que a menudo se oía en la noche, en el Patio de los Leones, un ruido sordo y confuso, como murmullo de multitud, que de vez en cuando causaba un débil sonido metálico, parecido al distante rechinar de cadenas: producen estos ruidos los espíritus de los abencerrajes asesinados, que en las horas en que todos duermen frecuentan el lugar de sus sufrimientos, invocando la venganza del cielo para su matador.

No me queda la menor duda de que tenían lugar esos ruidos: puse empeño en asegurarme de la veracidad del cuento, y los comprobé. Pero se deben a las burbujeantes corrientes y a los sonidos agudos de los saltos de agua que corren bajo el suelo por tuberías y canales que abastecen las fuentes. Resultaba, sin embargo, muy duro para mí imbuir tal idea a nuestro poético cronista de la Alhambra, y preferí que quedase poseído de sus creencias supersticiosas.

Esta era la razón que muchas veces nos hacía callar ante las manifestaciones de Mateo: no queríamos dejarle mal, según gráficamente se dice en Andalucía, y en España toda. ¿Para qué? No había necesidad. Valiéndose de nuestra callada prudencia, el "hijo de la Alhambra" nos contó como hecho cierto y positivo éste, que supo de labios de su abuelo:

- En cierta ocasión quedó encargado de enseñar la Alhambra a los forasteros un soldado inválido. Una tarde en que cruzaba al oscurecer del Patio de los Leones sintió pasos en la Galería de los Abencerrajes. Creyendo que eran visitantes retrasados los que por allí andaban, se apresuró a ayudarles. No tuvo límites su sorpresa: vio cuatro moros, a todo lujo ataviados, con relucientes corazas y cimitarras y con puñales que brillaban con el engarce de piedras preciosas; iban de un lado para otro, moviéndose pausadamente, pero se detuvieron al verle y trataron de aproximarse a él, haciéndole señas. El viejo soldado huyó aterrorizado, y nunca más logró nadie hacerle poner los pies en la Alhambra.

-Esto ocurre con frecuencia a los hombres -añadió Mateo-: vuelven las espaldas a su suerte. Los cuatro moros no tenían otro propósito que revelar al inválido guardián el sitio donde habían enterrado sus tesoros. Tanto es así, que el sucesor de ese soldado, otro inválido como él, no se asustó, con mayor conocimiento del mundo, de la visita que seguramente le hicieron las mismas almas en pena de los cuatro moros, porque vino pobre, sin un real, a la Alhambra, y al cabo de un año se retiró a Málaga, su ciudad natal; compró allí casas, tiene su coche y todavía vive; uno de los más ricos y también de los más viejos de la ciudad… ¡Todo porque encontró el áureo tesoro de los espectros moros!

Adiviné por esto, y por otros aspectos de Mateo que habíamos ido conociendo, lo valioso de nuestro contacto con persona como él, que no sólo estaba enterado de toda la historia apócrifa del palacio, sino que creía firmemente en ella, lo cual daba mayor prestancia a sus afirmaciones, y cuya memoria se hallaba preñada de sucesos y de historietas y leyendas, que yo apreciaba en extremo, aunque las considerasen broza y morralla los críticos sagaces y nada indulgentes. Por tales motivos decidí cultivar el conocimiento que la casualidad nos deparó con este sabio.

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Justamente enfrente de la Galería de los Abencerrajes, un portal, ricamente adornado, dirige a otra galería que no despierta tan trágicas asociaciones. Lleva el sugestivo nombre de Galería de las Dos Hermanas, y es alegre y excelsa, de exquisito garbo en su arquitectura, pavimentada de mármol, blanco. Hay quienes destruyen la novela de la denominación basándose en dos enormes losas de alabastro colocadas juntas una a otra en el piso y del que forman gran parte, tal es el tamaño que tienen. Pero otros dan significación más poética al nombre, atribuyéndolo a recuerdos vagos de las bellezas moriscas que frecuentaban la galería, la cual evidentemente, constituía parte del harén real. Contra la afirmación de Mateo Ximénez, que apoyaba la primera opinión, sustentaba la segunda nuestra hada acompañante, la encantadora y gentil Dolores, que apuntando a un balconaje que daba a un pórtico interior, balaustrada que perteneció, según a ella le habían asegurado, al departamento de las mujeres, afirmó en tono de certeza de sus palabras:

- Todo esto, según ustedes pueden observar, señores, aparece lleno de celosías, como si fuera la galería de la capilla de un convento donde las monjas oyen la misa… Porque los reyes moros -apuntó con cierto aire de reproche- encerraban como monjas a sus mujeres.

En efecto, aún se conservan las celosías detrás de cuyas rejas los ojos negros de las hermosuras que poblaban los harenes moros podían ver, sin ser vistas, las zambranas y las danzas y diversiones que se desarrollaban abajo.

A cada lado de esta Galería de las Dos Hermanas hay retiros o alcobas con canapés y otomanas, que servían a los voluptuosos señores de la Alhambra para deleitarse en el descanso soñador, tan ansiado por los espíritus orientales. Una cúpula permite alumbrara el paraje con tenue luz y hace que el aire tenga circulación; aumentando el sibaritismo que al ánimo lleva el ambiente, de una parte, el murmullo acariciador del agua de la fuente de los leones, y de otra, el blando caer del precioso líquido en los surtidores del jardín de la Lindaraja.

Es imposible hallarse en este lugar, tan completamente oriental, sin recordar las escenas y los episodios de las leyendas arabescas; parece como si de pronto viéramos adelantarse sobre una ventana el brazo ebúrneo y escultural de misteriosa princesa, o relucir tras la celosía unos ardientes ojos destellando relámpagos amorosos. Respírase aquí perfume de belleza, que da vida a este rincón alhambresco, como si sólo fuera ayer el día en que lo animaran las mujeres de la fábula cristiano-mora… Pero ¿dónde están las dos hermanas, dónde las Zoraidas y Lindarajas?

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Abundante provisión de agua, traída desde las montañas por los antiguos acueductos moriscos, circula por todo el palacio, abasteciendo sus baños y sus estanques y viveros de peces, desparramándose en surtidores dentro de los patios y de las galerías o murmurando en canales a lo largo de los pavimentos de mármol: cuando ya ha rendido su tributo al real edificio y visitado sus vergeles y sus huertos y jardines, fluye precipitadamente abajo por la larga avenida que conduce a la ciudad, formando susurrantes arroyuelos, derramándose en las fuentes y manteniendo perdurable vegetación en las enramadas que protegen el paso de los caminantes y que prestan encanto y hermosura a toda la eminencia donde se levanta majestuosa y sublime la Alhambra. Únicamente los que han padecido los ardorosos climas del Sur son capaces de apreciar las delicias de una estancia en paraje que combina la brisa alentadora de la montaña con la frescura del valle y el fausto y la ostentación de su verdor. Mientras la ciudad que vive al pie de estas alturas jadea anhelante con el calor del mediodía, y la abrasada vega se estremece ante un sol que la incendia, descienden sobre esta elevada fortaleza los aires finísimos de Sierra Nevada, llenándola con la dulzura del ambiente de los cármenes que la rodean.

Todo invita en la Alhambra a este indolente reposo que es bendición de los climas meridionales; y si los ojos a medio cerrar llevan la mirada desde estos balcones matizados de sombra al refulgente paisaje, para gozarse placenteramente en una visión indescriptible y singular, no deja de haber caricias para el oído, arrullado por el susurro del boscaje y por el murmurio de las aguas.


Washington Irving